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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos

 

Towner Whitney proviene de una familia de mujeres que tienen el don de leer el futuro en los dibujos del encaje. Una saga de mujeres que han guardado secretos durante generaciones. Pero Towner hace años que decidió no volver a utilizar su don nunca más, ya que la última vez que lo hizo provocó la muerte de su hermana gemela y la condujo a ella al umbral de la locura. Por eso Towner se ha alejado de su infancia y de su ciudad natal. Sin embargo, cuando su tía abuela desaparece misteriosamente, debe volver a casa para intentar desvelar qué se esconde tras este incidente. Pronto descubrirá que este hecho que en un primer momento parece aislado puede sacar a la luz la verdad sobre la muerte de su hermana. Las mujeres de la familia Whitney creen que los accidentes no existen, que todo ocurre por una razón. Quizá haya llegado el momento de que Towner recupere su don para resolver el misterio.

Brunonia Barry

La lectora de secretos

ePUB v1.0

Dirdam
15.04.12

Título original: «The Lace Reader»

Publicación original: 18 de agosto de 2009

Traducción: Gabriela Ellena Castellotti

Editorial: Planeta

Publicación versión castellana: 3 de octubre de 2010

ISBN: 978-840-80-8595-9

A mi maravilloso marido, Gary,

y al pelo rojo magico de mi cuñada Joanne

Primera parte

La lectora de encaje debe mirar fijamente la pieza hasta que el diseño de desdibuje y el rostro del que pregunta desaparezca por completo detrás del halo. Cuando los ojos empiezen a llenarse de lágrimas y la paciencia se agote, entonces se vislumbrará algo inusual.

En ese momento comenzará a formarse una imágen…, en el espacio entre lo real y lo que solo es imaginario.

Guía de
la lectora de encaje.

Capítulo 1

Mi nombre es Towner Whitney. No, eso no es exactamente cierto. Mi verdadero nombre es Sophya. No creas nada de lo que digo. Miento sin cesar.

Soy una loca… Esto último es verdad.

Mi hermano pequeño, Beezer, que es más bueno que yo, asegura que la locura es genética. «Venimos de cinco generaciones de locos», dice, como si fuera una etiqueta que está orgulloso de llevar. No obstante, también reconoce que es probable que yo haya llevado esa condición a un nuevo nivel.

Hasta mi llegada, la familia Whitney era lo que la ciudad de Salem denominaba con cariño «excéntrica». Si pertenecías a una de las familias adineradas de toda la vida, aunque hiciera mucho que hubiese desaparecido ese capital, nunca se te tachaba de «loco». Podían tildarte de «inusual», o incluso de «extravagante», pero el término preferido por antonomasia para dicha condición era «excéntrico».

Durante generaciones, los hombres Whitney han sido célebres por sus excentricidades: desde capitanes marítimos e industriales hasta mi hermano pequeño Beezer, que es muy conocido en los círculos científicos por sus artículos sobre física de partículas y teoría de cuerdas.

Nuestro tatarabuelo, por ejemplo, transformó una inquietante preocupación por los pies de las señoras en una carrera brillante como magnate industrial en la próspera industria del calzado de la ciudad de Lynn. Fundó una empresa que pasó de generación en generación hasta mi abuelo, G. G. Whitney. Nuestro trastatarabuelo, que era un magnate por derecho propio, tenía tal afición por inhalar canela que muchos lo consideraban una obsesión. Finalmente, construyó una flota de barcos que viajaron por todo el globo y convirtieron Salem en uno de los puertos más ricos del Nuevo Mundo.

Sin embargo, cualquiera reconocería que son las mujeres de la familia Whitney las que han llevado la excentricidad hasta un nivel superior. Mi madre, May, por ejemplo, es una contradicción andante. Una devota reclusa que, salvo en sus arrestos, no ha salido de su casa de Yellow Dog Island en casi veinte años. Aun así, May se las ha arreglado para reflotar la industria del encaje, dada por muerta hace mucho tiempo, y hacerse famosa en el ínterin. Se ha cosechado una considerable notoriedad por rescatar a mujeres y niños víctimas de abusos y transformar sus vidas, colocando a las mujeres en su negocio de encajes y educando en casa a sus hijos. Se trata de la misma agorafóbica aguda que entregó a una de sus hijas a su medio hermana estéril, Emma, en un arranque de generosidad porque, como dijo en su momento, había una necesidad y, además, ella había sido bendecida con un par a juego.

Mi tía abuela Eva, que para mí ha sido una madre mucho más de lo que nunca ha sido May, también es rara. Bien entrada en los ochenta, dirige su propio negocio, pero Eva es conocida por pertenecer a la casta bostoniana descendiente de los fundadores y como bruja de Salem, cuando lo cierto es que no es ninguna de las dos cosas. De hecho, Eva es una unitaria de la vieja escuela con tendencias trascendentalistas. Cita las Escrituras en la misma frase que cita a Emerson y a Thoreau. Aunque, en los últimos años, Eva sólo habla a través de clichés, como si emplear metáforas manidas pudiera alejarla de los resultados inevitables que le pagan por predecir.

Durante treinta y cinco años de su vida, Eva ha llevado un salón de té para señoras y ha impartido exitosas clases de etiqueta a los niños ricos de la región de North Shore, en Boston. Pero por lo que Eva será recordada es por su extraordinaria capacidad para leer e interpretar el encaje. La gente acude desde todas partes del mundo para que Eva les haga una lectura. Con sólo sujetar la pieza de encaje delante de ti y entornar los ojos, es capaz de saber tu pasado, tu presente y tu futuro con una precisión considerable.

De uno u otro modo, todas las mujeres Whitney son lectoras. Mi hermana gemela, Lyndley, decía que ella no podía leer el encaje, pero nunca la creí. La última vez que lo intentamos, ella vio lo mismo que yo, y lo que vimos aquella noche la empujó a tomar las decisiones que finalmente acabaron con su vida. Cuando Lyndley murió, yo tomé la resolución de no volver a mirar jamás una pieza de encaje.

Ésa es una de las únicas cosas en las que Eva y yo hemos estado radicalmente en desacuerdo. «No fue porque el encaje estuviera mal —insistía siempre—. Fue la interpretación de la lectora lo que falló.» Entiendo que eso debería hacerme sentir mejor; Eva nunca dice nada con la intención de hacer daño. Pero aquella noche Lyndley y yo interpretamos la lectura del encaje de la misma manera, y nada de lo que diga Eva podrá traer a mi hermana de vuelta.

Tras la muerte de Lyndley, tuve que marcharme de Salem y acabé en California, lo más lejos que podía irme sin salirme de los límites de la Tierra. Sé que Eva quiere que vuelva a casa, a Salem. Por mi propio bien, como ella dice. Pero no tengo fuerzas para hacerlo.

Precisamente hace poco, después de que me hicieran la histerectomía, Eva me envió su mundillo, el que utiliza para hacer el encaje. Me lo entregaron en el hospital.

—¿Qué es? —preguntó mi enfermera, sujetándolo, observando los bolillos y la pieza de encaje, inacabada, que había prendida a él—. ¿Es algún tipo de almohada?

—Es una almohada de encajera —dije yo—, para hacer encaje de Ipswich.

Me miró desconcertada; yo notaba que no sabía qué decir. No se parecía a ninguna almohada que hubiera visto antes. ¿Y qué demonios era el encaje de Ipswich?

—Trata de apretarla contra los puntos si tienes que toser o estornudar —dijo finalmente—. Para eso es para lo que utilizamos las almohadas por aquí.

La inspeccioné hasta dar con el bolsillo secreto que había escondido en el mundillo. Introduje los dedos en busca de una nota. Nada.

Sé que Eva tiene la esperanza de que vuelva a leer el encaje otra vez. Cree que se trata de un don de Dios y que debemos honrarlo como tal.

Imagino la nota que habría escrito: «"A quien mucho se le da, mucho se le reclamará." Lucas 12, 48.»

Eva solía citar esa línea de las Escrituras como prueba.

Puedo leer el encaje y puedo leer la mente de los demás, aunque no es algo que me esfuerce por hacer, sino que simplemente sucede a veces. Mi madre también posee ambas capacidades, pero a lo largo de los años May se ha convertido en una mujer práctica que cree que saber lo que hay en la mente de las personas o en sus futuros no siempre conviene. Probablemente ése es el único aspecto en el que mi madre y yo hemos estado de acuerdo en la vida.

Cuando me fui del hospital robé la funda de una de sus almohadas. El emblema «Presbiterianos de Hollywood» estaba grabado en ambos lados. Apretujé el mundillo de Eva dentro, escondiendo los hilos, el encaje y los bolillos con forma de hueso, que se agitaban como si fueran péndulos en miniatura, iguales que los del relato de Poe.

Si había futuro para mí, y no estaba del todo segura de que así fuera, no pensaba correr el riesgo de leerlo en el encaje.

Capítulo 2

Cada lectora debe elegir un fragmento de encaje. Es suyo de por vida. Puede tratarse de un diseño transmitido de generación en generación, o de uno que la lectora escoja por su belleza y la familiaridad que sienta hacía él. Muchas lectoras prefieren los encajes hechos a mano, especialmente los antiguos encajes de Ypswich o los que hacen hoy en día las mujeres de Yellow Dog Island.

Guía de
la lectora de encaje.

Cuando suena el teléfono, yo estoy soñando con agua. No con las cálidas aguas azules y verdes de las playas de los pueblos de California donde vivo, sino con las aguas oscuras del Atlántico de Nueva Inglaterra de mi juventud. En mi sueño estoy nadando hacia la luna. Como en todos los sueños, parece lógico. La idea de que no existe un camino entre el mar y la luna nunca se hace patente.

Nado con mi estilo personal: mitad braza, mitad flotando; lentamente y con resolución, un ritmo que recordaba de otra vida. Todo es eficiente en el movimiento, sólo la nariz, las orejas y los ojos sobresalen por encima del agua, la boca queda sumergida. Con cada brazada, me entran pequeñas olas de agua en la boca, que vuelven a alejarse mientras yo reduzco el ritmo, imitando el enorme océano que me rodea.

Nado durante mucho tiempo, más allá de la bahía de Salem y las olas. Más allá, donde no hay tierra a la vista. Nado hasta que el mar se torna calmo y claro, demasiado calmo para ser un océano real. La luz de la luna llena del sueño dibuja un camino en el agua oscura, una carretera que seguir. No se oye nada más aparte de mi respiración, lenta y constante mientras nado.

Ése era el sueño de mi hermana. Ahora es sólo mío.

El ritmo del movimiento da paso a un sonido rítmico, el teléfono suena una y otra vez. Es uno de los pocos teléfonos que siguen repicando de verdad, y ésa es una de las razones por las que acepté este trabajo como guardesa de la casa. Es la clase de teléfono que podríamos haber tenido en nuestra isla. Ésa es la única cosa interesante de cuanto me ha sucedido. Me anima a reescribir mi propia historia. En la historia que estoy escribiendo, May tiene un teléfono.

Mi terapeuta, la doctora Fukuhara, es jungiana. Cree en símbolos y sombras. Como yo. Pero por el momento mi terapia está interrumpida. «Hemos llegado a un punto muerto», me explicó la doctora Fukuhara. Me eché a reír cuando lo dijo. No porque fuera divertido, sino porque era la clase de tópico que mi tía Eva usaría.

Al cuarto timbrazo, salta el contestador. El aparato también es antiguo; no tanto como el teléfono, pero es el típico en el que puedes filtrar las llamadas y escuchar un fragmento del mensaje antes de decidir si merece la pena que esa persona hable con un ser vivo.

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