La lectora de secretos (35 page)

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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

Hay un punto en el que la fuerza vital supera a la voluntad y el cuerpo sencillamente respira autónomamente. Sucede sin más. Es una tortura inhalar agua

marina, pero el dolor pasa de prisa, y luego sientes el agua fluir y oyes la música de las esferas. Eres arrastrado, literalmente, hacia la luz. Recuerdo grabarlo, darme cuenta de que eran ciertas todas las experiencias próximas a la muerte sobre las que escribe la gente. Recuerdo sonreír sin abrir la boca, el agua fría congelando el tiempo para siempre.

Al emerger a la superficie, vi que May ya estaba en el agua, nadando hacia nosotros. La luz que había visto no era mi experiencia próxima a la muerte, sino el faro de búsqueda del barco de Jack, y fue su mano lo que me arrastró de vuelta a la vida. Fue horrible. Era tan malo y doloroso como hermoso había sido un minuto antes, y en ese momento, Jack estaba tratando de reanimarme, su boca sobre la mía, respirando dentro de mí, intentando mantenernos a flote hasta que llegara la ayuda.

May nos arrastró a los dos hasta la orilla, nos vigilaba, estaba tan preocupada por mí… Yo intentaba decírselo, trataba de que ella volviera a por Lyndley, pero no lograba emitir ningún sonido. Cada vez que trataba de hablar, me daban arcadas y tragaba agua salada, y después volvía a tener arcadas. El dolor en los pulmones era peor que cualquier cosa que pudiera imaginar. Él debería haberme soltado, debería haberme dejado morir con Lyndley. Morir no dolía, pero volver a la vida era insoportable.

—Ahora quédate quieta —me estaba diciendo May, con mi cabeza reposando en su regazo, apartándome el pelo de la cara.

Veía a Jack, arrodillado, tosiendo, a unos cuantos metros. «Díselo —estaba intentando decir yo—. Por el amor de Dios, dile que Lyndley todavía está allí abajo.» May era una nadadora fuerte. En ese momento me di cuenta de que me equivocaba al preocuparme por ella. Mi madre era más fuerte de lo que yo nunca había sido consciente. Era la única de nosotros con la fuerza suficiente para salvar a Lyndley en ese momento, pero no podría salvarla si ni siquiera sabía que estaba allí abajo. Intenté decírselo una vez más, pero no salían palabras ni de Jack ni de mí.

Observé con impotencia cómo Jack suspiraba y se derrumbaba, exhausto, llorando sobre la arena.

Cuarta parte

Del caos y las espirales del patrón, comenzaran a emerger las imágenes. La primera aparecerá en el punto muerto. Estas primeras imágenes son las «guías». La lectora de encajes debe utilizarlas para ir más allá del punto muerto y atravesar el velo. Se ha de tener precaución con las imágenes que aparecen en este sitio: no son reales. Las guías son embusteras. Te mostrarán su magia y te invitaran a entretenerte. Si las guías son capaces y la que pregunta es vulnerable, las guías te engañarán y te harán creer que ellas mismas son la respuesta. Sus egos son grandes. La lectora debe evitar el deseo de la que pregunta de descansar allí, al margen de cuán atractivas parezcan las imágenes, o cuán verdaderas. El cometido de la lectora es llevar a la que pregunta más allá del punto muerto a la verdad real, que no está en el encaje, sino más allá.

Guía de
la lectora de encaje.

Capítulo 22

Rafferty y Towner se sentaron juntos en el porche como una anciana pareja de crucero, con las mantas sobre las piernas, las tumbonas sin reclinar contra la barandilla de la vieja casa victoriana para reformar que Rafferty había comprado en su primer invierno allí, de lo que se había lamentado desde entonces.

«Ir de crucero a ninguna parte», así era como Towner había llamado a sentarse allí de ese modo. Se había convertido en su mayor ocupación desde que había salido del hospital. Por prescripción médica. Reposo, le habían dicho los doctores. Cuando se sintiera lo bastante fuerte, podía nadar un poco, siempre y cuando fuera en agua salada. La última parte había sido idea de Rafferty, no de Towner. Él sabía que ella nadaba —todas las mujeres Whitney lo hacían—, así que él le había preguntado al médico qué tal le iría un poco de natación. «Buena idea», dijo el médico. Hasta el momento, Towner no se había acercado en absoluto al agua.

Había estado tres semanas en el hospital, la primera con un goteo de vancomicina. Era una infección grave. Posquirúrgica, determinaron. Con complicaciones. No habían detallado las complicaciones, pero allí estaban. Las complicaciones eran un valor asegurado en la vida de Towner, y eran lo que más había preocupado a Eva acerca de su sobrina nieta. Había algo inevitable relacionado con esas complicaciones recientes, no por lo que estaba sucediendo, sino por la reacción de Towner a todo el asunto. Las palabras de Eva seguían volviéndole a Rafferty a la cabeza: «Hay muchas formas de suicidarse.»

En las semanas que siguieron a la infección, Rafferty leyó todo lo que pudo encontrar sobre gemelos y el dolor de la pérdida de uno de ellos. Los gemelos eran algo especial. Pierdes un gemelo a cualquier edad y pierdes algo de ti mismo. La mitad de ti muere. Incluso las personas que no sabían que eran gemelas, que habían perdido un hermano gemelo en el útero o habían sido separadas al nacer, vivían el resto de sus vidas con sentimientos de separación y dolor, como si la mitad de sí mismas estuviera perdida y no pudieran volver a encontrarla nunca.

Desde el momento en que leyó el diario de Towner, la imagen que ella había construido del suicidio de Lyndley se repetía en su cabeza. Era la clásica culpabilidad del superviviente, si se reflexionaba al respecto. El suicidio era casi imposible de superar. El compañero de Rafferty en Fordham se había suicidado, un hecho que empeoraba aún más porque no se hablaba de ello, porque la Iglesia católica no sólo consideraba el suicidio como un delito, sino como un pecado. En cierto modo, se vivía como un pecado. Por lo menos, para el que se quedaba. Creaba el mismo malestar que cuando habías hecho algo de lo que nunca te recuperarías del todo. Como un pecado, o un virus oportunista.

Rafferty fue quien descubrió a su compañero de habitación. La imagen nunca lo había abandonado. A diferencia de Towner, él nunca había intentado suicidarse, no de forma directa. Pero la posibilidad siempre estaba ahí. Como el virus. Una vez que te habías expuesto, se quedaba para siempre, esperando un momento de debilidad. Nunca sabías qué día bajaría tu resistencia y la enfermedad aprovecharía su oportunidad.

Rafferty había ido a visitar a Towner al hospital de Salem. Pasaba por allí casi todos los días, de vuelta a casa desde el trabajo. No hablaban mucho, pero se sentaban en la terraza del tejado mirando hacia la bahía. Cuando llegó el día del alta, parecía natural llevarla a su porche, donde la vista era mejor.

Towner no podía regresar a California, no de momento. Ella no quería volver a casa de Eva, y él estaba absolutamente seguro de que no quería que ella hiciera eso. Así que le ofreció la habitación de su hija. Sólo durante unas semanas, dijo cuando ella manifestó sus dudas, hasta que estuviera más fuerte.

A ella le gustaba la habitación de su hija, parecía sentirse cómoda rodeada de souvenires de una vida que no tenía nada que ver con la suya: un póster encima del tocador, peluches colgados del techo formando una hamaca improvisada.

—¿Cuántos años tiene tu hija? —Fue una de las pocas preguntas que Towner le hizo.

—Leah tiene casi quince años —dijo él.

Si él no hubiera cambiado las fechas de su visita, ella habría cumplido quince años mientras pasaba las vacaciones allí ese verano.

—¿Qué te parecería venir un par de semanas más tarde? —le había preguntado a Leah cuando la había llamado la semana anterior—. Podríamos coger el barco hasta Maine.

—¿El grande o el pequeño? —había dicho ella.

—El grande.

—Vale. Como quieras.

Su ex mujer se había enfadado con él por cambiar la fecha, y por no acordarla con ella.

—No puedes seguir cambiándolo todo a tu antojo —le había dicho.

—Yo no lo cambio todo, sólo he cambiado esto. Y a Leah no parece importarle.

—Las cosas que no sabes sobre los niños podrían llenar un libro.

Rafferty pensó que probablemente tenía razón.

—Estoy en medio de un caso. —No era explicación, no una buena, pero era todo lo que tenía, así que fue lo que dijo.

—¿Y qué tiene eso de nuevo?

—Es un caso de asesinato.

Hubo una larga pausa después de que él pronunciara la palabra.

—Creía que te habías mudado para alejarte de los casos de asesinato —replicó ella finalmente.

—Me mudé para alejarme de un montón de cosas.

Había sido un golpe directo, y él lo sabía. No era su intención, no de verdad. Simplemente era un hábito.

—No puedes cambiar las cosas como te plazca —repitió ella—, ¿Y si yo hubiera hecho planes?

—Así que, en realidad, todo esto es sobre ti.

Clic. Él se había acostumbrado a que le colgara. Era la forma en que acababan la mayoría de sus conversaciones. Normalmente por algo que él había dicho.

Se sintió mal por todo el asunto durante quizá una hora. Rafferty sabía que probablemente a Leah sí le importaba que él cambiara los planes. Pero también sabía que para su hija eso no eran unas vacaciones, sino «obligaciones». Lo había bautizado Leah porque, en parte, eran vacaciones, pero también una obligación. Su hija era hábil con las palabras. Él se sintió un poco insultado cuando ella le salió con la palabra, aunque fuera una descripción precisa de su tiempo juntos. Estaban incómodos el uno con el otro. Ir allí era tan duro para ella como lo era para él tenerla en casa. No se trataba de que no la quisiera. Él la quería muchísimo. Pero la culpabilidad por abandonarla había sido demasiado para él. Cuando él se marchó de Nueva York, ella quiso irse con él. A ella no le gustaba el hombre por el que su madre lo había dejado.

—Sólo quiero estar contigo —le había dicho.

—Tu madre no lo permitirá nunca —había sido su respuesta. Era cierto, por supuesto, pero no era una respuesta.

Ella no había vuelto a pedírselo. No era su naturaleza. Él había contado con ello. Exactamente de la misma manera que no era su naturaleza cuestionar el cambio de las vacaciones. Leah no hacía preguntas, lo que era bueno, al menos en ese caso. Lo último que Rafferty quería era que su hija supiera el verdadero motivo por el que había cambiado los planes. No quería que ella supiera que se había enamorado de Towner Whitney.

La mayoría de las noches Rafferty preparaba la cena para los dos. Sobre todo pasta, porque era algo que ella se comía. A Towner le gustaban los helados también. A veces el camión de los helados iba hasta Willows y él iba hasta la pequeña playa a comprarle helado. Otras noches, si él trabajaba hasta tarde, pasaba por Dairy Witch de camino a casa. A ella le gustaba cualquier cosa con fideos de chocolate, no de colores.

—¿Qué miras? —le preguntó él. La mirada de ella estaba perdida en la distancia la mayor parte del tiempo. Él le había hecho esa pregunta antes, normalmente sin obtener respuesta alguna.

—Las luces —dijo ella. Estaba mirando hacia la ventana de May—. Normalmente tiene una sola luz encendida —explicó señalando las dos luces que otra vez brillaban en la ventana de May.

«Una si vienen por tierra, dos si vienen por mar», pensó Rafferty. Se detuvo justo antes de decirlo en voz alta.

Le sorprendió que ella se hubiera percatado de las luces, el detalle. Lo tomó como una buena señal.

El hecho de que Towner no se fijara en el barco de Jack saliendo de la bahía también parecía una buena señal, aunque fuera por una razón diferente. La noche de Towner con Jack LaLibertie era el elefante en medio de la habitación del que ninguno de los dos hablaba. En realidad, tampoco hablaban de nada. Pero definitivamente no hablaban de Jack LaLibertie.

Rafferty tenía que reconocer que se sintió aliviado cuando los ojos de ella continuaron fijos en las luces de May y no siguieron el barco de Jack dirigiéndose a Miseries, donde tenía la mayor parte de las trampas, para después apagar las luces de posición y hacer un giro cerrado a estribor e ir hacia la parte de atrás de Yellow Dog Island.

Ellos no hablaban mucho, ésa era la verdad. Si lo hubieran hecho, él le habría preguntado por Jack. Sin duda le habría preguntado por el diario. ¿O era un libro de relatos breves? Rafferty no sabía cómo clasificarlo exactamente. Las historias que le había contado Eva parecían superponerse y cambiar en la versión de Towner. Él sabía que ella estaba tapando los huecos de su propia historia, que de algún modo era terapéutico; eso era lo que ella le había dicho cuando él le había preguntado si podía leerlo. Sí, podía leerlo, le había dicho Towner, si creía que lo ayudaría en su caso contra Cal, pero ella no quería tener nada que ver.

Rafferty lo leyó una y otra vez. En cada ocasión, le despertaba más preguntas de las que le contestaba. Tenía notas del instructor anotadas en los márgenes inferiores de las páginas. La clase para la que lo había escrito era impartida por un profesor de la Universidad de Boston, aunque Towner nunca se había inscrito como alumna allí. Era más parte de su programa de reinserción en su último año en McLean.

Rafferty había logrado comprobar eso. Pero el instructor del curso hacía mucho que se había ido. El título del curso, «Introducción a la escritura de ficción», tampoco aclaraba nada. El instructor bien podría haber creído que Towner estaba escribiendo ficción; sin duda había mucha ficción en su relato. Pero también había hechos, hechos que una persona más normal no habría querido compartir con el mundo.

Él le habría preguntado por Lyndley, por el triángulo amoroso, y por la conclusión de Towner de que era a Lyndley a quien Jack quería de verdad, no a ella. Era demasiado personal y doloroso para preguntar, y aun así no podía evitar leerlo una y otra vez, tratando de entenderlo, intentando resolver las preguntas que formularía, que debería formular, si fuera el momento adecuado.

Ésa era la parte del diario que más le costaba asumir. Y también como supo que estaba metido en un lío. La parte que leía una y otra vez no era la de Cal, sino la parte sobre Towner y Jack.

Rafferty sabía todo lo que había que saber sobre ambos mucho antes de conocerla a ella. No porque Eva se lo hubiera contado, sino porque Jack había contado la historia en las reuniones de Alcohólicos Anónimos. No sólo una vez, sino muchas.

Él sabía cómo se habían conocido, que Jack había soportado cosas que nunca debería haber tolerado sólo porque estaba enamorado. Sabía que había ido al hospital todos los días con la esperanza de que ella le hablara. Que, después de salir, Towner había fingido que no lo conocía. «¡Que ni siquiera me conocía!» Jack casi se había echado a llorar cuando lo dijo. Rafferty sintió lástima por él, por supuesto, pero también lo juzgó, y determinó que probablemente Towner nunca lo había querido, no de verdad.

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