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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (17 page)

—¿Has puesto tú esta denuncia? —Rafferty sujetaba una carpeta.

Ann era quien había hecho la denuncia de desaparición de Angela, si es que se podía llamar así. Se trataba más de una denuncia de «no la he visto por los muelles últimamente», una alarma general. Angela ya había desaparecido antes, hacía unos seis meses, después de que los calvinistas le dieran una paliza. Había vuelto con ellos voluntariamente, en contra del buen juicio de todo el mundo.

Angela encajaba en el perfil de adolescente que terminaría en una secta. Tenía dieciséis años, había dejado los estudios y se había escapado de casa. Estaba destrozada, en definitiva. Probablemente había sido víctima de abusos con anterioridad. Cualquier cosa que prometiera cualquier tipo de seguridad o salvación parecería la solución perfecta para una chica así.

Lo que más le llamaba la atención a Rafferty no era quién había hecho la denuncia de Angela, sino quién no la había hecho. La última vez que Angela se había escapado, los calvinistas llamaban a diario a la comisaría, acusando de secuestro primero a las brujas y luego a Eva. Roberta, la amiga de Rafferty que trabajaba en Winter Island, le había contado que Angela había estado pensando en mudarse, quizá a un clima más cálido.

—Oí que estaba pensando en irse al sur —dijo Rafferty.

—¿Al sur? Sí, supongo que sí, si consideras como tal el embarcadero de Eva. —Ann señaló por la ventana—. Ha estado allí durante las últimas semanas. En realidad, diría que se estaba escondiendo. Sólo salía por la noche. Por lo que he oído, ha estado revolviendo en los contenedores que hay detrás de Victoria Station. Yo me enteré porque la pillé cogiendo tomates de mis macetas ahí mismo.

—Santo Dios —dijo Rafferty.

—Empecé a dejarle cosas en la maceta. Comida rápida. Cosas más saludables cuando encontraba tiempo para cocinar. Me da pena. Es una buena chica.

—¿Por qué no recurrió a mí?

Ann se limitó a mirarlo.

—Sí.

—O fue al refugio, por lo menos.

—Tenía el ojo morado cuando la vi, y varias heridas en un lado de la cara. Me hizo prometer que no le contaría a nadie que la había visto.

Rafferty asintió. May tenía razón: debería haberse quedado en la isla. Él debería haberse asegurado de que se quedaba, en lugar de permitir que volviera con Cal y su grupo.

—No podrías haberla detenido. —Ann sabía lo que estaba pensando—. Además, odiaba Yellow Dog Island.

Rafferty se estremeció.

—Yo no podría vivir allí —dijo Ann—, Ordeñando vacas, cultivando lino. Soy tan silvestre como la que más, pero no podría.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—Hace tres días. Esa noche estaba en los muelles, y yo abrí hasta tarde. La vi caminando en dirección a Shetland Park. A veces solía sentarse en las rocas. Pero los calvinistas bajaron a los muelles esa noche. Estaban haciendo proselitismo, eligiendo gente entre los turistas, buscando nuevos adeptos.

—¿Crees que los calvinistas la obligaron a volver?

—No sé qué pensar. No está en el embarcadero. Quizá la hayan obligado a volver. Quizá sólo la hayan asustado. No lo sé. No sé por qué no presentó cargos la primera vez que le pegaron. Yo lo habría hecho, sin lugar a dudas.

—Comida, refugio, alojamiento… —La enumeración de Rafferty sonaba como la señal de una área de descanso de una autopista.

—¿Qué?

—La historia de siempre —dijo él—. Poder, dependencia. Si añades salvar su alma, es el paquete definitivo. —Tenía un mal presentimiento acerca de todo eso, pero no le apetecía compartirlo—, ¿Eva sabía que estaba en el embarcadero?

—Eva le dio la llave…, después de la última vez que le propinaron una paliza. —Ann dudó antes de decir eso último. Era un asunto doloroso para él, todo el mundo lo sabía.

Rafferty sacó la linterna de la guantera. Dejó aparcado el coche en doble fila delante de la tienda de Ann y cruzó el muelle Derby en dirección al embarcadero.

Si Angela había huido apresuradamente, había cerrado al salir. Rafferty enfocó con la linterna a través de las ventanas, pero las habían cubierto con tablas desde dentro. Echó a caminar hacia el extremo del muelle, donde el embarcadero se abría a la bahía. Marea alta. Tropezó en la superficie resbaladiza y se encontró con la entrada del primer piso cerrada con tablones. Sin una sierra, el único lugar por el que se podía acceder era la entrada de madera del segundo piso. Maldijo un par de veces. Después volvió al coche a buscar una cuerda.

Algunos navegantes se quedaron mirando a Rafferty mientras éste trepaba por la cuerda. Hubo un aplauso cuando llegó arriba, y aplaudieron más aún cuando tomó impulso y abrió la puerta de una patada.

La pequeña habitación que había encima del embarcadero estaba a oscuras. Rafferty enfocó con la linterna cada una de las cuatro esquinas. Alguien había estado allí. El lugar estaba patas arriba, lleno de envoltorios de comida rápida y excrementos de rata de hacía mucho tiempo. No era ninguna sorpresa. Las ratas en el puerto eran grandes como gatos. Eran una población de lo más variado: ratas indias, chinas, caribeñas, cuyo linaje se remontaba por lo menos trescientos años antes, a la época en que Salem importaba bienes de todo el mundo. Los propietarios de los restaurantes se quejaban un par de veces todos los veranos, pero eran un colectivo resistente.

Rafferty escudriñó la habitación, reparando en todo: una vieja botella de vino polvorienta con una vela estaba consumida. Un paquete de cigarrillos viejo metido en un recoveco del rincón. Una cama en la esquina, deshecha, tapada con un cobertor descolorido de motivos indios con una quemadura en el centro.

El eco de un sonido llegó desde la escalera. Él se volvió y enfocó con la linterna.

—Angela —dijo—, soy yo, John Rafferty.

No hubo respuesta. Iluminó la escalera. Oyó el vaivén del agua. Se internó en la oscuridad escaleras abajo, la luz de la linterna barría el espacio como el haz de un faro, descubriendo un viejo velero, un escálamo, un antiguo whaler de Boston con un agujero en la proa. Apartó una telaraña y escupió la que le había entrado en la boca, después escupió otra vez.

La parte inferior de la escalera estaba podrida y se partió con su peso. Rafferty cayó con poca elegancia y la linterna se le escapó de la mano. La vio rodar descontroladamente hacia el borde del agua. Comenzó a maldecir.

La linterna dio con un clavo suelto y se detuvo. Él se puso de pie y se dio cuenta de que le sangraba la mano. Volvió a maldecir.

Oyó un impacto de algo. El ruido lo hizo callar. Recuperó la linterna, giró sobre sí mismo y apuntó en dirección al ruido. El sonido procedía del agua, o de debajo del embarcadero, no era capaz de distinguirlo. Dirigió el haz de luz al agua junto a la pared más alejada del embarcadero, lo que le permitió ver una hendidura con forma de medialuna sobre la superficie. Probablemente, la erosión de la marea, pero entonces vio una rata del tamaño de un coche pequeño; bueno, quizá no un coche, pero era enorme. El roedor miró atrás y la luz iluminó sus ojos rojos; entonces corrió a su agujero, que no era la erosión de la marea en absoluto, sino un gran nido de ratas. Su cola quedó atrás durante un segundo, después se deslizó como una serpiente en el agujero y desapareció.

—Ya es suficiente —dijo Rafferty, y se dirigió nuevamente hacia la escalera. Le costaba creer que Yellow Dog Island fuera peor que eso.

Se puso de pie sobre la ventana del piso superior, observando la bahía. El barco de Jack estaba otra vez en su grada; alcanzaba a ver la luz encendida en su cabaña. Jack estaba boca abajo en la litera. Inconsciente, pensó Rafferty, al descubrir la botella vacía tirada sobre la mesa de la galera. Entonces, inopinadamente, miró hacia la isla y se dio cuenta de que había dos luces encendidas, la señal de May. Ella podía creer que iba a trasladar a alguien esa noche, pero Rafferty no cayó en la trampa.

Salió por donde había entrado, esa vez, sin ayuda de la cuerda. La enrolló y la tiró al muelle antes de saltar por la ventana. Marea alta, pensó mientras saltaba a las frías y negras aguas, agradecido porque no se estamparía contra las rocas del fondo.

Rafferty se cambió de ropa, después pasó por la comisaría para recoger la orden de registro y, finalmente, se dirigió a ver a los calvinistas.

Winter Island estaba en la boca de la bahía de Salem. Lo único que había más allá era Salem Willows, donde Rafferty vivía. Era una zona diferente de Salem, cuya forma de vida era más isleña que en la ciudad portuaria, un enclave Victoriano que se distinguía por el estrecho tramo de carretera que rodeaba la planta eléctrica, así como la enorme montaña de carbón y los cargueros que lo llevaban a puerto.

Winter Island estaba orientado hacia la bahía, el muelle Wharf y el centro de la ciudad por un lado, mientras que por el otro daba a mar abierto. En el lado del océano estaba el centro de acogida para chicos Plummer House. Era imponente, de estilo Victoriano, y parecía un hotel antiguo. Uno de los pichones de Rafferty se había criado allí. Así era como llamaban a los recién llegados en el programa de Alcohólicos Anónimos, pichones. Porque cuando intentabas ayudarlos, invariablemente se cagaban en ti y después levantaban el vuelo. Humor A. A. Sin embargo, el último pichón de Rafferty era bastante buen chico, y Rafferty lo había acogido bajo sus alas —sin segundas— porque él se lo había pedido; no se le podía decir que no a un chico como ése, aun cuando sabías los problemas que te acarrearía.

El centro Plummer House era una antigua mansión que contaba con la mejor vista al océano de la ciudad, así que no era horrible según el criterio de nadie, pero no dejaba de ser un lugar en el que acababan los chicos que nadie quería. Los dos hermanos, Jay-Jay y Jack LaLibertie, habían pasado allí una temporada tras la muerte de su madre, cuando su padre se marchó a colocar sus trampas en Canadá y no se tomó la molestia de regresar durante casi un año. Los chicos habían salido bien. Al menos, Jay-Jay. Era un pesado, pero era un buen chaval. Jack era otra historia. Un alcohólico como su padre. Jack había intentado entrar en Alcohólicos Anónimos varias veces, pero sencillamente era incapaz de cumplir el programa.

Jack LaLibertie cargaba con otros problemas aparte de la bebida, entre los que no tenía poca importancia lo que había sucedido con Towner Whitney. Como muchos alcohólicos, interpretaba el papel de víctima. La vieja herida nunca se había cerrado, y Jack seguía arrancándose la costra, haciéndola sangrar, ulcerarse hasta que, cuando estaba lo bastante mal, aparecía en alguna reunión borracho como una cuba y empezaba a despotricar contra Towner y lo que le había hecho, como si todo hubiera pasado la semana anterior, en lugar de casi quince años atrás. Era evidente que esa noche había sido una de esas ocasiones.

Pero Rafferty no quería pensar en esa noche. No quería pensar en Jack LaLibertie ni en su propia cita fallida con Towner, si es que podía llamarse así. Una mierda de cita. En casa antes de las diez. Se habría reído a mandíbula batiente si no fuera tan patético.

La mente de Rafferty volvía insistentemente a Angela. Era una mala situación se mirara por donde se mirase. Sólo había sido cuestión de tiempo hasta que había sucedido algo. Se daba cuenta de que había estado esperándolo. No podía evitar preguntarse si las cosas habrían sido diferentes si Angela se hubiera quedado con May en Yellow Dog Island. O si cuando llegó por primera vez hubiera bajado una parada antes, o si el centro Plumber House hubiera sido para chavales no deseados en general, no sólo chicos. Quizá Angela estaría allí ahora si la hubieran aceptado y no habría dado ese paso más, hasta Winter Island, donde Cal y sus lunáticos la estaban esperando para salvar su alma.

Rafferty tenía un mal presentimiento sobre Angela. Y, al parecer, también Eva lo tenía. Había sido ella quien le llamó cuando Angela se fue con los calvinistas. «¿No puedes hacer algo al respecto?», le preguntó. Rafferty conocía la historia de Eva con Cal Boynton. Había sido la suegra de Cal, lo había denunciado más de una vez por maltrato a su hija Emma. Eva y Cal no se apreciaban.

Esa noche Rafferty estaba muy preocupado por Angela. No podía quitarse de encima la sensación de que algo iba realmente mal. Su instinto de policía siempre daba en el clavo, todo lo contrario que su instinto para ligar.

Cuando Rafferty estacionó en Winter Island Park, el espectáculo de recreación histórica estaba en pleno auge. Comprobó la hora por segunda vez: 22.47 horas. Trece minutos más y podría clausurarles el espectáculo por perturbar el orden público. Ya lo había hecho antes. Muchas veces. El verano anterior lo había convertido en una costumbre, siempre y cuando hiciera buen tiempo. Cogía el barco hasta Willows y daba un paseo, paraba para echar unas partidas de
pinball
en el centro comercial y a veces se comía un sándwich de
chop suey.
Entonces volvía a Winter Island y hacía una redada a las once en punto. Durante un tiempo funcionó, luego Cal espabiló y se compró un Rolex.

Rafferty se detuvo en la caseta de seguridad y bajó la ventanilla.

Roberta atendió sin levantar la vista de su
Cosmopolitan.

—Veinticinco dólares la visita diaria —dijo, aún sin levantar la mirada—, Y sí, eso incluye las vacaciones también. —Estaba leyendo un artículo titulado «Haz que su verano sea efervescente»—. Sólo efectivo —añadió, cerrando la revista de mala gana.

—Apúntalo en mi cuenta —dijo Rafferty.

La observó girar la revista para que él no viera la portada.

—Demasiado tarde —dijo él, riéndose—. Te he pillado.

A ella no le pareció divertido.

—Creía que tenías una cita —señaló ella sin intentar disimular el sarcasmo siquiera.

—Por Dios —replicó Rafferty, incrédulo—. ¿Me vas a decir también lo que he pedido para cenar?

Ella no contestó.

Roberta llevaba su nuevo uniforme del parque y un jersey blanco que había comprado a propósito una talla menor que la suya. Se había peinado de punta el pelo rubio decolorado, que aún estaba creciendo de un corte que se había hecho cuando perdió temporalmente el norte.

Él la conocía de Alcohólicos Anónimos. Era una de las primeras personas que había conocido al llegar, su primera amiga aparte de Eva. Tenía algo con los polis, le contó mientras estaban delante de la máquina de café. Él se había servido dos dedos de café, una sustancia de un negro grisáceo que llevaba demasiado tiempo recalentada. La taza de poliestireno le había dado una descarga de electricidad estática en los dientes cuando se la había llevado a la boca. Hizo una mueca, la tiró a la basura y se sentó solo al fondo de la habitación, preguntándose a cuántos nuevos amigos potenciales más había logrado ofender ya.

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