La lectora de secretos (28 page)

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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

Si Willie sabía que era una trampa, nunca dijo nada. Como el buen jugador que era, sencillamente fue hasta el árbol y empezó a contar. Cuando acabó, el resto intercambiamos miradas que significaban: «Ya está, el juego ha terminado», y nos marchamos a casa sin más. Los niños de la ciudad y los de las otras islas se dirigieron a sus barcos. Todo el grupo daba por sentado que tenían que remar más allá de la pequeña isla y entrar en el canal antes de encender los motores, porque el sonido se desplaza sobre el agua y no queríamos que Willie nos pillara.

Beezer y yo caminamos hasta casa sin decir una palabra, pero cuando llegamos, la luz de la habitación de May estaba encendida, y yo no quería entrar.

—Ve tú —dije.

—¿Adónde vas? —Me di cuenta de que Beezer estaba preocupado. Ese era su modus operandi aquel verano. Preocupación y frustración por mí y por todo lo que yo hacía.

—Simplemente no quiero entrar todavía.

—No puedes largarte sin más, sabes que ella lo odia.

—No lo sabrá.

—Tiene la luz encendida. No se ha acostado aún.

—Pero no saldrá de su habitación.

—Sí, pero ¿qué pasa si lo hace?

—Dile que has vuelto temprano. Cuéntale que yo todavía estoy jugando.

—No sé —dijo él—. Se supone que tienes que quedarte.

—Volveré, por el amor de Dios.

Estaba empezando a enfadarme, y Beezer lo sabía.

Miró hacia la casa de Lyndley, suponiendo que era allí adonde me dirigía.

—Se supone que no puedes ir allí —dijo él.

—Bueno, pues voy a ir.

Me lanzó otra mirada preocupada.

—Él ni siquiera está en casa —añadí, refiriéndome a Cal.

Él lo sabía, pero eso no borró su entrecejo fruncido.

—Le diré que todavía estás jugando —dijo, como si se le hubiera ocurrido a él decir eso.

—Buen chico.

—No seas mala conmigo —replicó él—. Sólo intento protegerte.

Entonces me sentí realmente mal, porque estaba segura de que lo decía en serio. Pero yo no temía la ira de May. Hacía bastante que ya no le tenía miedo a mi madre.

Beezer dirigió una mirada preocupada en dirección al muelle, después dio media vuelta, entró y apagó la luz del porche como si yo ya estuviera en casa. Era un chico listo, un buen chaval. Me senté durante un rato en el porche sólo para asegurarme de que no había moros en la costa, y después decidí ir hasta casa de Lyndley para tratar de convencerla de que fuera hasta Willows conmigo. De vez en cuando hacíamos eso, cuando las dos nos sentíamos lo bastante valientes como para escaparnos. A veces nos montábamos en los autos de choque o ganábamos dinero en el juego de los cigarrillos, porque a pesar de que tenías que tener dieciocho años para jugar, les gustábamos a los tipos que trabajaban allí y nunca nos pidieron el documento de identidad.

Decidí ir por el camino de atrás. Como vi el haz de luz de la linterna en el camino, estaba segura de que Willie Mays todavía seguía dando vueltas por allí, buscándonos. Cuando se dirigió a la laguna de agua salada, yo crucé las dunas y volví al camino habitual. Me quité las zapatillas antes de llegar al porche de los Boynton. Desde allí veía a la tía Emma, que estaba sentada cerca de la ventana, leyendo a la luz de las velas. «Lyndley debe de estar arriba», pensé. Podría haber ido hasta la puerta y haber llamado, mi tía se habría alegrado de verme, pero quería que Lyndley se escabullera, porque la tía Emma nunca nos permitiría ir a la ciudad tan tarde. Además, Cal no dejaba que Lyndley fuera a los Willows de ninguna de las maneras. Caminé de puntillas hasta llegar a la puerta de atrás y la abrí con tanta suavidad que la cerradura ni siquiera hizo clic.

Subí por la escalera trasera. Sabía de antemano que el tercer escalón crujía, así que lo evité. Cuando llegué arriba, vi que la habitación de Lyndley estaba a oscuras. No era una gran novedad. Lyndley nunca encendía las velas, quería que todo el mundo pensara que ya estaba dormida. Caminé hasta su cama. No estaba allí. Sabía que no estaba en el piso de abajo porque había mirado por las ventanas al pasar. Imaginé que seguramente estaría en el baño, así que me senté en la cama y esperé a que volviera.

Llevaba sentada unos cinco minutos cuando oí algo en el porche. Supuse que Lyndley se había quedado atrapada y había tenido que volver por Back Beach para sortear a Willie Mays, pero ella me había hecho nuestra seña secreta y yo la había visto salir en dirección a su casa, así que me parecía extraño. Entonces oí la voz de Cal abajo y me quedé helada.

Hablaba alto, se notaba que estaba enfadado y muy, muy borracho. Estaba despotricando sobre algo. Me llevó un rato darme cuenta de que estaba gritando a causa de Willie Mays, exigiendo saber de quién era el barco que estaba amarrado en el muelle. La tía Emma le juró que no lo sabía, lo que no sirvió en absoluto para tranquilizarlo.

—¡Dime quién es él! —Cal había levantado la voz, lo que le hacía parecer el marido celoso que era, uno de esos tipos que creen que su mujer tiene un hombre escondido en el armario o algo por el estilo.

Tenía miedo de que le pegara, algo que ya había hecho antes en más de una ocasión. Yo deseaba que Lyndley volviera, porque no tenía ni idea de qué hacer en esa situación. Estaba pensando en saltar por la ventana. Me di cuenta de lo que estaba a punto de suceder, y sabía que las cosas no iban a mejorar si Cal me encontraba allí. Podía evitarlo si saltaba, pero había mucha distancia hasta el suelo y abajo había un saliente. No obstante, creía que por lo menos debía correr y avisar a May; la escalera trasera sería la mejor opción.

Entonces, sucedió. Hubo un fuerte impacto y después un minuto de silencio. Yo estaba esperando que la tía Emma gritara, pero no se oyó nada. Después oí unas pisadas en los escalones y, de repente, antes de que tuviera la oportunidad de pensar qué había pasado, Cal estaba en el piso de arriba, en el distribuidor, buscando a Lyndley. Me cogió por sorpresa. Todo fue tan de prisa… Nunca había visto a Cal moverse tan rápidamente, me di cuenta de que lo impulsaba la rabia. Sentía su furia desde donde estaba. Podía palpar sus sentimientos en la mente si lo deseaba, pero eso era lo último que quería. Incluso desde allí veía que eran pensamientos oscuros y horribles, que me revolvieron el estómago.

Sentí la imperiosa necesidad de huir y correr, pero era demasiado tarde. Ya no podría alcanzar la escalera trasera, no podría dejarlo atrás al otro lado de la habitación, la ventana estaba abierta, las cortinas se agitaban suavemente con la brisa como en cualquier otra noche tranquila en la que no sucedía nada fuera de lo común. Veía el océano a través de la ventana, el agua negra titilaba a la luz de la luna y producía una ilusión óptica. Parecía como si pudiera sumergirme sin más en esa agua hermosa a través de la ventana y estar fuera de allí, pero, naturalmente, no podía, estaban las rocas. Aun así, prefería jugármela con las cornisas que con Cal y el terrible silencio de abajo, donde debería haber estado la voz de la tía Emma. Durante un segundo fugaz, sentía un pánico tan atroz que estuve a punto de saltar por la ventana, pero algo en mi interior me dijo que no me moviera, que me quedara en la oscuridad con la espalda pegada a la pared que estaba al lado del enorme y viejo armario. Cal no tenía una luz que encender, porque en aquella casa no había electricidad. Ya me había fijado en que no había cogido una linterna ni nada, ni siquiera una vela. Y entonces supe que Lyndley no estaba en casa porque si hubiera estado, ya estaría abajo, cogiendo un cuchillo o lo que fuera y yendo ella misma a por Cal.

«No hagas el más mínimo ruido», oí que me decía una voz en mi cabeza, y entonces supe que ésa era mi única opción. Pegué la espalda contra la pared fría, clavé la vista en la ventana deseando estar en cualquier parte que no fuera aquel lugar, y de repente noté que entraba en la habitación.

Cal atravesó la estancia como un torbellino hasta la cama de Lyndley y, literalmente, la desmontó, lanzando las sábanas y las almohadas por los aires. De su boca salían obscenidades a borbotones, las peores palabrotas que yo conocía, y otras que no había oído jamás. «¿Dónde cojones está?», le gritó, medio gruñó a mi tía, pero no se oyó respuesta alguna desde el piso de abajo.

Estrelló contra el suelo el candelabro de cristal tallado, que se hizo añicos. Una esquirla golpeó mi pierna, y durante un segundo sentí el pinchazo. Después sentí la humedad en el lugar donde comenzó a sangrar. No podía agacharme ni hacer nada, y recuerdo haber albergado la esperanza de que Cal no oliera la sangre, ni el miedo, como los perros.

—¡Puta! —le vociferó a la cama vacía—. ¡Puta provocadora!

Dio una vuelta sobre sí mismo como si hubiera notado una presencia y yo traté de poner la mente en blanco para hacerme invisible. Cerré los ojos con fuerza para bloquear mis pensamientos. «No te muevas, ni siquiera respires», dijo la voz, y entonces mi mente se quedó en blanco.

Funcionó. Lo siguiente que recuerdo es que Cal estaba bajando la escalera a la carrera y que luego salió por la puerta principal.

Yo bajé por la escalera de atrás y salí de la casa antes de que él hubiera llegado al porche. Miré por la ventana del comedor al pasar a toda velocidad junto a ella y vi a la tía Emma en la butaca; ya estaba sentada, pero parecía mareada. Tenía sangre en un lado de la cara, y estaba intentando ponerse de pie, indecisa, sujetándose en el brazo del sillón para apoyarse. Por la expresión de su rostro, por el temor de sus ojos, me di cuenta de que estaba pensando en Lyndley y en qué iba a suceder si Cal se encontraba con ella. Incluso herida, sus instintos maternales eran fuertes. Pero ella no era lo bastante fuerte para eso; nunca lo había sido.

Se las arregló para llegar hasta la puerta, al porche, gritándole a su espalda, diciéndole que dejara a Lyndley en paz, que no era lo que él pensaba, que ella le había mentido antes al decirle que Lyndley se había quedado en casa esa noche. Le había dado permiso a Lyndley para salir y jugar, dijo, nada más.

—Por el amor de Dios —le gritó a la silueta que avanzaba agresiva por los caminos—. Por el amor de Dios, ¡no son más que niños!

Pero el viento soplaba en dirección contraria a ella y su voz era débil; no llegaría. Y, por otro lado, Cal ya se había marchado.

Yo no creía que Lyndley estuviera jugando todavía. Me había hecho la seña de que se iba a casa. Nos habíamos despedido con la mano y yo la había visto echar a andar hacia allí.

No tenía ningún sentido que todavía estuviera jugando. Incluso Willie Mays se había rendido a esas alturas. Desde el porche lo veía descendiendo por la rampa, con la linterna subiendo y bajando mientras él se subía en el barco y arrancaba el motor. Vi las luces de posición cuando se alejó del muelle. Durante un instante deseé que Lyndley se hubiera ido con él, así estaría a salvo de Cal, al menos por el momento. Pero no era así. Lyndley todavía estaba escondida en algún sitio, y Cal sería quien la encontrara si yo no hacía algo de prisa.

Busqué en los lugares de siempre: la cueva de Back Beach, la cueva en la que vivían los perros. También probé en la laguna de agua salada; ni siquiera era su territorio, pero ella iba allí a veces, cuando tenía ganas de hacer trampa, algo que le sucedía casi siempre. Incluso lo intenté en la perrera de piedra y en el parque de juegos que había debajo de la escuela roja, a pesar de que ése era un sitio que me gustaba más a mí que a ella. Durante todo el tiempo yo trataba de enviarle mensajes por telepatía, algo que normalmente funcionaba si ella estaba atenta, pero Lyndley no estaba escuchando, esa noche, no.

Finalmente, ascendí hasta lo alto de las rocas, al lado de la torre de agua. Veía las gaviotas emprendiendo el vuelo y alejándose de Cal mientras él pasaba junto a los cubos de basura que había en lo alto del muelle. Se dirigió al camino que daba al pinar, y recé por que, por una vez, Lyndley no estuviera haciendo trampas y estuviera escondida en su territorio.

Estaba desesperada. Tenía que encontrarla antes de que Cal lo hiciera, pero Lyndley era la mejor en el juego, y no tenía ni idea de dónde podía estar. Entonces hice algo inusual. En lugar de mirar al suelo, levanté la vista hacia las estrellas. Las miré fijamente hasta que dejé de verlas por completo y todo se difuminó formando una trama de encaje y las estrellas desaparecieron del todo. Entonces, cuando todo había desaparecido, tomé esa visión borrosa y volví a enfocar la vista hacia abajo. Cuando lo hice, cuando enfoqué la vista de nuevo, vi a Cal en la escuela roja, e incluso lo oí llamarla a través de la puerta. Vi a mi madre, May, que se había quedado dormida leyendo en su habitación, y a Beezer sentado a la mesa, en el comedor, intentando aguantar despierto hasta que yo volviera. Vi a tía Emma sentada en el escalón más alto del porche, demasiado mareada para permanecer de pie, sujetándose en la barandilla. Vi a los perros amarillos, cientos de ellos, durmiendo en sus cuevas en Back Beach, con sus cabezas y sus colas amontonadas juntas, su pelaje sobre las piedras como si alguien hubiera extendido una enorme alfombra sobre la playa. Podía ver toda la extensión de la isla, el ocho completo: las casas, los acantilados y el océano más abajo. Entonces, más allá del diamante del campo de béisbol, en otra arboleda, vi algo brillar. No tenía ni idea de dónde procedía el destello. Quizá Lyndley había encendido un cigarrillo, porque ése era un sitio al que solía ir a fumar a veces, en un viejo coche abandonado. Tal vez era la luz de la luna, que parecía estar iluminando toda la isla. Pero definitivamente algo brillaba. No podría haber sido más claro que si la estrella polar o una flecha de dibujos animados hubiera salido del cielo y hubiera señalado el coche con una gran señal luminosa que dijera «¡Lyndley! ¡Lyndley! ¡Lyndley!».

Descendí como pude por las rocas y corrí hacia el otro extremo de la isla, hacia el coche, tan de prisa como era capaz, consciente de que en cualquier instante Cal saldría de la escuela roja y se dirigiría al diamante del campo de béisbol.

Crucé por el centro del campo. No podía respirar. Tropecé y metí el pie en una madriguera de conejo, estuve a punto de caerme, pero corría tan de prisa que mi pie no se hundió mucho y pude recuperar el equilibrio y continuar. Me estaba acercando. Veía el coche con claridad, tenía las dos ruedas de atrás atoradas en el barro. El padre de May y sus amigos lo habían llevado allí en una barcaza, después se atascó y lo abandonaron para siempre en medio del campo. La hierba estaba creciendo alrededor de los neumáticos desinflados y podridos tiempo antes, dentro de las llantas, como si el coche hubiera salido de la tierra, hubiera muerto allí y ahora la naturaleza estuviera recuperándolo.

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