La lectora de secretos (9 page)

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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

Chestnut Street está decorada durante el verano con jardineras y macetas de flores en las entradas de las viejas casas federales. En cualquier momento es bonito, pero nunca ha sido el lugar más sencillo para caminar. Las viejas aceras de adoquines son como olas que suben y bajan para adaptarse a las raíces retorcidas de los árboles y a las heladas de los últimos dos siglos. Esta calle es un lugar detenido en el tiempo, pero es tan inestable como la bahía de Salem con tempestad, y el féretro se balancea como si flotara sobre el agua. Un tranvía turístico dobla la esquina y algunos de los visitantes, al percatarse de la oportunidad de echar una foto, se asoman para disparar sus cámaras al pasar. Cuando el tranvía toca la campana, un hombre mayor que juega al solitario junto a la ventana de su casa le lanza una mirada reprobatoria para, a continuación, sorprenderse al ver el féretro flotar delante de su ventana, seguido de nuestro cortejo. Se levanta, va hasta ella y cierra los postigos.

El cementerio de Broad Street está en lo alto de una colina y se extiende por la suave ladera hacia la iglesia. A vista de pájaro, no está lejos, pero sí lo está para los portadores con este calor. Veo la tensión en el rostro de Beezer; se está preguntando si esto no ha sido una mala idea. Estamos llegando a la colina funeraria, los parientes y algunas señoras acaloradas en primera línea. El cementerio está ahí delante, pero la carretera desciende antes de volver a recuperar la pendiente hacia arriba. Aunque diviso las lápidas de la colina, ya no veo la entrada del cementerio, así que no tengo ni idea de qué está mirando todo el mundo hasta que estoy casi en lo alto. Las brujas, que se encuentran en el promontorio que tenemos detrás y aún tienen una panorámica completa, se han parado en seco y están mirando algo que se interpone en su camino.

—¿Qué sucede?—pregunta la mujer vestida de color pastel a su amiga—, ¿Qué miran?

Oigo a los manifestantes antes de verlos; se me antojan un muro o una puerta cerrada. Entonces diviso los carteles, grandes, escritos a mano en enormes cartulinas con rotulador: No AL ENTERRAMIENTO CRISTIANO. LA BRUJERÍA ES UNA ABOMINACIÓN PARA EL SEÑOR.

El detective Rafferty, que parece haber estado esperando que surgieran problemas desde el principio, ya está hablando por el móvil, pidiendo refuerzos. Uno de los portadores del féretro, que se las ha arreglado para navegar por las aceras de Chestnut Street sin dar un paso en falso, da un traspié ahora, aunque estamos otra vez sobre el asfalto firme. Está a punto de caer pero recupera el equilibrio en el último momento. La oleada de desequilibrio se extiende a los demás y, por un instante, creo que van a soltar el féretro en medio de la acera.

—Muévanse —les está diciendo Rafferty a los manifestantes mientras un coche patrulla aparca.

Del vehículo bajan dos policías que les cierran el paso a los manifestantes para que el féretro pueda pasar. Los portadores comienzan a subir la colina, pero es empinada. Veo cómo sus chaquetas se empapan de sudor.

—No lo entiendo —dice la mujer vestida de color pastel a una de las mujeres de sombrero rojo—, ¿Quiénes se supone que son esas personas?

—Son calvinistas —contesta la del sombrero rojo.

De repente me siento como da la impresión de sentirse Beezer. Me doy cuenta de que debería haber comido algo antes de venir, pero no podía. Es como si estuviera viéndolo todo a través de unos prismáticos al revés, de modo que todo se aleja.

—¿Como los puritanos en los viejos tiempos?

La mujer del sombrero rojo pasa cuidadosamente de largo junto a los manifestantes, haciéndose a un lado para no cruzarse en su camino, pero sin atreverse a darles la espalda.

—Debes de estar de broma —dice la mujer de pastel a la mujer del sombrero y a los manifestantes. Al no obtener respuesta, se apresura a alcanzarnos. Se oye una sirena aproximarse a lo lejos.

—Dejen pasar —pide Rafferty otra vez; ahora que los refuerzos están en camino, lo dice con más dureza que antes—. Quieren protestar, están en su derecho, pero no lo harán dentro del cementerio.

Rafferty se coloca entre los calvinistas y las brujas. Éstas avanzan juntas formando un grupo silencioso, y siento que algo cambia. Un hombre se santigua cuando pasan, una vieja superstición de su antiguo catolicismo, como si no estuviera seguro (ni una pizca) de que esta nueva religión que ha adoptado vaya a resistir. Incluso yo me doy cuenta de que esos hombres tienen miedo de las brujas. Su miedo altera el equilibrio de poder, y ahora las brujas se sienten lo bastante fuertes para pasar; saben que esos hombres las temen, sobre todo al ser un grupo tan grande.

Anya coge del brazo a la tía Emma y la dirige a lo alto de la colina, donde está la parcela de la familia Whitney. Yo camino detrás, sin quitar ojo a los calvinistas. Desde abajo veo que llegan más coches de policía.

El viento sopla arrastrando partículas de agua. Una vez en lo alto de la colina, el aire finalmente comienza a moverse. Huele a océano y a marea baja. Siento los puntos de la operación, que aún no se han disuelto, tirando en cada paso colina arriba. Busco a mi alrededor un sitio en el que sentarme, pero no hay nada. Quiero llorar, sé que debería quererlo, pero no me es posible, no aquí, con toda esta gente mirándonos. Mirándome.

Tengo delante el imponente monumento de los Whitney y los pequeños nichos que lo rodean. Bajo la vista hasta el que está frente a mí: es la lápida de mi abuelo, G. G. Whitney. Cualquier persona en Salem puede contarte una historia sobre mi abuelo. Pero hoy no estoy buscando la de G. G., sino la de Lyndley. Cuando mi hermana fue enterrada, yo ya estaba en el hospital. Bajo la vista hasta el final de la fila, hasta la lápida de aspecto más reciente, la suya.

La lápida de Eva ya ha sido tallada. Está apoyada junto al nicho abierto. Anya está despotricando. Está muy enfadada porque se han equivocado en el nombre. Han escrito «Eve» en lugar de «Eva». Puede que sea un error involuntario, pero quiere que alguien pague por ello.

—Y mira cómo han escrito la palabra «fallecida» —dice—. Han escrito «fallida». ¿Dónde encontrasteis a esta gente?

No está hablando conmigo, ni con nadie que pueda hacer algo al respecto. La misma familia ha tallado las lápidas de los Whitney desde hace años, marmolistas de Italia que G. G. trajo al país. Los conozco desde que era pequeña. Ellos hicieron la intrincada talla del monumento central. Hicieron todas las esculturas de granito del jardín de Eva: tallaron delicados pétalos de rosa y helechos en el duro granito de Nueva Inglaterra, que nada tenía que ver con el suave mármol al que estaban acostumbrados. Son grandes marmolistas, aunque no sepan de ortografía, y no permitiré que Anya diga nada malo sobre ellos.

Recorro las hileras de lápidas de los Whitney. Al llegar a la de Lyndley, me detengo y la observo fijamente. Su nombre también está mal escrito. Pusieron el apellido bien, Boynton, pero escribieron su nombre con una «s» en lugar de una «l» («Lyndsey» en lugar de «Lyndley»), Siento una leve náusea aquí de pie; estoy mareada.

Cuando me reúno con el grupo, Anya sujeta a la tía Emma del brazo. Parece que ha recordado
dónde está y ha dejado de
despotricar.

El doctor Ward está leyendo unas oraciones junto a la tumba. Sigue observando a la tía Emma mientras lee, dirigiéndose a ella, pero ella no parece darse cuenta. No está mirando al pastor, sino a la montaña de escombros que hay junto a la tumba abierta. No obstante, no creo que sea ni remotamente consciente de que hoy estamos enterrando a su madre. El día que llegué daba la impresión de saberlo. Pero hoy parece ajena a todo. Su vista permanece inmóvil mientras recitamos el salmo veintitrés. No da la impresión de estar triste, ni siquiera intrigada por saber qué estamos haciendo todos aquí.

La ceremonia ya ha terminado y algunas personas se están marchando. Sin embargo, ninguno de nosotros quiere dejar a Eva aquí a la intemperie, no mientras los manifestantes sigan ahí. Así que algunos nos quedamos atrás, esperando hasta que la bajen, cada uno con el ritual puñado de tierra o de flores que abandonamos con Eva.

Entonces, cuando todo acaba y nos volvemos para irnos, una de las mujeres de sombrero rojo deja escapar un grito sofocado. Me doy media vuelta y veo a uno de los discípulos de Cal caminar hacia el cementerio. Lleva una túnica y sandalias, tiene el pelo largo al viento. Lleva barba. Ni siquiera el doctor Ward puede evitar mirarlo. Entonces veo a Rafferty colocarse delante de él, cortándole el paso. El grupo de manifestantes interviene, y los coches patrulla se aproximan. Veo que la expresión de Rafferty se contrae como si acabara de comer pescado en mal estado o algo por el estilo.

—¡Jesús! —exclama la mujer vestida de color pastel.

—No creo que lo sea —dice una de las mujeres de sombrero rojo.

—No es Jesús, es Juan Bautista —interviene otra mujer de sombrero rojo.

—Y ése es Cal Boynton —dice otra en un tono menos jocoso. Hace un gesto señalando al hombre que lleva una chaqueta negra de Armani.

—¡Cómo se atreve! —dice otra de las mujeres de sombrero rojo.

La multitud se queda en silencio cuando Cal pasa. Él se detiene delante de mi tía.

—Hola, Emma —le dice. Ella se pone tensa—, Y hola, Sophya —me dice sin volverse, sin dirigirme la mirada—. Bienvenida a casa.

Todo me da vueltas, y Beezer me coge del brazo.

Antes de tener la oportunidad de pensar qué hacer, Rafferty aparece junto a nosotros.

—Muévase —le ordena Rafferty a Cal, que no se inmuta.

—Relájese, detective Rafferty —dice—. Sólo he venido a presentar mis respetos, como todo el mundo.

Anya ha cogido a la tía Emma del brazo y la conduce lejos de la multitud.

—Vamos —dice—. Ya ha acabado.

Beezer me mira. Permanece a mi lado mientras Anya acompaña a mi tía colina abajo, a la puerta trasera del cementerio, que da a la bahía.

Mi hermano me hace una señal para que me adelante.

—Vamos a casa —dice.

Rafferty se queda atrás, vigilando a Cal, asegurándose de que no nos sigue.

Capítulo 9

En el momento más álgido, había seiscientas mujeres haciendo y vendiendo encaje de Ipswich, que se exportaba de la ciudad a todos los puertos del mundo.

Guía de
la lectora de encaje.

Anya acompaña de vuelta a Yellow Dog Island a la tía Emma. Cuando Anya llega a la casa de Eva, va directa a la despensa y se sirve una copa. Aparte de May y mi tía, el doctor Ward es el único que no vuelve allí. Se ha disculpado con una nota, en la que explica que no se encuentra bien, y promete que se pasará a verme durante la semana. El resto de los asistentes vienen a casa, incluidas las brujas. Los calvinistas podrían haber venido también, porque son el tema principal de conversación de todo el mundo. «Qué cara más dura —dicen todos—, presentarse de esa manera en el cementerio.» Yo todavía estoy en trance por lo que ha pasado, y juraría que Beezer está enfadado conmigo por ello, o al menos se siente frustrado. Insiste en que no debería sorprenderme por eso. Dice que yo ya sabía de Cal y de sus seguidores, que se visten como apóstoles y creen que él es el Mesías. A pesar de que ha sido impactante, asqueroso y todo lo demás, ha dicho Beezer, en realidad no debería sorprenderme tanto, porque yo ya estaba al tanto de todo. Hablamos de ello hace más de un año, ha dicho él, y yo le he contestado que no me importa.

No me acuerdo de esa conversación, y así se lo he dicho.

—¿Recuerdas que Eva te enviaba todos esos periódicos? —ha dicho, como si eso lo explicara todo—. Te los mandaba porque salían artículos sobre Cal.

Yo lo he mirado con el rostro inexpresivo.

—Por el amor de Dios, Towner, fue DDH.

Así es cómo Beezer y yo nos referimos a mi historia. ADH era «antes del hospital», y DDH después. Cuando me dieron el alta, Beezer me ayudó a reconstruir mis recuerdos. Tengo un montón de historias e imágenes directamente de mi hermano, sus propios recuerdos se superponen al delgado esqueleto de los míos. Vino a California el verano siguiente, durante sus vacaciones del instituto, y trató de ayudarme. Incluso pensó en quedarse para la universidad, solicitar plaza en Caltech, pero de repente un día todo le resultó excesivo, tenía que marcharse. Sólo le quedaba una semana para incorporarse al instituto. Me dijo que Eva quería que volviera antes para prepararse. Estoy segura de que se sentía mal por ello. También estoy segura de que me había contado una mentira. Recordar era un proceso difícil, y empeoraba a medida que avanzaba, sobre todo cuando comenzamos a hablar sobre Lyndley. Recuerdo que yo sugerí que tal vez deberíamos haber sabido lo de los abusos, o al menos que Lyndley tenía problemas, que tal vez podríamos haberla ayudado. Le dije que había señales por todas partes: las heridas, la precocidad sexual, la sobreactuación. Veía cómo se tensaba el rostro de Beezer mientras yo seguía hablando sin parar sobre mi hermana. Veía cómo se cerraba. No era algo de lo que pudiera hablar; era demasiado para él, como lo habría sido para cualquier persona sana, cualquiera que no estuviera obsesionado con lo que había pasado como yo lo estaba. Quería superarlo, pero no podía ante los retazos de recuerdos que tenía. Me aferraba a ellos como si fueran un salvavidas, y aquello era demasiado para mi hermano.

Beezer tiene mucha paciencia con mis lapsus ADH, pero no tolera los lapsus DDH. No hice terapia de
electroshock
DDH ni tampoco estuve internada durante largos períodos de tiempo, salvo por la operación, pero eso era físico, no mental (aunque mi antiguo psiquiatra sería el primero en discutir ese punto). Los periódicos, a los que mi hermano se refiere continuamente como la prueba de que yo sabía de la nueva vocación de Cal, son los que yo nunca abrí. Así que la
prueba
de Beezer no significa nada para mí. No recuerdo en absoluto haber hablado sobre Cal con mi hermano. La verdad, está empezando a molestarme la forma en que Beezer sigue diciéndome cómo me siento y que no me importa. Sé que él necesita que yo lo lleve bien, y lo respeto, pero creo que debería tener algún recuerdo de que me hubieran dicho que mi tío, Cal Boynton, era un pastor fundamentalista cuyos seguidores creían que él era el nuevo Mesías. Creo que recordaría algo como eso.

Cuando la multitud disminuye un poco, Beezer baja y asalta la bodega de Eva. Vuelve con un jerez dulce, un armañac polvoriento y un amontillado.

—¡Bien!—dice Anya—, Muy al estilo de Poe.

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