Corrió la voz. En el momento más álgido del juego, jugábamos cuatro o cinco veces por semana desde el 4 de julio hasta el fin de semana del Día del Trabajo, en septiembre. Aunque no dejamos de hacer lo de dejar tirado; simplemente evolucionó a otra cosa. Lo modificamos. En lugar de una táctica se convirtió en un ritual iniciático. Cada vez que un niño se apuntaba al juego, era una regla no escrita que éste debía ligarla en la última partida. A veces teníamos que dejar de jugar antes de lo que nos habría gustado, sólo para que sucediera. A veces corríamos a casa pronto y contábamos dónde estaba escondido el niño nuevo para que lo pillaran para la próxima partida. Entonces el nuevo, el que la ligaba, se ponía de cara al árbol y contaba hasta cien. Mientras contaba, el juego acababa y todos nos íbamos a casa. Dejábamos al niño tirado hasta que o bien averiguaba lo que habíamos hecho o se volvía loco cuando había pasado demasiado tiempo y empezaba a pensar en lo peor: que tal vez había algún asesino cogiéndonos uno a uno o que nos habían secuestrado en un platillo volante o lo que fuera. Rara vez se le ocurría a nadie que nos habíamos ido a casa sin más. Eso no era algo que hicieran los niños, al menos no voluntariamente. Pero al final cogían la broma, la traición. Si el niño volvía después de eso, si volvía en busca de más, era uno de nosotros. Si no, dábamos por hecho que no era una gran pérdida. Nadie mencionó nunca la jugarreta. Era nuestra regla no escrita, nuestro rito de iniciación.
Y, naturalmente, casi no hace falta decir que teníamos una política de «no débiles». Si te asustabas o te hacías daño, mejor que te lo guardaras para ti mismo. Una vez un niño de otra isla se cayó en una madriguera de conejo y se torció el tobillo. Tenía tanto ánimo que ni siquiera se quejó y jugó el resto de la noche, aunque su lentitud corriendo le hizo el blanco de muchas bromas. Era mejor eso que admitir una debilidad porque, si lo hacías, no volverían a invitarte. Al final, el niño llevó muletas casi todo el verano y tampoco pudo volver, pero se ganó nuestro respeto y a partir de entonces jugó todos los veranos.
Después de su accidente, y por sugerencia de May, intentamos poner pequeñas banderitas en las madrigueras, pequeñas banderitas blancas que se veían en la oscuridad, pero no funcionó. Había demasiadas madrigueras, y un niño que intentó saltar por encima de una bandera estuvo «a punto de empalarse» con la punta, según las palabras de Lyndley cuando le contó la historia a May. Así que dejamos de hacer lo de las banderas. Además, la verdad, nos gustaban las madrigueras de los conejos. Descubrimos que era bueno que conociéramos obstáculos que los demás desconocían, de la misma forma que era bueno que supiéramos los mejores escondites. Los niños de la ciudad eran competidores bastante duros, y necesitábamos algún tipo de ventaja por jugar en casa, supongo que entiendes a qué me refiero.
Nuestra casa estaba situada en un extremo de la isla y la de Lyndley en el otro. En medio, al lado del muelle, se encontraba la escuela roja y, detrás, más cerca de nuestro lado de la isla que del de Lyndley, estaba la laguna de agua salada donde nos bañábamos y nos lavábamos el pelo en verano. En invierno, May fundía la nieve para lavarnos, algo que hacíamos una vez por semana «fuera necesario o no», como le gustaba decir a Beezer. Había una bañera de cobre antigua en el aseo de arriba. Poníamos cacerolas de agua caliente en el montaplatos y las subíamos para llenar la bañera. Pero en verano May nos mandaba a la laguna de agua salada con una pastilla de jabón Ivory y un poco de crema de afeitar para lavarnos el pelo. Beezer, Lyndley y yo nos desnudábamos, nos sumergíamos, salíamos, nos enjabonábamos y volvíamos a sumergirnos, dejando un rastro flotante de espuma de jabón por la laguna. Ahora no sería posible hacerlo, porque no es bueno para el medio ambiente, pero antes no éramos conscientes de ese tipo de cosas. Como era agua salada, nunca estábamos limpios del todo, sino que nos pasábamos todo el verano con una película blanquecina sobre nuestra piel bronceada. Las únicas veces que realmente conseguías estar limpio de verdad era cuando llovía, en esos casos May nos mandaba afuera con nuestro jabón y nos decía que bailáramos bajo la lluvia hasta que dejara de salir espuma o se nos pusieran los labios azules, lo que primero sucediera. Nunca hacía esto cuando había tormenta eléctrica, por supuesto, sólo con lluvia normal y corriente.
Habitualmente nos bañábamos en la laguna de agua salada. Recuerdo una vez que nos olvidamos de llevar el jabón Ivory a casa y May nos hizo volver para cogerlo, pero no estaba allí. Al día siguiente lo encontramos deshecho en Back Beach, donde habíamos encontrado a mi perro
Skybo
después de que Cal lo matara poco antes ese mismo verano. Cal siempre dijo que había sido un accidente, pero nosotros no nos lo creímos. Aunque eso es otra historia, una mala, que no quiero que esté aquí. Baste con decir que esos acontecimientos dieron pie a muchísimas especulaciones por nuestra parte. Eso, y el hecho de que el lago era muy profundo, nos hizo pensar a Lyndley y a mí que la laguna salada no tenía fondo y que de algún modo fluía hasta el océano saliendo por Back Beach. Pensábamos que el Incidente del Jabón Ivory demostraba nuestra teoría, pero Beezer insistía en que nos equivocábamos por completo porque, naturalmente, el jabón Ivory flota y de ninguna manera se hunde. «No demuestra que la laguna no tenga fondo», dijo. Estaba indignado con nosotras y muy disgustado, y era evidente que no quería hablar de ello con ninguna de las dos, así que finalmente dejamos el tema y no volvimos a hablar sobre ello nunca más.
De hecho, Beezer estaba tan disgustado sobre todo el asunto que Eva tuvo que hablar conmigo. Al final, terminamos hablando más sobre las diferencias entre Beezer y yo que de la laguna de agua salada. «Hay místicos y hay mecanicistas —me dijo—, y ambos ven las cosas desde perspectivas diferentes.»
El año que Jack y Jay-Jay participaron en el juego de la linterna fue el año que Lyndley comenzó a cambiar. Al mirar atrás, me doy cuenta de que yo lo sabía antes de esa noche. Cuando Lyndley llegó aquel verano, tenía algo distinto, algo que yo no podía concretar. No saltó corriendo del barco como solía hacer y subió la rampa a toda velocidad para cogerme y pelearse conmigo hasta que las dos terminábamos en el agua riendo y salpicándonos, sino que saludó con la mano y sonrió, pero subió al muelle como los adultos. No se peleó conmigo, tan sólo me dio un abrazo. «Towner, has crecido», me dijo, aunque estaba claro que era ella la que había crecido, no yo. Lo dijo con tristeza, como una anciana o algo por el estilo. Incluso su voz era diferente aquel verano. El rastro de acento sureño que tenía al comienzo de cada verano y que para el final del mismo había perdido se había consolidado; era más afectado. Se lo hice notar, pero ella me dijo que no sabía de qué le estaba hablando.
Nadie más sabía de qué estaba hablando. May no era capaz de verlo, y no era algo de lo que se pudiera hablar con Beezer. Era como en
La invasión de los ultracuerpos
o algo así, como si alguien hubiera reemplazado a Lyndley por uno de sus protagonistas, una persona que no sabía cómo actuar. Sabía qué se suponía que tenía que hacer. Yo debía decirle a alguien que ésa no era mi hermana y exigirle que nos devolvieran a Lyndley, pero no sabía a quién decírselo. La tía Emma y Cal se limitaban a actuar de una forma tan extraña como siempre, así que sabía que no les habían robado el cuerpo a ellos también. Más adelante, aquel año, después de que acabara aquel verano tan raro, se lo conté a Eva, y por lo menos ella me escuchó, aunque no sacó ninguna conclusión, o al menos ninguna que compartiera conmigo. Yo sabía que ella no creía en los secuestradores de cuerpos del espacio exterior, ya que no había visto la película ni nada. Sin embargo, Eva fue la única que estuvo cerca de comprenderlo, como siempre sucedía.
—¿Quién es Lyndley en realidad? —me preguntó cuando acabé de despotricar.
A menudo hacía preguntas extrañas como ésa, por lo que no me sorprendió. Tampoco era la respuesta que yo quería, así que no intenté contestarla por aquel entonces. Lo que hice fue mirarla con frustración.
—Piénsalo —fue todo cuanto añadió.
Eva tenía la capacidad de replantear las cosas, era una manera de ayudarme a resolver. Realmente me hizo pensar. Pensé en Lyndley un montón. No fue hasta unos días más tarde que entendí lo que Eva había querido decir. La respuesta rápida, la respuesta que le darías a cualquiera que hubiera hecho la pregunta, era que Lyndley era mi hermana gemela y la conocía desde que estábamos en el útero de nuestra madre.
Pero la respuesta de verdad no estaba tan definida. Porque la verdad era que no empecé a conocer a mi hermana hasta que cumplí trece años. Mi madre la había dado poco después de nacer, la envolvió como un regalo y se la dio a su medio hermana, mi tía Emma Boynton, que no podía tener hijos. Por mucho que yo deseara conocer a mi gemela, no la conocía en absoluto. Vivían en el sur, donde el marido de Emma, Cal, se ganaba la vida en competiciones de vela. Así que no conocí a Lyndley hasta el verano que cumplí trece años y los Boynton comenzaron a pasar las vacaciones aquí, ya que Cal competía para el club náutico Eastern de Marblehead.
Los Boynton pasaron en Nueva Inglaterra cinco veranos en total, que en tiempo real sumaban poco más de un año. Si lo calculabas matemáticamente, como habría hecho mi hermano Beezer si Eva le hubiera hecho la pregunta a él, el panorama cambiaba mucho. La mayor parte de la vida de Lyndley había transcurrido en lugares alejados de mí. Así que cuando Eva me preguntó quién era Lyndley en realidad, me lo planteé de muchas maneras antes de intentar responder y, al final, me di cuenta de que no podía contestar. Las cosas que le estaban pasando a mi hermana, todas las cosas formativas y que cambian la vida, le sucedían cuando estaba lejos de mí, en una vida en la que yo no tenía un lugar. Volvería a hacerme la pregunta de Eva en numerosas ocasiones durante los años siguientes. Cuando Lyndley murió llegué a preguntarme si había llegado a conocerla de verdad.
El verano que jugamos por última vez al juego de la linterna fue el mismo en que Lyndley empezó a quedar con Jack LaLibertie. El y su hermano Jay-Jay habían venido a jugar unas cuantas veces con nosotros. Había un montón de niños de la ciudad que jugaban con nosotros, seis o siete en total, incluyendo a Jack y su hermano pequeño. Si contabas los niños de Baker's Island que venían a veranear, normalmente éramos diez o doce por partida, la mayoría chicos. Tanto Jack como Jay-Jay ya habían pasado su turno de quedarse tirados, y aquella noche en particular había un niño nuevo que se llamaba Willie Mays, una estrella del béisbol de Beverly High. En realidad su nombre no era Willie Mays, pero era un buen corredor, y todo el mundo decía que seguramente llegaría a profesional, y llegó, durante un tiempo, pero nunca pasó de las ligas menores, y ni siquiera entonces jugó demasiado.
Todo el mundo sabía que Jack estaba colado por Lyndley. Ella tenía dieciséis años aquel verano, y creo que Jack tenía diecisiete, aunque parecía mayor. Lyndley decía que era porque pasaba mucho tiempo al sol trabajando en el barco de su padre. Era guapísimo. Lo habíamos visto antes, porque algunas de las trampas de los LaLibertie estaban cerca de Back Beach y Jack se había hecho cargo de ellas después de que su padre se metió en líos por dispararle a un cazador furtivo, lo que todavía era legal en Massachusetts en esa época pero seguía estando mal visto. Él nos había sonreído una vez cuando Lyndley yo le estábamos espiando desde la orilla, y las dos estuvimos a punto de caernos.
La afición de Cal por la bebida estaba totalmente descontrolada aquel verano, así que habíamos fijado las partidas del juego de la linterna «cuando el tiempo lo permitía». En realidad, eso significaba «cuando Cal lo permitía», lo que suponía que sólo jugábamos cuando Cal no estaba, que, de todas formas, era la mayor parte del tiempo. Él tenía una habitación en el club náutico Eastern y se quedaba allí la mayoría de las noches, porque le invitaban a las copas siempre y cuando ganara para ellos. Lo animaban a quedarse en el club, ya que de esa manera tenían cierto control sobre él, y se aseguraban de que al menos se presentaría a la competición del día siguiente. De esa manera también podían diluirle las bebidas si se ponía demasiado mal. O eso fue lo que Lyndley me contó. No estoy segura de cómo lo sabía ella.
Así que «cuando el tiempo lo permitía» pasó a significar «cuando la rampa estaba bajada», algo que los demás dedujeron rápidamente. No sé si relacionaron que la rampa sólo estaba bajada cuando el barco de Cal no estaba amarrado a nuestra plataforma. Si lo hicieron, nunca nadie lo mencionó, al menos a mí no.
De modo que resultó que jugamos casi todas las noches de ese mes de julio. La última vez que jugamos, éramos dieciséis, incluida una chica de otra de las islas de la costa, que Beezer había conocido en Pleon, el club náutico infantil. En realidad ella era demasiado pequeña para jugar, pero la dejamos participar de todas formas, sólo para tener otra chica y equilibrar un poco las cosas. Cuando había dos nuevos, normalmente lanzábamos una moneda para ver a quién le tocaría quedarse tirado, pero aquel año se dio por sentado que le tocaría a Willie Mays, porque la chica era demasiado pequeña y nos habríamos sentido mal dejándola tirada en la oscuridad.
Jay-Jay y Beezer se hicieron amigos de inmediato. Tanto que Beezer le enseñó a Jay-Jay algunos de sus escondites, algo que iba totalmente en contra de las reglas, pero le dejamos salirse con la suya; siempre dejábamos a Beezer salirse con la suya en todo. Además, no eran escondites tan buenos, porque Lyndley y yo teníamos cogidos todos los que sí lo eran.
A menos que nos escondiéramos juntas, que lo hacíamos a menudo, Lyndley y yo teníamos territorios diferentes. Ella tenía el lado oeste de la isla, desde el diamante del campo de béisbol, y el resto, desde la laguna de agua salada, era mío. Ella salía ganando, porque sus sitios estaban más lejos y, normalmente, la persona que la ligaba no se alejaba tanto de casa por si la gente empezaba a correr para salvarse. Yo tenía menos terreno, pero mis escondites eran mejores. Tenía la rama de un árbol a la que solía subir y en la que nunca me encontró nadie, ni siquiera Lyndley. Ella solía ir y venir debajo del árbol, buscándome, sin molestarse nunca en levantar la vista, a pesar de que yo estaba sentada unos cuantos centímetros por encima de su cabeza.
Aquella noche ya habíamos jugado seis partidas, que era mucho para nosotros, porque teníamos muchos jugadores y les llevaba mucho tiempo correr para salvarse. Aunque ya habíamos decidido que Willie Mays sería quien se quedaría tirado, era casi imposible pillarle, así que Jack se dejó coger para poder tenderle una trampa a Willie. Jack nos dio instrucciones de quedarnos todos escondidos hasta que Willie Mays corriera para salvarse. Después, Jack contó hasta cien, apagó la linterna, y se sentó al lado del árbol a esperar a Willie. Llevó un rato, pero finalmente lo intentó, y cuando lo hizo, Jack, que lo había oído ir hasta allí, sencillamente se puso de pie al lado del árbol, encendió la linterna y lo pilló. Entonces, antes de que Willie tuviera tiempo de protestar, Jack gritó «todos salvados», y todos salimos de nuestros escondites.