Panteón (92 page)

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Authors: Laura Gallego García

Gerde inspiró hondo y cerró los ojos. Los volvió a abrir enseguida, sin embargo, para mirar a Christian y a Assher.

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —murmuró, pero lo cierto era que Assher no lo sabía. Christian, no obstante, asintió.

Trató de relajarse, pero sus músculos seguían en tensión. Percibió que el szish lo miraba, interrogante. No le devolvió la mirada.

Gerde cerró los párpados de nuevo. Su respiración fue haciéndose cada vez más lenta, y Christian se sorprendió a sí mismo conteniendo el aliento. Cuando, por fin, Gerde abrió los ojos otra vez, sus pupilas habían desaparecido, y su rostro era completamente inexpresivo, apenas una fría máscara de mármol.

La Séptima diosa había abandonado su envoltura carnal para viajar por otros planos.

Su aspecto era inquietante, pero, a pesar de ello, Christian no podía apartar la mirada de ella. Assher, en cambio, desviaba la vista hacia cualquier otra parte, intentando no pensar en el violento silbido del viento. Fue él quien se dio cuenta de que el árbol-vivienda de Gerde había empezado a crecer, lenta y silenciosamente.

Quiso indicárselo al shek, pero no se atrevió a moverse, por miedo a romper la concentración de Gerde.

No hacía falta, de todas formas. Christian ya sabía que Wina y Yohavir se estaban acercando. Y, ahora que la Séptima diosa se había liberado de su cuerpo mortal, no tardarían en descubrirla.

La esencia de Gerde se deslizó, veloz, por las fronteras entre planos. Conocía el lugar que había tratado de visitar en viajes anteriores, pero en esta ocasión, tomó el sentido contrario, y se apresuró a alejarse de él todo lo que pudo.

Las distintas dimensiones tomaron forma ante ella, como un amplio abanico de posibilidades. Gerde las fue descartando, una tras otra, velozmente. Advirtió entonces una dimensión lo bastante alejada como para llevar a cabo sus propósitos. Una dimensión lo bastante extensa como para que los otros Seis tardaran en encontrarla. Llegó hasta allí, pero permaneció en el plano inmaterial, sin descender al mundo físico. Y, entonces, lanzó una señal.

Rápida como el pensamiento, trató de regresar a su cuerpo, que estaba en Idhún. Con un poco de suerte los Seis la seguirían hasta el plano inmaterial de aquella dimensión; pero, para cuando llegaran, ella ya estaría de vuelta.

Las cosas no salieron como esperaba. Una presencia se interpuso entre ella y su objetivo. Allí, en el plano inmaterial, todos los dioses eran iguales, pero entre ellos se conocían. Y hacía muchos milenios que la Séptima diosa conocía el nombre de aquella presencia, porque no era la primera vez que se enfrentaban.

«Irial», pensó.

¿Cómo había llegado tan deprisa? La Séptima comprendió que se debía a que Irial no estaba en el plano físico, no había descendido aún a Idhún, como los otros cinco. Un error de cálculo que podía costarle muy caro...

Gerde percibió la alegría de Irial, su sensación de triunfo al haberla hallado por fin. Sabía que los otros cinco no tardarían en llegar, porque los Seis estaban estrechamente conectados entre sí. Y no se trataba solo de que hubiesen creado un par de mundos juntos. Los Seis habían estado mucho más unidos desde que se habían librado de la Séptima.

Pero entretanto... antes de que llegaran todos... había un breve instante, una posibilidad mínima... de regresar...

Muy lejos de allí, en el plano físico del mundo conocido como Idhún, en un árbol que había crecido al pie de los Picos de Fuego, dos mortales temían por sus vidas.

El viento huracanado amenazaba con arrancar el árbol de cuajo; y el árbol, por su parte, se esmeraba en crecer cada vez más, hacia arriba, y hacia abajo, por lo que sus raíces, más largas y fuertes, seguían aferrándolo al suelo con obstinación.

En el interior, Assher se encogía sobre sí mismo, aterrorizado. Christian estaba sereno, pero solo en apariencia. No había apartado la mirada de Gerde. Estudiaba su rostro con atención, tratando de adivinar, a través de él, lo que estaba sucediendo en el plano de los dioses.

Gerde no tenía la menor intención de enfrentarse a ellos. Trató de huir, de regresar a su cuerpo..., pero la esencia de Irial la rodeaba, la hostigaba, la obligaba a plantarle cara.

Gerde sabía que Irial trataba de cortarle su única posibilidad de huida, que buscaba el fino hilo que la unía con su cuerpo material, para romperlo e impedirle que volviese a escapar. Si lo lograba, la Séptima diosa estaría atrapada en el plano inmaterial y ya no podría esconderse de la mirada de los Seis.

No tenía la menor intención de que eso sucediese. Pero también había previsto aquella posibilidad.

Irial la obligó a retroceder un poco más. Gerde concentró más energías en evitarla. El vínculo que la unía al mundo material fue haciéndose cada vez más débil...

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Assher—. ¡Hemos de escapar!

Trató de llegar hasta Gerde, para arrastrarla fuera del hexágono, pero Christian se lo impidió.

—¡Quieto! —le gritó, para hacerse oír por encima del aullido del viento y de los chasquidos de la madera a su alrededor—. ¡No debemos moverla del sitio!

Se había quedado muy cerca de Gerde, y aferraba el brazo del szish con fuerza. Assher intentó liberarse, pero Christian no lo soltó. Seguía con la mirada clavada en el rostro de Gerde, que continuaba pálido e inexpresivo.

—¿A qué estás esperando? —preguntó Assher, aterrado.

—A que vuelva —respondió Christian—. O a que no lo haga.

El szish quiso retroceder, pero él no se lo permitió. Seguía reteniéndolo junto a sí, con firmeza.

Gerde seguía huyendo. Sabía que, cuanto más tiempo pasase en aquella dimensión, y cuanto más lejos viajase, más se debilitaría el vínculo con su cuerpo mortal. Pero no tenía otra opción: Irial estaba por todas partes, por todas partes... y Gerde se dio cuenta, con horror, de que ya no era capaz de encontrar el hilo que la unía a la vida mortal...

Ajeno a los gritos de Assher, al ensordecedor rugido del viento, al hecho de que, al crecer sin control, el árbol-vivienda iba reduciendo cada vez más sus espacios huecos, Christian seguía mirando fijamente a Gerde.

Le pareció ver un cambio. Para asegurarse, alargó la mano que tenía libre y tomó la muñeca de Gerde, casi con delicadeza.

No le encontró pulso.

—Maldita sea —murmuró el shek.

Tiró de Assher hacia sí. El szish se debatió, y trató de liberarse con un hechizo, pero Christian fue más rápido. Lo volvió hacia él, con determinación, y lo miró a los ojos.

En medio del caos producido por los dioses, a pesar de su miedo y de su confusión, Assher fue plenamente consciente de lo que pretendía el shek. Un pánico irracional recorrió su espina dorsal cuando su mirada se encontró con aquellos ojos de hielo. Quiso suplicar por su vida, pero no le quedaba voz.

Allí..., el hilo. Gerde descubrió, con alivio, que su vínculo con el plano material seguía existiendo. Se aferró a él.

En aquel momento, otras cinco presencias irrumpieron con fuerza en aquella dimensión. Irial se retiró un poco, tal vez para acudir a su encuentro...

Allí... un pequeño espacio.

La Séptima diosa se escabulló, tal y como había hecho siempre, milenio tras milenio, y se apresuró a volver, a través de las distintas dimensiones, hasta el cuerpo que la aguardaba al otro lado: un cuerpo pequeño y miserable, pero que era capaz de garantizarle un mínimo de seguridad.

Su condena... su prisión.

Assher sintió de pronto que el hielo se retiraba de su mente y podía respirar de nuevo. Se dejó caer, agotado, sin poder creerse que siguiera vivo. Enfocó la vista y miró a su alrededor, temeroso.

Junto a él estaba Christian. Assher retrocedió un poco, por instinto. Pero el shek no le estaba prestando atención.

Sostenía en brazos a Gerde, que había vuelto en sí. Sus ojos volvían a ser completamente negros, y sus mejillas habían recuperado algo de color. Y, aunque parecía estar agotada, sonreía.

Fue entonces cuando Assher se dio cuenta de que la calma había regresado al árbol. El viento había cesado de soplar. Las plantas habían detenido su desaforado crecimiento.

—Los he engañado, Kirtash —susurró Gerde, con esfuerzo—. Los he engañado a todos.

Christian entendió lo que eso significaba.

Gerde se las había arreglado para atraer a los dioses de vuelta a su dimensión. Los Seis habían abandonado Idhún... aunque solo fuera de forma temporal. El shek cerró los ojos un momento, agotado.

—¿Cuánto tardarán en volver? —preguntó, con voz neutra.

—No tanto como quisiéramos —respondió Gerde, cansada; cerró los ojos y cayó profundamente dormida.

Habían salido del castillo sin el menor percance. Jack no había tratado de esconderse, pero nadie le había impedido salir, aunque había visto dudar a los guardias. Sospechaba que alertarían a Alsan si no regresaban en un tiempo prudencial, pero no le importaba. No tenían nada que ocultar, le dijo a Victoria cuando se adentraron en las calles de la ciudad.

Sin embargo, ella había movido la cabeza, preocupada.

Lo había conducido hasta las afueras de la ciudad, donde habían llamado a la puerta de una casa pequeña, coronada por una cúpula, al estilo de Celestia. Les había abierto la puerta un anciano celeste, quien, a pesar de lo tardío de la hora, no pareció dar muestras de sorpresa al ver a Victoria.

—Pensaba que no vendríais esta noche, dama Lunnaris —murmuró, sonriendo.

—Me he retrasado un poco —respondió ella, devolviéndole la sonrisa—. Espero no haberos despertado.

—Farlei está ya en la cama, pero yo os aguardaba despierto. Pasad; el pájaro está durmiendo, pero ha descansado bastante. Lo encontraréis donde siempre.

—Gracias, Man-Bim.

Cruzaron la casa, un hogar sencillo y agradable, y llegaron al patio trasero. Allí, sobre una percha, dormitaba un enorme y precioso haai, con la cabeza bajo el ala. Victoria lo acarició y le habló con palabras dulces cuando se despertó.

—Se llama
Inga —
dijo en voz baja—. Pertenece a Man-Bim, pero me lo presta siempre que quiero salir de la ciudad.

—¿Salir de la ciudad? —repitió Jack—. ¿Para ir a dónde?

—A buscar estrellas fugaces —sonrió ella.

Inga
podía cargar con los dos, y Victoria tenía ya cierta destreza en montar pájaros haai, de modo que no tuvieron problemas con el despegue. Jack no dijo nada cuando el pájaro planeó sobre la ciudad de Vanis y enfiló hacia el oeste. Parecía que se movía al azar sin ningún rumbo determinado. Victoria mantenía las riendas sueltas y permitía al animal volar a donde le pareciese.

Jack no tardó en dejar a un lado su inquietud para disfrutar del paseo. Solo había viajado en haai en una ocasión, antes de aprender a transformarse en dragón, y le había gustado. Además, las lunas brillaban sobre los dos, cómplices, y la brisa de la noche susurraba con dulzura en sus oídos.

Finalmente,
Inga
había descendido cerca de un bosquecillo. Victoria y Jack habían desmontado de su lomo y lo habían dejado chapotear en un arroyo.

Ahora paseaban por entre los árboles, aparentemente sin rumbo. Jack empezaba a sospechar para qué habían acudido allí. Pero Victoria parecía cada vez más intranquila. Miraba a su alrededor, buscando algo, o a alguien, tal vez. Sin embargo, el bosque seguía en silencio.

—Deberías darte prisa en hacer lo que quiera que tengas que hacer —dijo Jack—. Queda un largo camino de vuelta a la ciudad, y tenemos que levantarnos con el primer amanecer.

—Lo sé —asintió ella—. Pero hemos ido a parar demasiado lejos de cualquier lugar habitado. Hay una aldea cerca del río... aunque no sé si tendremos tiempo de llegar y dar una vuelta antes de que se nos haga demasiado tarde para regresar.

Jack sonrió, comprendiendo que su intuición era acertada.

—¿Tus estrellas fugaces son personas, Victoria?

Ella respondió con una amplia sonrisa. Jack rodeó sus hombros con el brazo.

—Pues no lo fuerces —le aconsejó—. Haz lo que sueles hacer todas las noches, no importa que yo esté o no presente. No tienes que demostrarme nada. Si no hay suerte esta noche, tal vez mañana encuentres lo que buscas.

Victoria no dijo nada. Se había quedado mirándolo fijamente, y Jack se sintió inquieto.

—¿Qué ocurre?

—Que estaba equivocada —respondió ella, con cierta dulzura—. Sí he visto una estrella fugaz esta noche.

Mientras hablaba, se fue transformando lentamente en unicornio. Jack dejó escapar una exclamación de sorpresa, y la miró, conmovido.

No era la primera vez que la veía así. Sin embargo, Victoria no solía adoptar su otra forma, o al menos, no con la misma frecuencia con que lo hacía Jack.

Con el corazón latiéndole con fuerza, Jack aguardó a que el unicornio se acercara a él. No se movió cuando sintió sus suaves crines acariciándole el brazo. Victoria alzó la cabeza, y su cuerno rozó dulcemente la mejilla de él.

Y algo lo llenó por dentro, un torrente cálido y renovador que recorrió sus venas, haciéndolo sentir más vivo de lo que había estado jamás. El muchacho cayó de rodillas sobre la hierba, maravillado y, cuando Victoria apoyó la cabeza sobre su hombro, él rodeó su cuello con los brazos y enterró el rostro en sus crines, para que ella no viera que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No deberías haber hecho esto —susurró Jack, al cabo de un rato—. Soy un dragón, así que seré un desastre como mago. No deberías desperdiciar tu magia conmigo.

—No es así como funciona —sonrió Victoria—. No se debe encadenar la entrega de la magia a razones lógicas. Tiene que nacer del corazón.

Jack alzó la cabeza. Victoria había vuelto a transformarse en humana, y lo miraba, intensamente. Jack se sentó en el suelo, todavía maravillado. Victoria se acomodó sobre la hierba, junto a él.

—¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? —le preguntó él.

—Desde que volví de la Tierra. Es decir, en cuanto recuperé mis poderes.

—¿Y has encontrado a mucha gente desde entonces? —quiso saber Jack, entusiasmado—. ¿Cuántos son? ¿Quiénes son?

—No pienso decírtelo —replicó ella—. Es un secreto entre ellos y yo.

Jack sacudió la cabeza, perplejo.

—Pero, ¿por qué?

—Porque debe ser un regalo y no una carga. Deben ser ellos quienes decidan si quieren desarrollarlo o no. Sabes... no todo el mundo quiere abandonarlo todo para estudiar en una escuela de hechicería, por mucho que Qaydar se empeñe en pensar lo contrario. Y tal y como están las cosas... ser un mago puede no ser una ventaja. ¿Me entiendes?

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