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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (34 page)

No estaba segura de cuál era la respuesta correcta, así que no dije nada.

Verano de nuevo…

Al verano siguiente regresé a la isla. Fue una decisión que tomé con Eva y mi terapeuta. May estaba mejor, y yo también. Ella me mandó una carta en la que me decía que esperaba que fuera durante el verano, que tenía muchas ganas de verme. Beezer no regresó. Le surgió la oportunidad de apuntarse a un campamento de ciencias en Caltech. Todos, incluida May, estuvimos de acuerdo en que debería ir.

Las cosas no eran lo mismo entre May y yo, pero eran tolerables. Y ella estaba bien. La depresión que la había asaltado con tanta fuerza ya había desaparecido, y yo comencé a preguntarme si quizá sabía de verdad lo que era mejor para ella. Tal vez, a diferencia del resto de nosotros, May conocía sus limitaciones y actuaba en consecuencia.

A principios de agosto llegó Lyndley. No estaba programado que viniera. Apareció sin previo aviso, dijo que me echaba de menos y que quería que pasáramos nuestro cumpleaños juntas. Parecía contenta. La habían admitido en dos escuelas de arte, RISD y CalArts. Lyndley me explicó que Cal y la tía Emma insistían en que fuera a CalArts. Querían que se quedara cerca de casa.

Yo había estado viendo a Jack desde Navidades, desde la noche del baile en Hamilton Hall. Sucedió con la inevitabilidad de un sueño. Al principio, ni siquiera parecía que yo le gustara, sólo parecía enfadado conmigo, probablemente porque me parezco a mi hermana, y yo sabía cuánto daño le había hecho Lyndley. Todo el mundo lo sabía. A medida que Jack y yo nos fuimos implicando más, me dije que no importaba, que todo estaba bien, porque había sido Lyndley quien había roto con él. Ella había tomado la decisión.

Había estado colocando trampas con Jack todo el verano. Fue así como empecé a no volver a casa durante días. Trabajamos cuatro días allí, y luego cuatro más en las provincias marítimas canadienses, justo al otro lado de la frontera. Tenía trescientas trampas allí arriba, además de otras trescientas detrás de nuestra isla y en Barker's. El padre de Jack estaba enfermo. «De beber y beber», era como Jack describía los años de pesca y los años de frecuentar los bares de los muelles. Su hígado estaba destrozado. Tenía una artritis grave. Ya no podía pescar.

Jack había intentado que su hermano Jay-Jay se hiciera cargo de las trampas locales, pero Jay-Jay no estaba interesado en pescar langostas. Se mareaba. Así que Jack me contrató a mí. Aunque oficialmente yo estaba viviendo en la isla con May, la mayor parte del tiempo la pasaba con Jack en el barco.

La semana en que Lyndley volvió a casa, Jack y yo habíamos estado en las provincias marítimas, a la vuelta habíamos hecho una parada en la isla de Shoals, donde acampamos en una playa, ya que necesitábamos bajar del barco. Cuando regresamos, estaba preparada para pasar unos días en la isla, sólo por estar en tierra firme. Era más de medianoche, y May no me esperaba hasta por lo menos un día después, pero la lámpara de la cocina estaba encendida. Yo sabía que Beezer estaba en California. Era tarde, y yo deseaba con todas mis fuerzas que mi madre no estuviera esperándome.

Pero no era May. Era Lyndley quien estaba sentada a la mesa de la cocina. Me abrazó durante mucho rato.

—Te he echado mucho de menos —dijo—. No creía que fuera a volver nunca.

»Dios mío, mírate. Te has puesto tan guapa este año…

—Creía que ibas a CalArts.

—Olvídate de CalArts —repuso—. No pienso ni acercarme allí.

Lyndley durmió en mi cama conmigo, dijo que no quería estar sola. Yo me quedé tumbada toda la noche, mirando por la ventana, tratando de no molestarla, hasta que salió el sol y vi el cielo más rojo que he visto en mi vida.

Ella llevaba consigo la foto de graduación de Jack. Cayó de su bolsillo cuando fui a recoger sus vaqueros del suelo, donde ella los había tirado.

Estaba arrugada y gastada. Yo tenía la misma foto, aunque la mía estaba en mejor estado.

Estaba hablando con Jack por radio cuando Lyndley bajó para desayunar. Parecía más delgada de lo que la había visto, más mayor, aunque sólo faltaba un mes para nuestro decimoctavo cumpleaños.

—¿Con quién hablabas? —me preguntó.

—Jack.

—¿Mi Jack?

Me puse de pie y le preparé unos cereales. Estaba segura de que ella quería saber qué estaba pasando, pero yo no quería hablar del tema todavía.

—¿Le has dicho que he vuelto? —Era una pregunta de tanteo. Lyndley no estaba segura de cómo se sentiría él al respecto.

—Aún no —dije yo, como si fuera un gran secreto. Lo era, pero no del tipo que ella pensaba.

Corté unas fresas para acompañar los cereales, porque sabía que era su combinación favorita.

«Y fueron felices y comieron muesli», fue lo que dijo. Pero cogió las fresas y se echó tres cucharadas de azúcar. Se terminó el bol entero. Y entonces hizo algo extraño. Se quitó los pendientes de plata, los que yo había encontrado en Harvard Square, los deslizó por encima de la mesa y me los puso delante.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté, recelosa.

—Lo que es mío es tuyo —dijo, y así fue como supe que lo sabía. Me sostuvo la mirada durante un buen rato, después cogió su bol y se sirvió más cereales.

Yo dejé los pendientes sobre la mesa, entre nosotras. No tenía ni idea de qué hacer. Lyndley volvió a la mesa y se comió el segundo bol de cereales como si no estuviera sucediendo nada fuera de lo habitual.

Finalmente, terminó de comer, llevó los boles al fregadero y los lavó con agua salada. Utilizó un trapo para secarlos, para que no se pusieran blanquecinos por el salitre. Después los guardó, algo que no le había visto hacer nunca.

—Hace un día verdaderamente bonito —comentó—. Va a hacer calor.

El cielo todavía tenía trazas de rojo.

—Voy a salir a inspeccionar la casa —dijo, poniéndose en pie y saliendo.

Era una tradición, inspeccionar la casa Boynton, ver cómo la había tratado el invierno, y normalmente lo hacíamos juntas. Pero ese año no me preguntó sí quería ir con ella. Tampoco recuperó los pendientes.

Nunca le conté a Jack que Lyndley había vuelto. Ahora parece extraño (con todo lo que ha pasado) que nunca tuviéramos esa conversación, pero es cierto.

Ya había anochecido cuando él llegó, y el mar estaba picado por la inminente tormenta que se acercaba. Yo estaba esperándolo en el muelle cuando llegó. Ni siquiera le di tiempo de amarrar el barco, sino que salté, algo que no fue muy inteligente, porque el océano ya estaba revuelto. Creo que él quería quedarse en la isla, al menos durante un rato.

—Sácame de aquí —dije.

Él sabía que yo estaba disgustada. Probablemente se imaginó que había discutido con May o algo por el estilo. En aquella época era bastante habitual que me pelease con mi madre. Cuando ella no estaba distraída, estábamos discutiendo por algo, normalmente tonterías, como quién se había dejado el grifo abierto o quién no había subido la rampa. Así estaban las cosas entre nosotras. No era como yo esperaba que hubiera sido el invierno anterior, cuando lo único que quería era volver a la isla, cuando contaba los días hasta que pudiera volver a casa.

En las trampas de langostas hay una pequeña puerta que los pescadores llaman «la pared fantasma». Es de madera. La vi un día que estábamos retirando trampas. Cuando le pregunté a Jack por ella, me contó que la razón de que esté allí es por si se da el caso de que el pescador no vuelva nunca a por su presa. Si no aparece en mucho tiempo, la madera se deteriora y deja escapar a la langosta. Se supone que es humanitario. No sé si es un invento relativamente nuevo o si las trampas siempre la han tenido. Quizá no era necesaria en el pasado, cuando las trampas estaban íntegramente hechas de madera.

Al final de aquel último día que pasamos juntos, arrastramos una de las trampas de madera viejas, una de las pocas que Jack todavía utilizaba. Busqué la pared fantasma, pero no la encontré. Jack ya había colocado el cebo en la trampa y se estaba preparando para tirarla al agua de nuevo, pero yo estaba obsesionada con dar con la puerta. Estudié la trampa desde todos los ángulos, buscando un lugar por el que la langosta pudiera salir.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó finalmente él.

Fue entonces cuando le dije que ya no quería seguir viéndolo.

Casi se echó a reír, por lo repentino, pero entonces me miró. Yo estaba llorando. Nunca me había visto llorar antes. No soy una persona que llore con facilidad.

—No puedo seguir viéndote —dije.

El se dio cuenta de que lo decía en serio.

—¿Qué demonios está pasando?

No se lo podía contar. No quería que supiera lo de Lyndley. Al menos, no todavía. Necesitaba saber que estaba afligido por mí, y creía que, si le contaba que ella había vuelto, a él no le importaría tanto la ruptura. No sé qué tipo de lógica estaba aplicando; sólo era lo que sentía.

Al principio se puso rojo, después, lentamente, el color lo abandonó. Yo me quedé helada en el sitio, esperando una explosión. Había visto la rabia blanca, nunca en Jack, pero sí en Cal muchas veces. La rabia blanca es una emoción inconfundible. Esperaba de verdad que me pegara. Pero me equivocaba. No me golpeó. Se quedó allí parado por un tiempo que pareció eterno, mirándome fijamente.

—Otra vez, no —fue lo que finalmente dijo. Sus palabras eran hielo.

Durante un minuto no supe a qué se refería. «Otra vez, no.» Nunca habíamos roto, ni siquiera habíamos discutido de verdad. «Otra vez, no» no era una respuesta apropiada.

Entonces, de un fogonazo, lo entendí. Era totalmente apropiada. Fuera lo que fuese lo que yo hubiera querido creer, sabía que el instinto no me había fallado al no contarle que Lyndley había vuelto. Jack se había enamorado de ella desde el momento en que la conoció. Yo sólo era una sustituía, lo más cercano que podía conseguir a lo que quería de verdad, que era mi hermana gemela. Si hubiera sido sincera conmigo misma, me habría dado cuenta de que siempre lo había sabido, sólo que no había querido pensarlo. El golpe que descargó sobre mí fue al corazón, y fue mucho peor que nada físico que hubiera podido hacerme.

Enfadado, Jack metió la directa y puso el motor a toda velocidad.

Cuando rodeamos el lado de barlovento de la isla, junto a los acantilados de Back Beach, el barco ralentizó su marcha, al principio casi de modo imperceptible. Levanté la vista. El cielo estaba más claro de lo que lo recordaba, aunque por el norte estaba cubierto de nubes, era negro y vacío, como si una parte entera hubiera sido borrada. Estuve a punto de decirle algo a Jack entonces, casi le advertí que no redujera la velocidad allí porque las corrientes y la mar picada pueden alcanzarte y puedes perder el barco en esas rocas. Corrí a la proa y me asomé, buscando las sombras que indicaran dónde debían de estar las rocas. «¡No pares!», grité, subiéndome sobre la proa. Veía las siluetas oscuras de las rocas justo debajo. Allí podíamos resquebrajarnos en pedazos, de la misma manera que les había pasado a tantos barcos. Iba a gritarle otra vez, pero la expresión de su cara me frenó. Estaba mirando más allá de mí algo sobre el acantilado.

Mis ojos siguieron la dirección de los suyos. Parpadeé incrédula. En lo alto del acantilado, a unos treinta metros de altura, estaba Lyndley. Estaba descalza y llevaba mi camisón, el que Eva me había regalado por Navidad, el blanco con encaje. Su cabello ondeaba al viento, igual que el camisón. Parecía una diosa sacada de un mito griego. Una oleada de celos me golpeó con fuerza. No sólo porque estuviera allí, tan hermosa, con Jack mirándola de aquella manera, sino porque toda la escena parecía preparada. Ella debía de haber estado esperando un rato sólo para vernos, para que el viento fuera el adecuado y para que el barco apareciera en su campo de visión. Parecía todo tan calculado que era ridículo, y no me podía creer que Jack cayera en la trampa de verdad. En ese momento, odié a mi hermana. Absoluta y totalmente. Quería que muriera. Quería que se cayera por el precipicio y se rompiera en mil pedazos.

El aire era tan denso por la humedad de la tormenta que estaba detenido en el horizonte, aunque avanzaba rápidamente hacia nosotros, espesaba la atmósfera y la oscurecía, hacía que fuera imposible respirar.

Lyndley se estaba inclinando hacia adelante, integrándose en el viento, como el mascarón de proa de un antiguo barco de Salem, con el camisón de encaje hinchándose detrás de ella, iluminada por la luna menguante, las estrellas y sus dobles reflejos del cielo negro y el agua aún más negra. Su rostro era perfecto e inexpresivo, como un lienzo que ella aún no hubiera completado, dejándonoslo para que pintáramos más adelante nuestras propias impresiones de lo que vimos aquella noche. Todo su cuerpo se inclinaba hacia adelante, contra el viento, en un ángulo imposible, y justo en el momento en que me di cuenta de que aquel ángulo no aguantaría, se liberó, obedeciendo las leyes de la gravedad, pero destruyendo las de la perspectiva. Comenzó una larga y silenciosa caída al frío y oscuro océano que había debajo. Dio una sola voltereta, después, cruzó los brazos sobre el pecho, como si ya estuviera muerta, y atravesó la negra agua como una aguja, sin producir siquiera una ola. Había desaparecido para siempre. Así, sin más.

Oí a Jack ahogar un grito, y el sonido me devolvió a la realidad. Nos quedamos de pie mirando durante lo que pareció una eternidad, esperando a que Lyndley emergiera a la superficie, que saliera al menos una vez, pero eso no sucedió. Después, yo estaba en el agua, buceando. Oí a Jack que hablaba por la radio, gritando: «
¡Mayday! ¡Mayday!
» Tomé aire y volví a bajar. Él hizo sonar la sirena, tres toques, la llamada de socorro, después alumbró el agua con el faro de búsqueda, tratando de ayudarme. Luego oí algo caer al agua, y supe que él estaba en el agua también.

Me sumergí una y otra vez, pero el océano estaba vacío. No podía llegar al fondo. Salí a la superficie una tercera vez, exhalé todo el aire, y después hice una enorme y explosiva inhalación y volví a bajar, tan profundamente como pude, dejando escapar el aire al descender para poder llegar a las rocas del fondo, donde sabía que estaría su cuerpo. Sentí que las rocas me arañaban las piernas al rozarme contra ellas, empujándome con ellas, obligando a mi cuerpo a permanecer abajo. Entonces, de repente, el océano dejó de estar vacío y pareció llenarse de todo lo que cualquiera había perdido en algún momento: un ancla, una botella, una vieja trampa de langostas. Me dolían los pulmones, primero de aguantar el aire, después por la falta del mismo. Cada partícula de mí quería salir a la superficie, pero sabía que, si emergía, no volvería a bajar otra vez.

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