La lectora de secretos (13 page)

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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

Piensa que todos nos quedaremos impresionados. Desearía que hubiera venido su compañero en lugar de él. «Traté de sobornar al tipo, pero no hubo forma.» Piensa en que nunca ha sido bueno dando malas noticias. «Menos a una familia de locos como ésta. Traté de explicárselo a la señora. Se lo dije cientos de veces: "Tiene que hacerse cargo de la inválida. Es su hija, por el amor de Dios." Nunca me ha ido bien con estas familias ricas de toda la vida. Aunque sean el pan que me llevo a la boca. Nunca entenderé su forma de proceder.»

—¿Estás bien? —me dice Anya, cogiéndome del brazo.

Me he quedado mirando fijamente al abogado. Creo que se me nota en la cara.

La ansiedad se palpa en la habitación. No es sólo el abogado. Todo el mundo está absorbiendo la energía. O quizá es la situación.

—¿Quieres un vaso de agua? —me pregunta May agachándose a mi lado.

Ella y mi tía son las únicas personas en la estancia que no están nerviosas, mi tía porque es ajena a todo y May, ahora me doy cuenta, porque ya sabe lo que va a decir el abogado.

Me sirve un vaso de agua y lo desliza por la mesa como si fuera una pieza en un tablero de ajedrez. Aunque tengo sed, no lo toco.

El silencio reina en la habitación mientras el abogado lee el documento en voz alta. Cuando termina, nadie dice nada durante un buen rato. Él se aclara la garganta. Entonces, como si nuestra expresión colectiva de choque fuera una muestra de incomprensión, pone la nota de color y parafrasea lo que acabamos de oír.

—El propósito del testamento es sencillo —dice—. Salvo las tierras familiares en Ipswich, que se legan a la primera iglesia con el objetivo expreso de construir un campamento para niños ciegos, el grueso del patrimonio se ha dejado a Sophya en fideicomiso… para disponer como ella desee.

—¿Qué?… —exclama Anya. Ella es la única lo bastante imprudente para decirlo en voz alta. «¿Qué pasa con la tía Emma?», es la última parte de ese pensamiento. En su descargo hay que decir que se interrumpe a media frase.

Miro a May, que me mira a los ojos pero no flaquea.

—¿Estabas al tanto de esto?

—Sí.

—¿Y te pareció bien? —Estoy tan impresionada como Anya.

—Era el dinero de Eva. No importa lo que me parezca a mí.

—De hecho, May fue una de las testigos de la firma. —El abogado me muestra la firma de mi madre.

—¿Por qué? —pregunto.

May aparta la mirada.

—Evidentemente espera que te quedes y te hagas cargo de Emma —responde Beezer.

Veo la expresión en el rostro de la tía Emma.

—Nadie tiene que hacerse cargo de Emma —replica May—. Ella se ocupa de nosotros la mayoría de las veces, ¿o no es cierto?

Emma intenta sonreír.

—Pero es su hija —dice Anya—. Imaginaba que dejaría un fideicomiso o algo así.

—Parece que has pensado mucho en ello. —El tono de May es gélido.

—Sólo quería decir… —empieza Anya.

—Me gustaría que te quedaras —dice Emma—, Sería tan bonito…

No puedo articular palabra.

—No tienes que quedarte —dice May—, Y siempre puedes rechazar la herencia.

—¿Qué pasaría si renuncio? —le pregunto al abogado.

—Si renuncias, la totalidad de la herencia iría a parar a la Iglesia.

—¿No a Emma?

—Eva fue muy específica al respecto. El doctor Ward parece asustado.

—No creo que fuera la intención de Eva. Estoy seguro de que ella habría querido dejar resuelta la situación de Emma. —Se vuelve hacia May en busca de confirmación.

—No me mires a mí. Todo depende de Sophya. Jaque mate.

Capítulo 11

En 1820 llegaron a Boston las primeras máquinas para hacer encaje, y durante unos años ambas industria florecieron a la par. En 1825 ese período acabó. La marea de la industria había cambiado, de la misma manera que las arenas del rio Ypswich se habían desplazado cerrando la bahía, con el consecuente traslado del negocio marítimo a ciudades como Salem y Boston. Ypswich volvió a sus orígenes agrícolas, las mujeres de Ypswich volvieron a ser las esposas de los granjeros y el encaje se convirtió en un pasatiempo que transmitir a las hijas, como coser y hacer pan (aunque menos importante que cualquiera de esas dos actividades).

Guía de
la lectora de encaje.

Permanezco en vela toda la noche embalando encaje. Retiro cada pieza de cada una de las mesas y cajones. La única que dejo es el cobertor de la cama de Eva, porque es donde Anya y Beezer están durmiendo y no quiero despertarlos.

Cuando acabo, envuelvo las piezas de encaje en papel blanco y las ato con un lazo de seda que he encontrado en el armario de Eva. Parece un regalo de boda. Pongo sus nombres en el paquete.

—¿Qué se supone que voy a hacer con esto? —oigo que le pregunta Anya a Beezer mientras bajo la escalera.

Beezer hace una mueca. Anya se percata de que estoy allí y vuelve.

—Es un bonito detalle por tu parte, Towner, de verdad. Es sólo que no soy una persona de encajes.

Me abraza. Intento sonreír.

El taxi llega tarde. Beezer intenta contactar con la empresa de taxis por teléfono y cuelga frustrado.

Se oye un claxon fuera.

—Ya ha llegado —Anya se pone en marcha hacia la puerta.

—¿Estás segura de que no puedes venir a la boda? —me pregunta Beezer.

—No tengo pasaporte. —Se lo dije anoche.

—No hay nadie que no tenga pasaporte —sonríe Beezer—, Excepto tú.

—Y probablemente May —digo.

—Sí, es probable.

Lo abrazo otra vez, y luego a Anya.

—Os deseo lo mejor —le digo a ella, consciente de que suena formal, pero recordando lo que Eva me dijo: nunca se felicita a la novia.

—Está bien si vendes la casa —dice Beezer—. Sé que Eva estaba intentando que te quedaras, pero no era una buena idea.

Siempre es capaz de leerme el pensamiento.

—Nadie te culpará —asegura.

»A1 menos piénsalo —añade después de un minuto.

Asiento con la cabeza.

—Llámame después de la ceremonia —digo.

Lleva tres bolsas y, aun así, se las arregla para sujetar la puerta para que pase Anya.

El paquete del encaje sigue sobre la mesa del recibidor.

Segunda parte

Hay una trama en todo aquello que tiene vida: las ramas desnudas de los árboles en invierno, los dibujos de las nubes, la superficie del agua ondulada por la brisa…incluso en el enmarañado pelaje de un perro salvaje existe un patrón si lo observas lo bastante cerca.

Guía de
la lectora de encaje.

Capítulo 12

Las casas viejas atrapan la esencia de las personas que han vivido en ellas de la misma manera que lo hace el encaje. Durante la mayor parte del tiempo, esos hilos permanecen en su lugar, hasta que alguien los trastoca. Una asistenta mayor alcanza las telarañas que revelan el baile soñador de una chica que regresa a casa después de su primera fiesta. La tarjeta de baile todavía pende de su muñeca, la chica cierra los ojos y gira, tratando de apresar el momento, el recuerdo del primer amor. La señora reconoce la visión mejor que la propia joven. Siempre la ha anhelado y nunca la ha vivido.

En la red de hilos es posible que se encuentren dos mundos. Para la chica que lo vivió, ya mayor, todo está olvidado menos la sensación. No recuerda el nombre del muchacho. Su memoria ha conservado otras cosas más importantes para ella: el hombre con el que se casó, el nacimiento de un hijo.

Pero para la asistenta, el hilo es más fuerte. Es una visión y a la vez el cumplimiento de un deseo ya desestimado aunque nunca olvidado. La mujer se ve sin aliento y tiene que sentarse un minuto en la cama de la chica. La cama de Eva.

El lugar en el que los hilos se encuentran ha unido a las dos mujeres. La asistenta no tiene forma de saber que esa joven era Eva, ahora una mujer de mediana edad. La señora no es de aquí. No conoció a Eva cuando era una chica. Pero, incluso sin saber eso, algo ha cambiado entre ellas. Cuando acaba sus tareas y baja la escalera, por primera vez, Eva le ofrece una taza de té. Naturalmente, la asistenta no la acepta; no sería apropiado y, aunque lo fuera, es una mujer tímida no dada a la conversación. Sería incómodo, si no imposible, cambiar su relación a esas alturas de sus vidas. No obstante, algo ha cambiado, y ambas lo saben.

Hoy Eva me está enseñando muchos de los hilos de su memoria, al menos uno de cada década de su vida: la granja de Ipswich en la que creció, su boda con G. G., el nacimiento de Emma. El chirrido de una puerta al abrirse se convierte en la voz de Eva con su acento de casta alta de Boston. La voz plantea preguntas, como si Eva estuviera intentando leer el encaje para averiguar qué ha sucedido: «¿He muerto? ¿He desaparecido? ¿Ha terminado mi vida?»

—Sí —digo en voz alta, y la respuesta resuena en la habitación, reverberando en las paredes—. Has muerto. Yo estoy aquí para encargarme de tus cosas y evitar que lo hagan otros. Ningún extraño tocará los objetos que más apreciabas. Estoy haciendo esto no porque quiera; lo que quiero es marcharme de este lugar y no volver jamás la vista atrás. No, no estoy haciendo esto porque quiera, sino porque sé que es lo que tú habrías querido.

Capítulo 13

La lectora debe despejar el encaje; después, a quién pregunta, y por último a sí misma. Este paso debe llevarse a cabo para eliminar tanto las influencias del pasado como las expectativas del futuro. Es en este espacio limpio donde se plantea la pregunta.

Guía de
la lectora de encaje.

He pasado la mayor parte de la mañana ocupada en el armario de Eva, clasificando sus cosas. Es mi ritual, algo que he hecho todos los días durante las últimas semanas. Hay pilas de cajas por todas partes de la casa: algunas para Beezer y Anya, otras para mi madre, y algunas para El Círculo, las mujeres de Yellow Dog Island. Hoy he embalado una caja pequeña, la última, lo bastante ligera para poder transportarla. Dentro están las cosas que me llevaré conmigo.

Si un desconocido vaciara este armario, que Eva habría definido como las cosas que abandonó, aunque sería imposible decidir si estos objetos fueron tesoros o sencillamente artículos al azar que guardó porque nunca fue capaz de encontrarles un sitio, para un desconocido estas cosas adoptarían un significado. Podrían parecer signos de demencia, y ésa es la razón por la que tengo que hacer esta tarea antes de irme. No puedo soportar la idea de que nadie juzgue a Eva. Yo sé cómo se siente uno al ser juzgado.

Las cajas de zapatos son un buen ejemplo. En este armario hay por lo menos sesenta. He encontrado los zapatos que mi abuelo G. G. nos regaló a cada uno de nosotros sus últimas Navidades. Los recuerdos me inundan: todos de pie en la bañera con nuestros zapatos nuevos, empapándolos. «Dejad que se sequen puestos», ordenaba G. G. Caminábamos por la casa con los zapatos húmedos todo el día, rechinando, dejando pequeños rastros de huellas sobre los suelos de mármol y las alfombras orientales. Y, si al caer la noche no se habían secado, nos obligaba a seguir con ellos. Nos acostábamos con los zapatos puestos, y nos despertábamos por la mañana con un moldeado perfecto y más que unos cuantos estornudos.

Al fondo del armario, en el suelo, hay algunas cajas más, todas ellas diferentes, con la etiqueta de la fábrica de zapatos de G. G., pero sin ninguna otra inscripción. Dentro están los regalos que le hicimos a Eva de pequeños. Regalos de cumpleaños y de Navidad. Hay un juego de cepillo y peine que decoré con piedras preciosas de mentira. Demasiado llamativo para los gustos refinados de mi tía, pero yo la recuerdo contándole a todo el mundo lo bonito y creativo que era. Doy con una escultura que le hice otro año, un topiario cubierto de conchas y cristales de mar. No era nada que Eva pudiera utilizar, pero tampoco nada de lo que pudiera deshacerse sin más. «Tenemos entre nosotros una artista en ciernes», fue lo que dijo cuando desenvolvió ese regalo. Pero se equivocaba. Lyndley era la artista en ciernes, no yo. Aun así, el topiario tuvo un lugar de honor en el centro de mesa durante años, hasta que el pegamento se secó y las conchas comenzaron a desprenderse, dejando extraños huecos que enmarcaban el verde neón del corcho de debajo. Cuando ya se habían caído muchas de las conchas, Eva envolvió el topiario en el mismo papel de seda que utilizaba para los marcadores de la Biblia y lo colocó en una preciosa caja con un lazo de terciopelo. Las conchas que se cayeron están envueltas en papeles de seda, junto al topiario muerto, como los objetos favoritos que coloca la gente en los féretros de sus seres queridos al morir.

Abro la siguiente caja, que está llena de fotos. Hay muchas cajas iguales, y levanto las tapas de las dos siguientes para comprobar si ésta es la única que contiene fotografías, pero no, todas están llenas. Hay fotos de mi madre, May, de cuando era pequeña. Y una foto de la madre de May, mi abuela Elizabeth, la primera mujer de G. G., que murió al dar a luz a ella. El pelo salvaje de mi madre, domado con lazos y trenzas, se las arregla para escaparse y rizarse alrededor de su cabeza como un halo. Hay más fotos de mi abuela y muchas de su marido apoyado sobre su coche o jugando al golf. Después hay fotos de G. G. con Eva, su segunda mujer y madre de Emma. En una caja hay varias fotografías de grupo, incluso algunas en las que sale Cal, en los primeros años de matrimonio con Emma, antes de que se desatara el infierno.

Hay una caja con fotos de las flores de Eva: sus rosas, sus hortensias, sus peonías. Al principio me da la impresión de que no existe ningún orden, pero cuando abro la cuarta caja me doy cuenta de que están bastante organizadas. Cada caja es un tema. Cuando las fotos son de familia, cada caja se centra en uno de nosotros, o principalmente en uno, junto con la gente que nos rodea. Planetas en pequeños sistemas solares. Como una de mi hermano Beezer, en la fiesta de su segundo cumpleaños, con todos nosotros allí con él, sentado a la cabecera de la mesa, y con su diminuta mano hundida hasta la muñeca en la tarta y todos nosotros riendo como si fuera lo más divertido que hubiésemos visto en nuestras vidas.

Aún no he encontrado las cajas de Lyndley, o fotos de tía Emma, excepto una en la que sale con Cal. Y tampoco hay demasiadas de mí, la verdad. Hay muchas más de Beezer y mi madre. Sé cómo funcionaba la mente de Eva; sé que debe de haber cajas enteras dedicadas a cada uno de nosotros.

Cojo otra caja, más grande. Pesa más de lo que me espero y se me cae al suelo, levantando una nube de polvo al aterrizar. No está llena de fotos, sino de libros.

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