Aunque preferiría ponerme del lado del doctor Ward antes que del de May en cualquier situación, incluso yo estoy de acuerdo con ella en ese punto. Eva era miembro de la Iglesia, pero no era lo que cualquiera calificaría como una persona religiosa. En verano, preparaba los arreglos florales para la primera iglesia unitaria. Y era capaz de debatir sobre las Escrituras con el más preparado. Pero rara vez iba a misa. Una vez me contó que su idea de la espiritualidad consistía en trabajar al aire libre en su jardín o en nadar.
—Bueno, yo creo que habría querido algo —insiste el doctor Ward. Su voz desvela cierta tensión, que oculta rápidamente bajo una sonrisa forzada.
—Entonces tú deberías ser quien lo planifique —dice May, y sale de la habitación.
Ahora soy yo quien está enfadada, porque esto es típico de May, dejarnos a todos aquí sentados de este modo. Mi madre es conocida por haber derrotado al sheriff del condado, a la policía de Salem y a una docena de periodistas a la vez. Es capaz de dirigir un negocio floreciente o de conceder una entrevista brillante a
Newsweek
, pero cuando se trata de la familia, es incapaz de hacerse cargo de nada.
—Ni siquiera sé por qué le pedimos su opinión —digo con una dureza algo excesiva—. Apuesto lo que sea a que no aparecerá en el funeral si lo celebramos.
—Tú has aparecido, ¿no? —El tono de Beezer también es duro. Se siente culpable de inmediato—. Lo siento —dice—, pero, por favor, ¿podemos no hacer esto?
—Lo siento —replico, y lo digo de verdad.
—Tal vez deberíamos celebrarlo en la iglesia unitaria como estaba planeado —sugiere el doctor Ward—, Respetaremos el orden de llegada.
Visualizo el mostrador de un establecimiento de comida rápida donde la gente coge número. No comparto la imagen con los demás.
Se produce un largo silencio.
—¿Estás bien? —me pregunta finalmente el doctor Ward.
—Lo siento —repito, no sé qué más decir.
—Todos lo sentimos —dice el doctor Ward, y los ojos se le humedecen levemente. Extiende una mano pastoral para tocarme el brazo, pero las lágrimas han empañado su visión y su mano toca el vacío.
Más tarde, cuando creen que están solos en la casa, oigo a Anya hablando con Beezer: «Tu familia es de lo más raro», dice. Y lo dice con cariño; se supone que es una broma.
Sé qué expresión ha puesto él sin verle la cara. No sonríe.
Cuanto estuve deprimida, después de que Lyndley se quitara la vida, me apunté a una terapia de
electroshock.
Fue en contra de los deseos de Eva y sin duda en contra de los de May (que, en parte, fue el motivo por el que lo hice), pero los médicos me lo recomendaron insistentemente. Había pasado seis meses en el hospital. Habían probado toda la medicación estándar para la depresión, aunque fue en la era anterior al Prozac, así que los medicamentos con los que trabajaban no eran tan eficaces. Además, también me recetaron antipsicóticos para las alucinaciones. Tomaba tanto Stelazine que no podía tragar. Apenas podía hablar. Y la medicación no ayudaba mucho. Seguía despertándome con imágenes de Lyndley sobre las rocas, ofreciéndose al viento como el mascarón de proa de un viejo barco, preparada para saltar. Mis terrores nocturnos estaban protagonizados por el padre de Lyndley, Cal Boynton, mientras éste era despedazado por los perros. Para ese momento había empezado a darme cuenta de que esa imagen era una alucinación aunque, cuando me ingresaron, creía de verdad que los perros habían despedazado a Cal y que él estaba muerto. Los médicos lo consideraron una especie de fantasía que cumplía un deseo.
Bueno, Cal no estaba muerto, pero Lyndley sí. Y no importaba lo mucho que yo me esforzara, no podía quitarme ninguna de las dos imágenes de la cabeza. Pensé, y los médicos me lo contaron, que me podrían librar de la imagen con la terapia de
electroshock
, así que me apunté. Prácticamente estaba deseando comenzar. La respuesta de May a este paso fue enviarme una copia de
La campana de cristal
de Sylvia Plath. No me la trajo, ni soñarlo; no vino ni una sola vez a verme al hospital. En cambio, me envió el libro con Eva, que tenía órdenes de leérmelo en voz alta si era necesario.
—Voy a hacerlo —fue todo cuanto le dije a Eva.
No fue terrible; al menos, mi experiencia no lo fue. Y funcionó. Requirió varias sesiones, pero al final las imágenes comenzaron a desaparecer. La imagen de Cal volvió a ser una pesadilla, una de las que podía despertarme antes de que las cosas se pusieran realmente feas. Y a pesar de que la imagen de Lyndley no desapareció del todo, se convirtió en una pequeña caja negra que permanecía inmóvil en el lado izquierdo de mi visión panorámica. No es que hubiera desaparecido exactamente; tan sólo no tenía que mirarla directamente. Podía mirar otra cosa si decidía hacerlo, y lo hice.
Por primera vez en mi vida, tenía un plan. Iba a mudarme a California. Desde que había pedido plaza y me habían aceptado en UCLA, dije en el hospital que iba a ir a la universidad como estaba planificado. Los médicos estaban encantados. Se lo tomaron como una señal de que estaba curada, y de que su nuevo medicamento electrónico y mejorado había funcionado conmigo.
Antes de que hiciera la terapia de
electroshock
, en un intento final de disuadirme, Eva me dijo algo extraño. No le afectaban mis visiones. En su profesión como lectora, las visiones eran lo que tú deseabas. «A veces —dijo—, no son las visiones lo que están mal, sino la interpretación de esas visiones. A veces es imposible entenderlas hasta que tienes algo de perspectiva.» Ella abogaba por recurrir a más terapia oral y obviar los
electroshocks
, o al menos eso pensé yo en ese momento. Lo que realmente quería decir, y sólo me dijo años más tarde, era que ella había visto las mismas imágenes. Las había leído en el encaje, la de Lyndley y la de los perros. Pero las había interpretado como símbolos, mientras que yo las veía como algo real.
—Es culpa mía —dijo Eva, y comenzó a hablar con sus tópicos—: Debería haberlo visto venir.
Todos encontramos la manera de anestesiarnos.
—A toro pasado, todos somos sabios —me explicó Eva con una sonrisa triste.
La terapia de
electroshock
acabó con la mayor parte de mi memoria a corto plazo, y no ha vuelto. Recuerdo muy poco de lo que sucedió aquel verano. Y probablemente así está bien: es lo que pedí. Lo que también sucedió —y es verdaderamente inusual, sólo un caso cada mil, de acuerdo con las estadísticas— es que también barrió mi memoria a largo plazo. Me aseguraron que la recuperaría, y en gran parte así ha sido. A diferencia de la mayor parte de la gente, que pierde memoria con el paso de los años, yo recuerdo cada vez más a medida que transcurre el tiempo. Normalmente, vuelve en fragmentos, aunque a veces se trata de historias completas. Escribí algunas cuando estaba en el hospital, pero cuando llegué a UCLA me sentía agotada. No pasé del primer semestre. Le conté a Eva que lo dejaba por culpa del Stelazine, que tenía visión doble y no podía leer, lo que era cierto. Cogí mi primer trabajo de guardesa para un director de cine, que me consiguió un empleo como lectora de guiones, primero para él y luego para un estudio.
Durante un tiempo, Eva intentó convencerme para que volviera a la universidad, o para que regresara y fuera a clase en Boston.
En la actualidad, las mujeres del Círculo hacen los bolsillos con los huesos de los pájaros que en su día vivieron en Yellow Dog Island. La ligereza de esos huesos hace irregular la tensión de la trama, y es eso, más que ninguna otra cosa lo que provee al nuevo encaje de Ipswich de su inusual calidad y de su primorosa textura irregular, y facilita asimismo su lectura.
Guía de
la lectora de encaje.
Habría ganado la apuesta. May no aparece en el funeral de Eva.
La tía Emma está allí, escoltada por Beezer y Anya, cada uno de un brazo. Pero May ni siquiera se molesta en venir.
—May tiene su propia manera de presentar sus respetos —siente la necesidad de explicar Anya—, Esta mañana ha esparcido pétalos de peonía a los cuatro vientos.
No hago comentarios. Cualquier cosa que pudiera decir sonaría sarcástica.
Cuando llegamos a la iglesia, la gente hace cola fuera para entrar.
Rafferty está aquí, de pie al fondo de la iglesia, bajo el órgano, que asciende dos pisos hasta el techo. Parece incómodo en su traje oscuro, más incómodo porque es consciente de que todo el mundo lo está mirando. En realidad, sólo lo miran las mujeres. Rafferty es un hombre atractivo, un hecho que le hace ser aún más consciente de sí mismo en medio de esta multitud mayoritariamente femenina.
La primera iglesia de Salem es una iglesia vieja que en sus orígenes fue puritana. Dos de las brujas acusadas pertenecían a su congregación. Ésta también es la iglesia que excomulgó a Roger William después de que se pusiera en huelga y se negara a ejercer de pastor e incluso a asistir a las misas a menos que se interrumpiera todo diálogo con la Iglesia de Inglaterra. Huyó no sólo de la iglesia, sino también de Massachusetts Bay Colony, eludiendo su destierro y fundando Rhode Island, el estado que ejemplifica la tolerancia religiosa.
Hoy la primera iglesia de Salem es unitaria y está tan alejada de sus rafees puritanas como puede estarlo una iglesia. Aun así, esas raíces son muy profundas. Es el último de una sucesión de lugares de encuentro; la estructura de Essex Street ha cambiado notablemente a lo largo de los años. A mediados del siglo XIX, cuando llegó una considerable riqueza gracias al tráfico marítimo, la iglesia fue reconstruida en piedra y caoba, con bancos de madera maciza en el medio y suaves reservados tapizados de terciopelo (asientos privados para las familias navieras) pegados a las paredes. La luz entra principalmente a través de unas enormes vidrieras Tiffany, que van casi del suelo al techo y proyectan una luz rosada sobre el interior que hace que todo se vea hermoso, aunque ligeramente irreal.
La iglesia cuenta con ese tipo de elegancia austera que sólo se puede encontrar en esta parte del Nuevo Mundo.
Nos sentamos a un lado, en el reservado de los Whitney, que tiene cojines de pelo de caballo y un tapizado polvoriento de terciopelo que en su día fue de color vino y ahora es de un rosa desvaído. Los bancos del centro de la iglesia han sido restaurados, y es allí donde se sienta la congregación. Incluso hoy, que está tan lleno que la gente se ve obligada a quedarse de pie atrás, el único reservado abierto es el nuestro. Probablemente se debe más a razones de seguridad que de segregación, pero de algún modo parece la forma de apartarnos de la multitud. Como estamos de cara a la gente y no al púlpito, da la sensación de que estamos sentados en un escaparate. Veo que la gente nos lanza miradas cuando cree que no estamos mirando. Quizá sucede siempre en los funerales, esas miradas, quizá sucede todo el tiempo, pero las familias nunca se dan cuenta porque están mirando hacia adelante, hacia el féretro, y no a la congregación.
Fuera la temperatura casi supera los treinta grados. «Demasiado pronto para esto», oigo que dice una mujer al entrar. Su tono es ligeramente acusador. Me vuelvo para ver con quién habla, pero es un comentario general, no dirigido a nadie, o tal vez a Dios, pues se supone que ésta es su casa. Es como si estuviera documentando algo, grabando. La gente hace eso en esta parte del país, registran los extremos meteorológicos de la misma manera que comprueban sus libros de contabilidad, asegurándose de que les aportan beneficios por todo y no les cobran cargos que no les corresponden, como si el propio clima estuviera controlado y obligado a producir un número finito y determinado de días de calor, nieve o lluvia que no se debe sobrepasar.
La iglesia está llena de mujeres, todas con sombrero y vestidos de tirantes de lino, con un aspecto casi sureño, fuera de lugar en esta arquitectura de piedra fría. Mi atención se dirige al centro de la iglesia, a un grupo de mujeres que llevan vestidos en diferentes tonos de púrpura y sombrero rojo. Son las habituales de Eva en el salón de té, un grupo al que ella consideraba sus amigas.
La gente se abanica cuando entra con lo primero que encuentran: un sombrero, un programa del domingo anterior que se cayó al suelo. Pueden oírse los suspiros. La iglesia no está climatizada, pero mantiene el frescor y la humedad de un sótano de piedra de Nueva Inglaterra, con un resabio de olor a manzanas del Harvest Days del otoño anterior y restos de abeto de Navidades. La gente se tranquiliza a medida que se refresca; dejan de abanicarse y de moverse. Incluso hay algunas sonrisas de reconocimiento que después se cubren con un semblante sombrío más apropiado. «Intenta comportarte como si fueras de negro», oí decir una vez a un director a uno de sus actores. Eso es lo que está haciendo la gente.
Las únicas personas que realmente van de negro son las brujas, pero ellas visten de negro todo el año. También son las únicas que no están tratando esto como una situación solemne. Hablan en voz baja entre sí, se saludan unas a otras a medida que llegan. La muerte no es lo mismo para las brujas, me explicó una vez Eva; dijo que era porque ellas no la relacionan con la perspectiva de la condena eterna.
El doctor Ward hace su loa. Habla sobre las buenas obras de Eva, sobre la gente a la que ayudó. «Al final, las personas se definen por las buenas obras que hacen.» Hace un recorrido por la lista de las acciones de Eva, cosas que nunca supe sobre mi tía, cosas de las que podría haber presumido si hubiera sido otro tipo de persona. Me doy cuenta de lo egoístas que son los niños. Los queremos, giramos alrededor de su universo, pero ellos no hacen lo mismo con el nuestro. Me marché cuando era una niña, y en diversos aspectos aún no he crecido. Que no supiera esas cosas sobre mi tía atestigua ese hecho. Siento lástima por ello mientras estoy aquí sentada; hoy siento lástima por un montón de cosas.
El doctor Ward se aclara la garganta. «Eva Whitney nadaba todos los días, comenzaba al final de la primavera. Antes de que muchos barcos se hicieran a la mar, ella ya estaba allí. La gente sacaba sus barcos cuando Eva empezaba con sus baños diarios porque sabían que el tiempo ya sería cálido, que la estación ya estaba al llegar. El primer baño de la temporada de Eva era la versión de esta ciudad del Día de la Marmota. Cuando se adentraba en el agua esa primera vez, todos conteníamos el aliento. Si volvía al día siguiente, guardábamos las palas para la nieve definitivamente: la primavera había llegado. —Mira alrededor de la sala, estableciendo contacto visual—, Y ahora ya ha cambiado la estación. El verano está aquí otra vez, pero Eva ya no está entre nosotros.» Mira a la tía Emma, después a Beezer y luego a mí. Beezer se remueve incómodo en su asiento. «Para todo hay una estación —dice el doctor Ward— así como un tiempo para cada propósito bajo el cielo.»