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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Erótico, Humor, Relato

Pantaleón y las visitadoras (33 page)

—Aquí nos hemos acostumbrado a trabajar a lo grande, como gente moderna —abraza el aire, el cielo, la ciudad, la selva Chupito—. A la luz del día, con la frente alta. Para mí, lo bacán de esto es que siempre me parecía estar haciendo una buena acción, como dar limosna, consolar a un tipo que ha tenido desgracias o curar un enfermo.

—Lo único que pedía era apúrense, claven, claven, antes de que vengan los soldados, quiero estar arriba cuando lleguen —levanta un cliente en la Plaza 28 de Julio, lo atiende en el Hotel Requena, le cobra 200 soles, lo despide Penélope—. Y a las «hermanas» que se revolcaban llorando, les decía pónganse contentas, más bien, allá he de seguir con ustedes, «hermanitas».

—Las chicas siempre lo repiten, señor Pantoja —abre la portezuela del camión, sube y se sienta Chuchupe—. Nos hace sentir útiles, orgullosas del oficio.

—Las dejó mueltas cuando les anunció que se iba —se pone la camisa, se instala en el volante, calienta el motor el Chino Porfirio—. Ojalá en el nuevo negocio podamos enchufales ese optimismo, ese espílitu. Es lo fundamental ¿no?

—¿Y dónde anda el equipo? Desaparecieron —cierra la puerta del embarcadero, asegura la tranca, echa un vistazo final al centro logístico Pantaleón Pantoja—. Quería darles un abrazo, agradecerles su colaboración.

—Se han ido a la «Casa Mori» a comprarle un regalito —susurra, señala Iquitos, sonríe, se pone sentimental Chuchupe—. Una esclava de plata, con su nombre en letras doradas, señor Pantoja. No les diga que le he contado, hágase el que no sabe, quieren darle una sorpresa. Se la llevarán al aeropuerto.

—Caramba, qué cosas —hace girar su llavero, asegura el portón principal, sube al camión Pantaleón Pantoja—: Van a acabar poniéndome tristón con estas ocurrencias. ¡Sinforoso, Palomino! Salgan o los dejo adentro, nos vamos. Adiós Pantilandia, hasta la vista río Itaya. Arranca, Chino.

—Y dicen que en el mismo momento que murió se apagó el cielo, eran sólo las cuatro, todo se puso tiniebla, comenzó a llover, la gente estaba ciega con los rayos y sorda con los truenos —atiende el bar del «Mao Mao», viaja en busca de clientes a campamentos madereros, se enamora de un afilador Coca—. Los animales del monte se pusieron a gruñir, a rugir, y los peces se salían del agua para despedir al Hermano Francisco que subía.

—Ya tengo hecho el equipaje, hijito —sortea bultos, paquetes, camas deshechas, hace el inventario, entrega la casa la señora Leonor—. He dejado fuera únicamente tu pijama, tus cosas de afeitar y la escobilla de dientes.

—Muy bien, mamá —lleva maletas a la oficina de Faucett, las despacha como equipaje no acompañado Panta—. ¿Pudiste hablar con Pocha?

—Costó un triunfo, pero lo conseguí —telegrafía a la pensión reserven habitaciones familia Pantoja la señora Leonor—. Se oía pésimo. Una buena noticia: viajara mañana a Lima, con Gladycita, para que la veamos.

—Iré para que Panta abrace a la bebé, pero le advierto que esta última perrada no se la perdonaré nunca a su hijito, señora Leonor —oye las radios, lee las revistas, escucha los chismes, siente que la señalan en las calles, cree ser la comidilla de Chiclayo Pochita—. Todos los periódicos siguen hablando aquí del cementerio y ¿sabe qué le dicen? ¡Cafiche! Sí, sí,
CAFICHE
. No me amistaré nunca con él, señora. Nunca, nunca.

—Me alegro, tengo tantas ganas de ver a la chiquita —recorre las tiendas del jirón Lima, compra juguetes, una muñeca, baberos, un vestido de organdí con una cinta celeste Panta—. Como habrá cambiado en un año ¿no, mamá?

—Dice que Gladycita está regia, gordita, sanísima. La oí jugando en el teléfono, ay mi nietecita linda —va al Arca de Moronacocha, abraza a los «hermanos», compra medallas del niño mártir, estampas de Santa Ignacia, cruces del Hermano Francisco la señora Leonor—. Pochita se alegró mucho al saber que te sacaban de Iquitos, Panta.

—¿Ah, sí? Bueno, era lógico —entra en la florería «Loreto», escoge una orquídea, la lleva al cementerio, la cuelga en el nicho de la Brasileña Panta—. Pero no se habrá alegrado tanto como tú. Has perdido veinte años desde que te di la noticia. Sólo te falta echarte a cantar y bailar por las calles.

—En cambio tú no pareces alegrarte nada —copia recetas de comidas amazónicas, compra collares de semillas, de escamas, de colmillos, flores de plumas de ave, arcos y flechas de hilos multicolores la señora Leonor—, y eso sí que no lo entiendo, hijito. Parece que te diera pena dejar ese trabajo sucio y volver a ser un militar de verdad.

—Y en eso llegaron los soldados y los bandidos se quedaron secos al verlo muerto en la cruz —juega a la lotería, se enferma del pulmón, trabaja como sirvienta pide limosna en las iglesias Pichuza—. Los judas, los herodes, los malditos. Qué han hecho, locos, qué han hecho, locos, se mataba diciendo ese de Horcones que ahora es teniente. Los «hermanos» ni le oían: de rodillas, con las manos en alto, rezaban y rezaban.

—No es que me dé pena —pasa la última noche en Iquitos deambulando solo y cabizbajo por las calles desiertas Pantita—. Después de todo, son tres años de mi vida. Me dieron una misión difícil y la saqué adelante. A pesar de las dificultades, de la incomprensión, hice un buen trabajo. Construí algo que ya tenía vida, que crecía, que era útil. Ahora lo echan abajo de un manotazo y ni siquiera me dan las gracias.

—¿No ves que te da pena? Te has acostumbrado a vivir entre bandidas y forajidos —regatea por una hamaca de shambira, decide llevarla en la mano junto con el maletín de viaje y la cartera la señora Leonor—. En lugar de estar feliz de salir de aquí, estás amargado.

—Por otra parte, no te hagas muchas ilusiones —llama al teniente Bacacorzo para despedirse, regala al ciego de la esquina la ropa vieja, contrata un taxi para que los recoja al mediodía y los lleve al aeropuerto Panta—. Dudo mucho que nos manden a un sitio mejor que Iquitos.

—Iré feliz a cualquier parte, con tal que no tengas que hacer las cochinadas de aquí —cuenta las horas, los minutos, los segundos que faltan para la partida la señora Leonor—. Aunque sea al fin del mundo, hijito.

—Está bien, mamá —se acuesta al amanecer pero no pega los ojos, se levanta, se ducha, piensa hoy estaré en Lima, no siente alegría Panta—. Salgo un momento, a despedirme de un amigo. ¿Quieres algo?

—Lo vi partir y se me ocurrió que era una buena ocasión, señora Leonor —le entrega una carta para Pocha y este regalito para Gladycita, la acompaña al aeropuerto, la besa y la abraza Alicia—. ¿La llevo rapidito al cementerio para que vea dónde está enterrada esa pe?

—Sí, Alicia, démonos una escapadita —se empolva la nariz, estrena sombrero, tiembla de cólera en el aeropuerto, sube al avión, se asusta en el despegue la señora Leonor—. Y después acompáñame al San Agustín, a despedirme del padre José María. El y tú son las únicas personas que voy a recordar con cariño de aquí.

—Tenía la cabeza sobre el corazón, los ojitos cerrados, se le habían afilado las facciones y estaba muy pálido —es aceptada por Moquitos, trabaja siete días a la semana, contrae dos purgaciones en un año, cambia tres veces de cafiche Rita—. Con la lluvia se había lavado la sangre de la cruz, pero los hermanos recogían esa agua santa en trapos, baldes, platos, se la tomaban y quedaban puros de pecado.

—Entre el contento de unos y las lágrimas de otros, odiado y querido por la ciudadanía dividida —engola la voz, usa ronquido de aviones como fondo sonoro el Sinchi—, hoy a mediodía partió a Lima, por vía aérea, el discutido capitán Pantaleón Pantoja. Lo acompañaban su señora madre y las emociones controvertidas de la población loretana. Nosotros nos limitamos, con la proverbial cortesía iquiteña, a desearle ¡buen viaje y mejores costumbres, capitán!

—Qué vergüenza, qué vergüenza —ve una sabana verde, nubes espesas, los picos nevados de la Cordillera, los arenales de la costa, el mar, acantilados la señora Leonor—. Todas las pes de Iquitos en el aeropuerto, todas llorando, todas abrazándote. Hasta el último momento tenía que darme colerones esta ciudad. Todavía me arde la cara. Espero no ver nunca más en mi vida a nadie de Iquitos. Oye, fíjate, ya vamos a aterrizar.

—Perdone que la moleste de nuevo, señorita —toma un taxi hasta la pensión, hace planchar su uniforme, se presenta en la Jefatura de Administración, Intendencia y Servicios Varios del Ejército, se sienta en un sillón tres horas, se inclina el capitán Pantoja—. ¿Está segura que debo seguir esperando? Me citaron a las seis y son las nueve de la noche. ¿No habrá habido ninguna confusión?

—Ninguna confusión, capitán —deja de lustrarse las uñas la señorita—. Están reunidos ahí y han ordenado que espere. Un poquito de paciencia, ya lo van a llamar. ¿Le presto otra foto novela de Corín Tellado?

—No, muchas gracias —hojea todas las revistas, lee todos los periódicos, consulta mil veces su reloj, tiene calor, frío, sed, fiebre, hambre el capitán Pantoja—. La verdad es que no puedo leer, estoy un poco nervioso.

—Bueno, no es para menos —hace ojitos la señorita—. Lo que se está decidiendo ahí adentro es su futuro. Ojalá no le den un castigo muy fuerte, capitán.

—Gracias, pero no es sólo eso —se ruboriza, recuerda la fiesta donde conoció a Pochita, los años de noviazgo, el arco de sables que le hicieron sus compañeros de promoción el día del matrimonio el capitán Pantoja—. Estoy pensando en mi esposa y en mi hijita. Deben haber llegado hace rato ya, de Chiclayo. Un montón de tiempo que no las veo.

—Efectivamente, mi coronel —cruza y descruza la selva, llega a Indiana, pierde el habla, llama a sus superiores el teniente Santana—. Muerto hace un par de días y deshaciéndose como una mazamorra. Un espectáculo para ponerle los pelos de punta a cualquiera. ¿Dejo que se lo lleven los fanáticos? ¿Lo entierro aquí mismo? No está en condiciones de ser trasladado a ninguna parte, lleva dos o tres días ahí y la pestilencia da vómitos.

—¿No le importaría firmarme otro autógrafo? —le estira una libreta con tapas de cuero, una pluma fuente, le sonríe con admiración la señorita—. Me olvidaba de mi prima Charo, también colecciona celebridades.

—Con mucho gusto, si le he dado tres qué más da cuatro —escribe: Con mis respetuosos parabienes a Charo y firma el capitán Pantoja—. Pero le aseguro que se equivoca, no soy una celebridad. Sólo los cantantes dan autógrafos.

—Usted es más famoso que cualquier artista, con las cosas que ha hecho, jaja —saca un lápiz de labios, se pinta usando el vidrio del escritorio como espejo la señorita—. Nadie se lo creería, capitán, con la pinta de serio que tiene.

—¿Me presta su teléfono un momento? —mira una vez más al reloj, va hasta la ventana, ve los postes de luz, las casas borroneadas por la neblina, presiente la humedad de la calle el capitán Pantoja—. Quisiera llamar a la pensión.

—Deme el número y se lo marco —pulsa un botón, gira el disco la señorita—. ¿Con quién quiere hablar?

—¿La señora Leonor? Soy yo, mamacita —coge el auricular, habla muy bajo, mira de reojo a la señorita el capitán Pantoja—. No, todavía no me reciben. ¿Llegaron Pocha y bebé? ¿Cómo está la chiquita?

—¿Cierto que los soldados se abrieron campo hasta la cruz a culatazos? —opera en Belén, en Nanay, abre casa propia en la carretera a San Juan, tiene clientes a montones, prospera, ahorra Pechuga—. ¿Que la tiraron al suelo con un hacha? ¿Que botaron al río al Hermano Francisco con cruz y todo para que se lo comieran las pirañas? Cuenta, Milcaras, deja de rezar, qué viste.

—¿Aló? ¿Panta? —modula la voz como una cantante tropical, mira a su suegra sonriendo feliz, a Gladycita amurallada de juguetes Pocha—. Amor, cómo estás. Ay, señora Leonor, estoy tan emocionada que no sé ni qué decirle. Aquí tengo a mi lado a Gladycita. Está riquísima, Panta, ya vas a verla. Te digo que cada día se parece más a ti, Panta.

—Cómo estás, Pocha, amorcito —siente latir su corazón, piensa la quiero, es mi mujer, no nos separaremos nunca Panta—. Un beso a la bebé y otro para ti, muy fuerte. Estoy loco por verlas. No pude ir al aeropuerto, perdóname.

—Ya sé que estás en el Ministerio, tu mamá me explicó —canta, suelta unas lagrimas, cambia sonrisas cómplices con la señora Leonor Pochita—. No importa que no fueras, zonzo. ¿Qué te han dicho, amor, qué te van a hacer?

—No sé, ya veremos, todavía estoy en capilla —ve sombras tras los cristales, recobra la impaciencia, el miedo Panta—. Apenas salga, iré volando. Tengo que cortar, Pocha, se está abriendo la puerta.

—Pase, capitán Pantoja —no le da la mano, no le hace una venia, le vuelve la espalda, ordena el coronel López López.

—Buenas noches, mi coronel —entra, se muerde el labio, estrella los tacos, saluda el capitán Pantoja—. Buenas noches, mi general. Buenas noches, mi general.

—Creíamos que no mataba una mosca y resultó un pendejo de siete suelas, Pantoja —mueve la cabeza detrás de una cortina de humo el Tigre Collazos—. ¿Sabe por qué tuvo que esperar tanto? Se lo explicamos ahorita. ¿Sabe quienes acaban de salir por esa puerta? Cuénteselo, coronel.

—El Ministro de Guerra y el jefe de Estado Mayor —echan chispas los ojos del coronel López López.

—Traer los restos a Iquitos era imposible porque ya apestaban y Santana y sus hombres podían pescar una infección de los mil diablos —pone visto bueno al informe, viaja a Iquitos en motora, se entrevista con el general Scavino, de regreso a su guarnición compra un chanchito el coronel Máximo Dávila—. Y, además, iban a seguirlo los chiflados, el entierro iba a ser monstruo. Creo que el río fue lo más sensato. No sé que piensa usted, mi general.

—¿Adivina para qué vinieron? —gruñe, disuelve una pastilla en un vaso de agua, bebe, hace ascos el general Victoria—. A amonestar al Servicio por el escándalo de Iquitos.

—A reñirnos como si fuéramos reclutas frescos, capitán, a echarnos interjecciones con las canas que tenemos —se expulga los bigotes, enciende un cigarrillo con el pucho del anterior el Tigre Collazos—. No es la primera vez que tenemos el gusto de recibir aquí a esos caballeros. ¿Cuántas veces se han tomado la molestia de venir a jalarnos las orejas, coronel?

—Es la cuarta vez que el Ministro de Guerra y el jefe de Estado Mayor nos honran con su visita —bota a la papelera las colillas del cenicero el coronel López López.

—Y cada vez que se aparecen por esta oficina, nos traen de regalo un nuevo paquete de periódicos, capitán —se escarba las orejas, la nariz, con un pañuelo azulino el general Victoria—. En los que se habla flores de usted, naturalmente.

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