La lectora de secretos (26 page)

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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

—Por favor, por favor, aguarde. Necesito algo para mi nieta. No sé cuándo volveré por aquí otra vez. El año que viene vamos a Atlantic City.

La ayudante de Ann le está preparando la cuenta a la dienta a la que estaba leyendo el futuro. La baraja del tarot descansa al lado de la caja registradora. Ella levanta la vista hasta mí.

—¿Está Ann? —pregunto.

—Está en el almacén —dice la ayudante—. Volverá dentro de un instante.

La mujer que acaba de pagar da un paso atrás, y yo trato de hacerme a un lado y apartarme de su camino, pero golpeo las cartas del tarot, que caen al suelo.

—Lo siento —digo agachándome para recogerlas.

—¡No las toques! —dice la vendedora. Se arrodilla y las recoge. La baraja está intacta, salvo una única carta que ha caído boca arriba a mis pies.

La vendedora levanta la vista en un gesto dramático.

—La muerte. —Coge la carta por los bordes, como si estuviera caliente o contaminada. La coloca sobre el mostrador. Después camina despacio hasta un cubo de piedras semipreciosas y saca una amatista con una cadena. Me la pone en la mano—. Ponte esto alrededor del cuello —me dice—. No te la quites, ni siquiera para ducharte.

—¿Qué?

—Necesitas protección —explica ella.

Ann regresa y debe de ver la expresión de mi cara.

—¿Qué está pasando? —pregunta. Me mira dubitativa—. ¿Estás bien?

La vendedora se vuelve hacia ella.

—Ha tirado la carta de la muerte.

—¿Has venido para una lectura? —A Ann le cuesta creerlo.

—No —digo—. He tirado la baraja al suelo sin querer.

—La carta de la muerte cayó justo delante de sus pies. Necesita protección.

Ann me coge la cabeza y tira de ella hacia abajo, recorriéndola con las manos, sintiéndola y apretándola mientras lo hace.

—Está bien —dictamina. Le devuelve la piedra a la chica—. Pon esto en su sitio.

«Perdona lo de la cabeza —me dice—. Era la única manera de conseguir que te dejara en paz. —Parece preocupada—. ¿Estás bien?

No sé qué decir.

—Vamos —dice. Me conduce a su oficina—. La carta de la muerte no significa nada —prosigue—. Bueno, exactamente nada, no. Normalmente significa transformación. Un modo de vida que acaba, otro que comienza. Habitualmente es buena —explica—. Además, se debe leer en combinación con otras cartas. —Parece indignada—. No debería dejarle hacer lecturas. Recuérdame que la despida.

Intento sonreír.

—Tienes mejor aspecto —dice intentando ser positiva—. Un poco.

Me siento en su futón durante un buen rato. Me tiende un té caliente con raíces de valeriana.

—Es un Valium natural —dice ella—. Yo lo tomo a todas horas.

—Tengo que hacerte una pregunta —digo finalmente. Por eso he venido.

—¿Quieres una lectura? —Parece sorprendida.

—No, no es ese tipo de pregunta. Es sobre Eva.

—Vale. —Me mira.

—¿Crees que es posible que Eva se quitara la vida? —Es la pregunta que me vuelve una y otra vez, la única que no puedo apartar de mi mente.

—¿Te refieres a si se suicidó?

La palabra parece incorrecta.

—No estoy segura de qué quiero decir.

Ann sacude la cabeza.

—Eva era la persona más alegre que he conocido en mi vida. No era el tipo de persona que se quita la vida.

Asiento.

—¿Cómo es que lo preguntas siquiera?

No quiero contarle lo de las voces.

—Ella sabía que yo iba a venir —digo—. Estoy bastante segura.

Ann reflexiona.

—Bueno —dice—, Eva era lectora. Sabía muchas cosas, ¿no es cierto?

—Me envió su mundillo. El que usaba para bordar. ¿Por qué hizo una cosa así?

—Tal vez sólo quería que lo tuvieras —sugiere Ann. Se supone que eso debería hacerme sentir mejor, pero no es así—. No encontraste una nota o algo. —Es más una pregunta que una afirmación.

—No.

—No creo que fuera un suicidio —dice Ann—. No tendría sentido. —Quiere añadir algo más, pero lo reconsidera y no lo hace.

Tomo un sorbo de té.

Me quedo en la oficina de Ann durante bastante tiempo. Acampo en el futón. Me trae la cena. Me ofrece más tés de hierbas. A las ocho en punto me toma la temperatura.

—No es tan grave como antes —dice—, pero todavía tienes fiebre.

—Creo que me iré a casa —digo recogiendo mis cosas.

—Puedo llevarte en coche, si esperas un poco —sugiere ella.

Levanto la vista hasta la casa. La veo desde aquí.

—Estoy bien para caminar.

—Te llamaré más tarde —dice Ann, y se despide con un abrazo—. Que te mejores.

La verdad es que me siento mejor. Mucho mejor que antes. Ann se ha ocupado de que así sea. Un poco de descanso y estaré bien.

Subo andando el muelle, atravieso en diagonal por el parque Common, cruzo la calle y entro al jardín por la puerta trasera. Todavía hay luz suficiente para ver, y descubro unas cuantas flores que me dejé justo al lado de la puerta de atrás. Me agacho para arrancar la primera. Después, caigo en la cuenta de que Ann debió de hacer algo con la cesta después de que vomité, así que guardo el capullo en el bolsillo.

Me reclino para arrancar una segunda flor, pero no acierto y, en su lugar, agarro el tallo, doblándolo hacia abajo, para después observar cómo vuelve a subir como una catapulta diminuta que lanza algo por los aires.

Oigo una vibración cuando el objeto cae sobre los adoquines. Es un sonido metálico, un recuerdo sensorial reconocible. Inevitable. Me agacho para ver qué es. Lo recojo… Una llave.

La llave.

La miro fijamente. Es antigua, no es una de las copias que hizo la policía, sino la llave de Eva, la que solía dejarme bajo el arbusto de peonías cuando sabía que vendría.

Yo tenía razón. Ella sabía. Sabía lo que estaba a punto de pasarle, y sabía que eso significaría que yo vendría.

Todavía estoy agachada. No me veo capaz de enderezarme. Un dolor cortante me parte la cabeza en dos. El latido de la fiebre. Un escalofrío recorre mis brazos y mis piernas.

Lucho por ponerme en pie, diviso la seda italiana.

Cal está de pie lo bastante cerca para alargar el brazo y tocarle. Sus labios se mueven, pero de ellos no sale ningún sonido. Está rezando.

Cuando al fin habla en voz alta, su voz es un alarido.

—Que el Señor salve a esta chica de los fuegos del infierno. —Levanta las manos al cielo. Sus ojos siguen posados sobre mí, siguiendo cada movimiento y cada tic de mis músculos, de la misma manera que hacen los perros cuando acechan a su presa.

Estoy helada.

Comienza a hablar de nuevo, pero las palabras son ininteligibles. Está hablando en lenguas desconocidas.

Estoy teniendo una alucinación. Debe de ser eso.

Pero entonces me golpea el olor. Un recuerdo sensorial. Conozco su olor. Es asqueroso.

Busco a los perros. Ahora es cuando deberían comenzar a aparecer. Para ayudarme. Para matarlo. Éste es el sueño.

Pero aunque lo deseo con todas mis fuerzas, sé que esto no es un sueño. No hay perros. Esto es sobre lo que Rafferty me advirtió.

Siento que me voy hundiendo, perdiendo la conciencia. Oculto la llave en la palma de mi mano, la dureza del metal me despierta. La llave…, la puerta. Calculo la distancia. Echo a correr.

Cal me sigue. Lo siento detrás de mí, acercándose.

Lucho por ensartar la llave. Cuando finalmente la meto en la cerradura, él me coge.

Me está sacudiendo. Suplicando a los demonios que salgan.

—¡Arrodíllate y reza! —ordena—. ¡Arrodíllate y reza conmigo!

Intenta empujarme hacia el suelo, pero consigo mantenerme en pie.

—¿Quién eres, demonio?—brama—, ¡Di tu nombre! —Sus ojos brillan amarillos.

Empujo la puerta con fuerza y ésta cede. El portal está abierto, y me traslado a otro mundo, el mundo de Eva.

Una bisagra suelta cambia el peso de la puerta y Cal vacila. La empujo contra él, cerrándola.

—¡Jesús murió por tus pecados!—me grita—, ¡Jesús murió por ti!

Lo oigo a través del cristal roto del ojo de buey, sigue implorando y ordenando a los demonios que se marchen.

—¡Arrodíllate y reza!

Mete la mano a través del cristal roto, me coge del pelo y tira de mi cabeza hacia atrás, golpeándola contra la puerta.

—¡Demonio, sal! —grita, golpeándome la cabeza con la fuerza suficiente para expulsarlos. Siento una astilla de cristal cortar mi cuero cabelludo.

Veo chiribitas. Estamos a escasos centímetros de distancia, separados por esquirlas de cristal, el mismo cristal que rompí la noche que llegué.

Está intentando matarme. Está intentando salvarme.

—Yo morí por ti.

Ahora no es la voz de Cal. Es la de Eva. Me despierta.

«¡Arrodíllate y reza! —me ordena una vez más, y esta vez obedezco, cogiendo su mano con la mía cuando caigo sobre mis rodillas, forzando su muñeca contra los cristales rotos.

Su chillido es como el de un animal herido.

Detiene el tiempo.

—Corre, sálvate —oigo decir a Eva.

Corro al teléfono, marco el 911.

Grito llamando a Rafferty y después dejo caer el aparato, cortando mi conexión con todo lo que es real.

Tercera parte

Sujeta el encaje sobre el rostro. Si la persona que estás leyendo no está presente o ha fallecido, algunas pertenencias e incluso una fotografía de ella, en ocasiones, bastarán. Aunque la fuerza vital es siempre mucho más poderosa que cualquier imagen prestada.

Guía de
la lectora de encaje.

Capítulo 21

Objetos recogidos en la escena del crimen:

Dos diarios rojos iguales con cubiertas de cuero
:

Primer diario:
Guía de la lectora de encaje
de Eva. Contiene lecturas, recetas, observaciones cotidianas. Principalmente parece un manual para predecir el futuro leyendo el encaje.

Segundo diario:
escrito por Towner en 1981 y utilizado en el tratamiento psiquiátrico a modo de algún tipo de terapia. Contiene un cuento, que parece estar basado al menos en parte en hechos reales. La historia continúa a través de entradas fechadas de diario. Hay especulaciones sobre la ficcionalidad de los eventos; el diario era parte de una clase de escritura creativa para pacientes patrocinado por el Hospital Psiquiátrico McLean. Es necesario realizar investigaciones ulteriores para determinar si algo de este material se puede emplear como prueba contra Cal Boynton.

Hospital Psiquiátrico McLean, Escritura Creativa, 1981

El Juego De La Linterna,

por
Towner Whitney

Todos los veranos jugábamos, a veces dos o tres veces por semana, pero nunca antes de que Lyndley llegara de su casa en Florida, algo que sucedía entre el último domingo de mayo, el Día de los Caídos, y el 4 de julio. Nunca avisaban con antelación, ni siquiera desde la otra orilla, y cuando finalmente llegaban al puerto, siempre era a toda vela, y los niños de tierra firme y de las islas lo interpretaban como una señal de que los juegos estaban a punto de comenzar.

May tenía una política de «puertas abiertas» con el juego, y cuando empezamos a jugar, antes de que se volviera tan competitivo, ella incluso participó algunas veces con nosotros. En parte era porque Beezer quería jugar y no quería ser el que se quedara «tirado», como lo llamábamos por entonces, así que ella jugaba con él en equipo para equilibrar las cosas. Lo permitíamos sólo porque Beezer era muy pequeño y porque cuando le asustabas profería el mayor de los alaridos. Era un grito silencioso, y su cara se transformaba de manera que parecía sacado de una película de terror; cuando inhalaba, ululaba como un búho, en parte a causa del asma y en parte porque era el niño más divertido del mundo. Cuando oías sus alaridos, era imposible ahogar la risa (no importaba dónde estuvieras escondido), así que a menudo funcionaba a su favor. Quizá le asustaba una persona que corría para salvarse, y entonces hacía salir a tres de sus escondites sólo con reírse de aquella manera. Cuando se hizo mayor, lo convirtió en una táctica, y cuando se acercaba a donde creía que estabas escondido, apagaba la linterna, se aproximaba sigilosamente y ululaba hasta que te estabas riendo tanto que no podías salir corriendo y salvarte.

Las reglas del juego son sencillas. Estoy segura de que las conoces. Básicamente es una variante del escondite, excepto por que se juega a oscuras y la única luz permitida es la linterna que llevas cuando la ligas. Cuando empezamos a jugar al principio, lo único que tenías que hacer para ganar era encontrar a la persona que estaba escondida, enfocar a quien fuera con el haz de luz de la linterna y, después enfocar el viejo roble, que siempre era «casa».

Pero eso se quedó anticuado pronto, porque realmente era muy fácil para la persona que la ligaba. Lo único que tenía que hacer en realidad el que la ligaba era apagar la linterna y esperar junto al árbol a que la gente empezara a correr a casa, entonces encendía la linterna y los pillaba. Lo que acabó sucediendo fue que nadie se arriesgaba a salir para salvarse, así que una partida podía durar horas, hasta que todo el mundo se cansaba y se iba a casa, dejando a quien la ligaba solo durante horas en la oscuridad. Eso era lo que llamábamos quedarse «tirado». Cuando eras tú quien se quedaba totalmente solo, era bastante horrible. Te volvías loco. No sabías si todo el mundo se estaba escondiendo muy bien o si estabas completamente solo en medio de la isla, con las gaviotas habiéndote y diciendo tu nombre como hacen siempre que estás demasiado tiempo solo con ellas. Al final terminabas sentado con la espalda apoyada en un árbol, cagado en los pantalones, demasiado asustado para moverte. Una vez, cuando me pasó a mí, me quedé fuera toda la noche, pero me metí en un lío de los buenos, porque May me pilló colándome en casa al amanecer y decidió poner fin a lo de quedarse «tirado».

—¿Por qué no podéis jugar como los niños normales? —nos dijo a Lyndley y a mí cuando volvió a hablarnos otra vez, que fue en algún momento de la tarde siguiente.

Recuerdo que Lyndley rompió a reír cuando ella hizo la pregunta; era una pregunta tan ridícula que incluso May tuvo que sonreír un poco, aunque te dabas cuenta de que se estaba esforzando al máximo para no hacerlo. No obstante, nos ordenó cambiar el juego o dejar de jugar. Esas eran nuestras opciones.

Así que cambiamos el juego. Y el cambio lo mejoró. Hicimos el juego más difícil. Como en el escondite normal, cuando encontrabas a alguien tenías que competir con ese niño para llegar a casa. Funcionaba mucho mejor así. Se hizo más competitivo. Fue en esa época cuando otros niños empezaron a venir a jugar con nosotros. Lyndley se lo dijo a un amigo de la ciudad, y Beezer a un niño con el que navegaba en Baker's Island.

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