¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (37 page)

II

La mañana del domingo diez de abril de 1977, Julián Santos, profesor excedente de un instituto de bachillerato madrileño y escritor vendido a sus horas, lleno de cansancio —físico pero también, inevitablemente, moral—, tomó de nuevo el automóvil, el viejo Renault amarillo que aún se resentía del último y largo viaje, y recorrió las calles frescas de Madrid con el sol apenas levantado. Aunque guardaba no pocos restos de la fatiga acumulada de los últimos días, y la noche anterior, tras el viaje de catorce horas desde Lubrín, no había dormido demasiado —inquieto en su cama de la calle Toledo, sentía por primera vez la soledad a bocados certeros, el brazo que se estira en la noche para lastimar el vacío del colchón a su lado—; se había despertado temprano, con la del alba, para salir pronto hacia su inminente cita, urgido por la prisa de terminar cuanto antes con todo esto, cerrar este capítulo nebuloso de su vida reciente, poder por fin olvidarlo todo.

Aunque no era éste el momento de la despedida, no todavía, Santos sentía ya las calles de Madrid ordenadas en adiós, el lánguido adiós de la ciudad vacía. Aún no: todavía tenía pendiente un último encuentro, el remate extraño de este asunto. En las avenidas dejadas del domingo amanecido, Santos sólo encontró pequeños grupos de borrachos cantando el final de la noche, algunos hombres que agitaban banderas temerarias —restos de la fiesta de la noche anterior: acababa de ser legalizado el Partido Comunista, aunque eso él no lo sabía todavía—, barrenderos que limpiaban las calles a fuerza de manguera, algún anciano paseando su temprano desasosiego, tal vez arrastraba el insomnio de la noche sin cierre. Por el Paseo de la Castellana arriba, pasado el Bernabéu, aceleró el coche más de lo debido, saltándose algún semáforo, empujado de repente a terminar rápido con todo, aún sin estar totalmente seguro de lo que haría después. Cuando por fin salió a la carretera del norte, sintió un alivio inadvertido, descubriendo ahora el Guadarrama al fondo, entre la niebla, todavía nevado en los picachos.

Había llegado a Madrid con el último anochecer —la ciudad ya iluminada como en bienvenida—, después de un largo viaje que comenzó con el amanecer inconcluso de Lubrín, el abandono del cuerpo amado en la habitación vacía, dejado en el suelo, sobre la manta, como un cadáver prematuro, una espalda de una blancura solar —aunque ahora recordó, como un chispazo de lucidez, que ella estaba en la ventana, asomada en escorzo, cuando él salió del portal y no quiso mirar hacia arriba más que de reojo, porque sabía que ella seguiría con la mi rada sus pasos, los del que huye. Cruzó de vuelta, en catorce horas, el mismo territorio que ya había recorrido apenas una semana antes, cuando todavía no sabía nada, cuando aún buscaba un lugar dudoso, un nombre que era negado en cada pueblo y cada venta del camino donde se detenía a preguntar y le recibían con la desconfianza normal del que llega desde lejos y pregunta sobre lugares imposibles blandiendo mapas de carretera descatalogados y fotografías con la color perdida. Ahora ya sabía, y en el camino de vuelta a Madrid se detuvo tal vez en los mismos lugares que a la ida, en las mismas ventas desoladas o bares de gasolinera, donde probablemente lo recordarían aún —el coche amarillo de Madrid, el hombre de acento lejano, su caminar o su cuerpo tan ajenos a la dureza de la tierra—, y lo mirarían como a un fracasado, como si todos creyeran que se retiraba tras una búsqueda infructuosa, una derrota que todos le hubieran anunciado a la ida en sus silencios y negativas, en su desconfianza. Almorzó en el mismo bar de carretera vacío de la primera vez, de menú sencillo y vino templado, donde el propietario, acodado en el mostrador, le miraría ahora con lástima en los ojos, creyéndole vencido y pensando quizás en contarle ahora que sí, que el pueblo existía, que no se retirara.

Rehízo de vuelta el camino, las mismas tierras agostadas por todas partes, los olivares colocados en saludo del que se va, la frescura siempre de los pueblos blancos sobre las faldas leves de monte, los paisanos sentados ociosos en las puertas de las casas, mirando sin interés al forastero que viajaba de vuelta y ya no preguntaba nada. Tras pasar Despeñaperros, los campos de La Mancha, inmensos como un mar insatisfecho, se irían oscureciendo con el día, hasta que la noche le alcanzó en la carretera, aunque adivinado ya el resplandor profundo de la ciudad en el horizonte, la llamarada eléctrica alzada hasta el cielo. Y al entrar por fin en Madrid, mientras cruzaba Atocha, se sentía lejano a todo, como si en verdad no hubiera estado diez días fuera sino una breve eternidad, una indefinición de años enteros.

Ahora, dejando Madrid con el alba, tenía la incómoda sensación del que escapa, mientras subía la carretera quebrada de la sierra. La niebla boscosa entraba por la ventanilla abierta, y desfiguraba el paisaje alrededor, apenas entrevista la enorme cruz de Cuelgamuros, donde pensó unos segundos el cuerpo enterrado del Gran Hombre como un topo, ahora sí, escondido en el sótano para siempre y por la gracia de Dios. No era difícil establecer, en el momento, un instantáneo paralelismo entre la majestad de faraones que envolvía el Valle de los Caídos, y la mezquindad del hoyo mal tapado en el que quedaron los hombres de Alcahaz, sin una pobre lápida que los defienda del olvido, qué corriente de vergüenza fluirá desde aquel agujero hasta este otro grandioso, qué rasero puede igualar a los caídos, qué manos cavan las mismas tumbas. Desaceleró el coche, acobardado por la niebla que escondía la carretera, que velaba las casas de veraneo, abandonadas al invierno que no se había marchado aún. Quedaba el paisaje solo y envuelto en lo incierto, y él pensaba, desde el cansancio, que podría encontrar ahora Alcahaz a la salida de una curva, otro pueblo perdido, tantos otros que habrá por todo el país, en tantas sierras dobladas por el olvido.

La noche anterior, al llegar a Madrid, sin tiempo para otra cosa, condujo directamente a casa de Mariñas, dispuesto a cerrar cuanto antes todo, a enfrentarse a la viuda y no sólo renunciar por fin al trabajo: denunciar además lo que sabía, arrojarle a la cara el pasado más turbio de su marido, la verdad que habría emponzoñado su vida entera, el matrimonio mismo en el que se guardó el secreto, aunque tal vez la viuda supiera, un hombre no puede guardar un secreto así durante tantos años, la culpa le obliga a hablar en algún momento, en la vejez cuando todo está vendido. Ella debía de saberlo todo, ni siquiera se sorprendería con Alcahaz cuando Santos le contara, no mostraría espanto alguno, le miraría con indiferencia y le preguntaría cuál era el problema, le pediría con naturalidad que terminara el trabajo para el que lo había contratado, no le pagaba para tener escrúpulos, no los había tenido antes, ¿verdad?

Aparcó el coche en Goya y caminó deprisa hasta la calle Velázquez, con el cuello del abrigo vuelto contra el viento gélido que mareaba las calles, hasta llegar al portal que encontró abierto; y subió las escaleras corriendo, sin paciencia para esperar al ascensor. Llegó así hasta la puerta de Mariñas con el aliento entrecortado, invadido de un sudor caliente. Miró el reloj antes de tocar el timbre, como asaltado de prudencia. Las once de la noche. La viuda se acuesta temprano —mujeres enlutadas que huyen cuando el sol—, pero Santos no esperaría hasta el día siguiente, debía ser ahora, aunque la sacara de la cama y la sorprendiera despeinada y vestida de bata china. No podía esperar a la mañana, porque temía su propia moderación, que con la noche y el sueño perdiera la rabia reciente y le venciera su indiferencia frecuente, la tendencia a relativizarlo todo.

Tocó el timbre, la campanilla ronca que sacudió el interior silencioso. Tras casi dos minutos y dos toques más de timbre, la puerta se abrió y apareció la joven sirvienta, envuelta en un pijama que traslucía el cuerpo pequeño, los pechos tibios y sin desarrollar. La muchacha, con mirada sorprendida, sonrió a Santos, que ni siquiera saludó ni esperó a que le ofrecieran entrar: se metió sin permiso en el pasillo oscuro, directo al despacho vacío, como si la viuda fuera a estar allí, sentada tras la mesa de trabajo, fumando en la oscuridad y esperando su llegada no anunciada. Rastreó la casa que apenas conocía, pronunciando en alta voz el nombre de la viuda, y abrió puertas a dormitorios que tenían los muebles cubiertos con sábanas para el polvo, asombrado de su propia insolencia, olvidado de normas de elemental cortesía. La chica, detenida en el pasillo, con la puerta todavía abierta como esperando que Santos terminara su rastreo y marchara, se acercó por fin a él, justo en el momento en que Santos abría la puerta que no debía, un pequeño dormitorio donde un muchacho tapaba su cuerpo desnudo con la sábana y se disculpaba sin entender, provocando el sonrojo de la chica.

—Lo siento —dijo Santos, cerrando la puerta. Miró a la muchacha—: ¿Dónde está la señora?

—Por favor, no le cuente nada de esto a la señora —imploró la chica.

—No contaré nada —cortó Santos, e insistió—: ¿dónde está?

—No está aquí. Los fines de semana se marcha a la casa de la sierra, siempre, desde el viernes hasta el domingo.

—¿Dónde está esa casa?

—Espere... Le daré la dirección, pero es un poco tarde para que vaya ahora...

En efecto, era tarde. Santos comprendió que no podía subir a esas horas a la sierra, buscar a la viuda. Estaba cansado para ese esfuerzo. Después de tantas horas de carretera ya no podría conducir más de diez minutos, el tiempo justo para llegar hasta su apartamento de la calle Toledo, vencido en su rabia, sin importarle ya que al día siguiente, tras la noche que todo lo suaviza, no hablaría a la viuda con la misma energía y dureza que hubiera empleado de haberla encontrado esta noche.

Al llegar a su apartamento, tras cerrar la puerta, desnudarse y tumbarse en la cama, la soledad se le hizo insoportable, la distancia de la amada le recorrió entero. Pensaba, en la oscuridad, el cuerpo desnudo en el suelo, como lo dejó, la blancura de la espalda igual que fósforo encendido en la noche, imaginando que estuviera todavía en la postura en la que quedó, en el suelo del piso vacío, paralizado en el abandono. Relajó los músculos, agotado, y consiguió no más que un sueño irregular, que le hizo despertar varias veces en la noche. Cuando consiguió encadenar algo de sueño profundo, el sonar del teléfono encendió la habitación. Saltó de la cama y corrió al aparato, seguro de que sería Ana quien llamaba desde Alcahaz (desde Lubrín, aunque él pensó Alcahaz), empujada por el mismo desamparo que a él le robaba el sueño. Cuando descolgó, antes de escuchar nada, tuvo un segundo de lucidez para comprender que ella no tenía su número de teléfono:

—Hola. Me imaginé que llegabas hoy.

—Hola, Laura. Es muy tarde —dijo Santos, monótono, desencantado.

—Bueno, yo también me alegro de saludarte, antipático.

—No es eso. Estoy algo cansado, he estado todo el día conduciendo.

—Vaya, lo siento. ¿Qué tal tu viaje?

—Extraño, no sé.

—No estás para muchas palabras, por lo que veo. Sólo dime una cosa, es importante. ¿Vas a seguir con ese trabajo, con lo del Mariñas ese?

—No empieces con eso otra vez, no es el momento.

—Sólo respóndeme. He pensado en muchas cosas estos días, estoy llena de contradicciones. Ya sé que no hay nada firme entre tú y yo, o tal vez sí hay algo, no lo sé. Pero tengo que saber si vas a seguir con eso. Compréndelo. Por mucho que pueda sentir algo por ti, me cuesta seguir contigo si mantenemos diferencias tan grandes, Julián. Es una cuestión de principios, para ti a lo mejor no tiene importancia. Pero para mí, sí la tiene. Me cuesta permanecer junto a una persona que hace algo así, ¿sabes?

(Santos se había apartado ligeramente el auricular, fastidiado, para encender un cigarrillo, no respondió.)

—No me estás escuchando.

—Sí te escucho. Pero ya te he dicho que no es el momento.

—Sólo respóndeme: ¿vas a seguir con esa mierda?

—Sí, Laura. Voy a seguir —mintió Santos a gusto, sabiendo que forzaba la despedida. Colgó el teléfono sin esperar respuesta, y lo descolgó a continuación en prevención de nuevas llamadas. Al acostarse, se sintió un instante incómodo, amargado por su crueldad inesperada, por la sorprendente claridad de sus sentimientos hacia la muchacha que lloraría o no al otro lado del auricular, tal vez era ella la que buscaba forzar la despedida desde hacía tiempo, desde que se instaló entre los dos una tensión imprevista, una aspereza dejada en cada gesto, con la certeza de una cercana ruptura. En ese momento, mientras el cansancio le arrebataba hacia el sueño, Santos tuvo un último pensamiento, un propósito claro de futuro, ahora sí, la seguridad que le había faltado cuando dejó Lubrín sin atreverse a hablar con la mujer que dormía o fingía dormir, sin estar seguro del adiós.

* * *

Pues ya estamos de vuelta en Madrid. Nuestro hombre ha rehecho el camino de vuelta, pasando por los mismos lugares donde la indolencia del sur sigue causando estragos —ahí permanecen «los paisanos sentados ociosos en las puertas de las casas» y las ventas desoladas—, y componiendo esa imagen romántica del que huye, del que viaja sin propósito claro, que lo mismo vuelve a Madrid que en cualquier momento da la vuelta y regresa a por la amada, porque es ese hombre sin ataduras que todos querríamos ser, que conduce solitario por carreteras secundarias y fuma sin parar, y en cada puerto tengo una mujer
...

Además, con la vuelta a Madrid se cierra el círculo que la novela ha venido construyendo, esa forma de texto cerrado sobre sí mismo, hecho a partir de un itinerario de ida y vuelta, y mediante la repetición de motivos, imágenes, situaciones, expresiones. Una circularidad espacial (Madrid-Alcahaz-Madrid) y temporal (presente-pasado-presente), que apela así a la forma más perfecta, el círculo, la esfera. Parece que nuestro autor aprendió bien esa escritura envolvente tan querida por nuestros más afamados novelistas, que intentan dejar al lector en el centro e ir envolviéndolo con la madeja narrativa, en lo que parecen más costureros que escritores. De esta manera, el lector acaba atrapado, enredado en el hilo que le ha ido rodeando y cerrándose, y así no podrá escapar y acabará leyendo el libro entero. Si unimos una escritura envolvente con aquel zumbido sostenido del que ya hablamos en su momento, conseguimos la rendición del lector más revoltoso, su inmovilización
.

En su regreso a Madrid, nuestro apasionado viajero cruza paisajes con los que el autor no sabe bien qué hacer. Ya hemos hablado antes de la problemática relación de los autores españoles con el paisaje. Está ahí, lo ven, y piensan que algo habrá que hacer con él. Ya que el personaje cruza Andalucía y La Mancha, piensa el autor, pues algo habrá que decir, alguna pincelada habrá que dar, ¿no? Así, la falta de recursos paisajísticos, la invisibilidad con que todos (no sólo los escritores, los viajeros de autopista y alta velocidad en general) nos relacionamos (no nos relacionamos) con el paisaje, hace que el autor, obligado a decir algo, acabe resolviéndolo con expresiones perezosas o directamente apañando unos tópicos ya cansinos. Así, esas carreteras rectilíneas y solitarias que ya hemos conocido, esas sierras donde no hay más que canchales y quebradas, o esos campos manchegos «inmensos como un mar insatisfecho»
.

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