Cuando llegué junto al vehículo vi que las ventanillas estaban empañadas. Alargué la mano para coger el tirador de la puerta, la línea de meta, y abrí.
Al principio no sabía qué estaba viendo. Todo eran brazos y piernas en movimiento, intentando sentarse. Entonces enfoqué la vista y me di cuenta de que sí, de que era a Lyndley a quien estaba viendo, y no estaba sola.
—¡Maldita sea, Towner, cierra la puerta! —dijo ella, y vi a Jack luchando por encontrar su ropa para cubrirse.
—¡Cal ha vuelto! —jadeé. Y por la forma en que lo dije, ella supo que algo iba mal.
Entonces, como una idiota, cerré la puerta y me quedé de pie esperándolos, más impresionada por lo que acababa de ver que por el peligro que suponía el propio Cal.
El bate de béisbol impacto con fuerza, reventó la luna del coche y desperdigó los cristales por todas partes. Lyndley gritó, herida, sangrando por los cortes y, de repente, Jack estaba fuera del coche, preparado para luchar por ella. Preparado para matar a Cal si era necesario, deseoso de hacerlo.
Cal regresó a la sombra, para rumiar su siguiente movimiento. Tenía que hacer algo de prisa, me dije. Ya había visto la rabia de Cal, y las entrañas me decían que, sí eso se convertía en una lucha a muerte, sería Jack y no Cal quien moriría.
Corrí más rápidamente que en toda mi vida. Corrí para ir a buscar a May, para traerla con su arma.
May se quedó de pie, congelada en el tiempo y el espacio, apuntando a Cal.
—Vestíos —dijo.
Lyndley y Jack se agacharon para recoger su ropa.
—Es a él a quien deberías disparar —dijo Cal.
Pero May no lo estaba escuchando; ella miraba fijamente el bate que tenía a un lado.
—Te equivocas por completo con todo esto —dijo Cal, buscando una brecha—. Yo sólo estaba intentando defenderla. No tienes ni idea de qué estaba pasando aquí.
Jack se puso la camisa.
—Vete a casa —le dijo May.
El hizo un amago de protestar, pero ella no estaba dispuesta a consentírselo.
—Eres un tipo asqueroso —le espetó Cal—. ¡Eres basura!
Vi cómo se tensaban los músculos del cuello de Jack, mientras daba media vuelta y avanzaba hacia él.
May sostuvo el rifle apuntando a Cal, pero le hablaba a Jack:
—¡Vete!
Jack esperó el asentimiento de Lyndley, cogió su chaqueta y echó a andar en dirección al muelle. Le costó todo cuanto tenía dejarla allí, pero lo hizo.
—Adelante, dispara —le dijo Cal a May—. Te colgarán, a ti y a toda tu maldita familia.
Incluso mientras lo decía, sabía que se equivocaba.
Ella cargó el rifle. Iba a hacerlo.
Entonces vi a la tía Emma subiendo por la cuesta. Tenía problemas para caminar. Se obligaba a avanzar. La mandíbula le colgaba a un lado, magullada, la sangre le corría por un costado de la cara. Se paró en seco cuando nos vio.
—No —dijo—. Oh, Dios mío, por favor, no.
Cal se dio cuenta de que era su única oportunidad, y la usó a la perfección. Con remordimiento y preocupación, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Yo casi esperaba que le preguntara quién le había hecho aquello, qué clase de monstruo.
—Oh, Dios santo —exclamó—. Oh, Dios santo, Emma. —Lloraba de verdad.
Dio un paso en dirección a mi tía.
—No la toques —le advirtió May apuntándolo con el rifle.
Cal se quedó helado. Había ido demasiado lejos y lo sabía.
La tía Emma se colocó entre ellos, arremetiendo contra el rifle con las pocas fuerzas que le quedaban, y cayó al suelo.
Fue May quien se agachó para ayudarla, no Cal. El gesto fue automático, instintivo. Cualquier persona de bien lo habría hecho.
Yo alargué la mano hacia el arma. Quería acabar con él pero, cuando la cogí, Cal ya se había ido.
—¡No vuelvas nunca más! —le gritó May—. O juro que te mataré.
Pero era demasiado tarde. Ella había perdido su oportunidad.
Nos quedamos juntas en el punto muerto, donde el pasado, el presente y el futuro se unen. Por un momento tuve una visión del futuro. De cómo habrían cambiado nuestras vidas si hubiéramos aprovechado la oportunidad que se nos había dado. Pero entonces, como todas las visiones, desapareció tan rápidamente como había venido, y nos quedamos con la realidad
.
Allí estaba la tía Emma, en el suelo, con la mandíbula desencajada descansando sobre su cuello. Había cosas de las que ocuparse. No en el futuro, sino allí, en ese instante.
La tía Emma tenía la mandíbula rota, los dos ojos morados y múltiples laceraciones. Le dieron diecisiete puntos en el párpado izquierdo y en la mejilla. Los médicos del hospital la derivaron a un cirujano plástico, pero ella nunca fue a verlo. Se negó a presentar cargos. Mi madre intentó presentarlos por ella, pero May no era testigo presencial, y aunque yo había estado en la casa y había oído todo lo que había pasado esa noche, técnicamente tampoco era testigo ocular, más que nada porque mi tía lo negaba todo y le explicó a la policía que se había caído por la escalera. Tanto Eva como May presionaron a las autoridades, intentaron conseguir por lo menos una orden de alejamiento contra Cal, pero sin la cooperación de mi tía no había manera. Cal era el héroe local. Las ciudades de Salem y Marblehead se lo disputaban como propio; todo el mundo apostaba por que sería el capitán de la siguiente Copa América. Eso habría sido bueno para Marblehead, que estaba perdiendo a toda velocidad su reputación como capital mundial de la navegación en favor de Newport y San Diego. Dado que, de todas formas, Cal se iba a Florida al cabo de unos cuantos días, la policía dijo que creían que el «problema estaba zanjado». Habían hablado con él, dijeron, y él les había asegurado que se quedaría en el club hasta que llegara el momento de partir.
Con el consentimiento de latía Emma, Eva movió algunos hilos y logró inscribir a Lyndley en el colegio Miss Porter. Cal estaba lívido. Amenazó a Eva, amenazó a mi madre. Una noche llamaron a la policía cuando un vecino lo oyó gritar delante de la casa de Eva, pero Eva le dijo a la policía que todo estaba bien, que ella y Cal sólo estaban teniendo una «pequeña charla». Ella le hizo pasar y le preparó una taza de té.
La «pequeña charla» incluyó un recordatorio para Cal de que Eva tenía la segunda hipoteca de la casa de Florida, una desafortunada situación que se había hecho necesaria después de que unos negocios con algunos compañeros de navegación fueran mal. Le aseguró a Cal que el Miss Porter contribuiría a disciplinar a Lyndley, quien a ojos vistas se estaba descontrolando por momentos. También le hizo notar a Cal que difícilmente podría vigilar a su hija mientras capitaneaba el equipo de la Copa América. Le recordó que era su gran oportunidad para alcanzar la fama.
—La oportunidad sólo llama una vez a tu puerta —eso fue lo que le dijo.
Bajó la vista a una pieza de encaje al decirlo, y ni siquiera Cal fue capaz de contener su avidez.
—¿Qué ves? —Tenía que saberlo.
—Veo que no puedes permitirte distracciones, que ésta es tu gran oportunidad para destacar verdaderamente.
—Pero ¿voy a ganar? —No pudo evitar preguntarlo.
Eva se limitó a sonreírle.
—No voy a decirte eso —le dijo ella—. Perdería toda la gracia si te lo digo ahora, ¿no?
Finalmente, Cal accedió a que Lyndley asistiera al colegio Miss Porter con la condición de que Eva pagara la matrícula y el resto de los gastos, y ella le aseguró que lo haría. Pero al verano siguiente, dijo él, después de que ganara la copa, sacaría a su hija de ese colegio para que terminara sus estudios en casa.
—Por supuesto —asintió Eva, como si no tuviera nada que objetar—. Después de que ganes la Copa América, querrás que toda la familia esté reunida.
No sé si fue un desliz o estaba siendo intencionadamente taimada, pero eso era exactamente lo que Cal quería escuchar.
—O tal vez —dijo ella—, tu fama te brindará nuevas oportunidades.
Cal estaba intrigado.
—¿Qué clase de oportunidades?
—Nunca se sabe —repuso ella—. Podría ser algo en el oeste, o en los medios de comunicación.
El se dejó llevar.
—Tenemos todo un año para descubrirlo —añadió Eva.
Cal se marchó de su casa sonriendo para sus adentros. Algunos días después se fue de la ciudad con escolta policial y con toda la fanfarria de los clubes que lo patrocinaban, pero sin despedirse de su familia, lo que, dadas las circunstancias, fue lo mejor para todo el mundo.
Sin embargo, esa renovada confianza en sí mismo no duró mucho.
May preparó una habitación en nuestra casa para Emma, que era más una hermana de verdad que una medio hermana. La casa de la tía Emma no estaba equipada para el invierno, y si iba a quedarse en el norte, tendría que ser con nosotros o con Eva. Mi madre estaba tan contenta de tenerla como huésped que nadie se atrevió siquiera a sugerir que la casa de Eva sería la elección más lógica. Después de todo, ella era su madre. Pero May se ocupó de las heridas de Emma. Le preparó batidos helados para beber hasta que le quitaron los hierros de la mandíbula. Nunca he visto a May tan contenta como las semanas que estuvo cuidando a mi tía. Puede que May no fuera una gran madre pero, al parecer, era enfermera por naturaleza.
Entonces, las cosas comenzaron a cambiar. La semana después del Día del Trabajo, la lancha del club náutico vino a la isla a traer una carta. Estaba dirigida a mi tía y el sobre estaba lacrado con el emblema del club. Creyendo que se trataba de algún tipo de invitación, como las que yo recibía de Hamilton Hall o de otros grupos, se la entregué en mano.
Era una invitación, sí, pero no del tipo que yo esperaba.
«Vuelve conmigo. Te juro por Dios que nunca volveré a hacerte daño. No quiero vivir la vida sin ti», decía.
La renovada confianza de Cal había durado menos de una semana.
La tía Emma tenía preparadas las maletas a la mañana siguiente. Llamó un taxi acuático antes de que May siquiera se hubiese levantado.
Mi madre la alcanzó en el muelle. Intentó arrastrar las maletas de vuelta, y ella y Emma se pelearon de verdad. Era como una escena sacada de una película mala, y una de las asas de la maleta de cuero de mi tía se rompió casi del todo.
—Déjame en paz —dijo tía Emma con los dientes apretados—. ¡Déjame irme!
—¡Estás loca!—repuso May—. No sabes lo que estás haciendo.
—Es mi marido.
—Sólo intenta manipularte.
—Me necesita.
—Por favor.
—Me quiere.
«Las mujeres son tan estúpidas…» Eso era lo que May estaba pensando, no le cabía en la cabeza que estuviera sucediendo todo aquello. Ella sabía que tenía que subir su apuesta.
—¿De la misma manera que «quiere» a tu hija?
—¿Qué se supone que significa eso?
El silencio de May lo dijo todo.
—Cuéntamelo —pidió mi tía—. Dime qué has querido decir con ese comentario.
—Abre los ojos —dijo May.
—Eres una mujer enferma, una pervertida —replicó la tía Emma.
May no dijo nada.
—Das asco —le espetó mi tía.
—Y tú estás ciega.
El mundo pareció detenerse por un momento mientras el impacto de las palabras escogidas por May calaba en mi tía.
—No me extraña que odiara estar aquí —dijo tía Emma—. No me extraña que tuviera que marcharse… Lo acusas de cosas terribles. De cosas atroces.
—¿Cuánto tiempo crees que pasará hasta que la saque del colegio? ¿Una semana? ¿Un mes?
—No quiero oír esto.
—Al menos piensa en tu hija.
Mi tía cogió su maleta y la tiró al barco.
—De acuerdo —dijo May—. Si decides comportarte como una estúpida, no puedo detenerte. Pero no toleraré que pongas a tu hija en peligro.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Significa que, si intentas traerla de vuelta, te detendré.
—Creo que no eres la persona más adecuada para hablar de poner a un niño en peligro. —Miró más allá de donde yo estaba, en dirección a Beezer, que acababa de aparecer en lo alto del muelle, con el inhalador en la mano.
—Vamos —me dijo May, comenzando a caminar por el muelle.
No la seguí. Me quedé en el muelle observando fijamente a mi tía. No me podía creer que se estuviera yendo de verdad; parecía imposible. Nos quedamos mirándonos la una a la otra, y ella debió de leer lo que yo estaba pensando, porque fue la que apartó la vista primero, volviéndose para coger la maleta rota, arrastrándola y empujándola al interior del barco. El capitán la agarró. Vi cómo él se percataba de las heridas de la cara de ella, que estaban empezando a difuminarse hacia el amarillo, como la ictericia.
Mi madre se dio media vuelta cuando llegó a lo alto del muelle.
—¡Vamos!—me gritó, dando una palmada como si yo fuera uno de los perros—. ¡Ya!
May caminaba por delante de nosotros de vuelta a casa. Beezer me esperó. Inhaló una vez más.
Beezer me cogió del brazo mientras andábamos, justo a tiempo para evitar que cayera en una madriguera de conejo. Era un agujero que no había visto nunca, en el medio del camino, y era peligroso. Me sorprendió verlo allí. Yo creía que conocía todas las madrigueras que había, pero ésa era nueva. Los conejos debían de haberla excavado la noche anterior, mientras todo el mundo dormía.
Oí el barco zarpar, pero no me volví. Estaba tratando de no pensar qué significaba. No me podía creer que la tía Emma se marchara de verdad. No me podía creer que todo fuera a acabar así.
Del invierno al verano…
Me gusta el hospital. Me gusta estar aquí. Me siento segura, pero echo muchísimo de menos el olor del océano. Sólo quería decirlo.
Estoy intentando recordar qué pasó aquel invierno, pero no puedo. La mayor parte de mi memoria ha desaparecido por la terapia de
electroshock.
Sólo recuerdo pasar mucho frío y estar muy sola. No creo que supiera nada de Lyndley. No lo recuerdo.
La siguiente vez que recuerdo haberla visto fue el verano posterior. El tiempo era maravilloso el día que ella llegó. Al fin había entrado en calor.
Cuando acabó el curso, Lyndley volvió a Salem sola.
Dado que ni Cal ni tía Emma habrían permitido que Lyndley se acercara ni remotamente a May, mi hermana se alojaba oficialmente con Eva en las habitaciones que más tarde se convertirían en las mías. Pero, de todas formas, Lyndley vino a la isla. Se pasaba todo el tiempo yendo y viniendo de la isla a tierra, y nadie sabía con certeza dónde dormía cada noche, así que nadie se preocupaba de veras si no aparecía, lo que a Lyndley le convenía. Cuando se quedaba en la isla, dormía en la habitación que May había preparado para la tía Emma.