Angela está tanteando la pared del fondo, arañándola.
—Sé que está aquí, en alguna parte —dice—. Así fue como Eva me sacó de aquí la última vez.
Así que fue eso. Debe de ser cierto. Los túneles fueron el método por el que Eva hizo «desaparecer» a Angela. La razón por la que Cal y sus seguidores pensaban que Eva era una bruja. ¿Era eso lo que Rafferty había dicho? Vieron a Angela entrar en la casa, tenían la casa rodeada, pero Angela nunca volvió a salir. Cuando finalmente reapareció, estaba en la isla con las chicas de May. Hasta que Rafferty la trajo de vuelta. May estaba enfadada con Rafferty por ayudar a Cal, pero ella no comprendía el quid de la cuestión. El quid de la cuestión era que Cal tenía miedo de Eva y de May. Creía de veras las acusaciones que les hacía. No sabía lo de los túneles. Lo que él creía era que, a excepción de su ex mujer, todas las mujeres Whitney tenían poderes mágicos.
Ahora tienen la casa rodeada, de la misma manera que aquella noche. Veo pies enfundados en sandalias por las ventanas del sótano. Ya no hay escapatoria por la salida al jardín. Están de pie sobre ella, lo que hace imposible abrirla. Vemos sus siluetas, parecen sombras chinescas iluminadas desde atrás; los faros de los coches que todavía pueden abrirse paso por la calle, los que no están atrapados, proyectan sus contornos sobre las paredes del sótano.
Angela empuja la pared de nuevo, poniendo todo su empeño, golpeándose casi hasta la inconsciencia antes de que yo la detenga.
—¿Qué estás haciendo?
—¡Sé que está aquí! —dice ella—. Detrás de esta pared. Hay una habitación ahí dentro. Eva me escondió allí la última vez, hasta que pudo sacarme. —Se está haciendo daño a sí misma. Tose.
Aquí abajo hay humedad y humo, humedad y humo, y el vago olor a moho…
Pienso en la agente inmobiliaria estudiando la bodega, observando el agua en el suelo. Ahí es donde debe de estar, en la bodega. Siempre me había preguntado por qué Eva tenía una bodega cuando ella no bebía en absoluto. La puerta secreta está en la pared de la bodega. Tiene que estarlo. Las lamas y los botelleros deben de ser la forma de disimularlo. El líquido que había derramado en el suelo no era vino ni agua de una tubería. Era el agua salada que estaba haciendo que enmohecieran las flores. El túnel dependía de la marea.
—¿Adonde lleva el túnel? —digo sólo para hacer una segunda comprobación, para asegurarme de que mi corazonada es acertada. Pero ya estoy bastante segura. Me dirijo a las hileras de vino. En el mismo momento en que hago la pregunta, ya sé la respuesta.
—Al embarcadero —dice ella.
Deslizo los dedos lentamente sobre la pared, palpando las grietas, el mundo detrás del mundo: estanterías de madera astilladas, el entramado de maderas y botellas, polvo. Busco algo que sea diferente.
¿Qué decía el diario de Eva? «La lectora debe buscar una de las siguientes cosas: algo que realce el patrón o algo que lo rompa.»
Cada vez hay más humo y cuesta más ver. Tanteo las estanterías astilladas, las leo con los dedos, como si fuera braille. Entonces, mis yemas hallan una pequeña rendija a lo largo de las vetas de la madera. Es tan fina como la hoja de una navaja. Sigo la diminuta rendija con los dedos tres botellas arriba, hace un giro de noventa grados, avanza cuatro botellas a un lado y después continúa hacia la pared. Lo he encontrado. Es real.
Es una puerta secreta de
Alicia en el País de las Maravillas
, más pequeña que yo, quizá de la medida adecuada para una persona de la época en que fue construida, pero ya no lo es. Estiro el brazo entre las botellas a la altura a la que debería estar el pomo y doy con una palanca. La empujo hacia abajo. Se engrana. Oigo las muescas girar, pero la puerta no se abre. Está cerrada. Tanteo alrededor, buscando la dirección en la que girar, o una cerradura o algo. Ya tengo una mano en el bolsillo, hurgando, para encontrar algo con que forzarla. Entonces, mis dedos se topan con la placa suave y redonda donde debería estar la llave, pero no está. Se me cae el alma a los pies. Es una cerradura con llave.
Cada vez cuesta más respirar. Llamo a Angela, pero no me oye a causa del ruido creciente del fuego que se aproxima.
Huele a madera vieja y a revoque a medida que el fuego se extiende por las paredes del salón de té, encima de nuestras cabezas. El calor parece dispersar esporas de moho por el aire. Siento el olor de las flores de lavanda que Eva tenía secando sobre los botelleros, las flores que olvidé tirar.
Entonces recuerdo la combinación. De la inspección de la casa. Y de la agente inmobiliaria diciéndome que era la mitad del problema. Moho en el sótano, de las flores secándose, colgadas boca abajo como una señal de emergencia.
«¿A quién demonios se le ocurre poner a secar flores en un sótano?» Me molestó cuando lo dijo, como si pensara que Eva era estúpida o estaba senil. Pero tengo que reconocer que yo también me lo pregunté. ¿Quién secaría flores en un sótano? La respuesta era nadie.
Al menos, nadie que supiera lo que estaba haciendo. Eva no lo haría. Y ahí estaba otra cosa que rompía el patrón, que llamaba la atención: las flores, por supuesto. Eva era una persona coherente. La llave de la cerradura estaba entre las flores mohosas.
Cojo los ramos uno a uno, descolgándolos de los ganchos, agitándolos de la misma manera que Beezer tañía las campanas la última Navidad que fuimos niños. Sacudo cada ramo lenta y deliberadamente, como si esperara que uno de ellos tuviera un tono diferente.
Sobre nosotras se parte un madero del suelo, haciendo que la casa tiemble hasta los cimientos. Angela da un salto.
—¿Qué estás haciendo? —Está perdiendo el control—. Tenemos que salir de aquí ya —dice.
Ella cree que he perdido la cordura, estoy aquí sacudiendo ramos mientras la casa se nos está cayendo encima. Tiene miedo de que lo que ha oído sobre mí sea cierto. Estoy empezando a pensar que tiene razón, porque no encuentro la llave. Me tira del brazo. Quiere volver atrás y tal vez salir por el mismo camino que entró. Pero ya es demasiado tarde para eso. Todo el piso que hay sobre nosotras está en llamas. Angela aporrea la salida al jardín, impulsa todo su cuerpo contra las puertas, les grita a los espectadores, les vocifera. Después, se deja caer al suelo a mi lado, llorando.
—¡Vamos a morir! —se lamenta.
Cojo el último ramo de flores, ya casi no veo a causa del humo. Lo agito con fuerza y la llave cae al suelo. Palpo en busca de ella, mis dedos cada vez más cerca, mientras que con el otro brazo toco la puerta hasta que encuentro la cerradura. Lenta y cuidadosamente, introduzco la llave en la cerradura y la hago girar en el sentido de las agujas del reloj hasta que oigo el clic. La puerta se abre.
—Estamos dentro —digo cogiendo la mano de Angela, tirando de ella, medio de pie, medio a gatas, hasta que estamos dentro y cierro la puerta dejando atrás el infierno en que se ha convertido la bodega.
Angela conoce la habitación. Se desplaza por la pared más alejada hasta que encuentra la linterna. La luz es escasa. Al principio doy por hecho que es porque las pilas están en mal estado, pero no son las pilas, sino el humo.
La habitación es más una cueva que una habitación secreta, sus paredes cavadas en la tierra están apuntaladas con paneles de maderas de viejos barcos. El suelo está hecho de líneas de adoquines, después se acaban abruptamente donde los constructores se quedaron sin más adoquines, no pudieron seguir robándolos de las calles de Salem.
También hay tesoros aquí: una pieza de marfil, la empuñadura tallada de un cuchillo, cuya hoja se oxidó y se ha desintegrado convirtiéndose en una montañita de polvo rojo. El cuchillo está sobre una caja de especias, del tipo que he visto en las casas del viejo Salem, con la madera hinchada por el efecto del agua. Hay una cama antigua de madera en una esquina, con cuerdas en lugar de somier. Y hay piezas de arte chino, muchas, probablemente robadas, de la época en que los ancestros de mi abuelo optaron por volverse corsarios. Seguramente eran demasiado reconocibles o demasiado recientes para poder tenerlas en el piso de arriba y exhibirlas.
Excepto algunas piezas de cerámica, la mayoría de las cosas que quedan en esta habitación están rotas. Me doy cuenta. Todo lo demás fue llevado arriba progresivamente y se asimiló con el resto de las cosas. Los objetos que quedan no sirven para nada. Excepto la cama. La cama fue dejada aquí para la gente que esperaba.
Hay una sensación de espera en esta habitación. Y de miedo. Ambas son palpables. Ahora nosotras también tenemos miedo, naturalmente, pero es más que nuestro miedo lo que vive aquí. Ésta es la habitación en la que los esclavos esperaban su libertad. La última parada antes de su viaje al norte. Aguardaban aquí, sin saber nunca si saldrían o morirían intentándolo. Confiando en los abolicionistas, que tenían la misma sangre y distaban unas pocas generaciones de aquellos que poseían los barcos que les trajeron aquí para ser vendidos como esclavos en primer lugar. Confiando en personas que no eran de fiar. Sin elección. Esperando que se hubiera cerrado el ciclo, como todo mal debe hacer antes de alcanzar su fin.
Hay miedo en esta habitación. Pero también hay esperanza. La veo. La esperanza está por allí, en el otro extremo, en la pequeña compuerta negra que conduce hacia la libertad. La esperanza está en el túnel.
—No podemos quedarnos aquí —digo al ver a Angela sentarse en la cama, al ver lo cansada que está.
—La marea está alta —dice, consciente del error que ha cometido—. No podemos salir de aquí hasta que baje. Cuando la marea está alta, la entrada del túnel está sumergida bajo el agua. —Quiere dormir, dice, y apoya la espalda sobre la cama—. Sólo un minuto. Estoy tan agotada…
Tiene razón respecto a las mareas. Se puede oler el agua desde aquí. Pero también se puede oler el humo, y es un olor más fuerte. No es el cansancio lo que provoca sueño a Angela, sino el humo.
—¡Vamos! —digo tirando de ella.
Ella quiere esperar. Quiere ver si nos rescatarán. Pero la habitación se está llenando de humo. Ya le está afectando. Ella cree que tiene la mente clara, pero no es cierto. Si llegan a buscarnos, subirán a la balconada, donde les dijimos que estaríamos. Aunque comprobaran la bodega, no nos encontrarían. Nadie sabe de la existencia del túnel.
—¡Vamos!—digo otra vez—. No podemos quedarnos aquí.
Las ratas van por delante de nosotras en el túnel. Intento no mirarlas. Corretean por los márgenes, todas en la misma dirección, alejándose del humo.
Salvo por el roce de las patas de los roedores, todo está en silencio. Cuando paramos para descansar, el humo nos alcanza.
A medida que nos alejamos del incendio, a Angela le cuesta menos respirar.
—Tal vez podamos esperar —dice, un poco más animada gracias a eso—. Cuando lleguemos al final del túnel…, quizá podamos esperar a que baje la marea.
—Quizá —respondo, tratando de darle esperanzas. Pero el humo está justo detrás de nosotras. No hay posibilidad de esperar aquí.
Noto el agua a la altura de nuestros tobillos. Le cojo la linterna a Angela, ilumino delante de nosotras. Veo que la abertura del túnel se estrecha a medida que el agua sube a nuestro alrededor.
—¿Cuánto queda para el final? —pregunto.
Ella o bien no quiere o no puede hacer ese cálculo.
—Aproximadamente —digo.
—No lo sé…, ¿unos cincuenta metros, quizá?
—La mitad de un campo de fútbol.
Ella asiente con la cabeza.
—Creo que sí.
—¿Es recto o gira?
—Recto —dice ella—, pero no podemos…
Ahora tenemos el agua a la cintura. Las ratas se han parado delante de nosotras. Sólo quedan treinta centímetros. Una media luna de aire. Las ratas se han rendido. Permanecen juntas en el borde, tan cerca del agua como pueden. Pero han llegado tan lejos como son capaces. Han alcanzado su fin.
Detrás de nosotras, el humo se arremolina y avanza lentamente hacia adelante.
—No voy a entrar ahí —dice ella—. Es un suicidio meterse en esas aguas.
Pero entonces ve el humo. Sigiloso, se arrastra hacia nosotras.
—No tenemos alternativa —digo mirando a las ratas, forzándola a ella a mirarlas.
Veo mis propias historias en sus ojos. Angela ha oído historias sobre mí. Cree que ha cometido un gran error, que ha depositado su vida en manos de una chiflada.
La veo pensar.
—No lo conseguiré —dice ella, llorando—. No puedo bucear tanto.
—Yo sí puedo —digo.
Tenemos agua hasta el pecho. Estamos demasiado cerca de las ratas. Ella las mira y luego me mira a mí. Sabe que soy su única opción.
—No nades —digo—, no te impulses. —Ella asiente—. Ni siquiera muevas los pies. —Ella asiente otra vez.
Le enseño cómo hacerlo. Cómo inspirar y espirar, de la forma en que se hace en las inmersiones largas. Expulsando todo el aire primero para poder tomar la inspiración profunda que te hará aguantar.
—Dios me asista —dice ella, que sigue siendo una creyente.
—Dios nos asista a las dos.
Espiramos todo el aire. Luego inspiramos profundamente, la empujo bajo el agua, y después al fondo.
La cojo por el pelo. Es la única manera de hacerlo. Que se quede laxa y cogerla del pelo. Sujetándolo con los dientes de manera que me queden ambas manos libres. Alternando movimientos de pies en tijera y empujando contra el fondo o los lados del túnel, impulsándonos lentamente hacia adelante.
En esta oscuridad, parecen pasar horas, años, una eternidad quizá. La noto debajo de mí, o a mi lado. Su peso muerto, dejándose llevar.
Me duelen los pulmones. El tiempo cambia.
La oscuridad está por todas partes. Hace mucho que no toco la pared. O el fondo. Quizá el túnel se ha ensanchado. «Sigue moviéndote —pienso—, mantén el ritmo.»
Estoy perdiendo la sensibilidad, no noto el agua, ni su temperatura.
Estamos perdidas. A nuestro alrededor no hay más que oscuridad, vasta, extendiéndose sin fin en todas las direcciones. Noto por primera vez cómo es de verdad el fin. No la fantasía, la realidad. No es el fin de una vida dolorosa, sino una nada interminable.
Angela tenía razón. Esto es un suicidio. Es la caída de Lyndley. El salto desde el Golden Gate. El trayecto a nado hasta la luna. Ésta es la muerte que siempre había pensado que quería, la muerte que he estado tratando de encontrar cada día desde que cumplí diecisiete años. Ahora, si la quiero, es mía al fin. La nada me rodea.