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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (6 page)

Yellow Dog Island es más privada que la mayoría de las islas. El kilómetro y medio cuadrado en forma de ocho está situado sobre una meseta de granito con agujas de roca que emergen del agua que la rodea. Parece una antigua fortaleza. A menos que sepas que existe Back Beach, la isla es impenetrable. Dado que la caída de los acantilados era muy vertical, el muelle se construyó a un metro y medio de altura, lo que hace que la distancia de la rampa a la plataforma sea aún mayor. Es necesario un cabrestante hidráulico para hacer descender la rampa, y éste es el único lugar de la isla en el que hay generador, que también es utilizado para bombear el agua marina hasta las casas. Cuando todavía íbamos a la escuela y mi madre nos ponía deberes de lectura, yo me sentaba en la caseta de la bomba y leía junto a la única bombilla de la isla hasta que el generador se quedaba sin combustible o yo me quedaba dormida. Esa única bombilla representaba toda la civilización para mí, y la cuidaba muchísimo.

Hay diversas edificaciones en la isla, pero sólo dos casas de verdad, situadas una en cada extremo. Pertenecen a May y a mi tía Emma Boynton, que es la hija de Eva, medio hermana de May, y la madre legal de mi hermana Lyndley. La de mi tía es la más grande de las dos casas victorianas, pero la de May es la única que está preparada para el invierno. Hasta el «accidente» de Emma, cuando ella y Cal todavía estaban casados, tía Emma y su «hija» Lyndley eran gente de verano, y supongo que mi tío Cal también lo era, si uno quiere tenerle en cuenta, cosa que yo no quiero hacer.

Hoy en día, las mujeres de El Círculo viven en la casa de May. Recogen agua pluvial en cisternas para beber, cultivan verduras para comer y lino para el encaje; incluso tienen una vaca, que, según Eva, tuvo que ser trasladada en avión a la isla por la guardia costera. Durante una época intentaron tener ovejas en lo que solía ser el campo provisional de béisbol, pero los perros no dejaban de perseguirlas, así que tuvieron que desistir. Ahora se las arreglan con verduras, algún que otro conejo y, naturalmente, pescado y langostas. No sé qué hacen en invierno; nunca lo he preguntado. Sé todo lo que sé porque Eva me ha escrito cartas contándomelo.

Beezer y yo hemos estado sentados en la plataforma unos veinte minutos antes de que viniera alguien a bajar la rampa. Finalmente, es mi tía Emma, y no mi madre, quien aparece. Camina con la cabeza agachada y se mueve mucho más despacio de lo que recordaba, en parte por su enfermedad y en parte por la edad. Está mucho mayor que la última vez que la vi, casi quince años más, que se cumplen este agosto. Se me encoge el corazón al verla y, aunque ella no puede verme, de repente se da cuenta de que estoy aquí. Es como en
Lo que el viento se llevó
, en la escena en que Melanie ve volver a Ashley de la guerra civil y súbitamente se da cuenta de que ese hombre derrotado es su amado marido. Mi tía no corre en mi dirección —no puede hacerlo—, pero sus sentimientos se apresuran hacia mí y me dejan sin respiración.

Cuando llegamos hasta ella está llorando. Nos quedamos allí un buen rato, abrazándonos. Ella llora y dice cosas como «sabía que vendrías» y «se lo dije».

Por un instante, se me cae el alma a los pies. Está tan contenta de verme que me pregunto si piensa que soy su hija, Lyndley. En cierto sentido, sería más probable porque, aunque conozco las leyes de la física de este extraño planeta y la imposibilidad de que suceda algo así, también sé que sería menos sorprendente que mi hermana Lyndley, que ya lleva muerta más de quince años, regresara que yo lo haya hecho.

Caminamos juntos por la rampa a cámara lenta, tablón a tablón. Está demasiado débil para andar de prisa, y a mí me está costando tanto recobrar el aliento que no puedo ni hablar. Pero está bien así, ya que no sabría qué decir si pudiera hablar. Delante de nosotros, al final de la rampa, algunas gaviotas vuelcan uno de los cubos de basura. Éste rueda unos cuantos metros y se detiene antes de alcanzar el borde del acantilado.

—May os está esperando —anuncia la tía Emma, señalando la vieja escuela en lo alto de la colina. Empieza a caminar conmigo y después coge el brazo de Beezer. Apoya la cabeza en el hombro de mi hermano y llora suavemente.

—Siento tanto lo de Eva… —dice Beezer.

Me sorprendo al darme cuenta de que ella sabe y comprende lo que le acaba de suceder a Eva. El «accidente» que la dejó ciega también le produjo a mi tía daños cerebrales.

«A veces Emma sabe quién soy, y otras no», me había dicho Eva en más de una ocasión.

La puerta de la escuela roja está abierta. Veo a las integrantes de El Círculo. Están sentadas con sus mundillos en el regazo. Algunas están trabajando intensamente, pasando bolillos y más bolillos, tejiendo sus vidas en los patrones. Otras apenas trabajan pero escuchan, con la vista perdida en algo que no está allí, cautivadas por la voz de la lectora, la de mi madre, fuerte y clara. Está citando a Blake,
Canciones de inocencia y de experiencia:

Entonces, venid a casa, niños míos, se ha puesto el sol

y el rocío de la noche se levanta…

Su voz se altera cuando me ve en el vano de la puerta. Es tan sutil que no pierde pie, sino que prosigue…

Vuestras primaveras, vuestros días, se han consumido en juego,

vuestro invierno, vuestra noche, en disfraces
[2]
.

Cuando May cierra el libro y da el primer paso hacia donde nosotros estamos, oigo otra voz, una que es aún más fuerte que la de mi madre: «Los accidentes no existen», dice Eva mientras Beezer y yo cruzamos la puerta

Capítulo 7

Lo que diferencia el encaje de Ypswich de otros encajes artesanales son los bolsillos, Las mujeres de las colonias no podían permitirse los bolsillos más pesados y decorativos que usaban las mujeres europeas. Como el resto de los habitantes de las colonias, las encajeras tenían que arreglárselas con lo que tenían a mano. Así, los bolsillos con los que tejían los hilos eran más ligeros, a veces huecos, hechos con juncos de la playa o en ocasiones con bambú del material de embalar que llegaba en los barcos de Salem, e incluso con huesos.

Guía de
la lectora de encaje.

Ahora estamos todos en la casa de May. La prometida de Beezer, Anya, llegó anoche. Tenían que salir hacia Noruega mañana, para la boda (que es dentro de una semana nada más). Sin embargo, el viaje ha sido pospuesto por unos días, hasta después del funeral de Eva. Es evidente que Anya no está contenta; en realidad, ¿por qué iba a estarlo? Creo que, dadas las circunstancias, se está tomando las cosas bastante bien. Sé lo mucho que la incomoda este lugar. Me lo contó cuando acompañó a Beezer a California para un ciclo de conferencias que incluía Caltech. Siento cierto respeto por la sinceridad de Anya pero aun así, no me gusta. Creo que en parte es porque yo no le gusto a ella; en realidad, aparte de Beezer, no le gustamos ninguno de nosotros. Me pregunto cuánto le habrá contado mi hermano, aunque Beezer no es muy hablador. Cuando le pregunté cómo habían ido las cosas —cuando identificó el cuerpo de Eva, por ejemplo—, murmuró algo acerca de que fue muy duro y sobre unos «crustáceos». Era consciente de que, si quería saber más, tendría que preguntarle, punto por punto, pero su elección de las palabras me disuadió de hacerlo, y decidí que no quería saber.

Esta mañana Beezer y Anya duermen hasta tarde, pero el resto estamos aquí, en la escuela roja, esperando a que llegue el pastor para entrevistarse con nosotros y organizar el servicio en la iglesia unitaria de la que Eva era miembro. El doctor Ward llegará en taxi acuático. Ha dejado su retiro por el funeral de Eva. Eran amigos, ellos dos, desde hacía años. Vemos el barco acercarse, aunque todavía está lejos.

Nadie habla, excepto dos niños pequeños, un niño y una niña, que están sentados en una esquina alejada de la escuela, jugando a las matatenas. El suelo está inclinado por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento, y cada vez que hacen botar la pelota, ésta rueda lejos de ellos. A los niños les parece divertido. Se ríen y gatean para coger la pelota antes de que salga por la puerta.

Una mujer joven, nerviosa, que probablemente sea su madre, los observa hacer eso dos o tres veces antes de que el bote de la pelota comience a crisparle los nervios. Incapaz de aguantarlo un momento más, se levanta y se la quita. La niña rompe a llorar, y esto hace que la madre llore también. Al verlo, las mujeres de El Círculo intervienen, consuelan a la joven madre, rodeándola.

—Déjalos jugar —sugiere una de las mujeres mayores—. Jugar es bueno.

La mujer coge la pelota de manos de la madre y se la devuelve a la niña, que la mira renuente.

Entonces, una mujer divisa el taxi acuático en la plataforma y a alguien que baja de él. Reconozco al pastor de inmediato, incluso después de todos estos años, pero la mujer no, y veo que se pone tensa.

—Está bien. —May le pone una mano tranquilizadora sobre el hombro—. Ha venido a verme a mí.

La joven madre nerviosa permite que la conduzcan nuevamente a El Círculo.

Ahora, las mujeres le hablan en voz baja, le dicen cosas que no alcanzo a entender, hasta que finalmente le arrancan una sonrisa. La niña no vuelve a jugar, sino que deja la pelota en el suelo a propósito y observa cómo rueda lentamente hacia la puerta abierta, donde se detiene momentáneamente para después rebotar y bajar los escalones de granito, dando un par de botes antes de desaparecer de la vista. La única imagen que queda en el marco de la puerta es la de May apresurándose al muelle para reunirse con el pastor.

May cree que es mejor llevar al doctor Ward a la casa principal, lejos de las mujeres, que, en el mejor de los casos, están recelosas y, además, «de todas formas, están haciendo encaje, y no deberíamos interrumpirlas con nuestros asuntos». Cuando llegamos a la casa, Beezer y Anya por fin se han levantado. Él ya se ha tomado un café y ahora le lleva uno al pastor. Anya no ayuda, pero está pegada a él, como siempre. Él lo compensa, como hace una persona con una incapacidad, aprendiendo a moverse con ella, olvidando durante un momento que ésa no es la forma en que siempre ha caminado.

—Estamos pensando en cambiar de local —dice el doctor Ward mientras revuelve una cucharada más de azúcar y golpea los bordes de la taza con la cuchara—. Probablemente trasladaremos el funeral calle abajo, a Saint James.

—¿Por qué vamos a hacer una cosa así? —pregunta May.

—Porque asistirá mucha gente. La iglesia católica es el único lugar en el que cabe tanta gente.

—¿Cuánta? —May ya tiene un mal presentimiento al respecto.

—Creemos que unos doscientos —dice él—, aproximadamente.

—¿Doscientas personas? —Anya está asombrada—. Yo no reuniría a doscientas personas en mi funeral si me muriera.

—Aproximadamente —repite.

Casi puedo ver cómo se le pone la carne de gallina a May ante la idea de tal multitud. Incapaz de permanecer sentada, se levanta y comienza a pasearse.

—Doscientas personas —repite Anya.

—Eva tenía muchísimos amigos —le explica Beezer, en parte para acallarla—. Todas aquellas clases de buenas maneras…

—Todas aquellas brujas —dice May con el entrecejo fruncido.

El pastor se remueve incómodo en su asiento. Algunas personas, los calvinistas entre ellos, considerarían a May una de «aquellas brujas». Más ahora, que se llaman a sí mismas «El Círculo». Lo recordaba de cuando cambiaron oficialmente su nombre, su nombre comercial, de «Las Chicas de la Isla» a «El Círculo». Ya entonces no le gustó, y así se lo hizo saber a Eva. Ese nombre tenía ciertas connotaciones y, en su opinión, deberían evitarlas. Siempre se había preguntado —bueno, en realidad todo el mundo se lo preguntaba— qué sucedía realmente allí. Para algunos, aquellas mujeres eran una asamblea de brujas. Era lógico, ahora que en Salem había brujas en todas partes, pensar que un grupo de mujeres era una asamblea de brujas, sobre todo un grupo que se autodenomina «El Círculo». Eva se había reído de él cuando se lo comentó, le recomendó que se informara, que el nombre no estaba relacionado con las brujas, sino con los círculos de costura femeninos de antes. Aun así, a él le parecía que se podía malinterpretar. Sus palabras textuales fueron que «podía cerrarles puertas», pero ellas siguieron adelante y cambiaron el nombre de todas formas. Y, por lo que veía, no les había cerrado puerta alguna. Poco después, Eva había empezado a vender el encaje de El Círculo en su salón de té, y desde entonces sus ventas iban bien. Bueno, habría que estar loco, ¿no?, para aceptar consejos empresariales de un pastor. No obstante, le producía cierto alivio comprobar no sólo que May no era una bruja, sino que, al parecer, ni siquiera sentía simpatía por ellas. En ese sentido, pensó, ella era como los calvinistas.

—¿Quiénes son los calvinistas? —pregunto yo, sin caer en la cuenta de que he estado leyendo su mente hasta que hago la pregunta.

Él se sorprende. La mente del doctor Ward es tan fácil de leer, tan abierta, que no puedo evitarlo. A veces es así con la gente religiosa. Sus pensamientos están expuestos para que el mundo los vea, no los esconden como el resto de nosotros.

Ahora May está realmente alterada. En un primer momento pensé que tal vez estaba enfadada porque estaba leyendo la mente del pastor sin su permiso, y ésa era otra de las normas de etiqueta de Eva. No se debe leer la mente de nadie a menos que te inviten a hacerlo: es una intrusión, como allanar una propiedad. Pero yo sabía que si yo podía leer a este hombre con tanta facilidad, May también podía hacerlo; hasta cierto punto, todos somos lectores, aunque May no lo admitiría nunca. Como máximo, puede llegar a reconocer que es tremendamente intuitiva, que para mí es casi lo mismo. Así que o todavía sigue molesta por lo de las brujas, lo que me resulta incomprensible, o está enfadada conmigo por leer la mente del pastor. En cualquier caso, su rabia es palpable. Incluso él puede sentirla.

—¿Qué opinas? —El doctor Ward está esperando una respuesta.

—Ya sabes lo que pienso —dice May—. No creo que ni siquiera debamos celebrar un funeral.

—Yo creo que Eva habría querido algún tipo de ceremonia —repone el doctor Ward.

—Sería bonito celebrar una ceremonia. —Son las primeras palabras que ha dicho la tía Emma.

—Eva era bastante religiosa, ya lo sabes —argumenta el doctor Ward.

—¿Eva? ¿Religiosa? —May se echa a reír.

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