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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (37 page)

Los moteros también acudían al desfile tradicional. Y desfilaban en Halloween, detrás de las brujas, exactamente entre los niños de preescolar y la banda de música.

Roberta lo vio antes de que él la viera. Estaba de pie, tomando una Coca—Cola Light, admirando la hilera de motos. Cuando vio a Rafferty, se dio media vuelta en dirección opuesta.

Rafferty se puso a la cola para comprar su sándwich de
chop suey
, después tomó asiento entre la pérgola de los músicos y el muelle. Tan pronto como se sentó, la banda se tomó un descanso.

«Perfecto», pensó.

Probablemente era positivo. Con la banda en silencio, los sonidos de Winter Island resonaban por encima del ruido de la avenida, y él imaginaba que Towner estaba a salvo. Podía volver a casa en menos de dos minutos si era necesario, mucho más de prisa que cualquier otra persona.

Pero parecía que los calvinistas no estaban rezando esa noche. Cuando Rafferty había pasado corriendo, el hangar estaba a oscuras. En cambio, había un grupo que hacía proselitismo por allí. Uno de ellos llevaba un cartel colgado que decía: JESÚS ESTÁ EMPEÑADO EN SALVAR A LOS ÁNGELES DEL INFIERNO.

Los moteros no estaban cayendo en la provocación, pero algunas de las brujas de la zona habían mordido el anzuelo. Estaban en pleno rifirrafe, intercambiando palabras y frases.

—¡Volved a Derby Street! —les gritaban los calvinistas a las brujas, que habían montado un puesto para vender joyería celta.

—¡Venga, idos al océano! —le gritó una de las brujas al seguidor que llamaban Juan Bautista.

Pero Juan no estaba haciendo sus bautismos en el océano esa noche. El discípulo vestido con su túnica había cambiado sus bautismos por una modalidad portátil. Llevaba un cubo y una esponja enorme, más apropiado para lavar coches que para una misión de salvar almas. Rafferty pensó que debería cambiar su pancarta y ofrecer un lavado de Harley a cambio de cada conversión. Muchos de los moteros habían hecho un largo viaje para estar allí esa noche, y sus motos estaban muy sucias.

Durante las últimas semanas, Rafferty había hecho comprobaciones del origen de la mayoría de los calvinistas, en particular de los que llevaban túnica y de las mujeres que supuestamente habían ido tras Angela la primera vez. El verdadero nombre de Juan Bautista era Charlie Pedrick. No era de Jerusalén, como él insistió cuando Rafferty lo interrogó. En realidad, era de Baintree. Le habían diagnosticado esquizofrenia antes de cumplir los veinte años, y ya había tenido sus altercados con la ley. Pero no desde que estaba «salvado».

En un controvertido rito que Cal llamaba «exorcismo de farmacopea», se animaba a los enfermos mentales a tirar sus medicaciones a la bahía. Después, debían pasar por un ritual de purificación no muy distinto del que practicaban los indios norteamericanos en sus cabañas. En su robo inacabable de doctrinas de otras creencias, Cal incluso había denominado ese ritual «una búsqueda de la visión», un nombre que parecía apropiado. Después de dos días sin comer y bebiendo poca agua, ninguno de los enfermos mentales fallaba a la hora de tener una visión de cualquier tipo. Comparándolo con su tiempo perdido en el mar, Cal indicaba a sus seguidores que escucharan la voz de Dios y permitieran que esa voz dirigiera sus vidas.

Entre las mujeres cuyos valores y creencias estaban a favor de tales cosas, había tres vírgenes Marías y dos Juanas de Arco. Las voces que Charlie Pedrick había oído durante su visión le habían informado de que él era la reencarnación de Juan Bautista.

A Rafferty le habían explicado lo del ritual cuando llegó a la ciudad, pero no se lo había tomado verdaderamente en serio hasta que vio los botes naranja flotando en la bahía de Salem una mañana. Había pasado numerosas horas pescándolos, después arrestó por primera vez a Cal Boynton. Por tirar desperdicios al mar.

Los dos grupos se habían trasladado delante del casino, y la situación estaba subiendo de tono.

—¡Coged vuestros ídolos paganos y marchaos a casa! —vociferó uno de los calvinistas.

—¡Libre empresa! —replicó a voces una de las brujas. Señaló a un lado del puesto, donde el nombre de la tienda de Ann estaba ostentosamente escrito sobre la licencia—. ¡Libertad para obtener licencias comerciales!

«Libertad para comerme mi cena», pensó Rafferty.

—Eh, bajad el volumen —dijo él—. Me estáis provocando una indigestión.

Los calvinistas se tomaron su intervención como una invitación para verter su veneno sobre él.

—¡Dios salve tu alma inmortal! —le gritó Juan Bautista a Rafferty—. ¡Y a la mujer con la que vives en pecado!

—¡Una prostituta pelirroja! —vociferó uno de los calvinistas.

—¡Demonio impenitente! —gritó otro.

Estalló una pelea entre los bandos. Una de las vírgenes Marías intentó golpear a una de las brujas.

—De acuerdo —dijo Rafferty, dejando su sandwich y poniéndose en pie—. Ya es suficiente.

Se hizo silencio en el parque. La gente contuvo el aliento, se volvieron para mirar, expectantes por ver qué haría.

Entonces, él vio el miedo en la cara de los calvinistas. Lo sorprendió; nunca los había visto amilanarse ante ningún tipo de confrontación. Pero no era a él a quien miraban, sino algo detrás de él. Se dio media vuelta y vio a una mujer vestida de negro de pies a cabeza, con los brazos en alto. Con voz profunda y los ojos clavados en los calvinistas, entonó su invocación:

—Gallia est omnis divisa in partes tres…
—cantó con una voz tan profunda y rica que no parecía proceder de ella, sino de otro lugar completamente diferente. Fue una voz que hizo levantar vuelo a las gaviotas y las dejó suspendidas en el aire, cabalgando el viento.

Los calvinistas se quedaron helados.

La bruja inspiró. Entonces, señaló con un dedo acusador al grupo y elevó la voz otra vez:

—… quarurn unam incolunt Belgae.

Funcionó. Los calvinistas se dispersaron y abandonaron el parque como diminutas bolas de mercurio.

Todo el mundo se quedó mirando a la figura que se avecinaba: Ann Chase, vestida con sus mejores galas de bruja. Era impresionante.

—¡Y otra cosa…! —les gritó a la espalda con su habitual tono de voz. Luego se echó a reír, rompiendo así el hechizo. Se frotó las manos alejando la escena de sí, extendió su vestido, repentinamente comportándose como una señorita, y se sentó en el banco al lado de Rafferty.

—Muy bonito —dijo él—. Vamos a ver, por lo que recuerdo del latín del instituto, diría que estabas recitando un pasaje de
Jasón y los argonautas.

—La guerra de las Galias
de Julio César —dijo ella—. Pero has estado cerca. Y te he salvado el culo, ¿o no?

—Al menos, la cena —rió él.

—Te he salvado y lo sabes. —Ann también se echó a reír—, Y me pregunto una vez más…, ¿a qué clase de Dios débil y cobarde adoran si temen a un puñado de brujas?

—No temen a un puñado de brujas, te temen a ti. Demonios, yo me he asustado.

—¿De verdad? —Ann parecía extática.

—Puedes jurarlo.

Permanecieron sentados en silencio durante un minuto.

—¿Qué estás haciendo aquí abajo tan arreglada? —inquirió Rafferty.

—Echando un ojo a mis chicas —dijo ella, señalando el puesto de las brujas que habían tenido el enfrentamiento con los calvinistas.

En ese momento estaban celebrando su vertiginosa victoria, flirteando descaradamente mientras ayudaban a los moteros a probarse collares con estrellas de cinco puntas y hechizos. Los moteros estaban más que felices de recibir tales atenciones de las jóvenes y hermosas brujas.

—¿Tenemos que preocuparnos por ellos? —preguntó Rafferty, mirándolos.

—Ellos deberían preocuparse por mí —repuso Ann. Levantó una mano y saludó con dulzura al motero de aspecto más duro, que perdió parte de su aplomo en su presencia—. Eso es, mamá está aquí —dijo ella mientras seguía saludando con la mano amablemente, con un gesto protector—. Temed —agregó con un dulce canturreo—, temedme de verdad.

—Eh, yo no me metería en líos contigo —dijo Rafferty—, Eres capaz de mandarme a la guerra de las Galias.

—Ahí estás en lo cierto.

—Una pregunta —dijo él—. ¿Cómo es que no le has hecho un verdadero encantamiento al personaje de Juan Bautista?

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No hacemos magia negra. Confundes a las brujas con los satanistas. O con los vuduistas.

—¿Vuduistas? ¿Eso es terminología latina?

—Ya sabes a qué me refiero.

—Te refieres a los de los muñecos y los alfileres.

Ella asintió con la cabeza indicándole que había dado en el clavo mientras que con una mano cogía lo que quedaba del sándwich de él.

—Sírvete —dijo Rafferty.

Ann se rió.

—Yo no hago hechizos dañinos: va en contra de mi religión. Sin embargo, hago mucho negocio con los hechizos de amor —explicó—. Por si acaso te hace falta uno.

Era difícil interpretar la respuesta de Rafferty, a medio camino entre un gruñido y una queja. Ann lo había visto observando el barco de Jack desaparecer por detrás de Miseries, costa arriba.

—Ella no se acostó con él, ¿sabes?

—¿Qué?

—Towner. No se acostó con Jack LaLibertie.

—¿Es tu opinión como vidente?

—Es lo que ella me dijo.

Rafferty parecía sorprendido.

—Al parecer, ella creía que era importante aclarar ese punto —repuso Ann.

Él no contestó.

—Quizá diga algunas palabras por ti cuando vuelva a la tienda —repuso Ann—, Gratis.

—No me hagas favores.

—Si ella estuviera enamorada de Jack LaLibertie, estaría en su casa, no en la tuya. ¿Te has parado a pensarlo?

—Sí, bueno. Quizá.

—Te ha pegado fuerte —señaló ella.

Rafferty se rió. Eso era quedarse corto.

Capítulo 23

Al interpretar la lectura del encaje no existen respuestas incorrectas. Aun así, es fácil obtener resultados erróneos, basta con hacer la pregunta equivocada.

Guía de
la lectora de encaje.

Rafferty no volvió a casa hasta que estuvo seguro de que Towner se había acostado. Por la mañana, salió temprano para llegar a la reunión de Alcohólicos Anónimos en Marblehead.

Cuando llegó a la comisaría tenía tres mensajes de May.

Se llevó el café a la oficina, cerró la puerta y le devolvió la llamada.

—Acabo de telefonear al hospital —dijo ella—, y me han dicho que le dieron el alta a Sophya hace una semana. Mis fuentes me han contado que está alojada en tu casa.

—¿Y? —Rafferty deseó que May nunca se hubiera comprado un móvil.

—Y quiero saber por qué.

Él alargó la mano hasta el cajón.

—Tenía sitio de sobra. Me ofrecí.

—Yo puedo protegerla mejor aquí—dijo May.

—Lo dudo.

—Necesita protección.

—Tengo más armas que tú —dijo él, medio en broma.

—No puedes vigilarla cada minuto.

—Tú tampoco —dijo él—. Además, Cal está en la cárcel. ¿Te han informado de eso tus fuentes?

—Temporalmente —dijo ella.

Eso pareció frenarla. Sólo por un momento.

—No va a funcionar —agregó, como si estuviera tomando una decisión en ese instante.

—¿Qué?

—Vosotros dos.

Eso lo detuvo en seco
a él.

—Los opuestos se atraen —dijo May.

—¿Y?

—Que no sois opuestos… Sois heridos andantes, ambos. Ninguno de vosotros es capaz de mantener cualquier tipo de relación.

Rafferty se preguntó cómo era posible que May supiera tanto de él. ¿Ella también era lectora, o acaso Eva le había contado su historia? Fuera como fuese, no le apetecía discutir con ella su falta de aptitudes para las relaciones. Estaba intentando pensar una réplica inteligente cuando ella prosiguió:

—Cuando rompáis, y créeme, lo haréis, no os separaréis sin más como la gente normal. Os haréis pedazos el uno al otro.

—Consideraré lo que acabas de decirme —dijo él, y colgó.

Estiró el brazo por encima del escritorio para colgar el teléfono, golpeó la taza con el cable y derramó el café por encima de los archivos.

Ése no iba a ser un buen día.

El jefe llegó cuando Rafferty se marchaba.

—Voy a Portland otra vez —dijo él—. Para preguntar por allí.

—Buena idea —asintió el jefe—. Entonces, nos vemos mañana.

—Mañana tengo el día libre.

—Cierto.

Rafferty pasó por casa para decirle a Towner que se iba. Ella no estaba. Comenzó a sentir pánico cuando la divisó por la ventana subiendo la colina desde la bahía. Llevaba los pantalones cortados y la parte de arriba del biquini de su hija. Tenía el pelo mojado. Había estado nadando.

Parecía una persona diferente. Más joven. Casi sana.

—Hola —dijo ella.

—He pasado para decirte que tengo que ir a Portland. —¿Portland, Maine?

—Sí—dijo él—. ¿Quieres venir? —Tan pronto como lo hubo dicho se arrepintió de haberlo hecho. Estaba trabajando, no era una buena idea. Además, no podría soportar otro «no».

—Sí—dijo ella—. Creo que sí.

Capítulo 24

Cada lectora de encaje debe aprender a existir en los espacios vacíos que conforman la pregunta.

Guía de
la lectora de encaje.

Los padres de Angela Rickey vivían al norte de Portland, en una ciudad que era una mezcla gris de campings para caravanas y viviendas para trabajadores venidas a menos. Todos los edificios daban al río y a la papelera cerrada hacía años que ocupaba el único terreno valioso de la ciudad. En la fábrica de ladrillo, hundida en el medio como una hamaca, se podían observar los intentos fallidos de renovación en ambos extremos. El camping de caravanas en el que vivía la familia de Angela estaba justo pasada la fábrica, al fondo del parking que compartían una tienda de jardinería y muebles de exterior y el centro masónico de la zona. En medio del parque, un acceso a la autopista medio terminado (parte de la ampliación cuyo propósito era conectar la ciudad con la I—95 y el dinero de los turistas) proyectaba una sombra sobre la caravana en la que vivía la familia.

Towner esperó en el coche mientras Rafferty entraba.

Fue una visita breve. No habían visto a Angela. No sabían nada de ella. Rafferty sabía que era una apuesta arriesgada —ya había estado allí antes—, pero merecía la pena intentarlo.

—Será mejor que no venga por aquí —dijo su padre—. Me debe dinero.

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