¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (35 page)

Otra característica común a toda la novela, y presente en este capítulo inventario, es la preferencia del autor por aquellos términos que cree más «literarios». Dentro de ese preciosismo tan habitual en la literatura española, y más en los autores primerizos, ya hemos hablado del recurso al cuaderno Moleskine, al diccionario de sinónimos, o a un diccionario ideológico como el clásico Casares. Se trata de dar entrada a palabras que el autor siempre quiso escribir y hasta ahora no pudo (las del cuaderno) o que, puestos a escoger un adjetivo, rebusque en ambos diccionarios hasta encontrar la palabra más impactante por inhabitual. Así, en este capítulo vemos un guardia civil «barbón» (no barbudo ni barbado), un hombre «craso» (que no gordo ni grueso), y lo mejor de todo: la comparación de Alcahaz con un «báratro perdido». Apuesto a que si ahora, años después de escrita la novela, le preguntan al autor qué es un báratro, no sabría responder. No se acuerda, porque sólo ha usado una vez en su vida esa palabra. Y ahí quedó
.

II

—Supongo que debí marcharme hace mucho tiempo, cuando era fácil hacerlo. Cuando tenía menos de treinta años, la gente de mi edad se marchaba, a Madrid o a Barcelona o al norte, a buscar el trabajo que aquí no había, la vida que faltaba. No sé si lo encontrarían, probablemente no todos. La mayoría, tú lo sabrás mejor que yo, vive en barrios de extrarradio, en colonias de pisos iguales, sin más vida que el trabajo y la esperanza de un descanso en fin de semana. Los observo cuando vuelven en verano, a las fiestas y la romería, y no tienen la mirada limpia, no sé si me entiendes. Pero al menos lo intentaron; yo no. Y se me pasó la oportunidad. Fui tonta, claro. Pensé que aquí podía ayudar, que podía contribuir a levantar esta tierra. Qué ilusa. Esta tierra no hay quien la levante. Con el tiempo, y para atenuar tu propio fracaso, te moderas en tus ambiciones. Yo pronto me olvidé de mis deseos de dejar esta tierra, de conocer tantos sitios a los que nunca iré. Fíjate, al único sitio al que he viajado del extranjero es a Roma, con los de la universidad laboral, para ver al Papa, qué vergüenza. Al final, me puse a trabajar en la Caja de Ahorros, y ahí sigo. Aquí sigo. Me conformo, o intento creer que me conformo, con llevar una vida digna, sea lo que sea eso. Crearme con el tiempo una cultura, supongo. Y ayudar en lo que puedo. No es mucho. Por las tardes doy clases en la parroquia, enseño a leer a algunos vecinos. Parece una tontería, pero no sabes la satisfacción que eso me produce: descifrar a alguien unos signos hasta ayer prohibidos, permitirle arrancar palabras de la nada. Es bonito, no te rías, hablo en serio.

—No me río, sólo sonrío. Me gusta lo que cuentas. No tienes que sentirte fracasada. Hiciste bien no marchándote, no creas que la vida cambia mucho en Madrid o aquí. Mi caso es el contrario. Yo estoy deseando retirarme de todo aquello, buscar un sitio como éste, tranquilo, lento.

—Aburrido, dirás. Esto es mortalmente aburrido. No aguantarías en Lubrín ni dos meses.

—No creas. Necesito esto, es lo que busco, la lentitud de la vida en estas tierras.

—No sabes de qué hablas. Esa lentitud que tanto te gusta, con el tiempo se te vuelve indolencia, fastidio de todo y de todos. Te cambio tu vida de Madrid por la mía aquí.

—Trato hecho. Pero no te gustaría mi vida de Madrid.

—¿Por qué? Ni siquiera sé bien a qué te dedicas. Sólo sé que buscas cosas, pueblos perdidos, gentes olvidadas de los años. Algo interesante debe de ser tu trabajo, ¿no? A ver, déjame adivinar...

Ana, rostro sereno bajo la luz amarilla, bebió un sorbo corto de vino mientras miraba hacia el techo, imitando en burla la expresión del que piensa o busca inspiración, el numen siempre parece estar en las alturas. Santos, olvidado de la cena que se enfriaba en el plato, miraba a la mujer con una sonrisa boba, indisimulada. Cenaban en una pequeña bodega sombría, de mobiliario rústico aunque triste, sin más clientes que ellos dos, la pareja que hablaba en voz baja y reprimía las risas, abrumados por la soledad del establecimiento. El camarero, aburrido, en el mostrador, hojeaba cualquier revista de fotografías.

Habían regresado de la última visita a Alcahaz con el anochecer, abatidos por el recuerdo vivo de lo presenciado en el pueblo, las mujeres de negro que quedaron allí, llorosas al fin por los maridos recién muertos (cuarenta años atrás, el día antes, qué más da), viviendo por primera vez en mucho tiempo el día presente como tal, despertarían por fin al día siguiente, no repitiendo la jornada idéntica de la espera. Al llegar a Lubrín, la furgoneta verde se detuvo en la plaza, frente al ayuntamiento. Bajaron todos y evitaron las despedidas, apenas unas palabras, el compromiso del alcalde de volver al día siguiente con el autocar y los médicos venidos de la capital para recoger a las mujeres, si es que todas sobrevivían al día después, si es que no se dejaban morir ya, al no tener que esperar más a los que no llegarían.

Santos acompañó a Ana y a su madre hasta la casa; pasearon en silencio en la noche inicial, que tenía una frescura como de mar cercano. Al llegar a la casa, la madre entró deprisa, y la hija quedó un instante en la puerta, con Santos:

—Mañana me vuelvo a Madrid... Me gustaría invitarte a cenar esta noche...

—De acuerdo... Recógeme en una hora si quieres.

Santos regresó entonces al hotel, donde se duchó despacio, demorándose bajo el agua caliente. Preparó su escaso equipaje para tenerlo listo y salir temprano hacia Madrid, tenía un largo viaje por delante. Encendió un cigarrillo y se tumbó en la cama con el cenicero sobre el pecho y descalzo, para hacer tiempo hasta que llegara el momento de recoger a Ana. En pocos segundos, tras unos acelerados pensamientos que no recordaría, el sueño le venció sin remedio, como una balsa de aguas delicadas, tras varios días de sueño desordenado. Cuando despertó, urgido por los golpes de llamada en la puerta, tenía conciencia de haber dormido apenas unos minutos. El reloj, parpadeo luminoso en la mesilla, lo desmentía: había pasado casi dos horas dormido. Despeinado y con escozor en los ojos, abrió la puerta.

—Buenas noches, dormilón. Pensé que te habías arrepentido en lo de la cena —dijo Ana, fingiendo enojo. En la sombra del pasillo oscuro dejaba ver la sencillez de su ropa, el pelo recogido en trenza, tan sólo el rojo de labios como algo extraordinario. Salieron a la calle y pasearon por el pueblo anochecido, había poca gente en las calles (pueblos del sur, despoblados en cuanto asoma un breve viento helado, refugio cálido en las casas, braseros de picón y mantas), de las ventanas salían restos de músicas procesionales (familias sentadas en torno al televisor o la radio que retransmitían las procesiones de Sevilla, Málaga, o Viernes Santo). Llegaron al fin a la bodega, que no era una elección, pues no encontrarían otro sitio abierto a esas horas para cenar.

—Déjame adivinar —insistió ella, divertida, dejando la copa en la mesa—: ¿Periodista?

—En modo alguno.

—Entonces sólo puedes ser dos cosas: profesor de universidad, o escritor.

—Las dos cosas y ninguna. Te explico: profesor sí, pero no de universidad sino de un triste instituto de bachillerato, con unos alumnos adulterados que me torean cuanto quieren. Y escritor quizás, pero no del todo, ya que escribo pero no firmo, y el que firma es siempre el que se lleva el mérito, el escritor, ¿no?

—Sí, nos contaste ayer lo de los discursos. La anécdota de los españoles ilusos. Perdona que no me acordase, no te presté mucha atención entonces, porque estaba conmocionada con lo de mi madre, ya sabes. Entonces eres una especie de... ¿Cómo lo llaman? ¿Negro? Sí, eso es. No sé, parece interesante.

—Depende de lo que escribas y para quién lo escribas. Yo llevo años escribiendo cosas que detesto, todo encargos, claro. Pero todo es un material detestable, me alegro de no firmarlo, nadie me recordará por ello.

—¿Por qué lo haces entonces? ¿Por dinero?

—No creo. Al principio sí, por dinero, porque el sueldo de profesor es más bien escaso, y la vida en Madrid, cara. Después, cuando no tenía necesidad, seguí haciéndolo por diversión: me atraía escribir palabras que otros dirían, que otros presentarían como propias. Eso te da algo parecido al poder sobre esas personas, y el poder siempre seduce, de forma inevitable. Pero desde hace tiempo, no sé por qué lo sigo haciendo. Es una inercia, de la que no salgo. Por eso quiero romper con aquello, buscar un sitio como éste, un pueblo.

—Todos queremos cambiar —dijo ella, acariciando apenas la mano de Santos.

—Sí. Pero el pasado siempre pesa, el equipaje limita nuestro movimiento, nuestra huida.

—A no ser que te empeñes en olvidarlo, en renunciar a él.

—Entonces suceden los Alcahaces, no es lo mejor, ya lo hemos comprobado.

—Háblame de ese pasado, esa oscuridad de la que no quisiste hablar ayer. Es algo que te atormenta todavía, ¿verdad?

—Sólo recientemente, porque todo esto, la búsqueda de Alcahaz, el descubrimiento de aquella miseria humana, todo esto me ha devuelto el pasado... Ya ves que no puse tanto empeño en olvidarlo, pues ahora vuelve, cuando yo no había regresado a aquello en muchos años, más que de forma tangencial, como un escrúpulo enorme. Era para mí como algo ajeno, que no me hubiera sucedido a mí en realidad. Lo quería recordar como algo que me hubieran contado, una historia de otro, nunca mía. Pero era mía, y ahora vuelve, claro.

—Se trata de algo relacionado con tus padres, ¿verdad? Cuéntamelo.

—Es difícil, no quiero amargar la noche.

—Alguien tiene que escucharte... No se lo has contado a nadie en todo este tiempo, ¿verdad? Cuéntamelo —y apoyó sus palabras tomando, esta vez sí, la mano de Santos, apretando su carne templada.

—En pocas palabras: se puede decir que soy responsable de lo que les ocurrió a mis padres, de su pérdida. Tal vez no sea exacto decir responsable, porque yo era muy niño, y por tanto ajeno a la responsabilidad y a tantos conceptos que surgieron encadenados: miedo, muerte, sospecha, crueldad, odio. Todo eso me era ajeno, y todo sucedió de forma simultánea —Santos bebió medio vaso de vino de un rápido trago, y encendió un cigarrillo con la brasa del anterior, antes de comenzar el relato—: «Mi padre, mi madre, mi abuelo y yo éramos toda la familia, y vivíamos en un pueblo del sur de Badajoz. Un pueblo no muy grande, como Lubrín, con los mismos problemas desde el siglo pasado, los mismos conflictos del campo, jornaleros y propietarios, nada nuevo. Mi padre estaba al frente del sindicato del campo en la comarca, y eso siempre le trajo problemas. Su ideo logía era simple, y muy clara, compartida por muchos otros hombres entonces: la tierra es del que la trabaja. Más claro, imposible. Se llevó no pocas palizas por eso, y alguna vez vinieron pistoleros a buscarlo a casa. Lo que ocurrió en mi pueblo es lo mismo que en tantos otros pueblos, como en Lubrín o en Alcahaz: en el 36, después de la victoria del Frente Popular, hastiados de esperar una reforma agraria que no llegaba, los campesinos, movilizados por el sindicato, se lanzaron a ocupar tierras. Durante cinco meses las tierras fueron del pueblo, de los que las trabajan. Ya sabes el final de la historia: cuando empezó la guerra, el pueblo quedó en manos del sindicato, de los campesinos. Mi padre y otros compañeros formaban el consejo que gobernaba el pueblo. Se encerró a mucha gente, propietarios y capataces principalmente, y hubo algún desmadre, mínimo. Cuando llegaron los nacionales, la represión estaba cantada. Y el primero de la lista era mi padre. Algunos hombres se escondieron en las casas, como hizo ese Antonio en Alcahaz. Topos. Otros huyeron con sus familias hacia la capital. Mi padre y algunos hombres, una veintena, se refugiaron en la sierra cercana, desde donde esperaban seguir la lucha y mantener la resistencia hasta que la República reconquistara el pueblo. Eso no ocurrió, claro, y los hombres estuvieron tres años escondidos en la sierra. Había batidas frecuentes de la guardia civil, hubo enfrentamientos, pero los hombres conocían bien cada metro de la sierra, sabían por dónde huir rápido, cómo esconderse, dónde tender emboscadas. Al principio, un par de hombres bajaban al pueblo de madrugada, a escondidas, para aprovisionarse de lo más básico. La guardia civil, cuando se enteró, intensificó los controles nocturnos. Se decidió entonces que alguna de las mujeres del pueblo cuyos maridos estaban en la sierra, saliera por la noche y llevara provisiones, lo mínimo, a los del maquis. Pero los guardias hacían controles por la noche, se presentaban en las casas por sorpresa, para cerciorarse de que las mujeres y los viejos estaban dentro. Así que sólo quedó una solución: un niño, ya que los guardias no entraban en los registros en las alcobas de los más pequeños, y además un niño sería invisible a la noche. Yo fui el elegido, para mi desgracia y la de aquellos hombres. Cada tres noches, mi madre me sacaba de la cama en la madrugada, me daba un paquete con provisiones elementales, y me obligaba a salir del pueblo, caminar por la sierra de noche hasta llegar al punto donde me esperaban los hombres, mi padre entre ellos. Conservo de entonces un miedo terrible a la oscuridad, al campo en la noche. Antes de la guerra yo era muy pequeño, y apenas guardo recuerdos de entonces. Por eso, todas las imágenes que guardo de mi padre son idénticas, todas pertenecen a aquellos meses, en la guerra: sentado junto a la hoguera entre los canchales que formaban grutas, me tomaba en sus rodillas y me hablaba, mientras los demás hombres, todos oscurecidos, encogidos de frío en las mantas, no podían ocultar la desesperación de sus rostros. Con todo esto, yo era el único del pueblo que conocía el lugar donde se ocultaban los hombres. Sólo yo sabía el camino que llevaba a la quebrada donde pasaban las noches. Pero ya te he dicho que yo no entendía términos que me venían grandes. Yo no entendía bien por qué se escondían, por qué otros hombres los perseguían, por qué los guardias venían a casa cada pocos días para interrogar a mi madre. Yo no sabía lo que era la prudencia, el secreto. Así fue como un día, por una rabieta de niño, descubrí a mi padre y a los hombres, desvelé su escondite nocturno. Fue por una tontería: un enfado con mi madre, algo de chiquillos. Me enfadé con ella y decidí subir a ver a mi padre. Evidentemente, los guardias me siguieron y encontraron a los hombres. Estuvieron toda la noche persiguiéndolos, disparando en la oscuridad. Mataron a casi todos los escapados. A mi padre no querían matarlo en la sierra, sino en el pueblo, para que todo el mundo lo viera. Así que lo cogieron preso y lo llevaron al pueblo. Lo mataron en la plaza, como en la Edad Media, qué animales. A mi madre la acusaron de haber mantenido contacto con ellos y haberlos escondido, así que se la llevaron presa. No sé ni dónde estuvo encarcelada, creo que en Calzada de Oropesa, pero nunca pude confirmarlo. Ya te imaginas cómo eran las cárceles en esos años, hacinadas de tantos presos republicanos. Murió un par de años después, de una tuberculosis, y yo no me enteré hasta muchos años después. A mí me iban a mandar a un hogar, de los del Auxilio Social, ya que me había quedado bajo el cuidado de mi abuelo, que había enloquecido por la pérdida de su hijo y su nuera, y no estaba en condiciones de hacerse cargo de un niño de seis años. A última hora se presentó un familiar desconocido, un primo de mi madre que se hizo cargo de mí y me llevó a Madrid. Después crecí, y como te he dicho, me fui olvidando, me quise olvidar de todo aquello. No me olvidé de mis padres, qué tontería, sino de la circunstancia en que murieron. Prefería pensar simplemente que habían muerto por culpa de la guerra, como tanta otra gente, en un bombardeo o algo así. Es fácil cambiar el recuerdo a voluntad. Primero engañas a los demás, y te acabas engañando a ti mismo. Todo el mundo lo hace. El caso de Alcahaz, de esas mujeres, es un caso extremo. Pero todos lo hacemos de alguna manera, como una forma menor de delirio: crearte una realidad o una memoria a tu medida, y acabar negando cualquier otra.»

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