Rafferty abrió la boca para protestar, pero Eva se hizo a un lado para dejar pasar a Cal. Sujetó la puerta para Rafferty.
—Sé lo que estoy haciendo, detective —dijo. Sus ojos se desplazaron durante un instante al encaje que cubría la ventana—. Adelante.
Rafferty entró.
Registraron la casa. Cal había memorizado cada centímetro de ella en la época que estuvo casado con Emma. Incluso Eva parecía sorprendida por lo familiarizado que estaba Cal con la distribución de la casa. Él condujo la búsqueda, guiándolos de habitación en habitación, en ocasiones comprobando las estancias más de una vez. Cal estaba muy alterado. Revisó la bodega dos veces y se dirigía a la balconada por tercera vez cuando Rafferty anunció el fin del registro.
—Suficiente —dijo—. Ella no está aquí.
—No —convino Eva—. Y lamento que sea así.
—Ella vino a esta casa —aseguró Cal.
—Sí… Lo hizo.
—Tengo testigos que aseguran que nunca salió.
—Tus testigos necesitan que les revisen la vista —repuso ella.
La palabra «brujería» se propagó rápidamente. Eva había hecho desaparecer a Angela. Los calvinistas estaban convencidos de que la mujer tenía poderes mágicos. Incluso las brujas parecían impresionadas.
—Angela entró en la casa, pero nunca salió —le contó Ann a Rafferty—. Lo sé a ciencia cierta. No sé cómo lo hizo Eva, pero lo hizo.
A la mañana siguiente, Cal y un grupo de sus seguidores aparecieron en la comisaría de policía para presentar una queja formal contra Eva en la que la acusaban de brujería. Era un intento decente, escrito en una caligrafía manual en la que se confundían las eses y las efes, un inglés medio académico. Era la primera queja formal de brujería presentada en Salem desde el siglo XVII.
Los calvinistas enviaron una copia de la queja al
Salem News
, que, al no saber cómo interpretar el documento, lo publicaron en su sección editorial.
Fue necesario que el doctor Ward pusiera de manifiesto el evidente plagio.
—Compruébalo por ti mismo —dijo el pastor—. Es puro Cotton Mather, desde el «plan para acabar con el demonio en Nueva Inglaterra». Si no me crees, puedes buscarlo. Todo el archivo de los juicios de las brujas está expuesto en el museo Peabody Essex.
—¿En qué año estamos? ¿En qué siglo? —preguntó Ann Chase.
—No entiendo ni siquiera por qué aceptamos esa denuncia —le dijo el jefe de policía a Rafferty—. La brujería ni siquiera es un delito. En esta ciudad es una fuente de beneficios.
—Estoy creando un caso —dijo Rafferty— para futuras consultas.
—¿No será contra Eva? —El jefe de policía parecía impresionado.
—Por favor —repuso Rafferty.
Pasaron casi tres semanas antes de que nadie pudiera averiguar dónde estaba Angela.
Ella llamó a Rafferty por radio desde Yellow Dog Island.
—Tienes que venir a recogerme —la voz de Angela estaba cargada de urgencia—. He cometido un terrible error.
El jefe de policía estaba detrás de Rafferty cuando éste recibió el mensaje.
—No sabía que estaba allí —dijo Rafferty. Estaba seguro de que el jefe de policía no lo creía.
Los dos hombres se miraron.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Rafferty.
—Ir a recogerla —contestó su jefe.
Rafferty fue en el barco de la policía hasta la isla. May estaba esperándolo en el muelle con Angela. Su mochila estaba apoyada contra la rampa.
—Podrías haberme contado que estaba aquí—le dijo Rafferty a May.
—No es mi política —replicó May.
—Así que Eva te ayudó —dijo Rafferty.
—Eva le explicó a Angela sus alternativas. Ella vino sola.
—Y ahora quiero volver sola —el tono de Angela era sarcástico.
—Bien —dijo Rafferty—. Porque si vas a decirme que vas a volver con Cal Boynton te dejo aquí.
—Lo hará —intervino May.
—El reverendo Cal nunca me ha hecho daño. —Angela se volvió hacia May—. Te he contado lo que pasó. Las mujeres me apedrearon.
—¿Te apedrearon? —Rafferty estaba asombrado por la precisión de la lectura de Eva.
—El reverendo Cal nunca me ha tocado —aseguró Angela.
—Bueno, debe de haberte tocado por lo menos una vez —dijo May.
Angela se puso roja.
—Está embarazada —explicó May.
—¿Es eso cierto? —Rafferty miró a la chica. No se le notaba. Todavía no.
Angela rompió a llorar.
—Por eso me marcho —dijo ella—. Te lo conté confidencialmente; se supone que no puedes ir contándolo por ahí.
—No guardo secretos que puedan ponerte en peligro.
—Te lo he dicho: él no fue quien me hizo daño.
—No estoy hablando de abusos físicos. Me refiero a abusos sexuales.
Angela parecía horrorizada.
—Él no ha abusado de mí.
—Claro.
Angela prosiguió con sus explicaciones. Cal nunca le había hecho más que bien, Angela insistía una y otra vez. Hablaba de la acusación de brujería, de las marcas del demonio. Y de cómo Cal Boynton la había salvado del fuego del infierno. Dijo que era afortunada de ser la elegida. Afortunada de haber sido salvada.
Rafferty contempló cómo May renunciaba a Angela.
—Ha venido demasiado pronto —le dijo May más tarde. Lo había visto en otras ocasiones—. Nunca lo consiguen si vienen antes de estar preparadas.
El detective tuvo la oportunidad de ver lo que suponía para May. Estaba acostumbrada a que las jóvenes regresaran al lugar del que habían huido. Pero no le gustaba perder a sus chicas. Y menos por el hombre que lo había comenzado todo, el hombre que había destrozado la familia de May.
Rafferty llevó a Angela de vuelta a la ciudad, pero, fiel a su palabra, se negó a llevarla de vuelta con los calvinistas.
—No deberías quedarte aquí —dijo él—, ¿No tienes amigos en otra parte? —Pensó que era mejor no mencionar a su familia.
Rafferty le dijo que tenía que presentar cargos. Si no contra Cal, al menos contra las mujeres que la habían agredido. Ella respondió que lo pensaría.
Él hizo unas cuantas llamadas para buscarle una habitación, pero estaban a finales de octubre y no había nada libre en ningún sitio.
Llamó a Roberta y le explicó la situación. Rafferty le contó que Angela estaba embarazada. Le dijo a la chica que él sabía que Roberta estaba buscando una compañera de piso, alguien que pudiera ayudarla con el alquiler. Rafferty dijo que él se encargaría del primer mes mientras Angela buscaba trabajo.
—¿Por qué vas a hacer una cosa así? —Roberta ya albergaba sospechas—. No es tuyo el bebé, ¿verdad?
—Muy gracioso —repuso Rafferty.
No aguantó el mes entero. A finales de la primera semana, Angela ya había vuelto con los calvinistas. Esa vez no estaba en la caravana de las mujeres, sino en el pequeño remolque de lujo convenientemente aparcado junto a la autocaravana de Cal.
Rafferty sabía que sólo era cuestión de tiempo hasta que se le notara. No estaba seguro de si Cal sabía o no que ella estaba embarazada. A menos que fueran a argüir que se trataba de una concepción virginal, Angela estaba a punto de convertirse en un gran inconveniente para todos los calvinistas. Y especialmente para su líder, que había hecho una pequeña fortuna predicando sus propios mandamientos, el segundo de los cuales era el celibato.
No hay dos lectoras capaces de ver las mismas imágenes en el encaje. Lo que se ve está absolutamente determinado por la perspectiva.
Guía de
la lectora de encaje.
A Rafferty comenzaban a escocerle los ojos. Hojeó los archivos restantes. El historial de Cal era más delgado que el de Eva, y más antiguo. Se remontaba a los setenta, documentaba cada paliza denunciada a Emma Boynton, la mayoría sin corroborar o negadas por Emma. Hasta la mandíbula rota. Cuando la interrogaron en el hospital, Emma no dijo nada sobre su marido, sólo que se había caído por la escalera. Ante la insistencia de May, el médico de la sala de urgencias llamó a la policía. Hoy en día sería algo rutinario. HAWC tenía sus pósteres por todas partes, así como también estaban los del estado. Hoy en día era inusual no sospechar de abuso. Hoy en día, si te salía un padrastro, te llevaban a una habitación aparte con un especialista en malos tratos. A muchos de sus compañeros les parecía excesivo. Rafferty no coincidía con ellos. Se acordaba de los viejos tiempos, cuando todo el mundo fingía no darse cuenta de nada hasta que alguien acababa muerto.
A su propia manera, las posturas de Rafferty no eran tan diferentes de las de May, aunque ella nunca lo creería. Para May, Rafferty era el enemigo. De hecho, normalmente terminaban en los bandos opuestos de la ley.
Rafferty llamó por radio de antemano para avisarla de que iba a ir a Yellow Dog Island y por qué. Metió los archivos en una bolsa vieja de tela junto con su chaqueta y lo que le quedaba en el termo de café. Salió por la puerta de atrás y bajó los escalones, dejando el coche patrulla donde estaba. Costaba encontrar plazas de aparcamiento cerca de la bahía en esa época del año, incluso a un policía.
Decidió ir caminando. Necesitaba tomar el aire. La verdad era que necesitaba todas las ventajas que pudiera obtener. Sobre todo si tenía que intentar estar a la altura del ingenio de May Whitney.
May le estaba esperando en el muelle, más enfadada que preocupada. No era un buen día para visitas, le dijo por segunda vez.
—¡Qué lástima! —dijo él.
Claramente molesta, ella se volvió y caminó muelle arriba.
—Puedes cooperar —dijo él— o puedo conseguir una orden.
Ella se detuvo y se volvió para dirigirle una mueca.
—Te lo he dicho: Angela Rickey no está aquí.
—¿Cuándo fue la última vez que la viste?
—Tú deberías saberlo. Estabas aquí.
—¿Y ella no ha intentado ponerse en contacto contigo?
—No.
—Y me lo dirías si fuera así.
—Exacto —dijo May.
—Igual que la última vez…
—Sin comentarios.
—¿Te importa si echo un vistazo?
—Ya te lo he dicho: no es un buen día. —May estaba perdiendo la paciencia.
—Tengo que echar un vistazo.
—Si estuviera intentando esconder a Angela Rickey en esta isla, no la encontrarías.
—¿Y no la has trasladado? —sugirió Rafferty.
—¿Qué?
—Anoche intentaste trasladar a alguien. Vi tu señal.
—¿De qué estás hablando? —Su voz mostraba la frustración obligatoria, pero la inflexión la traicionaba levemente.
—«Dos si vienen por mar» —dijo él—. Vi tus luces.
—No te entiendo.
—Si no quieres que todo el mundo sepa lo que estás haciendo aquí, será mejor que escojas una señal más apropiada. Con tiempo y un poco de interés, hasta un niño podría deducir qué significa ésa.
—No sé de lo que está usted hablando, detective Rafferty.
—¿Se trataba de Angela Rickey?
—No sé de qué estás hablando, pero puedo asegurarte que no
trasladamos
a nadie.
—Sé que no lo hiciste. Lo sé porque vuestro piloto estaba inconsciente en su barco en el muelle Derby.
May lo miró fijamente.
—Creo que estás perdiendo la razón.
—Se metió en una pelea de borrachos en Rockmore por un comentario despectivo que alguien hizo sobre Towner.
Eso le paró los pies.
—¿Ella está bien? —May lo decía en serio.
—Está bien —dijo él—. Pero Jack LaLibertie es un bala perdida. Tan sólo es cuestión de tiempo que haga algo verdaderamente estúpido y, cuando lo haga, todo el mundo sabrá lo que estás haciendo aquí.
May le clavó la vista.
—Así que te lo preguntaré una vez más. ¿Era a Angela Rickey a quien estabas intentando trasladar anoche?
—No —respondió May.
—Discúlpame si no confío en tu palabra.
Unas cuantas mujeres con aspecto de preocupación comenzaron a reunirse al final del muelle.
—¿Va todo bien? —gritó una de ellas.
May les hizo una señal.
—¡Todo bien! —contestó.
No parecían muy convencidas, y siguieron observando el barco de la policía.
—Ven conmigo —le dijo May a Rafferty.
Ella arrancó a andar por el muelle hacia la isla. Él la siguió. En lo alto del embarcadero, May giró a la izquierda en dirección al extremo de la isla, pasada la casa Boynton, que estaba cerrada con tablones.
Cruzaron el campo de béisbol y caminaron en silencio hasta la perrera de piedra.
—Cuidado con las madrigueras de los conejos, detective —le dijo May cuando se acercaban al viejo edificio—. Podrías romperte fácilmente una pierna.
Rafferty puso especial cuidado mientras descendía el camino. Igual que su tía Eva, May tenía poderes que iban más allá de lo normal, aunque no quisiera reconocerlo. «Cuidado con las madrigueras de los conejos» podía sonar como una advertencia sobre criaturas peludas y tobillos torcidos. Pero si Eva hubiera estado viva, ella lo habría expresado mejor. May sencillamente había disparado el tiro proverbial por encima de su proa.
Rafferty se fijó en los detalles: la perrera de piedra con su puerta azul, la mesita de picnic fuera, donde había dos niños sentados. Una mujer con aspecto preocupado, que sin duda era su madre, observaba.
—Te presentaré como un amigo —dijo May—. No como policía. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Haré lo que pueda.
—Haz que funcione —pidió May—, Ella ya ha pasado por muchas cosas.
Él se daba cuenta.
—Éste es mi amigo John Rafferty —le dijo May a la mujer—, John, ésta es Mary Segee.
Rafferty esperó. La mujer asintió con la cabeza pero no extendió la mano. Vio las cicatrices de su muñeca. Marcas de quemaduras de cigarrillos. Nariz torcida y rota. Ella lo vio mirándola. Rafferty apartó la vista. Equipaje preparado. Una vieja maleta en la esquina. Fijó la atención en los dos niños.
—¿Y vosotros quiénes seríais? —Rafferty le ofreció la mano a la niña.
—Yo sería Rebecca —dijo la niña.
—Lo sería, pero no lo es —repuso May—, Su nombre es Susan.
Por un instante, la niña pareció asustada.
—Estábamos jugando a un juego —dijo—. Éste es mi hermano, Timothy. —El pequeño no levantó la vista.
—Encantado de conoceros a los dos —dijo Rafferty.
Entonces el niño levantó la vista, miró a su madre y la bajó de nuevo.
—Os vais de viaje, ¿no? —dijo Rafferty.
—Nos vamos a Canadá —contestó la niña antes de que su madre pudiera detenerla.