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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (3 page)

—Deberías haber llamado a la comisaría —dice él—. Tenemos una llave.

No es la voz del padre de Jack, sino la de su hermano menor lo que finalmente reconozco.

—Hola, Jay-Jay —digo situándome y recordando ahora que Beezer me contó que Jay-Jay era policía.

Me abraza.

—Cuánto tiempo —dice, pensando, estoy segura, que tengo mal aspecto y repasando una lista de posibilidades en su cabeza.

Lucho contra el impulso de contarle que me acaban de extirpar el útero y que casi me desangro hasta morir antes de la operación de urgencia.

—Estás sangrando —señala extendiendo la mano para agarrar mi brazo. Los policías de por aquí no se asustan tanto con la sangre como los de Los Ángeles.

—Es sólo un rasguño, Copper —digo en voz alta.

Él me guía hasta el interior y hace que me siente sobre la mesa de la cocina. Ahora tengo los brazos descubiertos y me sujeto una servilleta de papel contra el antebrazo.

—Necesitas puntos —dice Jay-Jay.

—Estoy bien.

—Al menos, ponte una pomada antibiótica. O alguna de esas porquerías de herboristería que vende Eva.

—Estoy bien, Jay-Jay —repito, un poco demasiado cortante.

Hay un largo silencio.

—Siento lo de Eva —dice él finalmente—. Ojalá tuviera alguna novedad.

—Sí, a mí también me gustaría que la tuvieras.

—Todo ese rollo del Alzheimer son excusas. Yo la vi una semana antes de que desapareciera. Estaba tan lúcida como siempre. —Piensa un segundo—. Tienes que hablar con Rafferty.

—¿Quién?

—El detective Rafferty. Es tu hombre. Él es quien lleva el caso.

Recorre la habitación con la mirada como si hubiera algo aquí, algo que quiere decir, pero después cambia de idea.

—¿Qué?

—Nada… Le diré a Rafferty que estás aquí. Querrá hablar contigo. Aunque hoy está en los tribunales. Un juicio por conducción. Hagas lo que hagas, no te subas a un coche con él. Es el peor conductor del mundo.

—Vale —asiento, preguntándome por qué Jay-Jay piensa que ir en coche con Rafferty es siquiera una posibilidad. Nos quedamos los dos allí, torpes, ninguno sabe cómo retomar el último tramo de la conversación.

—Tienes buen aspecto —comenta él finalmente—. Para una anciana de… ¿Qué? ¿Treinta y uno?

—Treinta y dos.

—Para tener treinta y dos años tienes un aspecto magnífico —dice, y se echa a reír.

No voy hasta la parte delantera de la casa hasta que Jay-Jay se marcha. Tan pronto como abro la puerta me doy cuenta de que todo el mundo ha cometido un gran error.

Eva está aquí mismo, en la casa. La siento. Su presencia es tan fuerte que estoy a punto de echar a correr detrás de Jay-Jay para decirle que suspenda la búsqueda, que ella ha vuelto, pero el coche patrulla ya ha doblado la esquina, así que tendré que llamar a la comisaría.

Sin embargo, antes tengo que ver a tía Eva. Debe de haberse ido de viaje sin avisar a nadie. Probablemente ni siquiera sabe que toda la ciudad la está buscando.

—¿Eva? —la llamo a voces.

No contesta. Su oído no es muy bueno, ya no lo es. La llamo otra vez, más alto. Sigue sin haber respuesta, pero sé que está aquí. Estará arriba, en la balconada, o abajo, en la bodega, mezclando algún nuevo tipo de té, algo con bergamota y esencia de naranja enana. O tal vez no se ha marchado en ningún momento, pienso, aunque sé que eso no es posible. Deben de haber registrado la casa. Al menos, doy por sentado que lo han hecho. ¿Es que nadie vino aquí, por el amor de Dios? ¿No vino May? No, ella no lo haría, maldita sea. Pero los policías, sí. O mi hermano. Por supuesto que Beezer debe de haber mirado. Por supuesto que debió de ser lo primero que hicieron. No se habría declarado desaparecida a Eva a menos que realmente lo estuviera, ¿no? Pero ahora ha vuelto. «Está más claro que el agua», pienso, y me río en voz alta porque sigo repitiendo las frases hechas de Eva.

—Eh, Eva —la llamo, consciente de lo sorda que se ha quedado, pero intentándolo de todas maneras—. Eva, soy yo.

No estoy segura de por dónde comenzar a buscar. Me quedo quieta, en el recibidor. Delante tengo dos salones idénticos cuyas chimeneas de mármol negras se enfrentan desde los extremos de las alargadas estancias. Una de las habitaciones está cerrada; es la que Eva utiliza como salón de té. Entro en la otra. Se parece más a una sala de baile que a un salón. Las chimeneas parecen desnudas al no tener fuego ni los arreglos florales que Eva suele colocar en su interior. Las sillas están dispuestas simétrica y estratégicamente, como las piezas de un ajedrez. Observo la enorme escalera volada. Sé que mi siguiente movimiento debería ser subir, pero decido comprobar el salón de té primero, después la otra cocina, y luego la bodega donde ella mezcla las variedades de té. La llamo, hablándole sobre la marcha, subiendo la voz para que me oiga. No quiero aparecer de improviso, asustarla y provocarle un ataque al corazón o algo parecido.

Probablemente está arriba. Se supone que aún no debería subir la escalera, pero ya estoy vociferando, y me doy cuenta de que voy a tener que subir allí. Utilizo la barandilla para tirar de mí, aunque me resulta más fácil subir ahora que hace unos días. No obstante, aún noto que los puntos me tiran en cada escalón. Cuando llego al descansillo del segundo piso, estoy mareada y tengo que sentarme en un banco y esperar hasta que todo deje de darme vueltas. Finalmente, logro llegar hasta la habitación de Eva. La vieja cama con dosel en la esquina, chimenea, armario. La cama está hecha, los cojines ahuecados. Cojo uno y lo huelo, esperando encontrar el olor de Eva. Sin embargo, huele a agua de naranja, que es lo que mi tía usa para enjuagar sus sábanas. Debe de haber cambiado las sábanas hace poco. Reviso el vestidor. Todo está perfectamente colgado en las perchas. No hay ropa sucia en los cubos, lo que quiere decir que ya ha lavado las sábanas que cambió.

Pasé mucho tiempo en esta habitación cuando vine a vivir con Eva; en realidad, pasé mucho tiempo en este vestidor, algo que seguramente a ella debía de parecerle extraño, aunque nunca lo mencionó. Eva no es pariente de sangre; fue la segunda mujer de mi abuelo G. G., por lo que no hay lazo alguno. Aun así, ella me comprende de la forma en que debería hacerlo una madre, de la forma en que mi propia madre nunca lo ha hecho.

Hay seis habitaciones más en el segundo piso. Todas menos una están cerradas durante el invierno. En realidad, no suele preparar ninguna a menos que espere compañía, algo que sucede cada vez con menos frecuencia; o eso me dice ella cada semana, cuando me llama. Lentamente, voy de una habitación a otra, buscándola, hablando entretanto. Los muebles clásicos están inertes, cubiertos con sábanas para protegerlos del polvo.

Exhausta, subo al tercer piso. Incluso ahora, a los ochenta y cinco, mi tía tiene más energía que yo. De algún modo sé que está allí arriba, en el tercer piso.

—Eva —digo otra vez—. Soy yo, Towner. —Asciendo pesadamente la escalera, que se estrecha, sujetándome de las dos barandillas. Estoy muy cansada.

Esta planta, la tercera, es la mía. Eva me la regaló el invierno que me mudé a vivir con ella, en parte para compensarme por tener que dejar Yellow Dog Island, un lugar que quería muchísimo, y en parte porque la tercera planta tenía la balconada y sabía que yo podría usarla para no perder el mundo de vista, como May, sola allí en la isla, negándose a venir. Salvo para alguna subida esporádica a la balconada, Eva ya no utiliza en absoluto estas habitaciones y, como me dice a menudo, no ha cambiado nada desde que yo me fui. «Estarán preparadas cuando tú lo estés —me dice siempre, y sigue con algún otro comentario irónico como—: «No hay ningún lugar como el hogar.»

Voy hasta la balconada primero porque sé que es el único sitio al que Eva iría si hubiera subido hasta aquí, pero no hay ni rastro de ella. Lo único que hay aquí es un nido de gaviota, y no soy capaz de distinguir si es uno nuevo o uno abandonado. Estoy sola en lo alto de lo que un día fue mi mundo. ¿Cuántas noches he pasado sentada aquí, vigilando a May, asegurándome de que su lámpara de queroseno estaba encendida al caer la noche y que después se apagaba cuando finalmente se acostaba? Cada una de las noches del invierno que viví aquí.

La bahía de Salem ha cambiado. Hay muchos más barcos de los que solía haber, y más casas en el perímetro del lado de Marblehead, pero Yellow Dog Island sigue igual. Si entorno los ojos y miro más allá de la bahía, puedo imaginar que soy una niña otra vez y que en cualquier momento veré la vela del barco de Lyndley rodeando el cabo Peach y enfilando a nuestra isla para pasar el verano.

Vuelvo a la tercera planta, donde están mis habitaciones. Éste es el único sitio en el que aún no he buscado a Eva, y el único en el que todavía podría estar. Hay cuatro habitaciones en este piso, que es abuhardillado y más pequeño que el segundo, pero aquí los muebles no están cubiertos con sábanas, lo que me parece extraño, ya que Eva no sabía que yo vendría. Una de las habitaciones es una pequeña biblioteca donde están todas mis cosas del colegio: mi escritorio, invitaciones a fiestas, notas. Había libros obligatorios para la escuela y libros que Eva me obligaba a leer cuando consideraba que el curriculum del colegio no iba lo bastante lejos, viejos volúmenes encuadernados en cuero de la enorme biblioteca de la primera planta: Dickens, Chaucer, Proust. Al otro lado del rellano está la habitación en la que Beezer dormía en Navidades y durante las vacaciones de invierno del internado. Las dos habitaciones restantes eran mi suite privada, una sala de estar con dos butacas acolchadas y una pequeña mesita china entre ellas. En un extremo de la estancia, al otro lado de las puertas acristaladas, está mi habitación. Puesto que ya he buscado en todas partes y sé que Eva tiene que estar en algún lugar de la casa, imagino que es allí donde debe de estar.

Empujo la puerta, estudiando detenidamente el suelo primero; de súbito, estoy asustada. Quizá no haya vuelto. Tal vez haya estado aquí todo el tiempo y simplemente no buscaron bien. Quizá se cayera en algún lugar aquí arriba y haya estado aquí tirada con terribles dolores durante todo este tiempo.

—Eva —digo otra vez, temiendo lo que voy a encontrarme mientras abro la puerta de la que se ha convertido en la última habitación de la casa, el último sitio donde podría estar—. Eva, contéstame.

Tengo miedo de encontrarla tendida en el suelo con los huesos rotos, o algo peor. Cierro los ojos para apartar la idea de mi mente, pero, cuando los abro, no hay nada. Sólo la habitación tal como la dejé el año en que cumplí diecisiete años: el mismo cobertor hindú con estampaciones en hindi que Lyndley me compró en Harvard Square, una de las colchas de
patchwork
de Eva doblada en triángulo a los pies de la cama. En la pared de enfrente hay un cuadro que Lyndley hizo para mí un año antes de morir. Tiene todos los tonos de azul y negro y un camino dorado que se interna en las aguas profundas. Es un cuadro del sueño que compartimos, titulado
Nadando hacia la luna.

Me acerco, miro fijamente el cuadro y recuerdo otras cosas, como la vez en que Lyndley robó un enorme ramo de flores del jardín de Eva y el problema en el que se metió, en parte porque casi exterminó las plantas anuales de mi tía. Cuando llegué a casa aquel día, había decorado toda mi habitación de Yellow Dog Island con esas flores. Se había pasado de verdad. Estaban por todas partes. May dijo que era demasiado, que olía como un velatorio. Le revolvía el estómago, dijo. Lyndley pensó que sólo eso ya era un logro. Por alguna razón, le parecía muy divertido. Le dio una idea. Me hizo ponerme un vestido y tumbarme en la cama como si fuese un cadáver sujetando un ramo de flores sobre la tripa, como el cuadro de Ofelia de Millais. Dijo que estaba preciosa como muerta y comenzó a dibujarme, pero yo lo eché a perder porque no podía parar de reírme y las flores se agitaban demasiado para dibujar.

Vuelvo al presente por el sobresalto que me produce el sonido de unos pasos en la escalera.

—Bueno, aquí estás —dice Eva sin agitación alguna.

Yo me doy media vuelta. Lleva un viejo vestido de flores de andar por casa, uno del que me acuerdo, y no parece ni un día más mayor que la última vez que la vi, el año que vino a Los Ángeles con una especie de grupo de jardinería para ver cómo se hacían las carrozas del desfile Rose Bowl.

Rompo a llorar de lo aliviada que estoy de verla. Doy un paso para acercarme a ella, pero estoy mareada por el rápido giro de antes.

—Será mejor que te sientes o te caerás —dice Eva sonriendo y alargando una mano para sostenerme y acompañarme hacia la cama—. Tienes muy mal aspecto.

—Estoy tan contenta de que estés bien… —digo al tiempo que me desplomo sobre la cama.

—Por supuesto que estoy bien —repone ella, como si no hubiera ocurrido nada en absoluto.

Me tapa con la colcha. Aunque hace demasiado calor, no rechisto. Es un ritual de consuelo; ha hecho eso mismo más de una vez.

—Pensé que habías muerto —digo, ahora entre sollozos, de alivio y de agotamiento.

Hay tanto que decir, pero ella me acalla, diciéndome que está «sana como una manzana» y que ahora yo debería descansar un poco, que «todo tendrá mejor aspecto por la mañana». Sé que debería decirle que llame a Jay-Jay y también a Beezer y les haga saber que está bien, pero su voz es hipnótica y me estoy quedando dormida.

—Descansa tu cuerpo exhausto —dice ella, leyéndome la mente como siempre ha sido capaz de hacerlo, apartando las preocupaciones de mi cabeza y colocando imágenes apaciguadoras en su lugar—. Todo tendrá mejor aspecto por la mañana —repite.

Echa a andar hacia la puerta y luego se vuelve.

—Gracias por venir —dice—. Sé que debe de haberte resultado difícil. —Después saca algo del bolsillo de su vestido y lo deja sobre la mesilla de noche—. Tenía la intención de enviarte esto con el mundillo —dice—, pero soy mayor, y mi memoria ya no es la que era.

Lucho por ver qué ha dejado en la mesilla, pero me pesan los párpados de sueño.

—Dulces sueños —dice mientras sale por la puerta.

Siguiendo sus órdenes, comienzo a soñar, floto escaleras arriba y salgo por la balconada, luego sobre la bahía, donde el barco de fiesta vuelve de su recorrido a ninguna parte, transportando a un grupo de turistas quemados por el sol. Éste está bajando ya por el horizonte y la luna nueva asciende por detrás de Yellow Dog Island, nuestra isla. Alcanzo a ver algunas mujeres en el muelle, aunque no las reconozco. Después oigo el toque de sirena del barco de fiesta, que hace su giro, y aterrizo de vuelta en la cama, soñando allí. Dos toques de sirena al entrar en el puerto. Se podría poner el reloj en hora con esa sirena. Tres veces al día se oyen los toques cuando el barco vuelve a Salem después de cada viaje, a las doce del mediodía, a las seis y otra vez a medianoche, en su último viaje de la jornada.

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