—¡Parad! —grito, sabiendo que la palabra que Angela había utilizado era correcta, pero que tenía que salir de mis labios. Y sabiendo que tengo que decirlo en serio—, ¡Parad! —grito más fuerte y, esta vez, en serio.
El mundo se detiene. Los perros se inclinan sobre sus cuartos traseros como si fuera una imagen congelada y estuvieran esperando a que alguien volviera a pulsar
play.
Angela cae de espaldas, sollozando.
Cal está en el suelo, entre nosotras. Está sangrando mucho.
—Sabía que vendrías a buscarme —dice Angela, comenzando a avanzar. Entonces, al ver la sangre, se detiene. Como si la hubieran partido en dos, se dobla por el primer dolor del parto.
Cal lucha por ponerse en pie, se arrastra a su lado. Mis ojos lo dejan helado en el sitio.
—Estoy bien —dice ella levantando una mano, y se sujeta contra una roca para apoyarse.
Y veo que él también la quiere. Quiere ayudarla, lo veo en sus ojos. Pero, por mucho que lo desea, no se mueve. Cuando finalmente habla, se dirige a mí, pero no dice lo que creo que va a decir. No me dice que estoy poseída o que soy una prostituta o que todo lo que ha sucedido es culpa mía.
—Perdóname —dice con la voz suave. Esta vez no es una orden; se parece más a una oración.
La sangre forma un charco a sus pies.
Entonces da un paso adelante, hacia mí. Tiene los brazos abiertos. Hay lágrimas en sus ojos.
Yo me quedo quieta como una estatua. Oigo a
Byzy
gruñir, pero no se mueve. No se moverá hasta que yo no se lo ordene, y los otros no se moverán si él no lo hace.
Mi mente está en blanco. Siento a Cal acercarse a mí, siento sus brazos venir, y de pronto oigo un ruido seco, siento cómo mis costillas se rompen cuando caigo de espaldas bajo él sobre las rocas.
Estamos fusionados juntos.
Entonces veo a May. Está allí de pie, con el rifle en la mano. Las otras mujeres están con ella. Avanzan, rodean a Angela, y veo a una de ellas coger a Angela del brazo y conducirla hacia la perrera, el edificio más cercano. Angela está llorando. Es un sonido bajo, animal, tristeza y nacimiento a partes iguales. Las mujeres la han envuelto de la misma forma que envolvieron a la mujer asustada con los niños el primer día que estuve aquí.
—Llama a la guardia costera —dice May—, Diles que necesitamos el helicóptero de evacuación médica.
May baja el rifle. Utiliza toda su fuerza para apartar el cuerpo de Cal de mí.
Los gemidos procedentes de la perrera se mezclan con el sonido de mi propia sangre en mis oídos. Los gemidos se vuelven los aullidos de una mujer de parto. Mi vida pasa ante mí. Con cada uno de los gemidos de Angela, algo fluye fuera de mí. Aire y sangre. Con cada gemido, algo se va. Me estoy muriendo.
Todas están aquí. Todas las mujeres. La tía Emma está aquí, junto a las demás. Las mujeres de mi pasado, profesoras, amigas. Y entonces, entre la multitud, veo a Eva. Apartada, sentada sobre la misma roca en la que estaba Angela hace un momento; está trabajando en algo, con la vista baja sobre eso. ¿Qué está haciendo? Entonces lo entiendo. Está trabajando en una pieza de encaje. Mi encaje. El que me envió antes de morir. Está intentando acabarlo.
Lucho por respirar. La oscuridad está por todas partes. La niebla está bajando. Cubre la luna y las estrellas. Hace tanto frío…
Y durante todo el tiempo, Eva sigue trabajando. Pasando los bolillos unos sobre otros. Quiero que levante la vista, que me mire, pero no lo hará. Ella sigue hilando el encaje. Me doy cuenta de que lo está haciendo por mí. Pero no puede ayudarme. Esta vez, no. Quiero que levante la vista porque quiero decírselo, porque lo sé, aunque ella no lo sepa. Esta vez la ayuda para mí no puede venir de Eva. Tiene que ser de otra persona.
Primero oigo el sonido, pequeños ruidos como pedos. Me molesta, está fuera de lugar. Entonces veo las sandalias, y levanto la vista. Ella sale de entre la multitud, abriéndola en dos. Está fumando un porro. Y pienso en lo típico que es de Lyndley, cuán egoísta, que ella sería capaz de estar fumando un porro y no haciendo nada incluso mientras yo estoy aquí agonizando. Robándome el protagonismo como siempre, igual que hizo siempre. Lleva el cubrecama. No en forma de pantalón como pensaba, sino envuelto alrededor de los hombros, como si fuera un enorme chal que es demasiado largo, arrastrándolo por el suelo a su espalda, arrastrando basura y hierba, ensuciándolo. Tiene el pelo largo y recogido en una trenza.
—Lyndley —digo.
—Towner —contesta como si no hubiera nada fuera de lo normal, conmigo aquí echada en el suelo, muriéndome de esta manera.
Se agacha para tener una perspectiva mejor de mi situación, dando una calada profunda del porro. Y entonces, sé lo que va a hacer. Me va a echar el humo. Me estoy muriendo y ella va a insuflar humo en mis pulmones y va a intentar que me coloque con ella.
—Relájate —me dice, y me doy cuenta de que no puedo evitarlo.
Siento sus labios sobre los míos. No puedo huir. Siento el humo mientras éste baja por mi garganta, ardiente, punzante.
Alargo un brazo para cogerla, pero se ha ido otra vez. Entorno los ojos para tratar de verla, pero la luna ha bajado. Desciende sobre nosotras demasiado a prisa.
Después la niebla se levanta y me doy cuenta una vez más de que no es la luna lo que veo, sino otra cosa que se mueve. Entonces oigo el sonido, coordinado con la luz. No es la luna, y tampoco es el barco de fiesta. Trae la brisa consigo al descender, y mi visión se aclara. El aire de la hélice del helicóptero ha apartado la niebla.
Observo a Lyndley volverse y alejarse de mí en dirección a la perrera de piedra. Es el momento. Ella mira atrás, sonríe y entonces entra para conseguir la oportunidad que le robaron hace tanto tiempo.
Intento decir su nombre pero ya no reconozco mi propia voz.
—¿Quién es Lyndley? —oigo que pregunta una de las mujeres de El Círculo a May cuando me oye decir el nombre de mi hermana. Los paramédicos pululan a mi alrededor. La voz de la mujer es diminuta, asustada.
—No es Lyndley —le dice May—, Es Lyndsey… Lyndsey era la hermana gemela de Sophya.
—¿Está aquí? —La mujer mira a su alrededor. Ve la sombra al pasar. Sus ojos siguen los míos.
—No —dice May—. Lyndsey no está aquí. Murió al nacer.
Murió. Lo sé. Y no lo sé. Es cierto y es falso a la vez.
Me estoy muriendo. Y al mismo tiempo, en la perrera, mi hermana, Lyndley, al final tendrá su oportunidad de nacer.
Entonces los perros corren a esconderse, todos menos
Byzy
, que no se aleja de mi lado hasta que May coge su collar para evitar que muerda a los paramédicos cuando me apartan de él, poniéndome primero sobre la camilla y luego en el helicóptero.
Cuando se acaba cada pieza de encaje, se corta del mundillo, se sujeta a contraluz y, por primera vez, se revela el delicado patrón. El corte del encaje se debe hacer con gran cuidado y ceremonia. Las mujeres se reúnen a su alrededor, conteniendo el aliento, mientras la encajera corta el delicado hilo de las tramas. Recuerda a las comadronas, al nacimiento, al corte del cordón umbilical, pues tal es su delicadeza, la expectación. Cuando finalmente el encaje es cortado, hay murmullos de placer y admiración. Es un momento de gran alegría para estas mujeres, que han llegado lejos juntas.
Guía de
la lectora de encaje.
Estuve en el hospital Mass General durante seis semanas. Uno de mis pulmones colapso a causa de la bala, que atravesó a Cal y se alojó en mi cuerpo. Me hicieron seis transfusiones.
Beezer y Anya volvieron a casa desde Noruega. Estuvieron allí la mayoría de los días, como Rafferty, que intentó llevar a
Byzy
a verme. Pero le negaron la entrada en la puerta, así que se quedaron fuera y me hicieron mirarlos por la ventana, en la acera de abajo, donde él tenía a
Byzy
atado con una correa, y desde donde yo veía a Rafferty estornudando. Dijo que lo hizo por
Byzy
y no por mí, porque el condenado perro seguía nadando hasta la ciudad buscándome y el empleado de la perrera lo atrapaba una y otra vez y lo encerraba. Dijo que tenía que enseñarle a
Byzy
que yo estaba bien, así podría volver a la isla y quedarse allí. «Y dejar de ser un grano en el culo.»
May vino una vez, para hablar con los médicos. Me contó que Angela había tenido una niña.
—La ha llamado Linda —dijo, mirándome. Los médicos le habían dicho lo que yo pensaba, que el bebé de Angela era mi hermana, Lyndley—. Una interesante elección de nombres —dijo May—. ¿No te parece?
Angela y su bebé se han ido de este lugar. En esta ocasión, no al norte, sino al sur, con unos amigos que May tiene en Georgia, gente que la ayudará, parte de la red clandestina. Ya no está en peligro por culpa de los calvinistas, pero no puede quedarse aquí.
Los calvinistas también se han marchado. El grupo se dispersó cuando se enteraron de la muerte de Cal. Pero se habrían disuelto de todas formas. O bien desaparecían o bien eran arrestados bajo diversos cargos de incendios provocados. Así como intento de asesinato. Abandonaron Salem uno a uno, tiraron sus túnicas en las papeleras de la ciudad y en los bancos de los parques. Se volatilizaron para no volver nunca más.
Veo a tres psiquiatras distintos además de a un investigador de Harvard que está haciendo una tesis sobre precognición y se ha interesado en mi caso. Hasta donde yo sé, no hay diagnóstico. Desorden disociativo es sin duda parte de él. Y culpabilidad de superviviente.
May y los médicos me han ayudado a completar las lagunas. Mi hermana gemela, Lyndley, nació muerta. Su verdadero nombre era Lyndsey, o lo habría sido de haber vivido. May se lo ha explicado todo a los médicos, y sé que está contando la verdad, porque en cierto modo me suena de la forma que la verdad lo hace siempre. Mi hermana murió a causa de las severas palizas a las que mi padre, Cal Boynton, sometió a mi madre. Las dos nacimos prematuramente, pero yo fui la que sobrevivió. Emma siempre se ha culpado por la muerte de Lyndley. Quiero decir, Lyndsey. Eso es lo que May dice. No es extraño que las víctimas de maltrato se culpen por todo lo que sucede. Cuando nosotras nacimos, Cal ya tenía a mi madre convencida de que la mayoría de las cosas que iban mal en el mundo eran culpa suya.
May dice que Emma es como las otras mujeres maltratadas en ese aspecto. A menudo se culpan a sí mismas. Las palizas no empiezan de un día para otro. La mayoría de los abusos empiezan lentamente. Normalmente, un comentario fuera de tono, algo peyorativo que las mujeres ya piensan sobre sí mismas. Comienzan con la destrucción de una autoestima ya de por sí frágil. Después viene el aislamiento. Es la situación que May ha visto una y otra vez. Es un proceso gradual del que uno apenas se percata. Hasta que empiezan las palizas de verdad. Para ese momento, normalmente la víctima es tan temerosa e insegura de sí misma que ya no es capaz de escapar.
Hay otro especialista que vendrá a la ciudad en algún momento de la semana que viene. Alguien con quien Rafferty ha dado, una persona que escribió un libro sobre el tratamiento de la pena de los gemelos. Y otro que está especializado en abuso sexual infantil prolongado. El mejor médico al que visito es uno que me recomendó mi propia terapeuta, una compañera suya de Harvard. Comencé a verlo mientras todavía estaba en el hospital Mass General, y ahora que estoy fuera, voy dos veces por semana a Boston. A veces, cojo el tren. A veces me lleva Rafferty, y paramos en North End a comer o a cenar pronto y tomar un helado si él no tiene que volver al trabajo.
Estoy de luto. Por Eva. Por mi verdadera madre, Emma, y por todo lo que le ha sucedido a ella. Y por Lyndley. Me piden que viva mi duelo, que lo sienta. Es difícil. A veces, se abre paso, pero estoy tan acostumbrada a no sentir nada que incluso el propio dolor parece alejado, como si le estuviera pasando a otra persona. Aun así, me esfuerzo.
He quitado la casa del mercado. No puedo venderla, todavía no. Algunas de las razones son prácticas. Una de las alas se quemó en el incendio. Es sorprendente cuán poco se perdió, teniendo en cuenta la intensidad y la extensión del fuego. Una cuarta parte de la casa estaba destrozada, la parte en la que estaba el salón de té. He contratado a un constructor para restaurarla, una persona que me recomendaron en el museo Peabody Essex. Están muy interesados en restaurar los túneles, si pueden convencer a la ciudad de retirar el relleno. He donado las piezas de cerámica china al museo. Ya veremos qué hago con el resto. De momento,
Byzy
y yo vivimos en la cochera. Voy y vengo a la casa principal cada vez que necesito algo, pero dormir en la casa pequeña es acogedor, más parecido a las cuevas a las que él está acostumbrado.
Tenemos que quedarnos para el juicio de May. Será en algún momento del año que viene, probablemente en primavera.
He visto a Ann Chase varias veces. Quiere volver a abrir el salón de té de Eva. Ella y sus chicas han empezado a leer encaje.
Como parte de mi terapia, he comenzado a pintar. Me siento durante horas delante del caballete que Eva me preparó el año que pinté
Nadando hacia la luna.
Pinto la bahía y el parque Common. A veces intento pintar las flores. Si hay algo en lo que todos los médicos están de acuerdo es en que no tengo talento en absoluto. Pero me urgen a seguir intentándolo, convencidos de que el talento debe de estar dentro de mí, en alguna parte, de la misma manera que creen que Lyndley está dentro de mí. Y por eso me siento.
Está refrescando. Mañana es Halloween. Durante todo el mes, el Tren del Terror ha estado en funcionamiento de Boston a Salem, trayendo a los turistas para lo que se ha vuelto la temporada de más trabajo para los comerciantes. Gente disfrazada de monstruos sirve combinados a los viajeros. Me siento y a veces los observo y pienso en la libre empresa y en lo creativa que puede llegar a ser. En esta época del año aparecen casas encantadas que llevan las familias, sin que haya legislación que pueda ponerles límite. La ley no fue aprobada. Según Rafferty, fracasó por la misma razón que habrían fracasado los calvinistas si no hubieran acabado consigo mismos. Fracasó porque Salem es una ciudad tolerante, religiosa, social e incluso económicamente. Quizá no alcanza la paz perfecta. Una cosa así es imposible de imaginar en el mundo actual. Pero, a fin de cuentas, Salem es una ciudad que no se toma a sí misma demasiado en serio, porque aprendió muy temprano, en el siglo XVII, lo que puede ocurrir si eso sucede.