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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (2 page)

La voz de mi hermano suena metálica y demasiado alta.

Me estiro para atender y noto los puntos que todavía permanecen en mi interior, los que aún no se han disuelto.

—¿Qué?

—Siento despertarte —dice Beezer.

Recuerdo que me quedé dormida en el sofá ayer; estaba demasiado cansada para levantarme, hipnotizada por el galán de noche y el eco de la música de Santana procedente del bar The Greek, al otro lado de la colina.

—Lo siento —dice otra vez—. No te habría llamado, pero…

—Pero May ha vuelto a meterse en líos.

Ésas son las únicas veces que Beezer me llama hoy en día. Según el último recuento, May ha sido arrestada en seis ocasiones por ayudar a víctimas de abusos. Hace poco mi hermano me informó de que había incluido el número del agente de fianzas de la zona en su guía rápida del móvil.

—No se trata de May —dice.

Mi garganta se tensa.

—Es Eva.

«Muerta —pienso de repente—. Dios mío, Eva está muerta.»

—Ha desaparecido, Towner.

Desaparecido. La palabra no me dice nada. «Desaparecido» es el último término que esperaba oír.

Las hojas de la palmera chocan contra la ventana abierta. Ya hace demasiado calor. El cielo claro de Santa Ana, el clima de terremoto. Me levanto para cerrar la ventana. El gato me araña las piernas para abalanzarse hacia la libertad del cañón, salta por la ventana justo cuando ésta se cierra de golpe, atrapándole tan sólo algunos pelos de la cola, última pista de que estaba aquí hace un instante. Ya se ha ido, así de rápido. Los arañazos del gato comienzan a hincharse de inmediato.

—¿Towner?

—Sí.

—Creo que será mejor que vengas a casa.

—Sí —digo—, vale.

Capítulo 3

Se denomina encaje de Ypswich o encaje de bolillos. Se hacen en mundillos, almohadas alargadas que se apoyan sobre la falda de las mujeres. Los mundillos pueden ser redondos o elípticos, y la mayoría recuerdan los manguitos que las mujeres victorianas llevaban para mantener las manos calientes mientras viajaban en sus carruajes. Cada mujer hace su propio mundillo, y estos son tan individuales como las propias mujeres. Para el encaje de Ypswich tradicional, los mundillos se elaboraban a partir de viejos retales y después se rellenaban con hierbas de la playa.

Guía de
la lectora de encaje.

The Salem News
ya se había hecho eco de la desaparición de Eva: «Una anciana desaparecida hace diez días»; «Lectora de encaje de Salem desaparece.» Eva acostumbraba a enviarme el periódico de Salem. Fue por la época en que May empezó a salir en los titulares. Durante un tiempo realmente los leí. Los encontronazos de mi madre con la policía por sus tácticas para salvar a mujeres maltratadas se estaban haciendo célebres y vendían bien. Al final dejé de leer los periódicos; simplemente los apilaba en el porche, con su plástico, hasta que mi casera se hartaba y los llevaba a Santa Mónica a reciclar o, si era invierno, los enrollaba bien y los quemaba en su chimenea como si fueran troncos.

El periódico especulaba que Eva se había marchado sin más. Una mujer del Departamento de la Tercera Edad del Ayuntamiento de Salem a la que entrevistaban sugería colocarles etiquetas identificativas a los residentes mayores de la ciudad. Y evocaba una imagen interesante: policías con tenacillas para marcar las orejas y pistolas con dardos tranquilizantes persiguiendo a la gente mayor. La mujer, al darse cuenta de que había ido demasiado lejos con su sugerencia, proseguía diciendo: «Este tipo de cosas pasan continuamente. Salem es una ciudad pequeña. Estoy segura de que no puede haber ido muy lejos.»

Estaba claro que no conocía a mi tía.

El ferry desde Boston me deja en Derby Street, a unas cuantas manzanas de la Casa de los Siete Tejados, donde creció el primo de Nathaniel Hawthorne. Mi nombre es en honor a la mujer de Hawthorne, Sophia Peabody, aunque se escribe de otra forma; el mío se escribe Sophya. Crecí con la idea de que la señora Peabody era una pariente lejana, pero descubrí a través de Eva que no tenemos relación alguna con los Peabody, y que sencillamente Sophia le parecía interesante a May, así que se la apropió como nuestra. (Ahora ves de qué lado de la familia viene el tema de las mentiras, ¿no?) En la época en que podría haberme molestado, May y yo ya apenas hablábamos. Ya me había mudado con mi tía Eva. Había cambiado mi nombre por el de Towner y no respondía a ningún otro. Así que no importaba tanto.

Tendré que caminar un buen rato. El parche de estrógeno del brazo empieza a picarme. Tengo una erupción de llevarlo, pero no sé qué hacer, aparte de arrancarme el maldito chisme. Supongo que es por el calor. Había olvidado el calor sofocante que puede llegar a hacer en Nueva Inglaterra en verano, y la humedad que hay. Delante de mí diviso un enjambre de turistas. Los autobuses hacen cola en el parking de la Casa de los Siete Tejados, atascando las calles de los alrededores. La gente se mueve en grupos, sacan fotos, embuten souvenirs en bolsas que ya están demasiado llenas.

En cada esquina de Salem merodea una lección de historia. Paso justo delante de la Casa de Aduanas, con su tejado de oro. Allí es donde Hawthorne trabajaba durante el día, era un oficinista de plantilla. Sirviéndose de los locales como tema principal, desvelando sus secretos, así fue como básicamente Hawthorne logró escapar de esta ciudad. Huyó al oeste, a Concord, antes de que la gente recordara su viejo talento con la brea y las plumas
[1]
. Aun así, ahora lo alaban como uno de los suyos. De la misma manera que alaban a las brujas, que nunca existieron en los días de los juicios por brujería, pero que ahora proliferan en gran medida.

Un niño se detiene delante de mí y me pregunta cómo llegar al parque Common. En realidad, son tres chavales, dos chicas y un chico. Van todos vestidos de negro. «Góticos», es lo primero que pienso, pero no. Definitivamente, son jóvenes brujos; los delata la camiseta que lleva una de las chicas, en la que se lee BENDECIDA.

Señalo. «Seguid el camino de baldosas amarillas», digo. En realidad, se trata de una ruta turística pintada en la acera, y es roja, no amarilla, pero captan la idea. Pasa un hombre con una enorme cabeza de Frankenstein repartiendo folletos. Querría llamar a la encargada del guión, pero esto no es un set de rodaje. Un coche patrulla se detiene, el policía mira a los chicos y después a mí. El chaval descubre el logo de la bruja en el lateral del coche y le muestra un pulgar de aprobación al policía. Frankenstein nos da a cada uno un folleto de Freaky Tours y estornuda dentro de su gran cabeza hueca. «Tours de la productora Universal sin el presupuesto», así es como llama Beezer a este sitio. Oí decir a mi hermano que Salem está intentando deshacerse de su imagen de ciudad de brujas. Me contó que el año pasado trataron de aprobar una ordenanza para limitar el número de casas encantadas que se pueden levantar en cada manzana. Al parecer, la ordenanza no fue aprobada.

La segunda chica, la más baja de las dos, se agarra un costado de la cabeza y tira lentamente hacia el lado contrario hasta que le cruje el cuello. Tatuaje celta en la nuca, pelo demasiado oscuro para su piel blanca. «Venga, vamos», le dice al chaval, y lo coge del brazo alejándolo de mí. «Gracias», dice él. Nuestros ojos se encuentran, y él muestra una sonrisa rápida. Ella avanza hasta colocarse entre nosotros, haciéndolo girar como si fuera un enorme barco del que trata de corregir el rumbo. Los sigo, caminando en la misma dirección hacia la casa de Eva pero manteniendo la distancia de seguridad para que ella no crea que estoy persiguiendo al chico.

Hay una buena caminata hasta el parque Common. Oigo la música antes de ver la multitud; es música de la naturaleza,
new age.
Podríamos estar en Woodstock, si no fuera por el predominio de la ropa negra. Cuento los días y deduzco que es algún tipo de celebración por el solsticio de verano, aunque una semana tarde. Vivir en Los Ángeles me ha hecho olvidar las estaciones. Aquí la llegada del verano es algo que todos celebran, paganos o no.

El parque Common de Salem, con sus enormes robles y arces y la verja gótica de hierro, me trae un recuerdo perdido del colegio. Después de la época de las brujas, pero antes de la revolución, había túneles bajo el parque. Probablemente los marinos mercantes los utilizaban para esconder las ganancias del comercio de los recaudadores de impuestos ingleses. O por lo menos ésa es la teoría. Una vez estalló la guerra de la Independencia, quienes utilizaban los túneles eran los corsarios, que eran lo mismo que los piratas pero con autorización del gobierno. No la autorización de Inglaterra —puesto que robaban barcos británicos—, sino la del nuevo gobierno. Me contaron que allí también escondían munición y nitrato de potasio. Beezer y yo solíamos buscar los túneles cuando éramos pequeños, pero Eva nos explicó que los habían tapado.

Doblo la esquina en el hotel Hawthorne y veo la tenue llama azul de la vieja máquina de hacer palomitas, que aún sigue en la esquina de enfrente del hotel, como cada año desde que mi madre era pequeña. También veo un tenderete provisional en el que venden varitas y cristales, pero eso es nuevo. Al otro lado de la calle se erige la imponente estatua de Roger Conant, que, tras fracasar en su objetivo en Cape Ann, terminó fundando la ciudad que se convertiría en Salem. Recuerdo el tópico que Eva solía repetir al menos unas diez veces por semana: «Los accidentes no existen.» Y el que inevitablemente seguía a ése: «Todo sucede por alguna razón.»

La policía está por todas partes: en bicicletas, hablando con la gente, pidiendo autorizaciones para encender fuego. «No puedes hacer eso aquí —oigo que dice uno de ellos—. Si quieres hacer una hoguera, tienes que ir hasta Gallows Hill o a la playa.»

Cruzo la calle. Abro la puerta de la casa de Eva, y huelo las flores, peonías, de su jardín. Ahora hay cientos de ellas, tres arbustos de peonías que mueren cada invierno. Eva ha hecho un buen trabajo con su jardín. Solía dejarme una llave en un capullo de peonía cuando sabía que iba a ir. O la colocaba en un lirio si la estación estaba más avanzada y las peonías ya no estaban en flor. Lo había olvidado. Además, ahora hay demasiadas flores. Nunca encontraría una llave aquí, y naturalmente esta vez no me ha dejado una llave, porque no me estaba esperando.

La casa de ladrillo es mucho más grande de lo que recordaba. Más imponente y antigua. Las enormes chimeneas escoran a barlovento. Al fondo, lejos de la multitud del parque Common, se encuentra la caballeriza, que conecta con la casa principal a través del porche de invierno. La caballeriza está mucho más dañada que la casa principal —tal vez por el clima o por negligencia—, y parece que se apoya en el porche, que trasluce el tiempo y el desgaste bajo el peso de la misma. Sin embargo, sus ventanas de vidrio antiguo relucen, sin una mota de sal de la brisa marina, lo que quiere decir que Eva las limpió no hace mucho, como hace con todas las ventanas a las que alcanza (tenga ochenta y cinco años o no), de la misma forma que las limpia cada abril cuando hace la limpieza primaveral. Se pone con todas las ventanas de la planta baja y por dentro con todas las de las plantas superiores. El exterior de las ventanas de los pisos altos está opaco y cubierto de sal, porque Eva es tan austera como un viejo yanqui y se niega a pagar a nadie por un servicio que cree que podría hacer ella misma. Cuando Beezer y yo vivíamos con ella en la ciudad, nos ofrecimos a limpiar las ventanas, pero ella no compró la escalera, y dijo que, en cualquier caso, no nos quería ver encaramados a una, así que mi hermano y yo nos acostumbramos a la distorsión y a la bruma. Si querías ver con claridad, tenías que mirar a través de las ventanas del primer piso o subir hasta la balconada.

La línea perfecta de ventanas de la planta baja reluce desde el porche de invierno. Veo mi reflejo en el viejo vidrio ondulado, y me sorprendo. Cuando me fui, tenía diecisiete años. No he vuelto desde hace quince. Conocía mi reflejo en el cristal cuando tenía diecisiete años, pero hoy no reconozco a la mujer que veo ahí.

El horario del salón de té de Eva está colgado en la puerta principal. Sobre uno de los cristales laterales hay un cartel que reza: LO SENTIMOS, ESTÁ CERRADO.

Una joven me ve caminando hacia la casa.

—No hay nadie —dice la chica, dando por sentado que soy una de las brujas—. Ya lo he comprobado.

Asiento con la cabeza y desciendo la escalera. Cuando se aleja, rodeo la casa, suponiendo que voy a tener que entrar por la fuerza y pensando que no quiero que me vean.

Cuando éramos pequeñas, mi hermana Lyndley y yo podíamos entrar a hurtadillas en cualquier lugar. Yo era una maestra forzando cerraduras. Solíamos colarnos en las casas de la gente sólo para sentarnos. «Como Ricitos de Oro probando los tazones de sopa y las camas», solía decir Lyndley. En general, limitábamos nuestros asaltos a las casas de verano. Una vez, en Willows, nos colamos en una y la limpiamos. Es la típica cosa que sólo haría una chica. Una forajida, cierto, pero una ama de casa, también.

Avanzo por la parte de atrás de la caballeriza hasta un lugar que está menos a la vista, medio oculto por el jardín. Hay un pequeño cristal en la puerta, un ojo de buey, que ya está roto. Una vez dentro de la caballeriza, entrar en la casa principal es fácil. Cojo una piedra y la envuelvo con la manga de mi camisa. Un golpe rápido y la grieta se extiende. Retiro los fragmentos de cristal con cuidado, deslizo la mano a través del pequeño hueco y giro el cerrojo, que era lo único que mantenía la puerta alineada. Ya sea porque la cerradura está muy oxidada o porque soy yo quien lo está, no veo venir el impulso con el que se abre la puerta, que tira de mi brazo en su recorrido, atravesando mi camisa de algodón y derramando sangre. Veo el charco. No es para tanto; no hay mucha sangre, no después de a lo que me he acostumbrado. «Es sólo un rasguño, Copper», digo con mi mejor imitación de Jimmy Cagney. Entonces, absurdamente, un coche patrulla se detiene en ese preciso momento, y, más absurdamente aún, el padre de mi primer novio, Jack, baja del vehículo y se encamina hacia la casa. Es raro, porque el padre de Jack no es policía, sino pescador de langostas. Éste es uno de esos momentos en los que estás casi seguro de que estás soñando pero no quieres creértelo. Observo la cara del padre de Jack mientras se acerca a mí, su rostro transfigurado a medias por la preocupación y la alegría, con un aspecto más extraño que cualquier otra cosa de toda mi vida onírica.

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