Panteón (36 page)

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Authors: Laura Gallego García

Shizuko inclinó la cabeza. Eso quería decir que lo entendía y que seguía escuchando. Era un gesto shek.

—¿Qué sucedió cuando cruzaste la Puerta a la Tierra? —prosiguió él—. Déjame adivinarlo: tu cuerpo desapareció, se desintegró. No es simplemente como si hubiera muerto porque, en ese caso, tu alma habría sabido que había sido liberada. No: tu alma se quedó sin cuerpo de repente, y buscó con desesperación otro cuerpo donde introducirse.

»Pero aquí no existían sheks, Ziessel, y las serpientes y demás reptiles que habitan este mundo son criaturas demasiado simples para el espíritu de un shek. Los seres más complejos de la Tierra son los humanos: tenías que encarnarte en uno de ellos.

»Muchos pequeños cuerpos humanos tiraron de ti entonces: cuerpos de criaturas no nacidas, criaturas que aguardaban un alma, o que ya la tenían, pero no la habían asimilado todavía. Pero tú no estabas dispuesta a encarnarte en un bebé humano no nacido, a nacer del vientre de una mujer humana, a ser tan pequeña, tan débil e indefensa durante varios años. Y entonces tu alma se vio atraída hacia otro cuerpo: un cuerpo humano, sí, pero adulto; un cuerpo joven y femenino, como lo era tu cuerpo de shek. Fue lo mejor que encontraste.

—Todo esto ya lo suponía —repuso ella—. También tu espíritu de shek fue introducido en un cuerpo humano. También los cuerpos del dragón y del unicornio desaparecieron al cruzar ellos la Puerta, y por ello hubieron de reencarnarse en bebés humanos no nacidos. Imagino que a ellos no les importó. Por lo que tengo entendido, eran criaturas muy jóvenes. ¿En qué me diferencio de ellos... de ti?

Christian meditó un momento antes de responder:

—Shizuko Ishikawa había sido ingresada en el hospital tras un violento accidente de coche. Estaba en la unidad de cuidados intensivos cuando falleció.

»Estuvo clínicamente muerta durante siete minutos. Después, sus monitores volvieron a registrar actividad cerebral. Una intensísima actividad cerebral, para ser más exactos.

Ella alzó la cabeza y lo miró. Christian supo que lo había comprendido, pero prosiguió:

—En esos siete minutos hubo un intercambio de almas. Shizuko murió; su alma abandonó su cuerpo. Si hubieras tardado un poco más, probablemente tu espíritu ya no podría haberse introducido en él: habría sido demasiado tarde. Pero el cuerpo aún estaba caliente, los daños no eran irreversibles. El espíritu del shek se introdujo en aquel cuerpo humano... y quedó atrapado en él.

»Tú y yo no somos iguales, Ziessel. Yo tengo un alma humana. Tú no la tienes. Yo tengo dos esencias, y por eso puedo tener dos cuerpos. Tú tienes una sola esencia, y por eso solo puedes habitar un cuerpo, aunque ese cuerpo no sea el tuyo. Lo siento.

A Shizuko le temblaron las piernas y sintió un horrible vacío en el estómago. Se aferró a la barandilla, con fuerza. Si hubiese sido una serpiente, se habría hecho un ovillo para ocultar la cabeza entre sus anillos.

—Shizuko Ishikawa ya no existe, Ziessel. Dejó de existir esa misma tarde, cuando su alma abandonó su cuerpo. Incluso sus conocimientos, sus recuerdos... todo eso se fue con ella.

»Por eso, cuando despertaste dentro de aquel cuerpo, tuviste que aprender todo lo que ella había sabido. Te enseñaron a caminar como una humana, te enseñaron a hablar su idioma, a leer... Como habías sufrido un accidente, todos creyeron que tu pérdida de memoria se debió al
shock.
Y, de todas formas, no tardaste en aprender a comportarte como la verdadera Shizuko. Lo supiste todo sobre ella sondeando las mentes de sus familiares y conocidos. Reconstruíste la vida y la personalidad de Shizuko a través de la imagen que otras personas tenían de ella. Te esforzaste en aprender todo lo que ella sabía para ocupar su lugar en el mundo, el lugar que ella había abandonado. Era lo único que podías hacer, porque tu identidad como Ziessel ya no tenía ningún sentido en este mundo, en ese cuerpo.

»Aun así, hubo gente a la que no pudiste engañar. Como el padre de Shizuko, ¿verdad? Nunca creyó del todo que tú fueras la hija que había sobrevivido milagrosamente al accidente. Tuvo una muerte rápida, discreta e indolora... los humanos no encontraron nada extraño en ella, pero estaba claro que llevaba la huella de un shek —sonrió.

Ella apenas lo escuchaba. Christian la miró con seriedad.

—Ahora tienes una nueva identidad —le dijo suavemente—. Una identidad que puede resultarte más útil en este mundo que un cuerpo de shek. Te las has arreglado para no echarla a perder, para sacar partido de la situación. Estás entrando en el juego de la sociedad humana, y estás jugando a ganar desde el principio. Eres muy útil a tu gente, Ziessel. Mucho más que esos sheks que permanecen escondidos en Hokkaido porque su simple presencia alertaría a todo el planeta de vuestra llegada.

La joven se sobrepuso. Alzó la cabeza y le dirigió una fría mirada.

—¿Quién eres tú para darme lecciones sobre cómo ser útil a mi gente?

Christian le devolvió una calmosa sonrisa.

—Soy Kirtash, el traidor —respondió—. Ya lo sé. Pero resulta que también soy un shek, un shek capaz de atravesar la Puerta de un lado a otro sin llamar la atención en este mundo de humanos... y por esa razón alguien pensó que aún podía resultar útil a los sheks. Y no me pareció buena idea contrariarle.

Shizuko recordó la voz que se había dirigido a ella tras la caída de Ashran, aquella voz que estaba muy por encima de cualquier shek. La voz a la que no se había atrevido a poner nombre, y para la que «Ashran» no era la palabra adecuada, a pesar de haber estado contenida en ella.

—¿Has hablado con él? —quiso saber.

Christian sacudió la cabeza.

—Ahora es «ella». Le ha pasado algo muy curioso, algo que en parte me ha ayudado a comprender qué es lo que te ha sucedido a ti.

—¿También está atrapado en un cuerpo humano?

—Feérico, para ser más exactos. Un cuerpo que estaba muerto, pero volvió a la vida para recibir su esencia. La diferencia es que al volver a la vida, el cuerpo también recuperó a la vez el alma feérica que había contenido. ¿Sabes por qué?

Shizuko negó con la cabeza.

—Porque nuestro dios no necesita cuerpos, sino
identidades.
Por eso no tiene nombre. Su nombre es siempre el nombre de la identidad que asuma en cada momento. Ahora mismo, el Séptimo dios se llama Gerde, y es una hechicera feérica. Igual que antes fue Ashran, un mago humano.

—En tal caso, no puede ser nuestro dios —objetó Shizuko—. Podría haber obtenido una identidad shek, o una identidad szish. ¿Por qué elige siempre a los sangrecaliente?

—Tengo una teoría sobre eso, pero todavía no he podido constatarla. Sin embargo, que se trata del Séptimo dios, o la Séptima diosa, es algo que ahora mismo no dudo ni por un solo instante. Mira.

Le ofreció parte de sus recuerdos recientes, dejándolos flotar hasta el nivel más superficial de su conciencia, para que ella los captara con claridad. No tuvo el menor inconveniente en mostrarle su conversación con Gerde, aun cuando esta dejara tan patente su superioridad sobre él y su forma de manejarle a su antojo como si fuera un muñeco de trapo. Ziessel conocía el poder del híbrido, que, aunque limitado, era superior al de cualquier feérico, al de cualquier hechicero. Y fue el hecho de revivir el terror que Gerde inspiraba ahora en él lo que hizo pensar a la reina de los sheks que lo que decía podría ser cierto.

—Ella quiere hablar contigo —concluyó él—. Os envió tan deprisa a la Tierra que no tuvo tiempo de enseñarte cómo se abre una Puerta interdimensional, pero tú, como nueva reina de los sheks, deberías poder hacerlo con relativa facilidad. Por eso no ha vuelto ninguno de los sheks ni habéis mandado ninguna señal.

—Esperábamos que nuestra gente se pusiera en contacto con nosotros, que enviaran a alguien...

—Me ha enviado a mí —respondió Christian—. Es cierto que ha tardado un poco en hacerlo, pero no dudo de que ha estado ocupada. Te lo contará ella misma, supongo. No obstante, no le interesa que regreséis; tampoco está preparada para venir a la Tierra, ni dispuesta a utilizarme a mí de recadero constantemente.

—¿Qué se supone que hemos de hacer, entonces? —inquirió ella, interesada.

Christian sonrió.

Las horas pasaban muy lentamente en Limbhad.

Victoria sabía que aquellas horas se convertían en noches y días porque el reloj se lo decía. De lo contrario, le habría parecido que apenas transcurría el tiempo.

En la época de la Resistencia, Victoria había seguido un ritmo vital determinado por su horario escolar, por los días y las noches de Madrid, y visitar Limbhad a menudo no la trastornaba. Ahora que se veía obligada a estar allí casi siempre comprendía lo que debía de haber significado para Jack el pasar meses enteros encerrado en la Casa en la Frontera, y por qué la había abandonado en cuanto se le había presentado la ocasión. Para tratar de seguir un horario racional, Victoria visitaba de vez en cuando el apartamento de Christian en Nueva York e intentaba acostumbrarse al tiempo de allí; pero eso no la consolaba, ya que el shek casi nunca estaba en casa, y cada vez pasaba menos tiempo en Limbhad.

Victoria sabía que él estaba en Tokio. No habían vuelto a hablar de Shizuko desde que Christian le había confesado que ya sabía quién era ella, y Victoria no había preguntado. En principio, parecía que todo iba bien y que él no corría peligro inmediato, por lo que la joven consideró que no tenía motivos para interrogarle sobre lo que hacía allí. Si Christian no le había hablado de ello, se debía probablemente a que se trataba de un asunto personal.

Se dedicaba a matar el tiempo, pues, investigando en la biblioteca de Limbhad. Había encontrado en un libro una leyenda sobre el origen de los unicornios, y le había gustado tanto que la leía a menudo, hasta casi sabérsela de memoria. En ese aspecto, Christian tenía razón: Victoria recordaba haber leído aquel fragmento tiempo atrás, pero apenas le había prestado atención. Ahora, sin embargo, aquella historia le llegaba muy dentro y la consolaba inmensamente.

«Dicen los sabios», rezaba el texto, «que en el comienzo de los tiempos, los dioses crearon el mundo y después lo abandonaron a su suerte, pues, concluida ya la tarea de la creación, no consideraban que tuviesen ninguna otra responsabilidad con Idhún y sus criaturas. Pero pronto el mundo empezó a secarse. Las plantas crecían menos vigorosas, las corrientes de los mares se volvieron perezosas, el aire se tornó seco y estático, la luz de los soles y las estrellas se debilitó, las montañas envejecieron y se desgastaron y hasta el fuego crepitaba con desgana, pálido y frío. Parecía como si todo estuviese perdiendo fuerza, y por esta razón, los mortales rezaron a los dioses en sus templos y suplicaron que regresasen para renovar la energía del mundo.

»Pero los dioses no regresaron, e Idhún siguió agonizando poco a poco.

»Mucho tiempo después, los Oráculos hablaron y dijeron que los dioses no volverían, sino que enviarían a un mensajero para que curase los males del mundo en su lugar. Los sacerdotes transmitieron las nuevas al resto de los mortales, y todos aguardaron con impaciencia la llegada del emisario de los dioses. Se imaginaban a un poderoso héroe, fuerte y valiente, y cada raza imaginaba que tendría sus mismos rasgos. Lo esperaron en los templos y en los palacios, y prepararon grandes eventos para agasajarlo. Sin embargo, el mensajero no llegó.

»Un día apareció en los bosques del oeste una extraña criatura. Las hadas repararon en su presencia y la comentaron ampliamente, pues nunca habían visto nada semejante. La criatura poseía una belleza delicada y salvaje y parecía haber sido creada con la luz de la luna mayor. Lucía sobre su frente un largo cuerno en espiral. Por esta razón lo llamaron «unicornio».

»La criatura prosiguió su largo viaje hacia el norte. Las hadas la acompañaron hasta la linde del bosque, pero cuando el unicornio dejó atrás la espesura, ellas lo abandonaron porque ya se habían cansado de él. De modo que el unicornio continuó su marcha en solitario.

»Así, llegó al monte Lunn, que entonces se llamaba de otra manera, y con muchas dificultades trepó hasta su cima. Y, una vez allí, levantó la cabeza y alzó hacia el cielo su largo cuerno. Y esperó.

»Cuando los soles llegaron a su cénit, las lunas acudieron a su encuentro desde el horizonte. Y los seis astros se entrelazaron en una conjunción que dibujó un hexágono en los cielos de Idhún.

»Y entonces, desde las alturas descendió un rayo que cayó dilectamente sobre el cuerno de la criatura, que plantó las patas y lo soportó con valentía. Mucho tiempo estuvieron los dioses entregando su poder al unicornio, pero nadie lo vio, porque todos estaban en los templos y en los palacios, aguardando al mensajero que no llegaba.

»Cuando todo terminó, el unicornio bajó de la montaña y se puso en marcha de nuevo, hacia el norte: pero en esta ocasión nadie logró verlo. Así, siguió viajando, errante; cruzó las llanuras y llegó hasta el mar. Allí, en un poblado en lo alto de los acantilados, vivía un anciano llamado Pildar: él fue el primero en recibir el don del unicornio, el don de la magia. Y desde entonces aquel lugar se llamó Kazlunn, la Cuna de la Magia, y fue allí donde, tiempo después, se erigió la primera torre de la Orden Mágica.

»Pronto hubo más personas agraciadas con el don. Pronto hubo también más unicornios y, poco a poco, la energía del mundo se puso en marcha de nuevo, e Idhún se fortaleció. Los unicornios poblaron el mundo y otorgaron a algunos escogidos poder para renovarlo, cambiarlo y perfeccionarlo, el mismo poder de los dioses, pero en mucha menor medida. Sin embargo, los sacerdotes nunca perdonaron al unicornio que no se hubiese mostrado ante uno de su clase y, por esta razón, los magos y los sacerdotes han estado siempre enfrentados, y las Iglesias desconfían del poder entregado por los unicornios.»

A Victoria le gustaba aquella leyenda porque daba un sentido a su condición de unicornio y porque relataba el origen de su especie. Pero también le planteaba serios interrogantes, dudas que antes no se había formulado, porque antes no sabía tanto como ahora. En primer lugar, el texto daba a entender que, sin los unicornios, Idhún moriría irremediablemente. Pero también decía que los mortales habían suplicado a los dioses que regresaran para renovar la energía del mundo.

Los dioses no habían vuelto a Idhún entonces, y Victoria se preguntó si no lo habían hecho porque sabían que su presencia no solo recargaría el planeta de energía, sino que lo convulsionaría tanto que alteraría por completo su fisonomía externa.

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