Él había pagado el dinero del instituto de belleza; se lo había dicho a Rafferty en muchas ocasiones.
—Si cree que la voy a mantener a ella y a su hijo… —No acabó la frase.
—Si tiene noticias de ella, llámeme —pidió Rafferty.
—¿En qué clase de lío se ha metido esta vez? —preguntó el anciano.
—No se ha metido en ningún lío —replicó Rafferty—. Pero es posible que esté muerta.
Eso lo frenó. Era una crueldad, pero lo frenó.
Rafferty dejó a Towner en el mercado, y después fue a Congress Street, al instituto de belleza al que Angela había asistido. Hizo preguntas. ¿Alguien la había visto? ¿Tenía algún amigo en la ciudad? No. Sí. Quizá. Estaba aquella chica, dijeron, una tal Susan no sé qué. Trabajaba en Oíd Port en una tienda de productos de cáñamo. Rafferty le dio las gracias a la mujer y le dejó su número.
—Si la ve, llámeme de inmediato.
Caminó por Congress Street hasta Oíd Port. Encontró la tienda de cáñamo. Susan ya no trabajaba allí y nadie reconoció a Angela por la foto. Rafferty mostró la fotografía de Angela a unos cuantos comerciantes más de las calles adoquinadas. Después, volvió en coche al mercado, aparcó en la segunda planta y tomó el puente para descender a la explanada, donde Towner estaba sentada comiéndose un bollo de arándanos.
Ella se lo tendió.
—¿Un bocado?
—Gracias, pero ya son más de las doce del mediodía. Yo quiero comer —dijo él.
Bajaron una escalera larguísima desde la explanada hasta las tiendas. Rafferty no pudo evitar fijarse en que ella salvaba los escalones con mucha más facilidad, que ya no se sujetaba a la barandilla mientras descendía. Había algo ligero en su paso y, sin lugar a dudas, había algo ligero en su estado de ánimo.
—¿Qué te apetece comer? —preguntó él, echando una ojeada a su alrededor—. Básicamente hay de todo en este sitio.
—Elige tú —dijo ella.
Rafferty miró a ambos lados. Había puestos con variedades de queso, panes y muchos que servían sopa de pescado y otros caldos. Él se volvió hacia ella. Era su momento.
—Me gusta la sopa. ¿Te gusta la sopa?
Ella le clavó la mirada.
—Dos de mis talentos —dijo él—. La mentira y la decepción.
Una sonrisa asomó en el rostro de Towner. Ella trató de detenerla, pero no pudo. Se extendió por su cara. Entonces rompió a reír.
—Hijo de puta —dijo.
Conduciendo de vuelta al sur, Rafferty recibió una advertencia por exceso de velocidad en la ruta 95.
—Debería ponerle una multa —le dijo el joven policía estatal—. Estaba conduciendo treinta kilómetros por encima del límite, pero, eh, cortesía profesional, ¿no?
Rafferty sonrió y le dio las gracias al chico; después metió el papel en la guantera, junto con todas las multas de aparcamiento que nunca se acordaba de pagar.
Cuando estacionaron en la entrada, vieron el perro: estaba atado a un poste de la balaustrada de la fachada principal de la casa de Rafferty y tenía un bol de agua dado la vuelta a su lado. Era evidente que había intentado escaparse. Estaba como loco.
—Es uno de los perros de May —dijo Towner, saltando del coche.
Había una nota prendida en el collar del perro.
—«Mi nombre es
Byzantium
» —leyó.
El perro enseñó los dientes y gruñó. Impasible, Towner se sentó en el porche, sin mirarlo directamente, pero colocándose a su altura. Se quedó sentada un buen rato con la mirada en la bahía, como si fuera lo más natural que se podía hacer en un día como ése. Cuando la respiración del animal se calmó, ella alargó la mano hasta debajo de su hocico y comenzó a acariciarle el cuello.
—Hola,
Byzy
—dijo, con un tono relajado. Finalmente, lo miró.
El perro se echó lentamente, como hipnotizado, y se tumbó sobre su costado, mientras ella le acariciaba la tripa.
—Cachorro bueno.
Rafferty se había quedado en el camino de entrada con la puerta del coche abierta. Se bajó.
—¿Por qué crees que lo ha enviado May? —preguntó Towner.
—Supongo que para torturarme —dijo él, y estornudó.
—Esto no es una buena idea —comentó Towner.
Pero Rafferty no podía evitar pensar que tal vez sí lo era. May tenía razón: él no podía vigilarla cada minuto. En realidad, se sentiría mejor al saber que
Byzy
estaba allí.
—Está bien, puede quedarse —dijo él—. Siempre y cuando no se coma mis zapatos.
Towner rió.
—¿Qué crees que come? —preguntó—. Bueno, aparte de conejos y ratas.
—Purina lo que sea —dijo Rafferty cogiendo el bol de agua tirado y llevándolo hasta la manguera para llenarlo. Se lo puso al perro delante, y éste empezó a beber.
—Se parece a
Skybo
—dijo ella.
Rafferty recordaba el nombre.
Skybo
había sido el primer perro de Towner, el que Cal había matado. Él lo había leído en su diario, y también se lo había contado Eva.
Skybo
había sido su amigo y su protector. Así que el hecho de que el perro se pareciera a
Skybo
los relacionaba de inmediato.
Rafferty comenzó a subir la escalera, estornudó dos veces al pasar al lado del perro, que gruñó cuando él pasó.
—Eh, amigo, estamos en el mismo bando —dijo él, y Towner se echó a reír otra vez.
—Abajo, chaval —le dijo a
Byzantium
, y él obedeció.
Rafferty no guardó el coche en el garaje. Sabía que debería ir a Crosby's a por pienso al cabo de un par de minutos. Tendría que acordarse de comprar un antihistamínico. Después se iría a dormir. Necesitaba una noche de descanso. Durante las últimas semanas, desde que Towner estaba allí, no había pegado ojo.
Rafferty se tomó un par de antihistamínicos y durmió hasta las doce. Finalmente, se levantó por un leve gruñido de
Byzy.
Abrió la puerta de su habitación. El perro estaba tumbado con la nariz pegada contra la puerta corredera, mirando a la bahía y gruñendo a los barcos que entraban y salían. Rafferty oyó el agua correr en el baño. Towner se estaba lavando los dientes.
Enchufó la tetera eléctrica, se preparó un café en la cafetera exprés que le había regalado Leah las Navidades anteriores. Enjuagó su taza con agua caliente, para que estuviera templada. Después abrió la puerta corredera y salió al porche.
—Vamos —le dijo a
Byzy—
, los verás mejor desde aquí.
El perro dudó, y después salió afuera.
Rafferty tomó un sorbo de su café. Escudriñó el horizonte para ver qué había llamado la atención del animal. Al principio pensó que eran los barcos que salían de la bahía, o el enorme carguero que había entrado para descargar el carbón en la planta eléctrica. Pero entonces se percató de otra cosa: los amarraderos se estaban moviendo.
Se puso en pie. Había unos veinte, justo al lado de los muelles entre Willows y Winter Island, se movían lenta y metódicamente a lo largo de la línea de costa. Rafferty observó otra vez y se dio cuenta de que no estaba viendo amarraderos, sino boyas de buzos. Estaban buscando un cuerpo.
Ignorando los gemidos del perro, Rafferty lo encerró dentro otra vez. Con el café aún en la mano, descendió la colina hasta los muelles. Podía tratarse de cualquiera; probablemente, algún navegante que se había emborrachado y tratado de nadar hasta la costa. Dios, deseó que no fuera un crío.
Veía coches patrulla en el promontorio. El jefe de policía estaba hablando con uno de los buzos.
—¿Qué sucede? —dijo Rafferty.
El jefe le hizo una seña al buzo para que se retirase y después se volvió hacia él.
—Ayer intenté localizarte en tu móvil. Sucedió justo después de que te marcharas. Recibimos un soplo. De Cal. Está convencido de que Angela Rickey está en el fondo de la bahía de Salem.
—¿Cal confesó? —preguntó Rafferty. Le parecía una situación improbable.
—No exactamente —dijo el jefe.
—¿Qué quiere decir eso?
—No fue exactamente una confesión, pero sería casi tan buena como si lo fuera si encontramos el cuerpo. Dijo que la había visto muerta; nos indicó dónde buscar.
—A mí eso me suena a confesión.
—No exactamente —dijo el jefe—. Dijo que Dios le había enviado la información. En un sueño.
Rafferty miró más allá de la bahía, a Winter Island. Veía a los calvinistas en la orilla de Waikiki Beach, observando lo que sucedía. Unos cuantos estaban arrodillados. Había algo de teatro malo en la escena.
—Te está tomando el pelo —dijo Rafferty.
Él sabía al tipo de presión que estaba sometido el jefe. Los comerciantes estaban furiosos por los calvinistas, que interferían con los negocios de las brujas y empujaban a los turistas a otros lugares de la costa. Precisamente el día anterior, la Cámara de Comercio había pedido que trasladaran al grupo de Cal a un campamento en Cap Ann. En la posición del jefe, Rafferty habría hecho lo mismo.
—¿No era tu día libre? —contestó el jefe.
—Exacto —dijo él—, lo es.
Towner estaba descendiendo por el camino con
Byzy
atado con una correa. Llevaba el traje de baño.
—Me lo llevo a nadar. —Towner sonrió. El perro la siguió pegado a sus talones, ávido de cualquier aventura.
Rafferty pensó de prisa. Ya estaba harto del tema. Como el jefe había dicho, era su día libre.
—Conozco un lugar mucho mejor para nadar —dijo—, si os apetece un paseo en barco.
A veces la lectora ha de girar el encaje en muchas direcciones diferentes y observar la pieza bajo diversas luces antes de que las imágenes comiencen a aparecer.
Guía de
la lectora de encaje.
Rafferty y yo paramos en Beverly para comer en una casucha de langosta para llevar de un amigo suyo. Trae la comida al barco.
Rafferty le da a
Byzy
una almeja, que el perro escupe en la cubierta. La almeja se queda atrapada entre los tablones. Rafferty se pone a cuatro patas para sacarla y finalmente la tira por la borda.
—Esto es todo lo que consigo —dice entre risas.
—Creo que
Byzy
prefiere el conejo —digo.
—Por supuesto.
Antes de ponernos en marcha otra vez, Rafferty sube al muelle y cruza la ruta 1A para ir a una pequeña tienda de comestibles a por provisiones. Vuelve con una bolsa llena de comida y la deja en la cocina. Saca una chuchería para el perro.
Me deja tomar el timón y conducirnos fuera de la bahía. Estoy acostumbrada a los barcos de los pescadores de langosta. Éste se va un poco a babor, pero se pilota bien. Y se mueve. Rafferty ha hecho un trabajo estupendo restaurándolo. Aunque con eso no quiero decir que no huela a cebo.
Ponemos rumbo a Miseries, después él me da indicaciones en dirección al océano abierto.
—¿Dónde está ese sitio? —pregunto.
Rafferty señala el horizonte.
—Está allí —dice.
—¿De veras? —Estoy intrigada.
Hace un día precioso.
Byzy
está sentado en la proa como un mascarón, con el pelaje al viento. Cuando reducimos la velocidad, se acerca a nosotros para ver si estamos comiendo algo. Cuando ve que no, regresa a la proa y les ladra a las gaviotas.
—Un perro raro —señala Rafferty.
Sonrío.
La isla de Rafferty está en mar abierto, pasado Miseries, más allá de Baker's. Parece sacada de la Polinesia, una estrecha playa de arena color azúcar que asciende formando una pequeña colina. La reconozco de inmediato. He estado antes aquí. Cuando éramos pequeños, jugábamos a los piratas en esta isla.
—No sale en ningún mapa —me informa él—. No tiene nombre.
No sé por qué no le cuento que he estado aquí antes, pero no lo hago. Vinimos unas cuantas veces, Beezer, Lyndley y yo, pero siempre quedaba un poco lejos y era un lugar difícil para atracar, dado que es muy rocosa y cuesta llegar a la orilla. Ni siquiera se puede echar el ancla con facilidad, porque debajo de las rocas del fondo la superficie es suave y resbala como el hielo. Una ancla caería en el mar sin nada a lo que aferrarse. Dejarías el barco y, al volver, no estaría allí. Se iría a la deriva, desaparecería en el agua.
Una vez nos sucedió a Beezer y a mí. Al principio, no me lo creía. Pensé que había sido Lyndley, que quería hacernos un truco de pirata, y eso fue lo que le dije a Beezer, lo que sólo logró hacerlo llorar y asustarlo aún más, cuando en realidad yo estaba intentando tranquilizarlo.
—Ojalá no dijeras cosas así —dijo él.
Yo no estaba segura de qué había dicho para alterarlo tanto, pero de todas formas encontramos el barco, detrás de la isla. No era un día de mucho viento, por lo que pude ir nadando y recuperar el whaler sin daños que lamentar. Así que no sé por qué se lo tomó tan mal, pero nunca quiso volver a la Isla Sin Nombre después de aquello. Así era como llamábamos a este sitio: la Isla Sin Nombre.
Estoy segura de que Rafferty ha estado aquí varias veces. Tiene un sistema: ha traído una cuerda, una muy larga, que ha atado a la proa. Después se ha metido en el agua y ha ascendido el desnivel unos diez metros y ha anudado la cuerda a uno de los únicos árboles que hay en la isla.
Vuelve al barco a buscarme, pero yo ya estoy en el agua. Le paso las bolsas de comida. Tan pronto como llego a la orilla, él deja que el barco vaya a la deriva hasta que la cuerda se tensa. Me tiende una mano y subimos la erosionada colina juntos.
Desde el extremo más alejado de la isla no se ve nada aparte del océano abierto. Es uno de los escasos lugares desde Rockport donde puedes contemplar el océano y no la bahía cerrada que conduce a Cape Ann. Es salvaje y está a merced del viento, la falta de vegetación te hace sentir que podrías estar en cualquier parte, desde la superficie de la luna hasta la isla del Tesoro o el lago Azul.
Byzy
y yo nadamos mientras Rafferty recoge maderas para encender fuego.
Más tarde nos sentamos frente al mar, observando la puesta de sol. El fuego está demasiado bajo para cocinar, y miro a Rafferty apilar unas cuantas algas para avivarlo y tirar las hojas de las mazorcas de maíz a la hoguera. Después saca queso, galletas saladas y un filete enorme. Le encanta este sitio. Me cuenta que nunca ha visto a nadie más aquí.
—Ni un alma —dice, y me pasa un vaso de limonada.
Comemos filetes y mazorcas de maíz. Tres platos, uno para cada uno.
Byzy
se agacha sobre el suyo, lo engulle.
Más tarde contemplamos cómo cambia el cielo y después oscurece. La luna sale del agua. Rafferty se da cuenta de que estoy tiritando y me pone su chaqueta sobre los hombros. Es una chaqueta vieja. Huele a mar.