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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (10 page)

Las mujeres vestidas de color pastel y las de los sombreros rojos se alegran al ver el jerez, y sirven diminutas copas para todos. Preparo té en honor a mi tía, y la gente se sienta a las mesitas con sus servicios de té de encaje como si fuera un día normal en el salón, no el funeral de Eva. Pienso en que debería preparar sándwiches de pepino sin corteza, como habría hecho ella, pero no hay nada en casa aparte de las cosas que ha traído la gente, el jerez y el té. Echo una mirada atrás y me doy cuenta de que Eva se olvidó de enseñarme el protocolo funerario, porque salvo Lyndley nadie de la familia ha muerto desde G. G. y mi abuela, pero eso ocurrió cuando yo era una niña y era demasiado pequeña para asistir a las ceremonias. No fui al funeral de Lyndley porque para entonces ya estaba en el hospital, pero supongo que debieron de celebrarlo y que seguramente vinieron aquí después. ¿Adónde iban a ir si no?

Una de las de pastel se ha pasado con el jerez. Tiene la cara roja y está empezando a llorar. Habla sobre Eva y sobre cómo ella ayudó a su hijo. Habla sobre la escuela de danza y de lo terriblemente torpe que era de pequeño, y en algún punto de su enmarañado monólogo me entero de que su hijo «ya no está entre nosotros», murió en la guerra del Golfo.

—Fuego amistoso —dice la mujer con una sonrisa extraña—, como si tal cosa existiera. —Entonces se vuelve hacia mí—. No puedes permitir que muera el jardín —me dice con urgencia, cogiéndome del brazo—. Prométeme que no dejarás que muera.

Asiento con la cabeza porque no sé qué otra cosa hacer y porque, de alguna forma, los dos, el jardín de Eva y su difunto hijo, están ligados en su mente, pero no logro entender qué conexión tienen, así que asiento estúpidamente y se lo prometo.

El grupo se queda en silencio. Una de las mujeres de sombrero rojo coge la mano de la mujer que llora, y entonces, Ruth, la única que sigue con el sombrero puesto, se lo quita y se lo ofrece a ella, como si fuera un elixir a la antigua que garantiza acabar con cualquier mal. No sé si es por el propio sombrero o por la inocencia infantil del gesto, pero el caso es que funciona. La madre deshecha en lágrimas no se pone el sombrero sobre la cabeza, sino que pasa la mano por encima, como si fuera un gato amoroso que acaba de saltar sobre su regazo para que lo acaricie. Parece que eso la tranquiliza. Después de un minuto, logra sonreír entre las lágrimas.

—Puedes ponértelo —le dice la mujer que le ha entregado el sombrero.

Antes de que la otra tenga la oportunidad de negarse, Ruth le quita el enorme sombrero de ala color pastel y lo reemplaza por el rojo. Y entonces, como en El Círculo (las mujeres de la isla), el grupo rodea a su nueva amiga.

Cuando las mujeres de sombrero rojo se marchan, se van todas juntas, por el mismo camino por el que habían venido. Saludan al salir, al unísono dan el pésame y halagan la recepción, sus voces se apagan como la música, se dividen en notas a medida que se separan en dirección a sus coches. Hasta más tarde no veo un sombrero solitario que ha quedado sobre el mantel. No lo veo hasta que la mujer que lloraba ya se ha ido. Para entonces es demasiado tarde, así que lo dejo allí.

Alguien ha encendido la radio, buscando la National Public, pero el aparato es antiguo y la señal es débil. La filial de la NPR, WBUR, ha sido secuestrada por una emisora más fuerte, una que pone canciones de musicales. Ahora está sonando
South Pacific
, Ezio Pinza cantando
Some enchanted evening.

Cuando Rafferty se pasa por allí, la mayoría de la gente ya se ha ido. Camina hasta Jay-Jay, la única persona presente que realmente conoce. Lo observo tratando de enderezarse a medida que Rafferty se acerca. Jay-Jay y Beezer ya están bastante borrachos, puesto que, mientras el resto de la gente bebía jerez o té, Beezer y Jay-Jay se han adueñado del armañac y llevan consigo la botella a todas partes, rellenándose las copas una y otra vez. Nunca he visto a Beezer borracho, y nunca se me había ocurrido que bebiera, pero Anya parece habituada. Ella camina otra vez como si estuviera pegada a la cadera de él, sube y baja su copa de jerez dulce vacía como si se tratara de una campanilla que estuviera a punto de tañer para convocar a los invitados a la mesa.

Jay-Jay se sirve otra copa.

—¿Dónde están las señoras del salón de té? —pregunta Rafferty.

—Se acaban de marchar —digo, y él parece aliviado.

—¿Han vuelto los calvinistas a sus jaulas? —inquiere Jay-Jay.

—Caravanas —lo corrige Rafferty—, y sí, han vuelto, de momento.

Detecto un dejo de Nueva York.

—¿Tu madre no está? —me pregunta Rafferty, barriendo con la mirada la habitación.

Teniendo en cuenta que es policía, tarda un rato en percatarse de las cosas.

—No.

Parece sorprendido. Está claro que no conoce muy bien a May.

—No te alojas sola en esta casa, ¿verdad?

Yo no contesto a ese tipo de preguntas, ni siquiera cuando proceden de un policía.

—Anya y yo nos quedamos con Towner —interviene Beezer al rescate.

—Oh, claro —dice Rafferty, que de repente se ha dado cuenta de cómo ha sonado—. Disculpa.

—¿Preguntabas como un agente de la ley o tan sólo en calidad de conciudadano preocupado? —digo, intentando quitarle hierro.

—Era más un intento de sacar conversación —dice él.

—Entonces necesitas una copa. —Beezer va en busca de un vaso y le ofrece el armañac.

Rafferty levanta la mano, declinando la oferta.

—Alcohólicos Anónimos —gesticula Jay-Jay a Beezer con exagerada pantomima, pero lo vemos todos, incluido Rafferty, que levanta la vista al cielo.

—¿Té? —le ofrezco yo.

—No, por Dios —dice, horrorizado, y ambos nos echamos a reír.

Beezer se hace a la idea de que tengo la situación bajo control y se vuelve hacia Anya y Jay-Jay.

Rafferty está pensando en algo que decirme. Pasea la vista por la habitación. Al final, opta por lo evidente.

—Siento lo de tu abuela —dice—. Era una mujer encantadora.

—En realidad, era mi tía abuela —digo, y me doy cuenta de que no sabe qué responder a eso—, pero gracias.

Permanecemos allí, de pie, sin saber qué decir ninguno de los dos.

—¿Cómo os conocisteis? —pregunto por fin.

—Solía venir a comer —dice él.

Pienso en la comida del menú de Eva: sándwiches pequeños, tostadas de pan blanco sin corteza con pepino y eneldo, pan de frutos secos de temporada con queso para untar. Parece poco probable.

—Soy un gran fan de los sándwiches elaborados —explica él.

Es lo último que habría esperado que dijera, y me hace sonreír.

Me parece recordar que Eva me mencionó que era buena amiga de un policía. Por alguna razón, había imaginado a su amigo mucho mayor.

Rafferty está tratando de adivinar qué estoy pensando. Me mira extrañado.

Busco entre lo que Eva me enseñó para decir algo cuando me doy cuenta de que él sigue sin tener nada que beber.

—¿Y qué tal un refresco? —propongo—. Creo que he visto que había en la despensa. Aunque no sé de cuándo es.

—Cualquier cosecha posterior a 1972 me vale.

Voy a la cocina a por hielo y vuelvo con el vaso y el refresco. Jay-Jay ha empezado a sacar cajas de fotografías antiguas del cajón de abajo del escritorio. Él y Beezer las han esparcido por todas las superficies disponibles, y no hay sitio para servir la bebida. Le tiendo el vaso a Rafferty y destapo la botella. Cuando se rompe el cierre se oye un chasquido, así que confirmo que aún está en buen estado; en realidad, demasiado bueno. Cuando comienzo a verter el refresco, la espuma sube hasta el borde del vaso. No sé si es a causa de la temperatura de la despensa o porque he puesto mucho hielo en el vaso, pero antes de llegar a la mitad, la espuma se eleva por encima del borde y está a punto de caer sobre la alfombra Aubusson, cuando Rafferty mete un dedo en el vaso para detenerla.

Nos quedamos parados estúpidamente, Rafferty con el dedo índice metido hasta la segunda falange, y yo mirando desesperada a todas partes en busca de algo que poner debajo.

—Está bien —dice él—. Ya ha parado.

—Lo siento —me disculpo. Después, observo su dedo y comento—: Buen truco.

—Solía beber cerveza —explica él—, en mi vida anterior.

Beezer y Anya llevan la pila de fotos viejas hasta la butaca de la ventana y comienzan a revolverlas. Jay-Jay, que es cotilla por naturaleza, merodea por la habitación, abriendo vitrinas y cogiendo objetos que recuerda desde la infancia. Jay-Jay pasó mucho tiempo en esta habitación cuando era más joven. Él y Beezer jugaban al póquer y a juegos de mesa aquí cuando mi hermano volvía a casa por vacaciones. Despejaban una de las mesas grandes y desplegaban sus cosas; recuerdo que eso ponía de los nervios a Eva. Retiraban todas las piezas de encaje de la habitación y las escondían en los cajones y bajo los cojines. Después, cuando Beezer volvía al internado, Eva pasaba semanas buscándolas.

—¿Te acuerdas de esto? —dice Jay-Jay con una tetera en forma de pájaro en la mano.

—Me acuerdo de cuando la rompiste —responde Beezer, mirándola y señalando la grieta.

—Nos hizo pagar la deuda sirviendo meriendas. —Jay-Jay regresa a la vitrina y escarba aún más.

—¿Tienes una orden de registro para hacer eso? —le dice Rafferty.

—Oh, a Towner no le importa —contesta Jay-Jay.

Rafferty me mira para asegurarse. Yo me encojo de hombros.

—La curiosidad mató al gato —señala Rafferty, y después sonríe.

—Y la satisfacción lo resucitó —replica Jay-Jay.

Rafferty niega con la cabeza.

—No obstante, seguro que eso lo convierte en un buen policía —le digo a Rafferty.

—Es lo que uno pensaría, ¿verdad? —El comentario es tan auténtico que no puedo evitar reírme. De inmediato parece arrepentirse. Suena el timbre.

—Salvado por la campana —dice él, y vuelve a poner los ojos en blanco. Es como si Eva estuviera en la habitación, diciendo sus frases hechas a través de nosotros.

Es la mujer que olvidó el sombrero. Lo cojo y me dirijo a la puerta. «Aquí está tu sombrero, ¿por qué tanta prisa?», pienso, pero esta vez no lo digo en voz alta.

—Disculpa —dice la mujer—. He llegado hasta Beverly antes de darme cuenta de que me lo había dejado.—La acompaño hasta el porche—, Eva se habría puesto tan contenta con tu regreso… —añade—. Espero que no te moleste que te lo diga. —No espera mi respuesta.

Al fin está refrescando. En algún lugar del parque, alguien toca un violín.

Cuando regreso están contando historias sobre Eva. Las fotos los incitan. Cada fotografía es una historia. Están compitiendo, Beezer y Jay-Jay, actuando para Anya, para Rafferty, o para cualquiera que escuche.

—Esto está empezando a parecer un funeral irlandés. —Rafferty me tiende el vaso de refresco vacío; no quiere dejarlo sobre las fotos.

—¿Más? —le pregunto, sorprendida de que se lo haya acabado tan de prisa. Él levanta una mano: ya ha tenido suficiente—. Eva era en parte irlandesa —digo yo.

—¿Me tomas el pelo? —inquiere él, y me doy cuenta de que está sorprendido.

—Por parte de madre.

Recuerdo que Eva solía contarnos que nuestra sangre irlandesa era la que nos convertía a todos en buenos «lectores», que todos los irlandeses tenían el don de la clarividencia o, al menos, todas las irlandesas. Pero yo no tengo nada de irlandesa. Mi abuela, la primera mujer de G. G., Elizabeth, murió al dar a luz a mi madre. May también es bastante psíquica, a pesar de que ella se toma la molestia de negarlo. Así que el
don
debe de venir de ambas partes de la familia.

Las historias del otro extremo de la habitación han alcanzado un volumen que nos impide mantener una conversación.

—¿Te acuerdas de aquella vez que le dijo al candidato republicano que no se presentara?—dice Jay-Jay, y Beezer se echa a reír escupiendo la bebida que tiene en la boca—. ¿Qué fue lo que le dijo?

—Que no serviría de nada —responde Beezer.

—Sí, eso es. —Jay-Jay se vuelve hacia Anya—. El tipo tenía una pasta. La gente pensaba que realmente tenía posibilidades de ganar. Una semana antes de las elecciones, resbaló con uno de los folletos satinados cuatricolores de su campaña y terminó ingresado durante seis semanas en un hospital perdido de la mano de Dios que no osó abandonar porque tenía miedo de, y cito textualmente, «ganarse la antipatía de todos sus electores».

—Quienes, de todas formas, votaron a los demócratas en masa —le explica Beezer a Anya.

—¿Así que perdió? —pregunta Anya, incrédula.

—¿Un republicano? ¿En Massachusetts? Claro que perdió. No hace falta una médium para predecir eso. —Jay-Jay se está partiendo de risa.

—¿Crees que deberíamos contarle lo de nuestra reciente racha de gobernadores republicanos? —pregunta Rafferty, pero después decide que no lo hará. Anya y Beezer se están riendo tanto que tampoco son capaces de contárselo.

—¿Qué? —pregunta Jay-Jay, pero a Beezer le ha entrado la risa compulsiva, y nadie es inmune a ella.

Rafferty me mira. Todos están muertos de risa. Beezer se ríe en silencio, su cara tiene un gesto que parece sacado de una película de terror. Sólo hace ruido al inspirar, un resuello histérico que suena como si lo hiciera de broma, pero no es así. La gente empieza a tranquilizarse, pero entonces él vuelve a aullar, y todos comienzan a reír de nuevo, relajados por la risa y el desahogo.

La novia de Jay-Jay, Irene no sé qué más, se acerca a nosotros corriendo.

—¿Dónde está el baño?—pregunta con urgencia—. Creo que me voy a mear en los pantalones.

—Estupendo —digo señalando el pasillo, y voy tras ella para asegurarme de que llega.

Rafferty me sigue hasta la entrada.

—La última puerta —señalo, y ella entra.

Entonces Rafferty y yo nos quedamos en el recibidor, que está algo más tranquilo; las voces llegan más apagadas. Parece agradecido de que así sea. También parece aliviado, y después torpe, buscando las palabras que va a decir.

—Ha sido un caso duro —dice él.

—¿Qué quieres decir?

—Este caso. El de Eva. Normalmente, cuando alguien desaparece sin dejar rastro, es a Eva a quien acudo.

—¿De veras?

—En realidad, nos ha ayudado en más de una ocasión.

Recuerdo que Eva hablaba de su amigo policía. De una lectura que había hecho para ayudarlo a encontrar a un chico perdido. Así que estaba en lo cierto: el amigo del que ella hablaba era Rafferty.

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