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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (15 page)

En el folleto aparecen las fotos alineadas: mujeres haciendo encaje, un precioso golden retriever echado a sus pies, una fotografía panorámica de la sala de hilado, madejas de hilo amarillo de pelo de perro y piezas de encaje por todas partes.

La fotografía principal, la que aparece en el frontal del folleto, es una casa típica de la América temprana. Plasma el estilo en el que uno imaginaría que vivían los colonos si no sabes las penurias que en realidad soportaban. Aun así, hay algo que no cuadra en las fotos, y me lleva un rato darme cuenta de qué es. Cuando las observas detenidamente te acabas percatando de que no aparecen los rostros de las mujeres. No es que las caras hayan sido borradas, distorsionadas ni nada por el estilo, es sólo que las fotos han sido sacadas desde una perspectiva que no permite que se vean las caras. Precaución, pienso, pero aun así es extrañamente desconcertante.

—Dicen que las madejas tienen poderes mágicos. —Una vendedora está a mi lado, demasiado cerca. Supongo que trabaja a comisión.

Ann termina con su cliente y se apresura a acercarse a donde estoy, alcanzando a oír la última parte del discurso.

—Es pelo de perro —le dice Ann—, no el Vellocino de Oro.

La vendedora se encoge de hombros.

—Sólo le estaba contando lo que se dice —replica, y se marcha enfurruñada.

Oigo a Ann suspirar.

—Personalmente, no la soporto —dice—, pero es la mejor vendedora que tengo.

Le entrego a Ann el paquete que he traído conmigo. Abre la caja. Dentro hay unas veinte o treinta piezas de encaje.

—¿No me estarás regalando esto? —dice, incrédula.

—He intentado regalárselo a Beezer y a Anya por su boda, pero no lo han aceptado.

—Yo tampoco lo aceptaré —dice Ann—, Era el encaje de Eva. Ella querría que lo tuvieras tú.

—Si no te lo quedas, lo donaré al museo Peabody Essex.

Deja la caja detrás del mostrador.

—Considéralo un regalo de agradecimiento por adelantado.

Me mira desconcertada.

—Por ayudarme con el jardín.

Es evidente que está encantada. Pero entonces recuerda algo.

—No podré ir hasta pasado mañana —dice—. ¿Te parece bien?

Cojo el regalo como si fuera a quitárselo. Ella se ríe.

—Gracias —dice—. Lo guardaré como un tesoro.

—De nada.

Ann se toma un descanso entre las lecturas para beber una taza de té conmigo. Cuando llega el autobús turístico, ella se levanta, suspira y vuelve a la parte de atrás.

—Nos vemos el jueves —dice. Se detiene antes de cruzar la puerta—. Tendrás que regarlas antes. De lo contrario, tendremos que podar todo el jardín.

—Las regaré —aseguro.

Ann se detiene para posar para algunas fotos. Agita su vestido negro y sonríe misteriosamente a la cámara.

Me llevo el té que me queda al banco y veo que se eleva el primer mástil del
Amistad.
Es una réplica del barco que zarpó de Salem en los viejos tiempos. Eva me contó que la mitad de la ciudad estuvo trabajando en él. Junto al embarcadero de Eva está la nave de aparejos y cabos donde los voluntarios recrean la historia. Se ha formado una multitud para observar cómo la enorme grúa baja y coloca el tercio más alto del mástil. Me quedo mirando casi durante una hora, hasta que reúno la energía para remontar la colina y regar el jardín.

El jardín de Eva casi alcanza media hectárea de superficie, y se extiende allá donde hay sitio, entre la casa y la caballeriza, a lo largo del camino. Cada lugar disponible está lleno de flores o vegetales que crecen juntos: las tomateras al lado de los conejitos y los lirios.

El porche de verano ha sido transformado en un cobertizo de jardinería. Saco unas cuantas macetas de las pequeñas y las pongo bajo el grifo para que se empapen. Aquí hace calor, y está todo muy seco. El grifo suelta aire antes de ponerse en marcha; el agua que sale al principio está demasiado oxidada y caliente para utilizarla. Ésta era la habitación para secar de Eva, bueno, la principal. La vieja madera está impregnada de esencia de lavanda y cilantro. Las flores y las hierbas están atadas con lazos, en ramilletes, que han sido colgados boca abajo a lo largo de los paneles de las paredes. Todavía queda algo de espacio en una de las paredes más alejadas, lo que me hace preguntarme por qué Eva se arriesgó a echar a perder los ramos de lavanda colgándolos en la bodega para que se enmohecieran. Llego a la conclusión de que tal vez quería protegerlos de la luz del sol, que los decolora. Además, ella no sabía que permanecerían allí tanto tiempo, ¿no? Estoy segura de que cuando salió a nadar aquel día pensaba que volvería de inmediato. Me desconcierta bastante pensar acerca de ello.

Arrastro todas las macetas que puedo, pero las grandes me resultan demasiado pesadas, así que voy a por la manguera. No puedo levantar mucho peso; aún siento la tirantez de los puntos. «Debería caminar», pienso. El médico me dijo que caminar era bueno. Y nadar, creo que dijo que podía nadar. Me viene a la cabeza que me voy a saltar mi cita de seguimiento, si es que no me la he saltado ya. Debo acordarme de llamar.

Espero hasta las seis y entonces empiezo a regar el jardín. Me lleva más o menos una hora, cuando acabo estoy mojada y me he manchado. Mis sandalias resbalan —en realidad están empapadas—, así que las dejo en medio del camino, huellas artísticas. Avanzo para llevar la manguera hasta el último trozo, donde están las fucsias, las rosas y las violetas, y hay una flor de la pasión enredándose al lado de una buganvilla plantada en un tiesto. La manguera no da tanto de sí. Se enreda en la esquina de uno de los parterres elevados, sé que debería ir hasta allí y desliarla, pero estoy demasiado cansada. Lo que hago es tirar utilizando todo mi peso en lugar de los músculos abdominales. Después de tirar con todas mis fuerzas, la manguera se suelta y yo voy detrás, tropiezo sobre la mejorana y caigo sobre unas tomateras nuevas y las berenjenas, a las que Eva había llamado
Tom
y
Ben
, respectivamente, como si fueran personas. Miro a mi alrededor, descubro que he arrasado las dos primeras hileras de brotes y me siento mal, descuidada. Estoy demasiado agotada para levantarme de inmediato, así que me quedo ahí sentada.

Es aquí donde me encuentra Rafferty, cubierta de barro y plantas asesinadas, rodeada de fucsias en las que se alimentan los colibríes. Por el camino debo de haber arrancado alguna menta también porque la huelo en mí. La menta se apoderará de todos los parterres si la dejas. Recuerdo a Eva explicándomelo. Debes ser cuidadoso con la menta. Debes confinarla a su propio espacio.

Rafferty está mirando hacia abajo, siguiendo el rastro de la manguera verde hasta su extremo lógico, donde están abandonadas mis sandalias. Se detiene, me mira y luego mira los colibríes.

—No voy a preguntar —dice espantando un colibrí como si fuera una abeja cuando se agacha para levantarme.

Me sacudo y compruebo los arañazos. Él se lleva la mano al bolsillo y saca la llave. Con ella sale un puñado de cosas, entre ellas un chicle de nicotina, viejo, con el envoltorio deshecho. Me tiende la llave.

—Espero que sea la buena —dice, y se agacha para recoger dos cupones muy mojados que sacude para secar. Los mira—. Vaya. ¿Qué día es hoy?

—Creo que es día 3 —respondo.

—Vale —dice mirando los cupones—. Me había olvidado
.

Me los enseña: cena gratis para dos. No puedo distinguir el nombre del restaurante.

—Caduca mañana, es parte del programa soborna-a-un-policía de Salem. ¿Quieres ir?

—¿Mañana?

—Claro. Esta noche, mañana, cuando sea. No me gustaría desperdiciarlo.

—Mañana mejor.

—Sí, probablemente mañana habrá fuegos artificiales —dice él.

—Vale —digo.

—Entonces, mañana. —Junta el resto de las cosas y vuelve a metérselas en el bolsillo—. A las siete. —Echa a andar hacia la puerta—. Será mejor que compruebes las llaves. Son las únicas que he encontrado, pero no tenían etiqueta.

—Vale —digo.

Está a punto de marcharse, cuando se vuelve.

—A todo esto, ¿qué estabas haciendo antes de tu ataque a los colibríes asesinos?

—Regar las plantas.

—Una técnica interesante —dice, y sigue andando camino abajo.

Pruebo la llave cuando vuelvo. La puerta se abre. Tendré que hacer una copia para la agente inmobiliaria. Y tendré que arreglar el cristal roto, pienso, volviéndome para mirarlo, valorando los daños. Y quitar las flores enmohecidas. Decido empezar una lista, pero no encuentro un papel.

Como por arte de magia, la cara de Rafferty aparece donde debería estar el cristal. Me asusto y doy un bote.

—Perdona —dice él.

—¿Qué pasa?

—Tiene que ser hoy.

—¿Qué?

—Estabas equivocada. Hoy es 4 de julio. —Se oye el estallido de petardos a lo lejos, dándole la razón—. Lo comprenderé si crees que es muy justo…

—No pasa nada. Dame una hora.

—Te daré dos —dice él.

Le lanzo una mirada.

—No quería decir lo que ha parecido —añade—. No salgo de trabajar hasta las siete, me refería a eso. Después tengo que ir a por el barco.

—¿El barco?

—¿He olvidado decirte que el restaurante está en medio de la bahía de Salem? —sonríe.

—Creo que me acordaría.

—Disculpa…, el restaurante está en medio de la bahía de Salem.

—Me vestiré para la ocasión.

Observa lo que llevo puesto y, hay que reconocérselo, decide no hacer ningún comentario.

De repente estallan más petardos. Todo el mundo ha salido. Al otro lado del parque, uno de los calvinistas proselitistas observa la casa. O quizá estoy paranoica y sólo mira hacia aquí porque ha visto el coche de Rafferty y, como todo el mundo, quiere averiguar qué sucede en la casa de Eva ahora.

Estoy preparada a la hora que hemos quedado. Rafferty llega tarde. Se deshace en disculpas, dice que es patológico. Al menos ha llamado para hacer la reserva, pero ahora teme que no se la guarden. Cuando llegamos al medio de la bahía, no sólo no tenemos reserva, sino que tampoco hay restaurante. Se ha ido. Rafferty saca el móvil, tiene que esperar un minuto para que lo atiendan. Estoy segura de que no
le
gusta esperar.

—Sí, soy Rafferty. ¿Alguien ha denunciado la desaparición de un restaurante?

Oigo una carcajada al otro lado de la línea.

—Ahora en serio, Rockmore ha desaparecido… —Más risas—. Bueno, ¿adónde demonios ha ido?

—Ajá… ¿Para siempre o sólo esta noche? —Asiente—, Ya veo. —Cuelga y se vuelve hacia mí—: Han desplazado el restaurante a Marblehead para esta noche.

Estoy intrigada.

—Por algo relacionado con la iluminación de la bahía. —Piensa un momento—, ¿Todavía te apetece ir?

—¿Y a ti?

—Claro, ¿por qué no? —dice—. Una cena gratis es una cena gratis, ¿no?

—No hay nada como una comida gratis —digo, citando a Eva. Y aunque estoy de acuerdo, preferiría no haberlo dicho en voz alta.

—Totalmente cierto —conviene él—. Pero esto no es una comida, es una cena.

—En eso tienes razón —asiento.

—Agárrate —dice, y yo me lo tomo al pie de la letra, agarrándome a las regalas cuando él acelera, ignorando el límite de diez kilómetros por hora.

Franqueamos el diminuto faro de Winter Island, giramos a estribor, hacia el cabo Peach, y pasamos cerca de Yellow Dog Island. Está oscureciendo. May está en la rampa, asegurándola para pasar la noche. En el pinar hay un círculo de meditación. O de taichi. Nos acercamos a las rocas más de lo que la gente se atrevería, tanto como yo lo haría si condujera el barco, lo que es impresionante, puesto que significa que Rafferty conoce bien la zona. Una de las mujeres de El Círculo oye el motor y levanta la vista hacia nosotros, molesta por la interrupción. Primero reconoce a Rafferty, luego a mí.

—Esto despertará algunos rumores —dice él, lo bastante alto para que se oiga por encima del ruido del motor.

Tardamos media hora en llegar a Marblehead, no por la distancia, sino por las multitudes. Para cuando llegamos, hay tantos barcos atracados alrededor del restaurante flotante que nos cuesta encontrar sitio.

La policía de Salem debe de haber llamado en nombre de Rafferty, porque parece que nos estaban esperando. El propietario está fuera y nos ayuda a amarrar.

—Creía que sabías lo del traslado —le dice el propietario a Rafferty a modo de disculpa—. Lo hacemos todos los años.

Cuando entramos, el propietario retira la silla para que tome asiento. Noto que la gente nos mira y no me gusta la sensación. Me apresuro a sentarme, pero sigo sintiendo sus ojos. Una oleada de paranoia me invade. Me vuelvo para ver quién está mirando para devolverle la mirada, pero la luz está desapareciendo y cuesta ver.

—¿Algo va mal? —pregunta Rafferty.

—No —contesto echando un vistazo a mi alrededor. Me siento observada otra vez, pero no quiero parecer paranoica.

Rafferty me imita, mira.

—Espero que te guste la comida frita.

Siento los ojos otra vez, y después oigo los pensamientos de alguien: «Eh, ¿cuándo ha vuelto la loca de Sophya a la ciudad?» Muevo la silla para salir de su campo de visión. Rafferty mueve su silla un poco para tapar mi vista de la cubierta posterior, actuando como si no fuera un gesto calculado. Funciona. Comienzo a relajarme.

—¿Están listos para pedir? —pregunta la camarera dejando una cesta de pan de plástico rojo delante de mí.

Pido un plato combinado de pescado y una ración de aros de cebolla. Además de una Coca—Cola Light, algo que veo que le hace gracia a Rafferty.

—¿El pescado es abadejo o bacalao? —pregunta Rafferty.

—Ninguno de los dos —contesta la camarera—. Es pescado. —Se encoge de hombros mirándolo como si estuviera loco. Está pensando en lo mucho que le apetece irse a casa.

—Tomaré pez espada —dice Rafferty.

La camarera se retira a la cocina.

—Bueno. —Él se vuelve hacia mí—, Eva me contó que eras escritora.

Y aquí viene la parte de conversación superficial del programa. Vale, Eva me preparó para esto. Sobreviviré.

—No —digo—. No soy escritora. Soy lectora.

Me doy cuenta de que no lo entiende.

—¿Te ganas la vida leyendo?

—Si quieres llamarlo vida…

—¿Encaje?

—No, encaje no. —Me recuesto en la silla, apartando el pensamiento—. Guiones. —Le tiendo la cesta de pan. Él coge un panecillo—. Guiones de películas.

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