La lectora de secretos (21 page)

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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

En San Diego, Cal fundó y constituyó su propia iglesia. Conocidos como los calvinistas, entre sus miembros se contaban los más desposeídos y ex maltratadores. Algunos de sus conversos eran gente de la calle de la zona, incluidos esquizofrénicos y alcohólicos sin techo que respondieron al mensaje religioso que predicaba Cal y confiaban en él como si fuera uno de los suyos. A día de hoy, la ciudad de San Diego cita a Cal como un ejemplo de rehabilitación exitosa, en la que «los ex delincuentes utilizan sus propias historias para cambiar la vida de los demás». En su campaña de reelección, el alcalde elogió el éxito del grupo como uno de sus logros durante su mandato.

Cal no incorporó a sus discípulos con túnicas hasta que volvió a casa, a Nueva Inglaterra.

Había vuelto para reconciliarse con Emma, o eso sostenía. Cuando Eva le mostró la orden de alejamiento contra él, Cal se puso lívido. ¿Cómo se atrevía a alejarlo de su casa y de su familia? Gastó cuanto dinero llegó a sus manos en contratar un equipo de abogados para ganar su mitad de Yellow Dog Island. Quería construir una iglesia en lo que consideraba que seguía formando parte de sus bienes gananciales. La isla se había puesto en fideicomiso mucho antes, la primera vez que Cal le levantó la mano a Emma. No hacía falta una lectora de encaje para saber que aquel matrimonio acabaría mal.

—¡¿Cómo te atreves?! —le había gritado Cal a Eva delante de su casa una noche que nevaba a mediados de diciembre. Cogió una piedra y la arrojó contra una ventana del segundo piso, pero perdió pie y resbaló en la acera helada. Se rompió la pierna por dos sitios distintos.

Cuando los periódicos locales le pidieron a Eva que comentara el incidente, ella se encogió de hombros y dijo: «Supongo que Dios prefiere mis oraciones a las suyas.»

Fue la primera vez que se supo que Cal hablaba en diversas lenguas. Estuvo despotricando durante horas, hasta que los médicos le prescribieron un fuerte sedante. Se sabe que Cal durmió durante días. Cuando despertó, presentó su primera denuncia formal contra Eva. No por la acera deslizante de delante de su casa, sino por brujería.

Rafferty repasó el historial de Eva. Cal había presentado muchas quejas contra ella: brujería, hechicería, secuestro. Esta última había sido tachada y sobre ella aparecían las siguientes palabras escritas a mano: «Hacer desaparecer a una chica.» Parecía algo por lo que uno pagaría por ver en un espectáculo de magia en Las Vegas. Una desaparición. Rafferty volvió a leer la queja de arriba abajo, buscando algo que hubiera pasado por alto la primera vez. El nudo estaba ahí. Eva/Angela. Angela/Eva. Durante un minuto de locura, Rafferty pensó en repasar la costa de Children's Island en busca de un segundo cuerpo. Pero la muerte de Eva sin duda había sido un accidente. No había indicios de que fuera un crimen. Y él los había buscado. No había nada que le hubiera gustado más a Rafferty que arrestar a Cal por el asesinato de Eva Whitney. Pero no había nada que lo demostrase, salvo el hecho de que hallaron a Eva muy lejos. Era algo que todo el mundo seguía apuntando. Eva no había dejado de nadar; le había mentido a Beezer. Pero durante los últimos años, siempre había restringido sus baños a la bahía. Eva era una mujer que conocía sus limitaciones.

Dios santo, cómo la echaba de menos. A veces se preguntaba si no la extrañaba más él que su propia familia. Para Rafferty, ella era como su familia. Mejor, en realidad. Era su amiga. Aún no podía creer que ya no estuviera.

—Los hechos son enemigos de la verdad —dijo Eva citando
Don Quijote.

—Si tuvieras veinte años menos, me casaría contigo —le dijo Rafferty el día que ella citó esa frase.

—Si tuviera veinte años menos, ni siquiera te miraría —repuso Eva.

Él se estuvo riendo durante toda la tarde por ese comentario.

Había sido más o menos por esa época cuando ella había comenzado a hablarle de Towner. O quizá su mente le estuviera jugando una mala pasada. Pero en algún punto de su amistad, Eva había empezado a hablarle de ella y de la operación que Towner seguía posponiendo, de la hemorragia que a punto había estado de acabar con ella. Tenía tumores, le explicó Eva. Sí, benignos, pero aun así peligrosos. Algo que una mujer no se podía permitir ignorar.

—Hay muchas formas de suicidarse —dijo Eva.

Rafferty asintió con la cabeza. Como alcohólico, tenía experiencia de primera mano sobre al menos una de ellas.

Era la segunda vez que Angela desaparecía. La tercera, si se contaba la primera, cuando huyó de casa. Pero era sólo la segunda que alguien la buscaba. La primera ocasión que Angela había desaparecido del campamento de los calvinistas había sido antes de quedarse embarazada. Rafferty había recibido una llamada de Cal para que registraran la casa de Eva.

Rafferty ya estaba al tanto de la existencia de Angela. Todo el mundo en la ciudad hablaba de ella. Era una de las pocas mujeres hermosas en el campamento de los calvinistas, en donde, en realidad, había pocas mujeres. Los calvinistas eran una pandilla notablemente misógina. No sólo temían fervientemente los encantamientos, sino que la belleza de cualquier tipo les hacía rezar en voz alta para liberarse. Y Angela era una chica hermosa. Al menos lo era cuando llegó la primera vez.

Angela también era una fugada. Había hecho dedo todo el trayecto de la ruta 1, desde Maine, y llegó a Salem justo a tiempo para uno de los festivales paganos. Fue una coincidencia feliz; ella no era bruja, pero aquél era un lugar divertido en el que estar, así que se quedó. Estuvo vagabundeando por el parque Common y el barrio de alrededor durante varios días, dormía en un banco del parque y mendigaba cerca de los autobuses turísticos. Angela se quedó al comprobar que los paganos soltaban dinero, y en más de una ocasión Eva le llevó comida o la dejó dormir en el jardín o en el cenador si hacía mal tiempo. Hacia el final del verano, Eva había empezado a proponerle trabajillos a Angela: limpiar algunas ventanas, hacer de camarera en alguna fiesta de cumpleaños. En algún punto del camino, Angela apareció en una de las reuniones de recreación de Winter Island. Cal la escogió, algo que no es muy difícil de entender. Era la única cara bonita en un mar de desesperación y adicción. La acusó de brujería al instante. Rezó para que los demonios la abandonaran. Para cuando su exorcismo acabó, Cal había convencido a Angela y a su congregación de que sus demonios eran mucho más fuertes que los de la mayoría, y de que sería necesario emplear una dedicación personal y una metodología inusual para echarlos.

Nadie, excepto Angela, sabía en qué consistía esa metodología inusual. Pero, salvo los verdaderos calvinistas, ni una alma en Salem pensó durante un solo minuto que Cal estaba interesado en salvar el alma inmortal de Angela.

No le costó mucho convencer a Angela de su naturaleza pecadora, quizá por conveniencia. El tiempo era cada vez más frío, y necesitaba un sitio mejor para extender su saco de dormir que el banco del parque o el jardín de Eva. O tal vez era por algo en su interior. Ella estaba huyendo de algún tipo de abuso, Rafferty estaba seguro. Nunca costaba convencer a una víctima de que, de algún modo, era culpa suya, que había algo maligno en su naturaleza que había sacado lo peor del abusador. Cal era un experto en ese tipo de manipulación. Sin duda había convencido a Emma Boynton de ello durante años, y probablemente a su hija también. Vestido de Armani con su Biblia en la mano, Cal era lo bastante persuasivo como para hacer creer a Angela que él era el único que podía salvarla.

Cuando acusó a Angela de brujería aquella noche, ella cayó de rodillas y confesó al instante.

Después de que Angela admitió haber practicado la brujería, los calvinistas la llevaron de procesión por toda la ciudad. Incluso en el vetusto Salem, la confesión de una bruja merecía una celebración pública. En el siglo XVII sólo los que insistían en su inocencia acababan en la horca.

Mientras los calvinistas celebraban su salvación, las brujas se molestaron. Angela ya las había molestado con anterioridad al mendigar delante de sus tiendas o vistiéndose de negro y posando en las fotos con los turistas. Ella nunca dijo que fuera una bruja, pero actuaba como tal. Angela era una oportunista. Las brujas lo aceptaron. Eran un colectivo emprendedor, así que no pasaron por alto su sagacidad empresarial. Incluso le dieron algunos amuletos, un paquete de incienso y alguna comida gratis de vez en cuando. Ann le dejaba coger hierbas de su jardín. Normalmente coexistían pacíficamente con Angela —algunas incluso sentían lástima por ella—, pero no era una de ellas. La wicca era una religión a la altura de las demás, y requería de estudios y rituales para que cualquiera pudiese considerarse miembro de ella. Durante el tiempo que vagó por las tiendas, Angela nunca mostró ningún interés por la religión en sí.

Como la mayoría de la gente, ella tenía una imagen de la brujería hollywoodiense o, peor aún, la que procedía de la propia histeria. En realidad, no hubo brujas de verdad en el viejo Salem, pero ahora proliferaban en grandes cifras. Era la ironía definitiva, una que ninguna bruja pasaba por alto, el hecho de que su éxito actual se debía a una de las más terribles persecuciones religiosas de la historia. Era un legado difícil. Así que cuando Angela confesó públicamente que practicaba la brujería, un escalofrío nervioso sacudió a la comunidad.

—¿Qué queréis que haga yo al respecto? —preguntó Rafferty cuando Ann y otras brujas fueron a quejarse.

—No lo sé… Algo —dijo Ann.

—Son los derechos de la Primera Enmienda —dijo Rafferty—. Angela puede ir por ahí diciendo que es el Mesías si quiere.

—Me temo que ese rol ya está cogido —repuso Ann.

—Y no hemos sido capaces de detener al reverendo Cal ni siquiera con Dios de nuestro lado, ¿o sí? —Rafferty se refería al consejo de iglesias que había estado tratando de encontrar la manera de expulsar a Cal de la ciudad durante los dos últimos años—. Los calvinistas han convertido librar a Salem de las brujas en su objetivo.

—No lo entiendo —dijo Ann—, ¿Qué tipo de dios débil y cobarde adoran si tienen tanto miedo de unas cuantas brujas?

—Un día de éstos traspasarán la línea y los pillaremos —aseguró Rafferty.

—Eso me tranquiliza muchísimo —replicó Ann.

Pero Cal era demasiado listo como para traspasar la línea. Iba directo a ella, pero tenía cuidado de no pisarla.

Los calvinistas pasearon a Angela por toda la ciudad proclamando que la bruja había sido salvada. La llevaron a Pioneer Village y la metieron en la fortificación. Cal envió las fotos al
Salem News
y al
Boston Globe.
Hizo imprimir folletos con los precios de exorcismos por grupos, que los calvinistas repartían en las esquinas.

Cuando los calvinistas comenzaron a identificar a otras brujas de la comunidad, el consejo de iglesias convocó una reunión de emergencia.

—Estamos otra vez en 1692 —dijo Ann.

—Dios, sálvame de tus seguidores —dijo el doctor Ward.

Un mes después alguien prendió fuego a una de las casas de las brujas. Todo el mundo dio por hecho que había sido uno de los calvinistas, aunque no pudieron demostrarlo. La compañía de seguros atribuyó el fuego al tiro sucio de la chimenea y pagó la reclamación.

Durante el invierno los calvinistas se trasladaron a un campamento en algún lugar de Florida. Cuando volvieron, habían añadido una nueva caravana llena de mujeres a la comitiva. Eran un grupo cuyo aspecto inspiraba temor: alcohólicos, drogadictos, prostitutas adictas al
crack
y a la metadona. Todas brujas confesas. Todas, supuestamente salvadas.

De acuerdo con la denuncia de Angela, la primera vez que acudió a Eva en busca de ayuda, que más tarde la condujo de alguna manera a Yellow Dog Island, habían sido esas brujas reformadas, y no Cal, quienes le habían pegado con tanta saña.

—La apedrearon —corrigió Eva el informe—. No le pegaron, la apedrearon.

—¿Se lo ha contado ella? —Rafferty trató de disimular el espanto en su voz.

—No —contestó Eva—. Lo vi en el encaje.

—Así que no lo hizo Cal —dijo Rafferty, incapaz de disimular la decepción en su voz.

—No se confunda —repuso Eva—, Todo esto es obra de Cal Boynton.

—¿Cree que les dijo que lo hicieran?

—Creo que las inspiró a hacerlo, y eso es mucho peor… En los viejos tiempos, al menos era él quien hacía las cosas. Antes podías saber quiénes eran los malos.

Rafferty se puso en pie y la miró. Veía que ella sufría. Casi como si, por una vez, él fuera un lector. Eva le estaba dejando verla.

—Cal destrozó a su familia.

—Sí, lo hizo —asintió ella.

—A su hija Emma —señaló Rafferty—. Y a otros.

—Nadie salió ileso. —Eva lo miró.

Él le sostuvo la mirada. Algo en su tono de voz lo inquietaba. No se atrevió a hablar.

—¿Cree en la redención, detective Rafferty?

No fue capaz de contestar. La verdad era que no sabía qué creía. Ya no.

—Tendrá que decidirse al respecto —dijo Eva—, Y de prisa.

Cal juró que él no estaba cerca cuando tuvo lugar la paliza. Más adelante, la propia Angela juraría lo mismo. Las mujeres la habían herido, dijo, porque habían encontrado unas cuantas baratijas de las que le habían regalado las brujas. Y una pieza de encaje. Era la pieza que Eva le había dado a Angela meses antes. Era el tipo de encaje que hacían las chicas de la isla, el tipo de encaje que Eva utilizaba para hacer las lecturas.

Cal acudió a la policía al ver que Angela no regresaba al campamento. Algunos de sus discípulos la habían seguido hasta la casa de Eva.

—¿No querrás decir que la persiguieron? —le preguntó Rafferty.

El detective ya había comenzado a recibir llamadas telefónicas sobre los calvinistas. Se disponía a ir al campamento cuando Cal apareció en la comisaría. Había una multitud reunida en el parque y delante de la casa de Eva.

—Quiero que registres la casa —dijo Cal.

—No tengo ninguna intención de registrar la casa. —Rafferty estaba en el último peldaño de la escalera de la casa de Eva con Cal a la espalda—. Si Eva dice que Angela no está aquí, entonces no está.

—Miente.

—No tengo nada que ocultar —dijo Eva—, Siéntase libre de registrar la casa si lo desea, detective Rafferty. El señor Boynton también puede venir, siempre y cuando esté usted.

—Si no me equivoco, eso es una invitación legal —dijo Cal poniendo un pie en el umbral.

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