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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (31 page)

Pensé en hacerle notar la ironía de la situación, pero mi hermana no era tan irónica como yo y, además, no sabía qué había hecho con la botella realmente, así que no dije nada. Estaba empezando a ponerme nerviosa, no porque me importara que se fumara un porro —casi no conocía a nadie que no lo hiciera—, sino porque yo era de las pocas chicas buenas que quedaban, y era consciente de ello. Había intentado fumar el verano anterior con Lyndley y, básicamente, no pasó nada. Tan sólo me hizo toser, lo que me hizo sentir gruñona y muy poco guay.

De algún modo, me estaba enfadando con Lyndley otra vez.

—¿Esto es lo que estamos construyendo? ¿Un fumadero de opio?

—No es opio.

—Ya sabes a qué me refiero.

—No seas tan exagerada.

Crucé la habitación y me senté tan lejos como pude, al lado de la ventana, en la mejor de las dos sillas que habíamos cogido de casa de Eva. Ya no tenía mimbre, así que me senté haciendo equilibrios en el borde, intentando no colarme por el agujero.

Fruncí el entrecejo. Lyndley dio otra calada, inspiró profundamente y después se levantó del colchón y se acercó hasta mí. Supuse que iba a echarme el humo a la cara. Habíamos probado eso el verano pasado, pero no había funcionado; tan sólo me quedé con una peste a hierba en el pelo y en la ropa. En lugar de exhalarlo, se agachó y me besó en la boca. Digo que me besó porque eso fue lo que pensé que estaba haciendo; yo la aparté de mí y ella rompió a reír, ahogándose con el humo.

—Por Dios, Towner, eres tan jodidamente estirada…

—Que te den —dije, intentando demostrarle que no tenía razón.

Al final ella cogió el envoltorio de las velas, hizo un tubito y sopló el humo en mis pulmones; eso sí la dejé hacerlo.

No tosí, y después de muchos intentos me subió. Sólo lo sé porque me senté otra vez en el colchón y observé cómo Lyndley arrojaba una bolsa de velas sobre la mesa. Después cogió la botella de vino vacía, prendió la vela y fundió la cera de colores por los bordes en pequeñas gotas. Cada vez que se acababa una vela, prendía otra, hasta que la botella de vino desapareció y no quedó más que un arco iris de cera. Sé que estaba colocada porque recuerdo pensar que era una de las cosas más fascinantes que había visto nunca.

—Creo que estoy colocada —dije finalmente, y Lyndley empezó a reírse.

—¿Tú crees? —repuso, y las dos reímos hasta que no pudimos más.

Cogió la única vela que quedaba y la puso en el pico de la botella.

—Voilá
—dijo.

Después me quedé dormida. Cuando desperté, Lyndley estaba sentada en la silla mirando por la ventana. Me recordaba a uno de esos cuadros en los que se ve a las mujeres de los capitanes oteando el mar, buscando un mástil en el horizonte. La habitación estaba terminada. Tenía buen aspecto. A la media luz de la puesta de sol y el destello de la vela, ella estaba preciosa. No es que no fuera siempre hermosa, pero la luz del sol iluminaba su pelo, y éste relucía dorado y rojizo a su alrededor como el halo de un ángel o algo por el estilo, de una forma que normalmente nunca asociarías a Lyndley. La imagen fruto del sueño drogado tardó un rato en desvanecerse.

—Oh, Dios, ¿qué hora es? —dije, volviendo de golpe a la realidad y saltando como un muelle del colchón.

—No es tan tarde.

—May está esperando la efedra —dije.

—Sabía que ibas a tardar un rato.

—Subirá la rampa.

—No lo hará. Estaba fanfarroneando—replicó Lyndley.

—De ninguna manera. May no fanfarronea.

Gateé por la habitación, desordenando las cosas, intentando encontrar la pequeña bolsa con hierbas que Eva nos había dado.

La encontré, reuní el resto de mis cosas y me dirigí a la escalera.

Volví la vista.

—¿Vienes?

—Me voy a quedar aquí un rato.

—Le dijiste a Eva que te quedabas en la isla.

—He cambiado de opinión.

—¿Por qué?

—Se está bien aquí… Quiero quedarme.

Estaba segura de que mentía.

—No puedes dormir aquí.

—¿Por qué no?

—Porque te meterás en un lío.

—¿Quién se lo va a contar? ¿Tú?

—No, pero no es un buen sitio para quedarse.

—¿De qué estás hablando?

—Son los muelles.

—Los muelles son más que seguros.

Entonces vi llegar el barco de Jack. Estaba hundido en el agua, cargado de langostas, probablemente de Canadá, donde había más en esa época. Lo observé desde la ventana mientras amarraba. El levantó la vista, sonrió. No llevaba camisa y estaba muy moreno.

La sonrisa era íntima. Sentí que me ponía roja, lo que me enfadó. Entonces noté que Lyndley estaba detrás de mí, y de inmediato supe que la sonrisa era para ella.

Él estaba de pie al lado de un hombre con una carpeta con clip, señalando la bodega, negociando el precio de su captura. Una oferta, una negación con la cabeza, y después el hombre bajó y echó otro vistazo a la bodega. Jack levantó el dedo índice y puso los ojos en blanco, dando a entender que tardaría un minuto. El hombre se volvió y se enganchó con un clavo, haciéndose un enorme agujero en la parte de atrás de los pantalones. Jack abrió unos ojos como platos y le preguntó a Lyndley qué debía hacer con una mirada rápida. Ella le respondió que no dijera nada llevándose un dedo a los labios, así que Jack trató de mantener el gesto impasible cuando el hombre regresó tranquilo hasta donde estaba él, totalmente ajeno a lo que había pasado. La negociación prosiguió y por fin hubo un apretón de manos. Jack y Lyndley continuaron mirándose mientras el hombre hacía cálculos. Después, Jack firmó el recibo, el hombre sacó su talonario y el trato se cerró.

—Te van a pillar—le dije entre dientes a Lyndley mientras Jack echaba a andar hacia el embarcadero. Estaba intentando ser la voz de la razón, pero sonaba más como un demonio de unos dibujos animados raros.

—No, a menos que tú lo cuentes.

—Entonces, te vas a quedar embarazada.

—Todavía no me he quedado embarazada.

—Una vez. Simplemente tuviste suerte.

—He estado viéndolo todo el año. Además, utilizo un método anticonceptivo. No soy estúpida, ¿sabes?

Pero yo me había quedado atascada en la primera frase.

—¿Has estado viéndolo todo el año?

—El venía en coche al colegio… los fines de semana.

La miré fijamente.

Alta traición.

—Estamos enamorados, Towner. Quiere que nos casemos y nos vayamos a Canadá.

No lo entendía. Todo lo que estaba diciendo empeoraba las cosas. Lo que me molestaba tanto no era que hubiera estado viendo a Jack, sino que no me había contado que estaba viendo a Jack.

—Él quiere casarse —repitió, como si eso ayudara.

—Es el tópico más viejo del mundo. —Mi intención era decir uno de los clichés de Eva, pero acabé repitiendo una frase de Cal.

Fue un golpe directo.

—¿No me dirás que crees en esa chorrada de «… y fueron felices y comieron perdices»? —Tenía que seguir.

—¿Y por qué no? —Ella estaba tratando de parecer desafiante, pero su voz ya había empezado a debilitarse.

—¿Para qué comprar la vaca cuando puedes conseguir la leche gratis?

No quería decir más, pero me arrastraba la rabia. Era tan fácil… No tenía que usar el lenguaje vulgar de Cal; me bastaban los viejos tópicos de Eva. Con tan sólo unas cuantas pullas bien dirigidas, había conseguido meter a Cal Boynton en la habitación igual que si él mismo hubiera subido la escalera, escupiendo sus blasfemias y acusaciones. Había acertado de pleno en el objetivo.

—Deberías venir a casa —dije, consciente de que había ido demasiado lejos por la expresión de su cara y sintiéndome mal por ello.

Entonces se oyeron unas pisadas en la escalera y Lyndley dio un respingo. Después, Jack dijo «hola» en voz alta. Su voz era ciara y alegre, todo un contraste con el ambiente que yo acababa de crear.

—No voy a ir a casa —dijo ella. Estaba intentando alegrarse también, pero el espíritu la había abandonado: yo me había apoderado de él.

Quería decirle que lo sentía. Quería llorar y abrazarla. Pero no quería que se quedara allí con él. Algo de las acusaciones de Cal del verano anterior había calado en mi interior. Una parte de mí, una pequeña y extraña, pensaba que quizá él tenía razón, que tal vez mi hermana era lo que él había dicho que era, una puta. Traté de borrar el pensamiento, pero Lyndley sabía lo que yo estaba pensando.

—No te voy a encubrir, si es lo que estás pensando —fue lo que finalmente dije.

—Nadie te lo ha pedido —replicó ella, apostando por la dureza, pero su voz carecía de fuerza. No podría haber leído mis pensamientos con más claridad ni aunque hubieran estado escritos en la pared.

Bajé la escalera justo antes de que Jack entrara. La marea no estaba lo bastante alta para saltar porque, de lo contrario, habría saltado por la ventana. Me escondí entre las sombras para que no me viera. Entonces subí al whaler. Los oía hablar en el piso de arriba. Observé su perfil en el marco de la ventana.

—¿Qué sucede? —le oí preguntarle a Lyndley.

—Nada —repuso ella con tanto entusiasmo como pudo—, todo va bien.

Entonces, él se acercó y la besó.

Los brazos de ella colgaban laxos a los lados. Ella no le devolvió el beso.

Estaba oscureciendo cuando regresé. Lyndley tenía razón: May no había subido la rampa. Había sido un farol.

Yo estaba claramente de mal humor. Ni May ni Beezer preguntaron dónde estaba Lyndley, así que no tuve que mentir. A nadie le gustaba dirigirme la palabra cuando estaba con uno de mis enfados. En general, me dejaban en paz.

Lyndley había acertado en ambas cosas: May no había subido la rampa y no había tenido que encubrirla. Pero lo habría hecho si se hubiera dado el caso: yo también me había echado un farol.

A finales de agosto Cal sacó a Lyndley del Miss Porter. Había tenido lugar un «incidente» en el club para el que navegaba y lo habían expulsado del equipo. Estaba desolado. Empezó a beber durante el día. Hizo una llamada al colegio de Lyndley e insultó a la directora. La culpó a ella y al colegio de la corrupción de su hija. Cuando Eva llamó a la directora, el daño ya estaba hecho. Aunque hubiesen querido readmitir a Lyndley (y hubo algunas insinuaciones de que no había sido la estudiante más fácil de disciplinar), no querían tratar con Cal Boynton… Asunto zanjado.

Eva se quedó lívida. Nada de lo que dijera cambiaría su decisión. Finalmente, llamó a alguien que conocía en el colegio Pingree y matriculó a Lyndley en secreto para el semestre de otoño. Entonces, dejó a mi hermana al cuidado de May y se fue a Florida, donde vivían los Boynton.

—No dejes que salga de la isla —dijo Eva—. Y mantén la rampa subida.

Vivir en cautiverio debería haber crispado profundamente el estilo de vida de Lyndley. Había estado jugando a las casitas con Jack en el embarcadero casi todo el verano sin que los pillaran. Debería haberle molestado. Pero parecía resignada a su destino. Parecía casi aliviada.

Me disculpé de cuantas maneras fui capaz. Le dije que nada de lo que había dicho era en serio. No discutimos; me dijo que lo entendía, que yo tenía razón.

Yo estaba empezando a preocuparme de verdad por ella.

Eva no tenía buen aspecto cuando regresó de Florida.

—Cal trasladará a la familia a la costa Oeste —le dijo a May—. Navegará para San Diego.

Vendieron la casa de Florida y Cal le devolvió el dinero que le debía a Eva, lo que quería decir que ella ya no podía ejercer presión sobre él.

—¿Emma irá con él? —Me di cuenta de que May todavía albergaba esperanzas.

—Sí, quiere a toda la familia reunida allí. —Eva sacó un billete de avión del bolso y lo dejó sobre la mesa, entre ellas. Evidentemente, era para Lyndley.

—De ninguna de las maneras —dijo May.

Eva sacó una carta del bolso escrita a mano por Emma.

May leyó la carta una vez, y después una segunda.

—¿Está dispuesta a renunciar a la custodia? —preguntó. Yo estaba segura de que era algo que nunca se habría esperado.

—La he convencido —dijo Eva—. No fue fácil.

—¿Se atendrá a ello?

Mi tía se encogió de hombros.

—En realidad, no importa. Ya he hablado con mi abogado —dijo—. La carta nunca se aceptará en un tribunal. No si Cal protesta, lo que por supuesto hará… Si Emma estuviera dispuesta a contar los hechos, entonces quizá tendríamos una oportunidad.

—Eso no sucederá nunca —aseguró May.

Sabíamos que estaba pasando algo. Incluso Beezer había estado escuchando detrás de las puertas cerradas, pero no oía nada, así que al final se dio por vencido. Eva y May eran buenas. Se encerraban en la cocina para que no se las oyera, dejaban habitaciones entre ellas y nosotros para bloquear el sonido, la despensa por un lado y el porche de atrás por el otro. Aunque yo había conseguido colarme en el porche de atrás; forcé la cerradura y, una vez dentro, me escondí detrás del perchero para que no me vieran.

No osé moverme hasta que terminaron de hablar. May se quedó sentada a la mesa durante mucho rato después de que Eva hubo marchado. Finalmente, se puso en pie y comenzó a preparar sándwiches para todo el mundo, sándwiches verdaderamente malos con mantequilla de cacahuete, a la que Beezer era alérgico, y con pepinillos, que me daban arcadas.

Acabé contándole a Lyndley lo que había oído, selectivamente. Le dije que Cal quería que ella fuera a San Diego, pero que su madre había escrito una carta diciendo que podía quedarse con nosotros. Le dije que cambiaría de colegio, y aunque parecía sospechar, creo que le gustó la idea de quedarse, aunque cada vez era más difícil saberlo a ciencia cierta.

Aun así, ella estaba alterada. Me presionó para que le contara más detalles sobre San Diego, y le dije que habían despedido a Cal del equipo de Florida. Me daba cuenta de que estaba preocupada por esa parte, pero cuando lo pensó, intentó sacarle el lado bueno. «San Diego es un club mejor», dijo, pensando que tal vez sólo eso mejoraría las cosas y que Cal estaría más contento.

No le expliqué ninguna de sus exigencias. Me comporté como si él también hubiera firmado la carta. Lyndley no tenía ninguna razón para pensar que Cal quería que ella se marchara de allí, puesto que él ya le había dado permiso el año anterior.

Me sentí un poco mal por lo que no había incluido, pero sabía que no podía contárselo. Después de eso tuve que dejar mi mente tan en blanco como pude, porque ella también era lectora y no quería despertar verdaderas sospechas.

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