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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (43 page)

Y llega un momento en el que me dejo ir. Comienzo a morir. Sería tan fácil… Descansar aquí con las conchas y las piedras suaves. Estuve aquí una vez, y era perfecto. Tranquilo. Pero ahora no. Ya no. Porque ya no es lo que quiero. Era lo que Lyndley quería, no yo. Yo no quiero morir en el agua, no quiero morir en el túnel. Intento quererlo, pero no puedo. Tengo que salvar a Angela. Y a su bebé. Y, me doy cuenta por primera vez en la vida, tengo que salvarme a mf misma.

Se me empieza a escapar el pelo de Angela de entre los dientes. Me lanzo a cogerlo, atrapo los mechones dentro de mi puño, liberando todo lo que está oculto. Al igual que el pelo de May, el pelo de Angela esconde secretos. Es una red de pescar, que atrapa la magia al pasar, y ahora libera un tesoro tras otro: los milagros, el velo, la imagen de la Virgen María. Todos atrapados en la red de encaje de su pelo, todos indicando el camino.

Al empujarla delante de mí, veo el entramado de encaje que forma su cabello y, a través de él, la luminiscencia. El caballito de mar nada delante de nosotras, dentro de la red de luz. Es el caballito de mar que vi por primera vez en el cabello de May, cuando era pequeña. Este símbolo es mío, ahora me doy cuenta, y lo sigo al interior de la red, diviso algo en la distancia… y veo… un débil destello verde. Después, cuando desplazo atrás la mano para dar la brazada, el pelo de Angela se aparta del camino y me percato de que el destello no desaparece. Hemos encontrado la salida del túnel. Estamos nadando hacia la luz.

Emergemos a la superficie en el embarcadero. Bajo el muelle. Saco a Angela al aire libre. Jadeamos para recuperar el aliento.

Me las arreglo para ayudarla a subir al piso de arriba de la casa de juegos. Ella se sienta en la cama, se echa sobre un costado.

—¿Estás bien? —le pregunto.

—Creo que sí —dice, aunque estoy segura de que no lo está. Gira sobre sí misma otra vez, gime.

—Voy a buscar ayuda —le digo, y abro la ventana de la estancia para iluminar mi camino. Ella se esfuerza por asentir.

Hay un teléfono público en los muelles. Estoy bajando la escalera cuando veo a los discípulos con túnicas. Están sentados al otro lado del canal, en el banco donde suelen reunirse los ancianos. Los ancianos han abandonado el banco; se han ido a ver el incendio, como todo el mundo en la ciudad. En su lugar hay tres figuras ataviadas con túnicas mirando hacia el embarcadero. Después, cuando echo un vistazo al otro lado del agua, al muelle opuesto, veo que hay más. Se están alejando de la casa. Las antorchas siguen prendidas. La turba. Prenden fuego a la hierba, a los edificios, a cualquier cosa que arda.

Subo la escalera corriendo. Angela está arrodillada.

—Vendrá a buscarme. Sé que lo hará —dice ella.

—¿Quién?

—El reverendo Cal.

—Cal está en la cárcel —digo yo.

—No, no lo está, ha salido. Debería estar aquí. El reverendo Cal vendrá a buscarme. Nos vamos a Las Vegas. Nos vamos a casar.

—Ponte de pie. —Intento sacarla de la cama.

—Él ya debería estar aquí. Dijeron que estaría aquí. —Está mirando por la ventana, escudriñando la multitud.

»—El reverendo Cal vendrá. Lo prometió.

—¡Apártate de la ventana! —La cojo y tiro de ella hacia atrás.

Angela rompe a llorar. Los ojos me engañan. Veo…

Lyndley de pie en el mismo lugar. Llorando. Nuestro primer verano juntas. Tenemos trece años. Seguimos repitiéndonos lo felices que deberíamos estar por ser adolescentes, que ahora todo cambiará para nosotras y será mucho mejor, pero este verano ya ha cambiado todo. Es horrible. Siento su dolor. Han sucedido cosas horribles. Cosas que no puedo decir, ni siquiera pensar. Le ocurrieron a Lyndley, pero yo también las siento; en algún oscuro lugar gemelo, siento cada golpe. Sé de cada vez que Cal fue a su cama. Ella podía manejarlo, decía. Ella podía manejar las cosas siempre y cuando estuviéramos juntas, siempre y cuando estuviera en la isla y estuviéramos juntas. Eso era lo que decía, pero se equivocaba. No podía manejarlo. No podía manejarlo, al igual que yo tampoco podía.

«
Tenemos que contárselo a alguien», dije yo.

Él dijo que pararía. Lo prometió.

El sonido de más camiones de bomberos me devuelve al presente, proceden de todas las ciudades adyacentes, que están respondiendo a la llamada de alarma que Salem ha emitido.

Las antorchas avanzan. Ahora hay incendios en la calle que baja desde la casa de Eva. Un jardín. Un cobertizo.

Avanzan hacia nosotras.

Son todas las razas, todas las religiones. Son
flash—backs.
Son alucinaciones. La turba furiosa: los agricultores cuyas cosechas se han estropeado, el vecino con el niño recién nacido. Son todas las personas que alguna vez han estado lo bastante dolidas o enfadadas con lo que les ha tocado en la vida como para buscar a alguien a quien culpar.

—¿Qué vamos a hacer? —Angela se vuelve hacia mí.

Como si yo tuviera la respuesta. Como si yo alguna vez hubiera tenido alguna respuesta.

Entonces lo veo. La respuesta. Es inmediata, nos rodea. Está en el destello de la luna que brilla sobre el tejado dorado de la Casa de Aduanas. Pienso en Hawthorne y en las historias que escribió, sentado a su escritorio allí dentro. Incluso después de abandonar la ciudad, no pudo huir. Escribía sobre Salem.

Pienso en Ann Chase. Y en lo que dijo sobre los calvinistas el día del funeral de Eva: «Yo no querría su dios, si su dios no es lo bastante poderoso para librarlos del miedo que nos tienen. ¿Qué clase de dios débil y cobarde es ése?»

Y mi mente vuelve hacia Ann y hacia el primer hechizo que la vimos hacer. Lyndley y yo estábamos sentadas en la bahía más allá del muelle, espiando desde la oscuridad. Riéndonos mientras observábamos a Ann y a sus amigas hippies levantar los brazos hacia la luna llena y bailar en círculos al final del muelle. Estaban haciendo sus hechizos de amor. Y nosotras no hacíamos más que reír y reír, porque aunque no podíamos oírlas, parecían totalmente idiotas, como las verdaderas creyentes, bailando de esa manera con las manos elevadas a la luna llena y con los futuros amores de sus vidas ante ellas. Recuerdo que pensé que, aunque eran más mayores que nosotras, eran demasiado jóvenes, demasiado inocentes y creyentes. Porque el mundo no funciona así, ni siquiera para los que creen de verdad.

—¿Qué vamos a hacer? —Angela solloza mientras los calvinistas se acercan.

—Vamos a darles lo que quieren.

Ella me observa mientras yo elevo las manos hacia la luna llena.

—Levanta los brazos —le digo, y ella lo hace.

«Enfrentaré a mi dios contra el vuestro cualquier día», es lo que les digo a los calvinistas. No es a su dios a quien rezo, ni a las diosas de Ann. El Dios al que estoy rezando no es masculino ni femenino. Mi dios es uno que existe al margen de los planes de los hombres, el dios que te lleva cuando no hay lugar al que ir.

—Por favor —suplico.

Angela y yo estamos de pie con las manos en el aire. Nuestras manos están elevadas hacia la luz, que yo creía que era la luz de la luna llena, aunque ahora me doy cuenta de que no es una luz, sino muchas. Las luces que avanzan hacia nosotras en formación, suspendidas sobre el agua como ovnis diminutos.

Los calvinistas también las ven. Y eso los detiene, así, sin más. Los hombres de túnica, los que estaban bloqueándonos al otro lado del agua, ahora salen corriendo. Los observo mientras la formación cambia otra vez y se convierte en las luces de lo alto del Golden Gate.

«Confía en tu don», oigo la voz de Eva en mi cabeza… Y entonces rompo a reír.

Angela ve que funciona, pero no entiende la broma. No es sólo que nuestras oraciones hayan sido respondidas, sino que lo han sido de forma tan inmediata y absoluta y con un sentido de la elegancia y la ironía que sólo puede ser obra del verdadero Dios. Porque cuando pedí ayuda, Dios me envió los símbolos de mi propia muerte. Primero la luna. Luego el Golden Gate. Pero me equivocaba sobre qué estaba viendo. Ahora lo sé. Las imágenes nunca son incorrectas; sólo era mi interpretación lo que no era correcto. Los tesoros del agua no eran los símbolos de mi muerte, sino de mi supervivencia.

Y entonces, un sonido atraviesa el silencio, la sirena obligatoria, mientras el Golden Gate se transforma en el barco de fiesta, y el barco gira para entrar en el canal entre el embarcadero y el muelle Derby.

Los calvinistas se repliegan y se apartan del camino del enorme barco lleno de juerguistas borrachos y la música a todo volumen y de todo de lo que ellos reniegan mientras el barco entra al puerto.

—¡Salta! —digo.

Saltamos al agua cuando pasa el barco, que se interpone entre nosotras y los calvinistas, tapándoles la vista. Saltamos justo cuando otros hombres con túnica llegan a la parte de atrás del embarcadero, los listos que han venido caminando en lugar de nadando de un muelle al otro. Echan abajo las puertas y se apresuran escaleras arriba, sólo para encontrar que hemos desaparecido, lo que confirma su fe en nuestros poderes. Caen postrados de rodillas, se golpean el pecho y rezan para la liberación de seres como nosotras.

Nadie nos ve saltar. El capitán del barco está demasiado ocupado intentando atracar. Los juerguistas miran más allá de donde estamos nosotras, hacia la ciudad y la casa de Eva, preguntándose qué serán las luces, los camiones y el humo, que, ahora que los bomberos han comenzado a contener el fuego, se ha vuelto blanco.

No miramos atrás. Nadamos juntas, Angela y yo. En la entrada de la bahía, encuentro una pequeña barca. Tengo que emplear todas mis fuerzas para subirla a bordo y ella cae contra el casco jadeando, exhausta.

La luz de la luna dibuja un sendero directo a Yellow Dog Island, iluminando nuestro camino. Es una noche preciosa, una de las últimas noches cálidas del verano. Despejado aquí en la bahía, pero cubierto de niebla en el océano abierto. La luna llena se ve a través de la película de vaho, un faro difuso que ilumina el camino que da directamente a Back Beach.

La magia está de nuestro lado. La marea es alta, la luna perfecta. Flotamos hasta el interior de Back Beach sobre las olas, en un mar de fosforescencia brillante.

Le digo a Angela que se quede en el barco. Unos cuantos perros salen de sus cuevas para ver qué sucede, pero no se acercan.

—No te harán daño —digo—. Voy a buscar a May.

Ella asiente, confía en mí. Apenas se mueve, pero veo un poco de sangre en el barco y muchísima agua. El bebé ya viene.

Atravieso la playa corriendo, cogiendo el camino nuevo y evitando la parte en la que el océano ha comenzado a erosionar los acantilados, recuperándolos poco a poco.

En lo alto del camino, giro a la izquierda, lejos de la casa de tía Emma, con su porche caído, y hacia las luces distantes de la casa de May, en el extremo más alejado de la isla.

Cruzo el diamante del campo de béisbol hacia la carretera polvorienta, dejando a la derecha la perrera de piedra y a la izquierda las púas de roca desde las que Lyndley saltó como si del fuerte de un castillo se tratara.

Veo el viejo coche, una glicina crece a través de la luna rota, se enreda en la antena.

Algo me detiene, una presencia. Él está apoyado contra el coche. He estado a punto de no verlo, sin afeitar, en vaqueros y con una camiseta. Pero su presencia es inconfundible. Me recorre un escalofrío hasta los pies. Me quedo helada.

—Sophya —dice él, avanzando hasta ponerse delante de mí, cortándome el paso. Su tono es autoritario. La forma en que lo dice me hace darme cuenta ahora de por qué cambié mi nombre, tenía que hacerlo. No podía soportar oír mi nombre en voz alta. Por cómo lo decía, sibilante, como una serpiente. «Sophya» era un nombre que se podía susurrar por la noche. Muy bajo, para que nadie pudiera oírlo. Lo suficientemente bajo para que ni siquiera despertara a mi madre.

Estoy ante el horizonte en el que todas las líneas confluyen. Todas las líneas de perspectiva que he dibujado sobre cada superficie de mi vida. Es el punto muerto. Cada hilo parte de este punto, cada hilo vuelve a él.

Hemos estado aquí antes. Sé qué sucederá ahora. Cuando los perros comienzan a aparecer, no me sorprende en absoluto.

Byzy
está sobre las rocas; tras él, los demás. Cuento diez, después veinte, luego más. Salen de sus escondites suave y silenciosamente.

Cal ni siquiera ve que está ocurriendo hasta que está rodeado. Cuando finalmente los ve, hay terror en su rostro, pero también reconocimiento. Hemos estado juntos en este punto muerto antes, Cal y yo. Cal en el barco que robó de San Diego. Deshidratado y al borde de la muerte. Perdido en el mar. Y yo aquí, perdida en esta isla, en el mismo punto en algún momento del tiempo. Compartimos la misma visión, la misma alucinación. Los dos hemos visto el mismo final. Y los dos sabemos que yo soy la encajera de esta pieza. Los dos sabemos que lo que suceda a partir de aquí depende de mí.

Los perros están cerrando el círculo alrededor de él. De la misma manera que los hombres de túnica lo estaban cerrando sobre nosotras, avanzando silenciosamente. Los ojos de los perros brillan, enseñan los dientes.

—Has venido a buscar a Angela —digo yo.

—Sí —dice él—. He venido a por ella.

—No puedes tenerla —replico.

Cuando digo eso, los perros llevan a cabo su ataque. Están encima de él antes de que yo tenga la oportunidad de decir una palabra más, rasgando su ropa, su carne. Y exactamente igual que en el sueño, sé que no puedo detenerlos. Esta vez sé la palabra. Pero esta vez lo que es diferente es que no sé por qué querría hacerlo.

Entonces, aparece Angela. Va hacia Cal, intentando interponerse entre él y los perros.

—¡Parad! —les grita, pero lo único que logra es enfurecerlos más.

—¡Quítate de en medio! —le grito.

Ella no se mueve, y veo en sus ojos lo que May vio aquella noche en los de la tía Emma. Es lo que la incapacitó para apretar el gatillo y detener todo esto, lo que le hizo perder la oportunidad que le había sido dada.

Por la razón que sea, Angela quiere a Cal Boynton. Lo ama lo suficiente para morir por él.

—¡Por favor! —Ahora está llorando, intentando acercarse a él.

Uno de los perros se vuelve hacia ella, le muerde el antebrazo. Veo la sangre manar.

Estoy indignada. Tanto por ella como por él. Toda la rabia de mi infancia se desata, y por un momento pienso que los dos deberían morir juntos. Que se merecen el uno al otro. Que se merecen este final. Pero hay una cuarta persona aquí. Puedo ver su rostro. Está aquí con nosotros. Mi hermana. La veo de joven, veo en qué se convertirá cuando crezca, en lo que quiere convertirse si tiene la oportunidad en esta ocasión. Y yo le debo esa oportunidad.

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