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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (41 page)

Cogió la cartera de Cal y algunas de sus tarjetas de crédito, entonces se acordó de que no tenía ropa interior para él. Era raro escoger la ropa interior para el reverendo Cal. Cogió el peine de él, buscó también su cepillo de dientes. No sabía qué más cosas de Cal coger.

Cuando Angela bajó la escalerilla metálica hasta el césped, la mochila pesaba mucho.

Todos la esperaban: Charlie, las mujeres y algunos de los otros, a los que Cal se refería como sus guardaespaldas.

—¿Qué pasa? —dijo ella, pensando que sería agradable que alguno pudiera al menos ayudarla con la mochila.

—Sólo tengo una pregunta —dijo Charlie.

—¿Cuál es?

—¿Podrías recitar la oración del Señor para mí antes de irte?

—Estás de broma, ¿verdad?

Él le sonrió.

—Está de broma. —Ella se volvió hacia los otros en busca de confirmación.

Un escalofrío nervioso recorrió a la multitud. Nadie articuló palabra.

—Vamos. No necesitas que te recite la oración del Señor. Tú sabes la oración del Señor.

—Sí. Tan sólo me preguntaba si tú la sabías —dijo Charlie.

—Esto es ridículo —repuso Angela.

—Ella no la sabe —dijo una de las mujeres.

—Ella no sabe la oración del Señor.

—Por supuesto que la sé.

—Recítala, por favor.

—No, no la recitaré, esto es ridículo. Y al reverendo Cal no le va a gustar cuando le cuente cómo me estáis tratando.

—He rezado por ello, y el Señor ha respondido… —Charlie puso sus ojos a la altura de Angela—. El reverendo Cal nunca pondrá un pie en Las Vegas —aseguró él.

—Bueno, irá conmigo. Esta noche.

—No lo creo —dijo Charlie, poniéndose delante de ella.

—Tu bebé no es del reverendo Cal —dijo una de las mujeres.

—Tu bebé es del diablo —añadió Charlie.

Angela se rió al oír eso.

—Claro —dijo—. El diablo.

Una parte de ella seguía pensando que estaban de broma.

—Tiene la marca —dijo una de las mujeres. Otra de ellas se desmayó.

Eso no podía estar sucediendo. Los ojos de Angela se movieron de prisa, buscando una vía de escape.

Charlie la cogió rápidamente, golpeando su cara contra la caravana. Angela se tambaleó, vio la sangre.

—¡Manifiéstate, demonio! —bramó Charlie.

Una de las mujeres cogió una piedra y la levantó.

Angela tiró la mochila y salió corriendo hacia el otro lado de Waikiki Beach, en dirección a las rocas y la ciudad.

—¡Coged a la bruja! —gritó uno de los guardaespaldas.

—¡Atrapadla! —ordenó Charlie.

Roberta lo vio todo desde la caseta. Rápidamente levantó el teléfono. Primero llamó a Rafferty; después, al no conseguir contactar con él, marcó el 911.

Capítulo 33

La niebla se disipa cuando entro en la bahía. Los milagros desaparecen, y el agua se torna azul oscura. El aire es más cálido aquí. Alcanzo a ver Derby Street.

«Tan sólo llega a casa.»

Veo dos coches de policía en el parking de Winter Island al pasar.

En lugar de reducir la marcha, acelero. Se está haciendo tarde. Tengo que coger ese avión.

Cuando entro en el canal en dirección al embarcadero, veo a los calvinistas en un extremo del muelle Derby, en medio de la bahía, al lado del pequeño faro. Gatean entre las rocas que rodean el muelle, buscan algo.

Dos de ellos están sentados delante del embarcadero.

Debería guardar el whaler, pero no quiero acercarme a ellos. No puedo esperar a que se vayan. Lo que hago en cambio es atracar y dejar el whaler en el muelle. Cuando llegue al aeropuerto, llamaré a May y le diré que se encargue de que alguien lo recoja.

Estoy mareada. Probablemente ha sido una mala idea tomar la pastilla con el estómago vacío. O tomarla siquiera. Pero aquí estoy. Estoy a salvo.

Mientras subo por la calle, veo más calvinistas. Buscan en las entradas, detrás de la Casa de Aduanas.

Cruzo la calle tratando de no mirarlos, mantengo la vista al frente.

Lo único que debo hacer es coger las maletas y llamar un taxi. Me relajaré cuando llegue al aeropuerto.

Me tiemblan las manos al abrir la puerta. La cierro detrás de mí, voy a la cocina a por un trozo de pan, bajo la cabeza sobre el fregadero y bebo directamente del grifo.

Un cristal revienta a mi espalda.

Me pongo en tensión, a la espera de otro sonido. Oigo el ruido sordo de un cuerpo cayendo sobre el suelo.

Hay alguien en la casa.

Cal.

Me dirijo a la puerta.

—¡Socorro! —grita una voz.

Es una voz femenina. Una que no he oído nunca, una que sólo reconozco de mis sueños.

Me vuelvo y veo a Angela Rickey. Está allí, temblando, aterrorizada. La herida que confundí con una marca de nacimiento se ha disipado y ahora es sólo una sombra que recorre su mejilla derecha. Tiene nuevas heridas, una sobre la ceja y otra, más abierta, en el lugar en que su colmillo ha sido presionado sobre su labio superior.

—Están tratando de matar a mi bebé. —Está llorando, temblando, intentando que la comprenda.

—¿Cal?

—No —se apresura a negar—. Los otros.

Miro en la dirección que señala su dedo, hacia el parque, y veo a los calvinistas en la acera. Vigilan la casa, esperando. Parecen los pájaros de Hitchcock reuniéndose en el parque infantil de la bahía de Bodega, el escenario de la película.

—Creen que he hechizado a Cal. ¡Creen que nuestro bebé es el diablo!

—¿El bebé es de Cal? —digo con voz débil. Me doy cuenta de que debería haberlo sabido. Era el detalle que todos me estaban ocultando.

Una mano sobre la boca. Asfixiándome. «No te muevas, no hagas ni un solo ruido.»

Vomito. En el suelo, en medio de la despensa. Veo la cobertura azul del Stelazine, que aún no se había disuelto.

Ahora están cruzando la calle. Hay más que antes. Encienden una antorcha, después encienden más a partir de la primera.

Hay un ruido. Y cánticos.

—¡Coged a la bruja!

Angela empieza a llorar.

Cojo el teléfono, marco el 911.

—Oh, Dios mío. —Angela se queda congelada donde está. Está mirando por la ventana, sigue como si estuviera muerta.

La operadora del 911 atiende el teléfono.

—¿Qué tipo de problema tiene?

—Tengo a Angela Rickey en mi casa. Está embarazada y ha sido golpeada.

—Manténgase a la espera —ordena la operadora del 911—. Tengo su dirección.

La oigo dar indicaciones a los coches patrulla.

—Están de camino —le digo a Angela.

Ella está sollozando.

—Está muy malherida —digo.

Angela solloza con más fuerza.

—Mi bebé —gime.

Los veo cruzando la calle con las antorchas encendidas. El tráfico se detiene para dejarlos pasar, y se forma una masa de espectadores. Veo las miradas entretenidas de los turistas. Creen que están asistiendo a uno de los desfiles que han visto una y otra vez en la ciudad.

—¡Coged a la bruja! —canturrean ellos.

Los turistas creen que se trata de Bridget Bishop, o de cualquier otra representación. Están intentando hacer su papel también, intentando participar de la histeria, demostrar que se sienten cómodos haciéndolo. Hacen que los niños participen también.

—¡Coged a la bruja! ¡Coged a la bruja! —gritan.

Una mujer detiene su coche, baja para observar con sus hijos, a los que ha sentado sobre el capó para que tengan un buen ángulo mientras los calvinistas pasan por su lado cruzando la calle y entrando en el jardín.

—Ya están aquí —la voz de Angela ha subido una octava. Ahora se mueve de un lado a otro de la habitación, no es capaz de estarse quieta.

Va hasta la ventana y pide auxilio a gritos. La multitud aplaude.

Las antorchas ondean sin fin, avanzando como una pesadilla.

—¡Por favor! —le digo a la operadora del 911—. ¡Ya están aquí!

—Los coches patrulla están en camino —responde.

—¡Oh, Dios mío, oh, Dios mío! —gime Angela.

—Asegúrese de que las puertas y las ventanas están cerradas —dice la operadora. Está bien entrenada, intenta no parecer alarmada.

Se oyen las pisadas sobre la madera cuando el primer calvinista sube la escalera de la entrada.

—¡Están en el porche! —grito al teléfono mientras voy de un sitio a otro para comprobar que todo está cerrado. Uso toda mi fuerza para empujar la alacena delante de la ventana que Angela ha roto.

—¡Coged a la bruja! —Ahora los gritos son más fuertes. Los leo. Está dentro de mi cabeza.

Esto no puede estar sucediendo. Debe de ser un sueño. O una alucinación. Tengo que luchar para quedarme aquí. Una parte de mí ya está huyendo, alejándome de lo inevitable. Me hundo.

Durante un minuto me aparto y tan sólo veo cómo sucede. Esto no es real. Es muy anacrónico para ser real. No es real, y al mismo tiempo es muy real. Hiperreal. Cada detalle destaca y merodea como si estuviera sucediendo a cámara lenta.

«¡Matadla! ¡Matadla!»

En este lugar la escena se ha convertido en algo sencillo y universal. Lo que estamos viendo es la historia que se repite, una escena superpuesta a la otra. Estamos aquí y en el viejo Salem a la vez, con los calvinistas de verdad, los primeros. Aquí hay una sensación de inminente fatalidad, y cuando miro a Angela, por un momento, la veo con el vestido puritano marrón apagado, con el pelo recogido y cubierto. Hemos vuelto atrás en el tiempo, a la época en la que venían a apresarte porque eras una mujer sola en el mundo, o porque eras diferente, o porque eras pelirroja, o porque no tenías hijos o un marido que te protegiera. O quizá porque tenías una propiedad que uno de ellos quería.

Cada partícula de mí lucha por abstraerse de esta escena, para crear la distancia de la división. Esto no es real. Yo no soy real.

Pero Angela es real. Ésta es la única verdad de la escena, la única cosa que sé seguro. Y toda mi vida he recordado esto. Estar aquí de pie, fuera del tiempo, con esta mujer, a quien ahora me doy cuenta de que reconocí de mis sueños desde el momento en que la vi en la puerta del salón de té, primero acudiendo a Eva y ahora a mí en busca de ayuda.

Las voces siguen dentro de mi cabeza, canturreando: «¡Matadla!» Las aparto a un lado, luchando por escuchar la voz de la operadora del 911.

—Tengo un coche en su zona —dice ella—. ¿Puede ir a un lugar seguro hasta que lleguemos a usted?

—Creo que sí —digo.

Mi mente trabaja a toda velocidad, decidiéndose por la balconada, suponiendo que es el único lugar al que no pueden llegar. Si subimos a la balconada y nos sentamos en la puerta de acceso, nadie podrá abrirla desde abajo. Yo solía hacer eso cuando quería estar sola. Sólo una estrecha escalera conduce hasta allí, y sólo hay espacio para que suba una persona. Una persona no puede coger impulso suficiente para abrir la puerta.

—La balconada —le digo a la operadora; así sabrá decirles dónde buscar—. Estaremos en la balconada.

—¡Vayan! —dice ella, y nosotras corremos.

Cortan el tráfico al cruzar la calle, siguen viniendo. Debe de haber unos cincuenta. Muchos. No sólo hombres, sino mujeres también. Los ojos de Angela buscan con desesperación a Cal entre la multitud. Sigue diciendo que él la salvará. Una y otra vez, eso es lo que dice. Pero Cal no está en ninguna parte. Todavía está en la cárcel. Y mientras ella espera por el rescate que yo sé que no llegará nunca, la multitud está destrozando el jardín, pisoteándolo mientras rodean la casa.

Veo sus caras. Están en las ventanas.

Otro ruido de cristal roto. El aire cambia, es olfativo, un olor que recuerda a otro tiempo y otro lugar. El olor de los veranos y el sol sobre la madera en el muelle de Willows, o quizá en Trani, donde Jack cargaba el barco antes de que saliéramos a pasar el día sacando trampas juntos. Y yo tumbada sobre el muelle, tomando el sol de espaldas antes de salir, dejándole a él todo el trabajo pesado. Todavía cansada de la noche anterior, contenta, distante y soñadora mientras él cargaba el depósito.

Entonces me encantaba ese olor, el olor de la gasolina. Era un olor tan placentero que ahora me lleva un momento apartarme del encantamiento hipnótico y darme cuenta de que está presente en la habitación con nosotras, de que alguien ha vertido gasolina a través de la ventana rota y el suelo se está empapando.

Se oye una explosión cuando alguien arroja una antorcha a través de la abertura. Después, una explosión más grande, y la habitación queda envuelta en llamas. El cántico cambia al instante. A estos calvinistas se les da bien la improvisación, son capaces de ajustar sus cánticos a las circunstancias. «¡Coged a la bruja!» muta en el viejo e históricamente más correcto «¡Quemad a la bruja!». Y a continuación a un cántico aún más corto, uno que he oído en mi cabeza tan sólo un momento antes: «¡Matadla! ¡Matadla!»

Echo un vistazo a la multitud de espectadores, que de repente ha enmudecido. Algunos parecen confusos, ya no están seguros de lo que están viendo. ¿Esto es una representación? ¿Salem ha alcanzado tal calidad de efectos especiales que tienen presupuesto para quemar una casa de verdad? Observo a un hombre —el único de entre la muchedumbre que se da cuenta de lo que sucede— correr al otro lado de la calle hasta la esquina que está al lado del hotel Hawthorne y activar la alarma antiincendios.

—¡La casa está en llamas! —grita Angela, comenzando a subir la escalera en dirección a la balconada. La agarro.

—¡No!—vocifero—, ¡No subas!

—¡Salgan de la casa! —dice la operadora.

Ella sigue con nosotras, me doy cuenta, pero no es una buena idea. Si ponemos un pie fuera de la casa, nos matarán. Oigo el sonido de las sirenas en el exterior, pero están lejos, habría que esperar demasiado. Las calles están llenas de espectadores. Cláxones. Ahora, algunas personas se están bajando de los coches para mirar desde más cerca.

—¡La bodega! —dice Angela, y camina hacia la puerta—, ¡Hay un túnel en la bodega!

La sigo y nos internamos en la oscuridad, cerramos la puerta a nuestro paso para protegernos del humo. Sé que es la decisión correcta, ahí abajo hay un acceso, está detrás de la casa, y tal vez podamos salir por allí. Es posible que no nos vean y podamos encontrar la manera de escabullimos. Pero no queda ningún túnel que yo sepa, ya no. Beezer y yo buscábamos los túneles cuando éramos pequeños. Pasamos horas y horas investigando, incluso días enteros. Los túneles existían hace cien años, tejían una red de engaños bajo el parque Common, mantenían al recaudador británico a raya. Quizá siguieron estando allí más tarde, durante la época del ferrocarril subterráneo, la red clandestina que ayudaba a los esclavos a escapar, quizá era la última parada antes de Canadá y la libertad. Tendría sentido para la nueva red clandestina de May. Pero todos los túneles fueron cegados. En cualquier caso, eso es lo que nos contó Eva, cuando se cansó de que buscáramos o se sintió mal porque no encontráramos nada, o tal vez decidió que debíamos jugar fuera, al aire libre, en lugar de estar todo el tiempo hurgando en su sótano. Eva nos contó lo mismo que nos habían contado nuestros profesores, que la ciudad de Salem había cegado los túneles a finales del siglo pasado. También lo lamentaron cuando llegó la segunda guerra mundial, y aún más durante la guerra fría, porque los túneles habrían sido un buen refugio antibombas, y la ciudad no habría tenido que gastar tanto dinero en construir uno.

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