Panteón (26 page)

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Authors: Laura Gallego García

—Ni los nidos de los pájaros ni la mayoría de las casas, alcalde. Hacedme caso: no os quedéis a ver qué ocurre.

—¡Los dragones! —exclamó Kimara—. No hemos podido despegar hoy a causa del viento.

—¡Esa es la primera señal! —exclamó de pronto una voz al otro lado del globo, y Kimara vio ante sí el rostro apremiante de Jack—. ¡Eso quiere decir que teníamos razón, y se dirige a Celestia!

—¡Jack! —dijo ella, encantada de verle otra vez—. ¿Pero
qué
es exactamente?

La expresión de él se volvió extraordinariamente seria.

—¿Recuerdas lo que te dije cuando te fuiste? ¿Que si veías algo extraño e inexplicable, contra lo que no sabías cómo luchar, echaras a correr? Bien, pues a esto me refería. Ha llegado la hora de dar media vuelta y correr, Kimara. Lo más rápido que puedas.

Antes de que el primero de los soles empezara a hundirse por el horizonte, Kimara ya había localizado a casi toda su gente, y estaban listos para partir. Entretanto, la fuerza del viento se había intensificado; ya había derribado algunos árboles y arrancado tejas en distintas zonas de la ciudad. Para entonces, todos sabían que debían abandonar sus casas antes de la mañana siguiente, y los celestes, llenos de temor e incertidumbre, empaquetaban las cosas que consideraban imprescindibles, mientras se preparaban para huir hacia las montañas, donde las cuevas y las quebradas los protegerían de la furia del huracán. También se habían enviado mensajeros a Kelesban, la ciudad del bosque, el primer lugar de Celestia donde se notarían los efectos del paso de Yohavir, y el más vulnerable también, puesto que pocos árboles resistirían la violencia del tornado.

—Es una locura volar en estas condiciones —había protestado una de las pilotos, moviendo la cabeza con desaprobación, cuando Rimara les expuso el plan.

—Pero no tenemos otra alternativa, porque luego se volverá peor —se impacientó la semiyan—. La cúpula del refugio no resistirá el viento, y los dragones quedarán a la intemperie. El huracán los convertirá en astillas.

—¿Tan grave es?

Kimara no fue capaz de responder de inmediato.

Después de recibir el aviso de Qaydar y Jack, había subido a una de las torres de observación con el alcalde, y juntos habían vuelto la mirada hacia el noroeste.

Y lo habían visto.

Después de aquello, ninguno de los dos tuvo la menor duda de que debían marcharse de allí cuanto antes.

—Es mucho, mucho peor de lo que imaginas —murmuró la semiyan, sombría.

Nadie más tuvo nada que decir. Llenos de oscuros pensamientos, los pilotos se encaminaron hacia el antiguo templo donde guardaban sus dragones. Llegar hasta ellos fue toda una hazaña, puesto que el viento era cada vez más intenso y apenas les permitía avanzar. Cuando alcanzaron el templo, muchos dieron un suspiro de alivio; pero los siniestros crujidos de la estructura del edificio, que sufría ante cada embate del viento, volvieron a llenarlos de inquietud.

—¡A los dragones! —exclamó Kimara—. Vámonos antes de que la ciudad entera salga volando.

Se dispuso a correr hacia Ayakestra, pero alguien la detuvo, cogiéndola por el brazo. Al darse la vuelta, vio que se trataba de Vankian, el otro hechicero del grupo, que la miraba con seriedad.

—Rando no aparece —dijo solamente.

Kimara resopló, molesta.

—Pues tendremos que irnos sin él. ¿Sabes pilotar un dragón?

—No, no sé. Así que, si quieres que nos marchemos sin Rando, tendrás que dejar también atrás a Ogadrak.

Kimara dejó escapar una maldición por lo bajo. Sabía lo valioso que era cada dragón; sabía que debía luchar por cada uno de ellos. Pero, por otro lado, si esperaban a Rando corrían el riesgo de perder la flota entera.

—Voy a buscarlo. Volveré antes de que el tercer sol se ponga del todo, con o sin él. Esperadme hasta entonces.

Se echó de nuevo a las calles, barridas por un vendaval contra el que cada vez era más difícil luchar. La Ciudad Celeste estaba ya desierta, por lo que a duras penas encontró a alguien a quien preguntar. Por fortuna, Rando llamaba mucho la atención. Era un hombre imponente, alto y recio, con una barba adornada con trenzas, al estilo shur-ikaili, puesto que algo de sangre bárbara corría por sus venas, como demostraban las vetas pardas que coloreaban su piel morena, de un tono demasiado suave, no obstante, como para ser apreciadas desde lejos. Sin embargo, lo que más llamaba la atención de él eran sus ojos, uno castaño y otro verde. Ni siquiera los ganti, mestizos de varias razas, tenían un ojo de cada color. Nadie sabía por qué los ojos de Rando presentaban dos tonalidades distintas y, aunque ello le confería un aire inquietante y misterioso, lo cierto era que su actitud desbarataba completamente aquel efecto: Rando era un hombre directo, franco, vocinglero y algo canalla.

No; definitivamente, nadie que lo hubiera visto habría podido olvidarlo, se dijo Kimara, exasperada.

Por fin lo encontró en una taberna, exigiendo al cantinero que le sirviese más bebida. El celeste pareció muy aliviado cuando vio entrar a Kimara por la puerta.

—¡Por fin! —exclamó—. ¿Vienes a llevártelo? Estoy intentando cerrar, pero tu amigo no quiere marcharse. Están evacuando la ciudad...

—¡Por un poco de aire fresco! —replicó Rando, obviamente borracho—. ¿Es que los celestes tenéis miedo de que se os lleve el viento, tan flacos y ligeros sois?

—Vale ya, Rando —lo cortó Kimara, abochornada, mientras tiraba de él para levantarlo—. Nosotros también nos vamos. —Como el piloto parecía poco dispuesto a marcharse, la joven añadió—. Y nos llevamos a Ogadrak. Vankian dice que está dispuesto a pilotarlo, con tal de salir de aquí —mintió.

—¿Qué? —rugió Rando, incorporándose de un salto—. ¡Ni hablar! ¡Nadie va a ponerle las zarpas encima a mi dragón!

«Ese es el espíritu de los Nuevos Dragones», pensó Kimara, alicaída. Mientras tiraba de él para sacarlo fuera de la taberna, se preguntó, inquieta, cómo pensaba Rando pilotar a su dragón en aquel estado.

Pronto pudo dejar de preocuparse, porque la primera ráfaga de viento golpeó la cara de Rando con tanta violencia que lo despejó del todo.

—¡Eh! —gritó—. ¿Qué pasa aquí?

—¡Que nos estamos jugando el cuello por tu culpa, cretino! —estalló Kimara.

Rando la miró con algo de guasa, sin sentirse ofendido en absoluto, y echó a andar calle abajo.

No tardaron tanto en regresar como Kimara había creído, porque Rando avanzaba ante ella y le hacía de pantalla contra el viento. Alcanzaron el refugio cuando ya todos los pilotos estaban poniendo en marcha sus dragones.

—¡Deprisa, deprisa! —los apremió Vankian—. ¡Tenemos que salir de aquí!

Antes de subir a su dragón, Kimara dirigió una mirada severa a Rando.

—Si salimos con vida, tú y yo vamos a hablar de esto... muy en serio.

Rando le dedicó una reverencia burlona.

—Cuando quieras, preciosa.

Momentos después, los veinte dragones, uno tras otro, salían del templo y emprendían el vuelo, desafiando al huracán, rumbo al sur.

Para Kimara, fue la noche más larga de su vida.

El viento era tan fuerte que los arrastraba hacia atrás, como frágiles hojas secas, y pronto los dragones se encontraron aleteando furiosamente contra la tempestad. Kimara empujó las palancas con desesperación, pero un golpe de viento la mandó hacia atrás. Ayakestra dio un par de vueltas de campana antes de que la semiyan pudiera recuperar el control. Otro dragón pasó volando junto a ella, arrastrado por el viento. Kimara lo vio dar vueltas sin control en una espiral que lo llevaba directamente a estrellarse contra el suelo. Lanzó una exclamación ahogada, pero trató de concentrarse.

Otra ráfaga de viento hizo crujir a Ayakestra. Kimara hizo batir las alas para elevarse un poco más. Tras una breve lucha, la dragona salió de la corriente de aire. La joven respiró, aliviada, pero no bajó la guardia. Algo se estrelló contra el pecho del dragón, y a Kimara se le escapó un grito de alarma; abrió los ojos al máximo, aterrada, cuando el viento arrastró el objeto junto a una de las ventanas laterales.

Era un trozo de ala de dragón.

Kimara se inclinó hacia adelante y miró a través de la ventanilla delantera, preocupada.

Ante ella volaba uno de los dragones más grandes, un precioso dragón blanco a quien su dueño había llamado Datagar, en honor a uno de los grandes dragones míticos, que había ostentado ese nombre. A su ala derecha, no obstante, le faltaba un trozo; el mismo trozo que le había sido arrebatado por el viento, y donde ahora, perdida la ilusión mágica, se veía un pedazo de armatoste de madera al que le faltaba la lona que lo había recubierto. Horrorizada, Kimara fue testigo impotente de la lenta destrucción de Datagar. El viento le fue arrancando distintos pedazos, primero las alas, luego la cabeza... cuando una ráfaga de viento más fuerte arrebató las piezas del lomo, dejando al descubierto el cuerpo del piloto, Kimara supo que no sobreviviría. Con los ojos arrasados en lágrimas, vio cómo perdía el control y se precipitaba al vacío, junto con los restos de Datagar.

En cuanto cayó el dragón blanco, un brutal golpe de viento atacó a Kimara y la obligó a aferrarse a los mandos con todas sus fuerzas. Hubo una especie de sonido de succión; después otro golpe, algo que se rasgaba... Kimara se atrevió a mirar por la escotilla lateral y comprobó, sin aliento, que acababa de perder media ala.

«No es posible», se dijo. «No puedo morir así».

Con un grito, tiró de las palancas e hizo que Ayakestra batiera las alas con fuerza. El viento la empujó y la zarandeó, pero ella no se rindió. Siguió luchando, aferrando los mandos hasta que le dolieron los nudillos, sin importarle que la dragona volara escorada por la falta de media ala. Cuando, por fin, el viento la escupió hacia delante y la lanzó lejos del vendaval, haciéndole dar varias vueltas sobre sí misma, Kimara se sujetó con fuerza al asiento y rezó a los Seis para que aquello hubiese terminado por fin.

Momentos después, nueve dragones escapaban, maltrechos, en dirección a Awinor, dejando atrás al rugiente vendaval.

El resto no salió de Celestia nunca más.

VII

La mujer de Tokio

Jack está a salvo —susurró Victoria—. Está bien. Alzó la mano, en un gesto inconsciente, para acariciar el rostro de Jack, que el Alma le mostraba. Pero se detuvo a medio camino, y dejó caer el brazo, con un suspiro.

—No deberías volver a hacerlo —opinó Christian.

Victoria supo por qué lo decía.

No había soportado la idea de dejar a Jack solo ante el tifón provocado por Yohavir. Para tranquilizarla, Christian había sugerido que pidiesen al Alma que les mostrara lo que sucedía en Idhún.

Victoria no había tenido tiempo de asimilar que se encontraban otra vez en Limbhad, ni todo lo que ello significaba. Había corrido hacia la biblioteca y había saludado de nuevo al Alma. Sin embargo, la conciencia de Limbhad no parecía haberla echado de menos. Para ella, el tiempo no tenía el mismo significado que para los seres materiales.

Le había mostrado lo que quería ver. Y Victoria había asistido, con el corazón encogido, a la titánica lucha de los habitantes de la Torre de Kazlunn contra el temporal provocado por la presencia de Yohavir. Había visto cómo Jack se enfrentaba al dios cara a cara, y cómo caía al mar turbulento. Lo había visto hundirse, sin esperanza de salvación...

Eso había sido lo peor: creer que estaba muerto, o que pronto lo estaría. Victoria había gritado, angustiada, había suplicado a Christian que le permitiese regresar... sin pararse a razonar ni tener en cuenta que, aunque volviesen a Idhún, no podrían hacer nada por rescatar a Jack.

La intervención de Dablu le había parecido un pequeño milagro.

Ahora seguía allí, sentada ante la gran mesa de la biblioteca de Limbhad, todavía sin poder creérselo, sin atreverse a apartar la mirada del rostro del joven que, en algún lugar de la Torre de Kazlunn, descansaba de las emociones pasadas.

—Seguirá arriesgándose, lo sabes —prosiguió Christian—. Si sigues pendiente de él, vas a sufrir mucho más.

—Lo sé —asintió Victoria, desviando la mirada; lentamente, la imagen se disolvió—. Pero no es por eso por lo que no voy a seguir observando. No quiero espiarle. Sobre todo si él no sabe que lo hago. No me parece correcto.

—Y, sin embargo, te has quedado más tranquila, ahora que sabes que está bien, por el momento. ¿No es así?

Victoria sonrió y se levantó, con cierto esfuerzo.

—Es inevitable. Pero, como bien dijiste, yo ya había tomado mi decisión. —Alzó la cabeza para mirarlo a los ojos—. También temía por ti.

Christian ladeó la cabeza y se quedó mirándola, con una media sonrisa.

—Ya me había dado cuenta.

La joven esperó que él le diera más detalles, que le hablara de ese peligro que ella intuía, y que él parecía tener tan presente. Pero no lo hizo. Aún sonriendo, Christian dio media vuelta y salió de la biblioteca.

Victoria dedicó los momentos siguientes a recorrer las estancias silenciosas de Limbhad, a hacerse a la idea de que estaba de vuelta. Entró en lo que había sido su habitación, y sonrió con nostalgia. Pensó, no obstante, que no la recordaba tan pequeña.

Entró después en la habitación de Jack, y no pudo reprimir las lágrimas. Estaba fría, oscura y vacía, pero era el lugar donde Jack había vivido durante un tiempo, antes de viajar a Idhún. Se sentó sobre la cama, recordando que era allí mismo donde ella y Jack se habían besado por primera vez. Se recostó, tratando, tal vez, de encontrar en la almohada restos de la calidez de Jack, de su olor. Después de todo lo que habían pasado juntos, especialmente los últimos días, las últimas noches, la idea de estar lejos de él le parecía aterradora. Con un suspiro, se levantó por fin y siguió recorriendo la casa.

Pero todo le recordaba a Jack.

La cocina, donde se habían visto por primera vez.

La sala de armas, donde Jack había aprendido a manejar la espada y había pasado innumerables tardes entrenando con Alexander.

La biblioteca, donde habían resuelto tantos misterios.

Salió a la terraza, aspirando el suave aire nocturno de Limbhad. Se alegraba de estar en casa de nuevo, pero aquel lugar no era el mismo: tan solo, tan vacío.

—Ha pasado mucho tiempo desde que nos fuimos —dijo la voz de Christian tras ella, sobresaltándola.

—¿Cuánto tiempo? —susurró Victoria—. Me ha parecido una eternidad.

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