¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (39 page)

(Mariñas calla y sonríe, sin más que decir, habla sin propósito, alarga la conversación de forma artificial. No tiene nada que decir, hastiado de tener que dar unas explicaciones que considera innecesarias, nunca tuvo que explicar nada de lo que hizo o dejó de hacer. El orgullo. Comprendiendo que no tiene nada más que decir ni escuchar, Santos se levanta para marcharse. Mariñas ni siquiera se levanta para despedirle, y queda allí, cruzado de piernas, fumando con indiferencia, olvidado ya del hombre que le mira con más compasión que desprecio y que sale de la casa, saludando apenas a la viuda que permanece llorosa en el pasillo.)

(Santos sale de escena.)

Santos salió al exterior y el viento ronco de la sierra le bendijo, limpio de todo. Quedó unos minutos al pie del mirador, con la vista perdida en el horizonte mientras un cigarro se le consumía entre los dedos. Miró hacia la ventana superior, donde Mariñas le observaba del mismo modo que a su llegada, cuando se escondió tras los visillos pensando que no le había visto y que podría alargar todavía su mentira, que aquel hombre venía sólo para dar cuenta de sus progresos, que todo iba bien. Santos montó en su automóvil y buscó, rápido, el cobijo de la última niebla en la parte baja de la montaña.

* * *

Llegamos, por fin, al desenlace, tras respetar escrupulosamente en la novela el orden clásico, presentación, nudo y desenlace. Puesto que se trata de una novela nítidamente convencional, sin reverso, hasta cierto punto transparente, se aclara todo al final, no se deja un solo fleco pendiente, todo bien explicado, todo atado, no sea que el lector, abandonado a su intuición, decida entrar por alguna puerta mal cerrada y se haga daño. En preparación para este momento, los últimos capítulos han sido sometidos a una perceptible aceleración, cuando el runrún, el zumbido, se convierte en tobogán que nos posará, blandamente, en un final de orquesta sudorosa, de director que tira la batuta tras el golpe de platillos, chimpón. Los novelistas españoles suelen preferir finales no sólo resolutivos —desde la creencia de que hay que echar varios cerrojos para que la última página merezca ser rotulada con el «FIN»—, sino también finales «altos», de traca, con la dosis justa de factor sorpresa —suficiente para agradar, pero no tanto como para romper la comodidad de lo previsible. Deben de pensar que, con otro tipo de final, los lectores podrían cuestionar el esfuerzo lector para llegar hasta allí, como el montañero que sube a una cumbre sólo para ver desde allí la puesta de sol, y al que un día nublado haría que se arrepintiese de la escalada. Está muy generalizada la convicción, entre autores y lectores, de que la primera y la última página son cruciales, y que tanto una como otra deben ser, a su manera, inolvidables. En el caso que nos ocupa, suponemos que la traca no es aún completa, y que falta el último castillo de fuegos artificiales, el amoroso, el del reencuentro con la amada —lo contrario traicionaría unas expectativas que el autor se ha esforzado por alimentar
.

Llegamos, pues, al momento culminante de la trama, cuando caen las caretas, cuando el malo que creíamos muerto aparece para sorpresa de nuestro héroe, que le mira con asombro y dice: «¿Tú? Pero, ¿cómo...?», mientras el malo malísimo ríe a carcajadas, divertido en su ingeniosa maldad. Entonces, y usando un formato teatral (otro capricho compositivo de nuestro autor, tan gratuito como poco original, como si le da por escribir un capítulo en verso o unas páginas sin la letra «a»), mantienen el héroe y el villano un diálogo de ésos de final de película, cuando el malo cree que ha ganado y entonces, antes de liquidar al héroe (aunque sabemos que no lo logrará), se dedica a dialogar, a monologar, a explicar lo malo que ha sido, a confesar sus pecados, y lo hace no para el héroe (que en teoría va a morir, qué más le da saber), sino para el espectador, para que entienda todo y se asombre de lo malo que es el villano
.

El golpe de efecto para cerrar la novela, la entrada en escena (nunca mejor dicho, dado el juego teatral) de ese Mariñas que ahora actúa como el archimalo que siempre fue, un Lex Luthor castizo que se burla de Supermán, y que aparece vistiendo «una bata fina» y fumando «un cigarro largo» (todo él caricaturesco, como esos magnates de tira cómica, con chistera y barrigón), habla con sarcasmo, cínico, riendo, sonriendo «grosero de repente en su risa», mostrándose divertido, se sienta cruzando las piernas, «fingiendo sorpresa» ante las acusaciones, hace «un gesto vago de malestar» (como el que hizo para dar la orden de fusilar, suponemos; esa misma mano que lo mismo espanta una mosca que ordena abrir fuego o abanica mientras le dan la noticia de que fusilan a su propio hermano, recuerden), se muestra indiferente a las informaciones que le comprometen, y nos cuenta su plan, su maquinación para desaparecer y que le creyeran muerto, menudo villano. Llegados a este punto, en pleno final «sorprendente», nadie se va a detener a cuestionar lo gratuito del planteamiento, lo absurdo del suicidio simulado o de las proyectadas memorias falsas para lavar su reputación, todo muy forzado, muy al servicio de hacer sostenible el argumento
.

Todo ello en un discurso que se muestra demasiado explícito en su carácter ejemplar, moralizante, las intenciones vindicativas del autor, presentar a Mariñas como metáfora de tantos Mariñas blanqueados por la transición, y volver a insistir en la amnesia nacional, ahora en forma de desinterés: «Perderá el tiempo, a nadie le importa ya qué pasó hace cuarenta años, ni siquiera veinte años», divaga Mariñas, que añade: «Éstos son los años del olvido, usted lo sabe mejor que nadie. La memoria sobra, es una carga innecesaria. Nadie recuerda nada, porque en verdad nadie quiere recordar.» El autor cae en la habitual simplificación a la hora de abordar el problema de la memoria y el olvido de la guerra civil. Los años del olvido, dice, referidos a esos años de la transición en que se ambienta la novela. Es más fácil simplificar con un par de frases justicieras y biensonantes, que entrar a analizar la complejidad del tema, con sus muchas implicaciones sociales, políticas, institucionales, culturales. Pero es que además ese tipo de afirmaciones, realizadas en 1977, son falsas. Como demuestran los trabajos de la historiadora Paloma Aguilar Fernández, en esos años primeros de la transición ocurrió más bien lo contrario: hubo una inflación de memoria, con una omnipresencia del recuerdo de la guerra civil, pues interesaba a los muñidores del pacto que la memoria de la tragedia nacional actuase como coacción para quienes abogaban por la ruptura. Se hablaba de la guerra, y mucho, durante la transición. Otra cosa es que valoremos de qué manera se hablaba, y con qué límites —por ejemplo, impidiendo que saliesen a la luz cuestiones como esas en las que insiste el autor, las referidas al botín de guerra de los vencedores—, y qué tipo de discurso dirigido se proponía —el «nunca más», el «todos perdimos», la falta de culpables identificables. Porque el problema de la memoria histórica en España, entonces y ahora, ha sido más una cuestión de calidad que de cantidad. No tanto de si hay mucha o poca memoria, sino de qué está hecha. Pero eso son complejidades a las que no se va a dedicar una novela, no ésta
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Volviendo a estas páginas finales, hay un detalle que nos desconcierta, y de cuya pertinencia dudamos. Cuando Mariñas entra en escena, la narración pasa, de repente, de la tercera a la primera persona, y el narrador se identifica con Mariñas, pues dice que Santos se sorprende «escuchando ahora mi voz por primera vez». ¿Qué significa esto? ¿Era Mariñas el narrador de la novela? ¿Lo ha sido todo este tiempo? Imposible, pues su omnisciencia (que abarcaría todo lo sucedido, el pasado y el presente de Alcahaz, de Santos, de Ana, de todo lo narrado hasta ahora) chocaría con muchos impedimentos. Por eso dudamos de la pertinencia de ese giro final. Más bien es algo caprichoso, incluso un descuido. El autor tenía sobre el escritorio varios recursos rotulados como «final sorprendente», y éste en concreto, el del desenmascaramiento del narrador, se le ha caído en la página sin pensar demasiado en su alcance. Así que no haremos mucho caso a la posibilidad, y ahí la dejaremos, como un juguete caído y olvidado sobre la página
.

Bajando a lo anecdótico, vemos en estas páginas que la viuda, por su parte, aparece como suele, sobreactuada al límite, y de nuevo, en pocos segundos de conversación, despliega toda su agitación de gestos, siguiendo el detallismo psicologista del autor: fuma, bebe, mueve la copa en círculos, se vuelve hacia Santos, se crispa, levanta la voz, se pone nerviosa, le mira con ojos duros, se pone agresiva, muestra «los ojos brillantes de una cólera inesperada» (sospechamos que al autor le habría gustado colocar los tradicionales «ojos inyectados en sangre», que resuenan tras la expresión utilizada), se encoge, se sienta, retiene el llanto, aprieta los dedos en su falda. Pura epilepsia la señora, una vez más
.

Último apunte, de nuevo, para el paisaje. Como en el capítulo anterior, el autor se dice: algo habrá que decir del paisaje. Ya que el protagonista pasa por la sierra, demos unas pinceladas de literatura paisajística. Vale con echar mano al diccionario ideológico o a la enciclopedia, y colocar unos roquedos por aquí y unos pedrizos por allí, que suenan muy auténticos, muy geológicos. Añádase un cursi «duro cincel de sol», y remátese con la guinda del elegíaco «cumbres romas del Guadarrama», al que faltan los signos de exclamación, pero entendemos debe ser pronunciado con el pecho hinchado, dado el tono final de la novela
.

Quien conozca la sierra de Guadarrama sabe que poco tiene que ver con la descripción que el autor hace, tanto en su aspecto natural como en lo que respecta a esas decorativas casas señoriales que no aparecen por ninguna parte
.

Llegamos al final, del que sólo nos falta, previsiblemente, ejecutar el «Volveré» con que Santos dejó Lubrín. Allá vamos
.

CASI UN EPÍLOGO

Qué queda entonces, cuando después de tanto tiempo sin saber ni recordar, cegados a voluntad, llega finalmente el día en que sabemos o recordamos, como arrebatados por un manotazo divino, y ese conocimiento recuperado nos hace tan vulne rables, tan dolidos, que en adelante la vida sólo puede ser integral, absoluta, ponemos fin a esta comedia de gestos perfectos y palabras inocuas, la representación diaria de esta vida que inventamos, la única con la que hemos podido vivir hasta entonces, hasta ese día en que, sin desearlo, nos enfrentamos fatalmente con aquello que tanto tiempo hemos ocultado o evitado. Desde ese momento no sirven ya los viejos disfraces, el fácil parapeto que levantamos al taparnos los ojos ante la luz, entregándonos al olvido como quien bebe una copa de nepente al acostarse, cada noche. ¿Qué queda entonces?

Ligeros por fin de equipaje, siempre queda la atracción del viaje inesperado, la huida tanto tiempo deseada y sin embargo ahora espontánea, el abandono de todo porque nada importa ya. Y escapar entonces, abandonarlo todo y escapar, como quien responde a una fatal llamada, ineludible:

Si me llamaras, sí
,

si me llamaras
,

lo dejaría todo
,

todo lo dejaría
:

los precios, los catálogos
,

el azul del océano en los mapas
,

los días y sus noches
,

algún telegrama viejo

y un amor
.

Tú, que no eres mi amor
,

sí, si me llamaras
.

Julián Santos recuerda ahora los versos de Salinas como una vieja canción que nos asalta súbita al despertar, recuperada del fondo de nuestra vida, los versos que decíamos en algún momento de la adolescencia triste —todas lo son—, sumidos en cualquier decepción o en una alegría inconfesable. Julián Santos recuerda los versos y los pronuncia en voz alta en el interior del coche, con el propósito de que sean las primeras palabras de su nueva vida, una suerte de ingenuo conjuro o promesa mientras recorre una vez más la carretera hacia el sur, el trayecto que ahora completa por tercera vez en diez días. Uno realmente nunca sabe que un viaje puede ser el principio de algo o el final de nada.

La primera vez que recorrió esta carretera, el viaje de Madrid al sur lo hizo instalado en la incertidumbre, llevado en verdad más por su propio hastío que por un verdadero interés en conocer algo, en descubrir un pueblo que tampoco significaba nada todavía. Fue sólo a partir de las primeras pesquisas, cuando los interrogados se empeñaban en negarlo todo, en alejarle de su búsqueda, cuando comenzó a tener interés y un ligero presentimiento de que aquel viaje podía ser el principio de algo.

El segundo viaje por la misma carretera, esta vez en sen tido inverso, desde el sur hacia Madrid, lo hizo instalado en la rabia, la indignación por lo conocido días atrás, empujado además por la confusión de su deseo, el desconcierto por lo que dejaba atrás, en aquel sur desastrado y en una habitación sin muebles, sin saber con certeza si volvería para quedarse o no regresaría jamás —y entonces la no despedida sería en verdad un adiós. Ni siquiera estaba seguro entonces de ser capaz de llevar a buen término su inmediata decisión, el abandono del trabajo y su denuncia, si no se dejaría vencer al final por su propia debilidad como otras veces, si no acabaría aceptando aquel trabajo como tantos otros, cerrando los ojos sin dolor. Finalmente, el viaje se convirtió en el final de nada, de su nada particular sostenida hasta entonces.

El tercer viaje, el de hoy, de vuelta al sur, lo hace asentado en una esperanza indefinida, recorre el mismo camino esta vez con vocación de final, de que sea realmente el principio de algo, escuchar aquella llamada y abandonarlo todo, para encontrar un nuevo territorio, un horizonte menos vago, un vientre como espejo cálido donde adormecerse, donde olvidar al fin, donde no saber, para vivir.

* * *

Poco podemos decir para hacer justicia a las últimas páginas. Nos las esperábamos, claro. La novela, por el camino que llevaba, sólo podía terminar en exaltación. Fuegos artificiales. El viaje, el llanero solitario, la redención final, el amor que nos salva, el sur, el viajero ligero de equipaje, la promesa de vida auténtica, la llamada
...

Además, el regreso a Lubrín cierra del todo el círculo de la novela, que como ya dijimos páginas atrás se ha estructurado a base de recorrer de un lado a otro la carretera de Andalucía. El viaje ha actuado como cremallera que sube y baja, completando ese círculo en cuyo interior quedamos los lectores. Es ese gusto de los novelistas por la espiral narrativa, por ir doblando la página sobre sí misma, hasta que el lector se rinda, atrapado por la novela que como serpiente se ha enroscado sobre él, o directamente mareado por las vueltas. Encerrados en la esfera, y algo sordos por el persistente zumbido, alcanzamos el final sin mucha resistencia, llevados de la mano por el autor
.

Un final, por supuesto, altisonante y pomposo, a la altura del crescendo narrativo. Lleno de expresiones cursis (sería cansado reproducirlas ahora, basta releer el casi epílogo), y mucha palabrería hueca y sonajera. «Que un viaje pueda ser el principio de algo o el final de nada.» Muy bien, suena muy bien. Clin, clin, clin. Runrún, runrún. ¿Y por qué no decimos que un viaje pueda ser el final de algo o el principio de nada? Y así con todo. Hagan la prueba de intercambiar párrafos de orden, adjetivos de una a otra frase, o alteren los tiempos verbales a placer. Verán cómo no se pierde el sentido del epílogo. Sigue diciendo lo mismo, con ese sonido de campanillas, esa cancioncilla tarareable, que nos deja, en la última página, en la última línea, con una sonrisa satisfecha
.

* * *

Y a todo esto, ¿qué queda de esa mala memoria contra la que se alzaban las armas de la literatura? ¿Y qué queda de las víctimas? ¿Y de la guerra? ¿Qué queda de las intenciones vindicativas del autor? Nos tememos que, una vez más, la guerra, la memoria, las víctimas, se convierten en pretexto narrativo, y lo que se pretendía una novela revulsiva se conforma con una historia entretenida, un ejercicio de estilo, una convencional trama de autoconocimiento y, por supuesto, de amor. Eso sí, con la guerra civil al fondo, actuando de referente atractivo, reconocible, donde el lector se siente cómodo y se muestra curioso. Novelas como ésta pueden hacer más daño que bien en la construcción del discurso sobre el pasado, por muy buenas intenciones que se declaren. Debido a las peculiaridades del caso español, a la defectuosa relación que tenemos con nuestro pasado reciente, la ficción viene ocupando, en la fijación de ese discurso, un lugar central que tal vez no debería corresponderle, al menos no en esa medida. Y sin embargo lo ocupa, lo quiera o no el autor, que tiene que estar a la altura de esa responsabilidad añadida. Vale
.

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