—¿Mi madre está bien? —preguntó mi hermana muchísimas veces antes de que yo le contestara.
—Está bien —dije, poniendo la mente en blanco otra vez, obligándome a no pensar en Emma para que Lyndley no pudiera leer mis pensamientos.
Pero no funcionó. No durante mucho tiempo. Había demasiadas conversaciones a puerta cerrada entre May y Eva. Y nadie, excepto Eva, podía venir a la isla.
—¿Qué está sucediendo realmente? —exigió saber Lyndley una noche. No había dormido. Tenía ojeras.
—Te lo he dicho.
—Puede que me hayas contado parte, pero estoy absolutamente segura de que no me lo has contado todo.
Me encogí de hombros. Si había más, dije, yo no lo había oído. Ella sabía que yo estaba mintiendo.
Todos los abogados dijeron lo mismo: que la carta de latía Emma en la que cedía la custodia a May o a Eva no sería admitida jamás en un tribunal. No si Cal quería recuperar a Lyndley. Y la tía Emma sólo aceptaría renunciar a ella si nadie desacreditaba a Cal en ningún sentido. Así que estaban en un callejón sin salida. Finalmente, May y Eva decidieron que ¡rían ajuicio de todas maneras si se daba la situación. Suponían que tendrían el tiempo y el dinero suficiente para que le resultara inconveniente a Cal. Si la suerte estaba de nuestro lado y él comenzaba a ganar para San Diego, no tendría tiempo para estar yendo a los tribunales continuamente para luchar por la custodia, sobre todo si la vista se celebraba en Massachusetts. Además, Eva tenía más dinero que Cal. De modo que May y ella le aseguraron a su abogado que se comprometían en la causa a largo plazo.
—Preparaos para la pelea de vuestra vida —fue la respuesta de él.
Lyndley iba a cumplir diecisiete años antes de una semana. Ellas supusieron que, si podían retrasar la fecha del juicio durante un año, lo habrían logrado. Porque, una vez que hubiera cumplido los dieciocho, Cal no podría hacer nada para que regresara si ella no quería. Finalmente sería libre.
Unos cuantos días después, Lyndley me arrinconó nuevamente.
—Esta vez, cuéntame la verdad —pidió—; la verdad y nada más que la verdad.
Me vine abajo. Se lo conté todo. Me había sentido tan culpable por no contárselo que fue como si se hubiera abierto la compuerta de una presa o algo así, lo solté todo.
Y ayudó. Ya no estábamos tan unidas, pero noté que confiaba en mí otra vez.
Cuando llegó y pasó la fecha del vuelo, Cal comenzó a llamar a Lyndley a la radio de la isla. Yo estaba en la cocina cuando May interceptó una de sus llamadas.
—¿Qué quieres? —le dijo.
—Recuperar a mi hija.
—Ve acostumbrándote a las desilusiones —fue la respuesta de ella.
—Dile que su madre la necesita. Dile que, si no viene por su propio pie, no me haré responsable de lo que pueda suceder.
—Sé más específico en tus amenazas —dijo May—. Estoy grabando.
Mi madre apagó la radio después de eso. Pero vi moverse una sombra en la entrada y supe que Lyndley lo había escuchado todo. Dos días más tarde, Jack dejó una carta para ella. Permaneció cerrada sobre la mesa de la cocina hasta que May me preguntó qué estaba pasando.
La subí al piso de arriba y la dejé sobre la cama de Lyndley. Ella no la tocó. El tercer día era nuestro cumpleaños. Abrí la carta.
«Me voy a Canadá el día después de tu cumpleaños. Cásate conmigo», decía. Pegado a la carta, envuelto en papel de seda, había un anillo. Era de plata, con un pequeño diamante engastado en el centro del sencillo diseño. Probablemente se había gastado el dinero de un mes de cazar langostas para comprarlo.
Lyndley estaba mirando por la ventana hacia la casa de los Boynton. Yo le había leído la carta en voz alta y estaba esperando su respuesta; de la misma manera que Jack habría esperado si hubiera estado allí para preguntárselo él mismo.
Miré por la ventana para ver lo que observaba. La casa necesitaba reparaciones. El porche que la rodeaba había desaparecido prácticamente: Cal lo había quitado el verano pasado para cambiar algunos tablones podridos, pero nunca tuvo oportunidad determinarlo.
—Se vendrá abajo —dijo sin dejar de mirar la casa.
—Quizá.
—¿Qué pasará si la próxima vez la mata?—preguntó Lyndley recordando la mandíbula rota de su madre—. No estoy en San Diego para detenerlo.
—No has estado allí para detenerlo este año.
Entonces sonrió.
—¿Cuándo empezaste a creer en toda esa mierda de «… y fueron felices y comieron perdices»?
—No lo sé —dije, y era cierto—. Quizá hoy.
Yo tenía sus maletas listas a media tarde.
A las cinco en punto estábamos rodeados por la niebla. Eva se comunicó por radio para decir que no podía salir de la bahía. Tenía cuatro bolsas con comida para que May preparara nuestra cena de cumpleaños y estaba varada en tierra firme.
Una parte de mí se sentía aliviada porque Eva no vendría. La cena de cumpleaños que ella y May nos preparaban todos los años era una gran tradición. Pero Eva nos hacía una lectura de encaje por nuestro aniversario, y esa noche yo tenía miedo de lo que pudiera ver.
Antes o después, la niebla se levantaría y, cuando lo hiciera, yo llevaría a Lyndley con Jack. No quería que nadie se interpusiera.
May hizo cuanto pudo para organizar la celebración del cumpleaños. Recurrió a los sándwiches, porque era todo lo que teníamos a mano. Pero preparó una tarta con una vela enorme en medio de la cobertura de mantequilla.
Cuando acabamos de cenar, nos sentamos en círculo. Nadie sabía qué hacer. Estábamos acostumbrados a que Eva condujera nuestras fiestas, pero esa noche Eva no estaba allí.
Tras un rato, Beezer se levantó y fregó los platos. May se quedó en la mesa, observándonos. Nosotras seguimos mirando la niebla, que cada minuto era más densa.
—Si no os conociera mejor —dijo May—, pensaría que preferís estar en otro sitio.
—No —me apresuré a contestar.
—Esto es fantástico —dijo Lyndley. Se levantó y le dio un beso a May en la mejilla, algo que no le había visto hacer nunca—. Gracias por esta maravillosa celebración.
Mi madre sonrió.
—De nada —dijo.
—Vamos a jugar a un juego —propuso Beezer cuando volvió a la habitación.
Estaba colocando el tablero del Monopoly cuando May levantó la mano: había recordado algo.
—Te olvidas de nuestra tradición —dijo. Abrió el primer cajón del aparador y sacó una pieza de encaje.
—Tú no eres lectora —repuse yo.
—Sólo porque no me hayas visto hacerlo, no quiere decir que no sea capaz —dijo May.
—Léeme a mí primero —me ofrecí; era lo único que se me ocurría para evitar que leyera a Lyndley.
May sujetó el encaje delante de mi rostro. Yo intenté despejar mi mente, intenté dejar de pensar en Lyndley o en Jack o en lo que fuera que estaba a punto de ocurrir. Contuve el aliento.
La imagen se formó rápidamente en el entramado. Todos lo vimos. Todos menos Beezer. May insistiría más adelante en que ella no había visto nada, pero a mí no podía engañarme. Vi cómo se demudaba.
La imagen era de la tía Emma, muy magullada, con cortes en la cara y en los ojos.
Lyndley ahogó un grito. May dejó caer el encaje.
Nos quedamos en silencio durante mucho rato.
—¿Qué has visto? —preguntó Beezer.
—Nada —dijo May—. Absolutamente nada. —Se levantó y guardó el encaje—. Se está haciendo tarde —añadió, mandándonos retirarnos—. Parecéis cansadas.
Lyndley y yo fuimos a nuestra habitación en absoluto silencio. Ella no quería que yo supiera que estaba llorando.
—¿Por qué no lo deja? —preguntó.
—No lo sé —repuse abriendo la puerta.
Levanté la persiana y miré por la ventana. Por un momento, vi el haz del faro de Marblehead Neck. Sólo fue un destello verde, pero estaba allí.
—Se está levantando —comenté señalando la luz.
Ella se volvió hacia la ventana.
—Sincronía —dije.
—¿Qué?
—La niebla se está levantando. Es un signo de que todo irá bien —aseguré.
Ella intentó sonreír.
No podía sacar a Lyndley de la isla hasta que subiera la marea. Yo ya había llevado el whaler a Back Beach y había atado una cuerda muy larga a la proa. Calculé que si la marea estaba subiendo y las rocas estaban sumergidas, podría subir a Lyndley al barco y remolcarla para que saliera, conmigo recorriendo el perímetro rocoso de la isla, arrastrando la cuerda hasta que ella hubiera pasado con seguridad el Cabo. Entonces, yo le lanzaría la cuerda y ella la recogería, dejando que el whaler fuese a la deriva hacia Miseries. Lyndley no pondría en marcha el motor hasta que hubiera dejado atrás las islas del litoral, y nadie la oiría marcharse. Podía llegar al muelle a medianoche.
La casa estaba a oscuras cuando salimos. Cerramos la puerta de tela metálica muy despacio para que no chirriara.
Caminamos en silencio, turnándonos para llevar la maleta. Atravesamos el diamante del campo de béisbol. Pasamos al lado del coche abandonado donde yo había encontrado a Lyndley y a Jack, parecía que mucho tiempo antes, pero no había sido más que el verano anterior. Dejamos atrás la casa de Lyndley, con las piezas del porche aún apiladas al lado de la escalera, ya pudriéndose. Mi hermana no miró la casa ni el porche, sino que mantuvo la vista al frente.
Aunque requirió mucho esfuerzo, el plan fue un éxito. Me salieron unos callos tan grandes por la cuerda que tuve que mantener las manos en los bolsillos durante días para que nadie los viera. Al final, estoy segura de que todos dedujeron que yo había ayudado a Lyndley. Sabían que no había manera de que hubiera escapado sola.
Si bien las aguas no se abrieron en Back Beach para nosotras, tampoco opusieron resistencia aunque, mirando atrás, habría sido mejor que así hubiera sucedido. Tiré de la cuerda entre las piedras hasta donde pude, con los perros observándome. Cuando pasé el Cabo, lancé la cuerda al agua. Cayó en algún punto a babor y ella la recogió. Se quedó quieta en el barco y por un minuto nos miramos la una a la otra, pero entonces el barco se balanceó y Lyndley tuvo que sentarse. Me dijo adiós con la mano, y yo me quedé observándola todo el tiempo que pude. La vi ir a la deriva más allá del Cabo, exactamente como yo había planeado. No la vi desaparecer de mi vista, en parte porque estaba llorando tanto que tenía la vista borrosa, y en parte por lo que Eva siempre me decía, daba mala suerte observar a la gente hasta que desaparecía de la vista.
No encontré el anillo de Jack hasta la mañana siguiente. Estaba a plena vista en mi mesilla de noche, donde Lyndley lo había dejado, pero estaba oscuro cuando volví, así que no lo vi al instante. Corrí escaleras abajo y registré el armario en el que había visto a May poner el billete que Cal le había enviado. Le di la vuelta al armario antes de darme cuenta de que el billete no estaba.
Eva fue a San Diego para traer a Lyndley pero no funcionó. Volvió sola.
De otoño a invierno
May se tomó muy mal la partida de mi hermana. Si anteriormente ya era dada a recluirse, entonces comenzó a mostrar signos reales de agorafobia. Cuando lograba ir a la ciudad, se alteraba tanto que tenía que regresar de inmediato. No podía respirar, decía, no con toda aquella gente alrededor.
Ese año el frío llegó temprano. Beezer, que ya estaba en el internado, escribía cartas en las que reflejaba su preocupación porque yo no asistiera al instituto.
Eva vino y trató de convencer a May de que fuéramos a la ciudad durante el invierno, asegurando que nos daría la tercera planta entera como apartamento. Desde allí May podría subir a la balconada y vigilar la isla. No tendría que bajar hasta la primavera, dijo Eva bromeando sólo a medias, esforzándose al máximo por decir algo, lo que fuera, para convencer a mi madre. May rechazó la oferta. Mi tía me pidió que fuera —me lo ordenó, de hecho—, pero yo no me atrevía a dejar a May. Era cierto que odiaba a mi madre, pero incluso yo me daba cuenta de que no debíamos dejarla sola allí. Apenas dormía. Había empezado a dejar encendida su lámpara día y noche. Ya no tomaba sus vitaminas. Ya no me vociferaba órdenes a todas horas, e incluso había dejado de hacer sándwiches.
En octubre recibimos una visita del Departamento de Asuntos Sociales. Alguien les había chivado que había un niño en la isla que no iba al colegio. La escolarización casera era ilegal en Massachusetts en esa época. Siempre supuse que había sido Cal, pero mirando atrás me doy cuenta de que debió de ser Eva quien los llamó. May se enfadó y se negó a hablar con ellos. Los dejó en el salón conmigo. Yo no sabía qué decir. No dejaba de pensar en qué haría Eva en una situación así. Les ofrecí té.
Entonces, un día, más adelante ese mismo mes, May bajó la escalera como si todo fuera bien. Preparó cereales. Me dijo que había decidido algo. Había decidido que yo debía ir a vivir con Eva.
—Puedes volver en verano si lo deseas —dijo—, pero ahora debes irte a vivir con Eva. —Y añadió una idea de último momento—: Y cuando Beezer vuelva por vacaciones, debe quedarse contigo en la ciudad.
Y así, sin más, May se deshizo del resto de sus hijos. Como si hubiera recordado al fin lo que le funcionó una vez cuando la abrumó tener dos hijos en lugar de uno. Entonces la solución había sido regalar uno, e incluso con todo el dolor y los problemas que eso le había causado, decidió que había sido una buena solución entonces y que era una buena solución en ese momento. May embaló mis pertenencias y, antes de que me diera tiempo a reaccionar, ya estaba en casa de Eva. Ella le dijo a Eva que se reuniría con nosotras tan pronto como llegara el frío, y yo pienso que Eva la creyó. Pero yo no.
Una semana después, Beezer nos envió una carta. Decía que estaba pensando en volver a casa y tal vez ir al instituto con su amigo Jay—Jay. Su tono era ligero, pero yo siempre fui capaz de leer entre líneas. Estaba tan preocupado por May como yo. Eva le contestó de inmediato y le dijo que no era una buena idea, que, aunque volviera, su plan de estudios no funcionaría. Los LaLibertie vivían en Witchcraft Heights, y el colegio Witchcraft estaba fuera de nuestro distrito, así que no iría al colegio con Jay-Jay. Le dijo que las cosas irían bien y que él debía
quedarse.
Eva me inscribió en el Pingree. Después de todo, ella había pagado la matrícula de Lyndley en su momento, así que era lógico. Llegué muy tarde para apuntarme a la ruta de autobús, por lo que Eva contrató a un chófer para que me llevara al colegio todos los días. El día que empecé el colegio fue el día en que llegó el huracán. Fuimos evacuados a mediodía, y cuando el chófer llegó a Salem, tuvo que volver para recogerme y llevarme a casa. Pasé el resto del día en la balconada, atemorizada de que May siguiera en la isla. No tenía ni idea de si mi madre siquiera sabía que estaba a punto de llegar un huracán. Yo era la que escuchaba la radio; o Beezer o yo, May nunca lo hacía. Intenté enviarle un SOS, después otras señales en código morse, pero llovía tanto que no se veía ni la luz de la estación de la guardia costera en Winter Island, y mucho menos desde nuestra casa. Estuve en la balconada hasta que el viento fue muy fuerte y Eva me obligó a entrar. Me dijo que esperaba que May llegara en cualquier momento; estaba segura de que así sería, pero nunca sucedió.