—Canadá es muy bonito en esta época del año —señaló Rafferty.
—Voy a tener mi propia bici —dijo el niño.
—Eso es genial, fantástico.
—El señor Rafferty tiene que marcharse ya —dijo May—, Sólo quería saludar.
—Tú no vas a Canadá, ¿verdad? —dijo la niña mirando hacia el barco de Rafferty.
—Me temo que sólo voy hasta la ciudad —repuso él, y estrechó la mano de la pequeña otra vez—. Disfrutad de vuestra estancia aquí, ¿vale?
—Vale —dijo la niña.
Rafferty siguió a May hasta el muelle. Agradecía los surcos del camino. El silencio. La hierba enmarañada. Las gaviotas sobre su cabeza. Más allá, en el diamante del campo de béisbol, algunos niños habían empezado a jugar al
sofball
con algunas de las mujeres. Otras trabajaban en el jardín. Una vaca pastaba al final del campo. Un par de vacas. Y algunas ovejas. Y los perros. Había perros por todas partes. Rafferty vio cómo uno de ellos perseguía y mataba a un conejo. Era violento pero, a diferencia del tipo de violencia que habían padecido los habitantes de Yellow Dog Island, no era nada personal.
Se detuvieron en lo alto del muelle.
—¿Contento? —dijo May.
—Sí.
—No creías realmente que ella había vuelto aquí, ¿verdad?
—No —respondió él.
—¿Crees que Cal la ha matado?
—No sé qué pensar.
—¿Crees que mató a Eva?
Rafferty no contestó.
—Todo el mundo lo piensa.
—Bueno—dijo él
Al hacer la pregunta, la lectora debe tener la certeza de que quien hace la consulta está preparado para recibir la respuesta.
Guía de
la lectora de encaje.
Rafferty llevaba luchando contra el dolor de cabeza toda la tarde.
Había pasado por un centro de acupuntura chino en los muelles y le habían puesto algunas agujas, pero recibió una llamada y tuvo que interrumpir la sesión. No se había dado cuenta de que era una migraña hasta que estaba sacando el barco.
Llegaba tarde. Bueno, ¿qué tenía eso de nuevo?
Towner estaba esperándolo en el muelle. El sol acababa de ocultarse tras el edificio de la Casa de Aduanas, iluminando el cielo a su espalda con infinidad de tonalidades, resaltando un halo que comenzaba sobre la ciudad y se extendía por la bahía hasta mar abierto, haciendo indistinguibles el cielo y el agua, una línea que sólo se cortaba por la figura vertical de la misma Towner y el halo de luz que se había formado a su alrededor.
Decir que ella era una visión sería preciso, pero no en un sentido normal. Tenía un brillo etéreo, sí, pero era a causa de la puesta de sol y el aura de la migraña que estaba haciendo cortocircuito en su cerebro.
Cuando el barco pasó más allá de donde estaba ella en dirección al muelle, el espectáculo de luces resplandecientes se movió. Ahora tenía que enfocar y concentrarse sólo para verla, su mente de policía grabó las imágenes que veía bajo esa nueva luz a medias. Pantalones cortados, pies descalzos. La misma camiseta que le había visto en Red's. Y otro viejo suéter de Eva sobre los hombros, sujeto con un broche de anciana.
—Estaba empezando a pensar que me habías dejado tirada —dijo ella.
—Lo siento. —Atracó el barco.
El comienzo de una migraña era extraño para Rafferty. Los sonidos tenían eco. Su camisa de algodón le rozaba la piel como una lija. Tenía la sensación de que no veía nada y, al mismo tiempo, de que lo veía todo. No podía enfocar su cara en absoluto, pero distinguía el color que había cogido mientras trabajaba en el jardín ese día, la sombra oscura bajo sus uñas en los puntos en los que no había podido quitar la suciedad que había adquirido en el jardín.
Algo le decía que se marchara a casa, que suspendiera la cita. Pero había sido él quien la había convencido para hacerlo, ¿no? No era algo que ella quisiera.
Towner subió al barco antes de que él tuviera la oportunidad de decir nada. Todavía estaba a unos centímetros del muelle, preparando el aterrizaje perfecto, quizá exhibiéndose un poco. Esperaba que ella se agarrara al borde de la embarcación, pero ella había saltado. Rafferty le tendió una mano con la palma hacia arriba, ella la aceptó para estabilizarse, pero su objetivo era exacto y no lo necesitaba. Era una mujer que se encontraba a gusto en el mar. Quizá tan sólo en el mar, pensó él. Bueno, le era connatural, ¿no? Tan pronto como tuvo ese pensamiento, trató de borrarlo de su mente. Lo último en lo que quería pensar esa noche era en la familia de Towner.
—Un 110 —dijo ella admirando el barco. Viejo, de madera. Pintado de marrón. Parecía un cigarro de chocolate con los extremos en forma de cuña—. Mi primer barco fue un 110.
—Me estás tomando el pelo —repuso él.
Rafferty se dio cuenta de que ya estaba enfilando hacia el mar abierto, lejos de las luces de la ciudad. Había sucedido sin más. Cualquier duda que tuviera acerca de volver había desaparecido.
—¿Competías? —Una vez más, Rafferty se dio cuenta de que era una pregunta cuya respuesta conocía de antemano. Había visto una foto de Towner de pequeña en una carrera en el club náutico Pleon de Marblehead. La foto estaba en la pared de Eva.
Ella se tomó un momento para pensar antes de responder.
—No —dijo finalmente—. Nunca he competido.
Eso lo detuvo.
«Lagunas», era el término que había empleado Eva. Towner tenía lagunas en la memoria. No le había desconcertado demasiado, ¿quién no las tenía? En Alcohólicos Anónimos las llamaban «blancazos». Le gustaba más la palabra de Eva.
Esa noche había lagunas en la vista de Rafferty; se dio cuenta de que los agujeros y los espacios vacíos se estaban haciendo cada vez más grandes. El destello había desaparecido, pero el cielo tenía una división demasiado clara, demasiado precisa. Durante un minuto sintió como si un pequeño cuchillo cortase su visión, partiéndola por la mitad casi a la perfección, antes de que la hoja siguiera hasta su cuero cabelludo. Esa vez no iba a poder eludir el dolor de cabeza. A veces podía. Pero estaba llegando. Tensó la vela, tenía que mover el barco más de prisa si quería mantener a raya la náusea.
—¿Te importa si no hablamos durante unos minutos? —dijo.
Towner parecía aliviada de no tener que dar conversación. Lo que hizo fue sentarse en la proa, agarrándose a ambos lados con las manos. Le daba la espalda, miraba adelante, al norte, en dirección al agua negra, sin volver la vista a donde antes estaban.
Cogieron el ritmo. El viento. Las olas. Había algo hipnótico en todo ello, algo en el aire en movimiento que hacía más fácil respirar.
Él sabía que ella también lo sentía. Su cita ya era mejor que la de la última noche. Era mejor cuando no hablaban.
En algún lugar pasado Manchester, Rafferty perdió por completo la visión. En parte era por la oscuridad. Al principio pensó que se habían internado mar adentro, desviándose del rumbo, pero oyó las gaviotas y supo que estaban cerca de costa. Nunca había perdido la visión de esa forma. Normalmente era sólo un lado u otro, no podías ver nada mirándolo directamente, tenías que mirar más allá para ver lo que estaba delante de ti.
No sabía si era por la oscuridad o por la migraña, lo único que sabía era que no veía. «Siguiente fase», pensó. Normalmente, los efectos visuales eran lo primero. Después, desaparecían a medida que llegaba el dolor de cabeza. Pero entonces volvieron los efectos visuales. Era lo peor que había experimentado en su vida.
—¿Estás bien? —Él oyó su voz.
—Migraña —dijo—. No veo. Vas a tener que ponerte al timón.
Él se quedó agachado en el barco mientras cambiaban sus puestos. Estaba mareado.
—¿Quieres que volvamos? —preguntó ella.
—Sí—respondió él.
Veinte minutos, pensó. De veinte minutos a media hora. Ése era el tiempo que le duraban los efectos visuales. Lo cronometraría. Si duraba más, pensaría que podía ser algo peor, quizá un ataque.
Rafferty se sentó frente a ella con la espalda apoyada contra la proa.
—¿Tienes muchas migrañas? —preguntó ella.
—Sí —asintió él.
Towner navegaba con facilidad. Tenían el viento en contra durante el viaje de vuelta, pero ella tenía experiencia. No iban tan de prisa como a la ida, pero ella mantenía un buen ritmo.
—¿Tomas algo?
—A veces.
Rafferty se vio contando, y se dio cuenta de que era estúpido. Cuando dejaron atrás la bahía Beverly, apartó las manos. Estaba remitiendo. Veía las luces de la línea de costa, intermitentes y entrelazadas, pero las veía al fin y al cabo. Se obligó a respirar.
—No dormí mucho anoche —dijo cuando fue capaz de hablar de nuevo—. Y bebí demasiado café. —Lo dijo en voz alta tanto para que lo oyera ella como él mismo. El sonido de su voz le resultó estúpido. Deseó no haber dicho nada.
Cuando llegaron a Salem, había recobrado la visión. El dolor se situaba principalmente en el lado derecho.
—Estás mejor —dijo ella.
Él no estaba seguro de cómo lo sabía ella. No se había movido mucho.
—Sí —dijo. Se inclinó hacia adelante, frotándose el cuello.
—¿Quieres meter el barco en el puerto?
—No —dijo Rafferty, y señaló—: Llévalo hacia Shetland Park. El embarcadero está allí.
Ella asintió.
Él se sentó en la popa y la observó guiar el barco. La bahía estaba llena, era como una pista de eslalon de barcos. Ella se deslizó entre ellos como una esquiadora, lo suficientemente segura para pasar muy cerca.
—¿Navegas en California? —preguntó él.
—No he navegado ni una sola vez —reconoció ella.
Se percató de que incluso ella estaba sorprendida, por lo familiar y fácil que parecía resultarle.
—Es como montar en bicicleta —dijo él, y ella sonrió.
Mantuvo la vista a su altura. Ella se habría sentido avergonzada si hubiera pensado que él podía ver, pero no lo estaba. La vio girar. Observó los músculos de sus brazos.
Rafferty pensó que sus sentidos nunca habían estado tan aguzados. Olía el aire. Olía el aroma cítrico que desprendía la piel de ella. El suéter de Eva. Su pelo se movía libre en la brisa. Había cosas en su cabello. Formas. Una concha, un caballito de mar. Imágenes de migraña. Tras el barco se dibujaba un rastro de fosforescencias, marcando su ruta.
—¿Cuál es tu embarcadero? —preguntó ella cuando se acercaron.
—Allí —señaló él. Se movió para ponerse de pie, y en ese mismo instante se dio cuenta de que era una pregunta con trampa. Ella sabía que él la observaba. Probablemente lo había sabido todo el tiempo.
Cogió el amarradero en un movimiento. Luego permanecieron sentados en silencio durante un minuto.
—Gracias por traernos de vuelta —dijo él finalmente.
—No hay de qué —repuso ella.
No tenía ni idea de qué otra cosa decirle. Él extendió un brazo y alcanzó la sirena. La tocó tres veces para llamar a la lancha.
Se quedaron sentados otro minuto, sin decir nada. Entonces él oyó el ruido de la lancha a medida que ésta se acercaba.
—¿Cómo está tu cabeza?
—Duele a rabiar. —Rafferty intentó reír.
—Pobrecito.
Él no sabía si lo decía en serio o se estaba burlando.
—¿Te encuentras bien para conducir? —le preguntó Towner mientras él le sujetaba la puerta del acompañante para que subiera.
—Estoy bien —contestó él.
La llevó a casa. La acompañó hasta la puerta.
—Te invitaría a pasar, pero…
Rafferty levantó una mano.
—Tengo que irme a casa —dijo señalándose la cabeza. Estaba absolutamente decepcionado, pero no podía hacer nada al respecto.
Towner asintió.
—Espero que estés mejor —dijo.
—Veinticuatro horas —respondió él—, o una noche entera de sueño. Lo que venga primero.
Comenzó a descender la escalera. A medio camino dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.
—Tengo que decirte que cierres la puerta con llave —dijo él.
—¿Qué?
Rafferty estaba demasiado cerca. Lo mareaba intentar mirarla desde tan cerca. Y a ella la asustó un poco; se dio cuenta de que así había sido. Retrocedió y bajó un escalón.
—Cal vendrá a verte. En algún momento. No estoy tratando de asustarte; sólo quería decirte que cierres la puerta con llave.
—Vale —dijo ella. Su voz se quebró ligeramente al decirlo.
—No intento asustarte —repitió él.
—Vale —repitió ella.
Rafferty aguardó en el escalón hasta que Towner hubo entrado y oyó el clic de la cerradura.
Se preguntó si le quedarían analgésicos. Ésa iba a ser una de las fuertes.
Es importante hacer la pregunta adecuada al encaje. Posiblemente esa es la mayor responsabilidad de la lectora.
Guía de
la lectora de encaje.
Me apoyo contra la puerta para recuperar el equilibrio, esperando a que la adrenalina se disipe. Rafferty no estaba tratando de asustarme, pero lo ha hecho. Sé que tiene razón: Cal intentará verme. Lo he visto en mis sueños miles de veces, en mis pesadillas. Sé cómo sucederá. La escena me ha asaltado en tantas ocasiones que casi parece ensayada.
Puede que ya no me haga perder el control, o al menos no todos los días, pero no es un buen sitio al que ir.
No estoy decepcionada en absoluto porque nuestra velada haya terminado temprano. Aunque me siento mal porque Rafferty tuviera dolor de cabeza, la verdad es que yo tampoco me siento demasiado bien. No soy capaz de distinguir si es físico o psicológico, pero hago una nota mental para llamar a mi cirujano de Los Ángeles y pedirle que me concierte algún tipo de cita de seguimiento con alguien en Boston.
Me lleva unos minutos darme cuenta de que me he dejado el suéter de Eva en el coche de Rafferty. Oigo el motor arrancar cuando corro escaleras abajo. Cuando llego a la acera de adoquines, el coche patrulla ya está doblando la esquina.
Subo otra vez los escalones de la entrada y giro el pomo de la puerta principal. Cede, pero no engrana. La puerta está cerrada. Veo la llave sobre la mesita de la entrada, donde yo la he dejado.
Podría forzar la cerradura. Es una de las fáciles. Lo único que necesito es una horquilla, un poco de alambre. Busco algo en el porche, lo que sea. Pero está demasiado oscuro, es una noche sin luna, y el porche está enrejado y cubierto de hiedra. Estoy demasiado cansada para dedicar mucho tiempo a buscar. Si tengo que volver a entrar a la fuerza, supongo que será mejor que vaya hasta la ventana que ya rompí. ¿Para qué añadir otra ventana que arreglar a la lista de la agente inmobiliaria?