Authors: Laura Gallego García
—Me es indiferente. Es el hijo de Victoria, y con eso me basta.
Gerde se levantó con un ágil movimiento. Sacudió la melena y lo miró por encima del hombro.
—No debería darte igual. Si es hijo tuyo, también me pertenece a mí. Parte de su alma me rendirá culto siempre, y lo sabes.
—¿Cómo puedes estar tan segura? Es el hijo de un unicornio. Los sangrecaliente lo reclamarán...
Gerde se echó a reír.
—Kirtash, Kirtash, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? Los sangre-caliente no lo reclamarán. Lo rechazarán, tratarán de matarlo si saben que es en parte shek. Ellos son así —sonrió—. ¿Por qué, si no, estás tú aquí? ¿Te aceptarían entre ellos, a pesar de que tienes un alma humana? No, Kirtash. Nadie olvidará, ni por un instante, que eres un shek. Pero aquí, ya ves..., a pesar de que eres en parte humano, te acogemos entre nosotros. ¿Qué te hace pensar que sería diferente con tus hijos?
Christian dio un paso atrás.
—Para mí no cambia nada. No quiero que tengas nada que ver con ese niño, ni que le hagas daño, ni que lo manipules...
—... ¿como hago contigo? ¿Y cómo crees que vas a impedirlo?
Cristian alzó la cabeza y la miró, desafiante.
—No te pertenece —dijo, con serenidad—. Si es en parte dragón, no tienes nada que ver con él. Y si lleva mi sangre... me aseguraré de que no tengas poder sobre él... igual que no lo tienes sobre mí.
—¡Qué descarado! —exclamó ella, lanzándole una mirada incendiaria—. ¿Cómo te atreves a decir que no tengo poder sobre ti? ¿Quieres que te lo demuestre?
—Puedes hacer todas las demostraciones que quieras. Puedes humillarme, puedes anular mi voluntad..., pero hay una parte de mí que nunca será tuya, y lo sabes.
Gerde no dijo nada al principio, pero su rostro se había congestionado en una mueca de rabia.
—Algún día arrancaré ese anillo de su dedo, Kirtash —siseó—. Y entonces ya no te quedará nada. Sí... me llevaré a ese niño que crece en su vientre, y le arrebataré tu anillo... y después la mataré. Ella morirá, pero tú quedarás con vida para poder echarla de menos. Y serás mi esclavo, en cuerpo y alma, pero mantendré sus recuerdos en tu mente... para que sepas... para que sufras... siempre. Eso será para ti un castigo peor que la muerte, ¿no crees?
Christian no dijo nada. Dio media vuelta y salió del árbol, furioso. A sus espaldas, Gerde reía.
Alguien, sin embargo, había escuchado toda la conversación desde las sombras. En otras circunstancias, tal vez lo habrían descubierto; pero Gerde solía estar algo desorientada después de sus viajes por el plano inmaterial, y el shek se encontraba demasiado alterado como para preocuparse por nada más.
Y era para estarlo, se dijo Yaren.
La pequeña Victoria iba a ser mamá. Qué gran noticia.
Gerde tenía interés en ese niño, de modo que aguardaría a que naciera, y mantendría a Victoria a salvo hasta entonces. Después, probablemente, la mataría. De forma certera y efectiva. No la dejaría viva para que sufriera, porque eso alimentaría las esperanzas de Kirtash. No; la eliminaría...
Gerde quería que Kirtash sufriera, y Yaren quería que Victoria sufriera. Que sufriera mucho, igual que estaba sufriendo él.
Sacudió la cabeza y se alejó del árbol en silencio. En otros tiempos, la idea de abandonar a Gerde le habría parecido monstruosa, pero en aquel momento no le pareció tan grave. Sabía por qué. El hada ya no tenía interés en él y, por tanto, había relajado el hechizo que lo mantenía atado a su voluntad.
A Yaren no le parecía tan espantoso vivir bajo el embrujo de Gerde. Incluso ahora, cuando su voluntad volvía a pertenecerle, no entendía por qué Kirtash la valoraba tanto. El tiempo que había pasado con Gerde no había borrado la huella de dolor y angustia que aquella magia corrupta había dejado en su alma, pero lo había aliviado, en cierto sentido.
Lamentó que hubiese acabado. Pero, por otro lado, ahora era libre para enfrentarse a Victoria.
Se deslizó por el campamento de los szish. Cada paso que daba le producía dolor, como si mil agujas pinchasen cada uno de sus músculos. La magia era como su sangre, recorría todo su cuerpo, y llegaba hasta su cerebro, llenándolo de pensamientos lúgubres y ominosos.
«Sabrás lo que es el dolor, Victoria», se juró a sí mismo, olvidando, como hacía a menudo, que el unicornio había experimentado ese mismo dolor, tiempo atrás, y que era el sufrimiento de su propio corazón lo que le había transmitido. «Pronto... lo sabrás».
No notaron su ausencia hasta la mañana siguiente.
Fue la propia Gerde quien preguntó por él. Lo buscaron por todo el campamento, pero el mago había desaparecido. El hada no le concedió mayor importancia, pero Christian, preocupado, salió en su busca. Sabía lo mucho que Yaren odiaba a Victoria y temía lo que podría llegar a hacer si la encontraba.
Así pues, emprendió el vuelo en dirección a Nandelt, pero no encontró ni rastro del mago. No llegó a adentrarse en Vanissar: era imposible que Yaren hubiese llegado antes que él.
Iba a sobrevolar de nuevo las montañas, cuando algo llamó su atención: un inmenso torbellino, una espiral de nubes que rotaban sobre los Picos de Fuego, y avanzaban, lenta pero inexorablemente, hacia Drackwen.
Dio media vuelta y regresó al campamento.
—No he encontrado a Yaren —dijo, cuando se presentó de nuevo ante Gerde—. Pero...
—... pero has visto algo todavía más preocupante –adivinó Gerde—. Yohavir viene hacia aquí.
—Me temo que sí. Y Wina sigue rondando por Alis Lithban, así que estamos en una situación muy delicada.
—Son los sheks —dijo Gerde—. Eissesh y los demás. Están entrando y saliendo de Umadhun constantemente. Era cuestión de tiempo que alguno de los Seis los detectara.
—¿Qué hacemos, pues? —Gerde frunció el ceño, pensativa.
—Podemos huir hacia Raden —dijo—, pero es un sitio demasiado abierto para mi gusto, y acabarían por encontrarnos... Vete de aquí —le ordenó de pronto—. Necesito pensar.
Aquella noche, cuando Victoria iba a salir de la habitación, la voz de Jack la sobresaltó.
—No deberías andar por ahí de noche, Victoria. Sabes que puedes meterte en problemas.
La joven se volvió hacia él, un poco preocupada.
—No tenía intención de despertarte —dijo en voz baja—. Lo siento.
Jack se incorporó sobre la cama, con un suspiro.
—No lo has hecho; es que yo no podía dormir.
—Deberías descansar. Mañana saldremos muy temprano.
—¿Saldremos? —repitió Jack—. ¿Tú también vienes a Les?
—Si Alsan no se opone, sí.
Jack la miró un momento.
—Ven, siéntate a mi lado —le pidió—. Tenemos que hablar.
Victoria lo hizo.
—Sé que viste a Christian la otra noche —dijo Jack sin rodeos—. Noté su presencia en el castillo.
Victoria inclinó la cabeza.
—Sí, es cierto. No te lo dije porque no quería ponerte en un compromiso con Alsan. Ya es bastante malo que desconfíe de mí.
—No es que me moleste, pero, si te reúnes con él a escondidas, ¿por qué me lo ocultas a mí también?
Ella se rió suavemente.
—Pero si no lo hago, Jack. No tenía ninguna cita con él, se presentó de improviso. Vino porque Gerde le insinuó algo acerca de mí, y estaba preocupado. Pero es la única vez que nos hemos visto a solas desde que regresamos de la Tierra. No considero que tenga que mentirte con respecto a mi relación con Christian, ya lo sabes.
—¿Le hablaste de... lo tuyo? —le preguntó Jack en voz baja.
—Sí, se lo dije.
—¿Y aun así... se fue? ¿Volvió con Gerde?
—Yo le pedí que se marchara. Aquí corre peligro, así que...
—Pero... ¿cómo se lo tomó?
—Con bastante tranquilidad. Ya lo conoces. Lo único que dijo es que habría que encontrar un lugar para poner al bebé a salvo de Gerde. Hablamos de la posibilidad de ir a la Tierra, pero no le pareció buena idea, porque Gerde y los sheks planean exiliarse allí.
—Sí, y él los está ayudando —apostilló Jack, con un resoplido—. Supongo que es su manera de salvar a Idhún..., condenando a la Tierra. Otra de sus brillantes ideas.
—¿Crees que lo hace por eso? Los Seis no seguirán a Gerde hasta la Tierra, ¿verdad?
—No lo creo. Pero, aun así... lo que él está haciendo no me parece bien. Los humanos de la Tierra no merecen tener que sufrir a Gerde, y además, en el caso de que nuestro mundo tuviera sus propios dioses, ¿cómo la recibirían? Cargarle el problema a otro no me parece una buena opción.
Victoria no dijo nada. Jack la miró.
—¿Y tú? Ibas a salir, ¿no? ¿Llegas tarde a alguna parte?
Ella negó con la cabeza.
—No me espera nadie. Iba solo a dar un paseo.
—¿A dar un paseo? —repitió Jack, incrédulo—. ¿A estas horas? ¿Todas las noches?
Victoria sonrió.
—¿Alguna vez has salido de noche a contemplar las estrellas, para ver si veías una estrella fugaz?
—Sí, muchas veces —respondió él, sin entender a dónde quería ir a parar.
—Pasas las horas mirando el cielo, observando las estrellas —prosiguió Victoria—. Y todas te parecen igual de hermosas. Sin embargo, lo que estás esperando es una estrella especial, una estrella fugaz. Ese tipo de estrella que sabes que solo vas a ver tú, durante un instante, y solo porque estabas mirando. ¿Alguna vez has visto una estrella fugaz? ¿Y le has pedido un deseo?
—Sí, claro. Como todos.
—Esa estrella fugaz es, en ese momento, tu estrella. Y depositas en ella tus sueños, tus ilusiones... y a lo mejor se cumplen; o tal vez la estrella no estuviese escuchando en ese momento. No importa; lo que cuenta es que levantas la cabeza hacia el cielo para ver las estrellas, para encontrar esa estrella fugaz con la que compartes tu corazón un breve instante... aunque luego el deseo que formulaste al verla no llegue a cumplirse nunca.
Jack le dirigió una larga mirada.
—¿Es eso lo que haces por las noches? ¿Buscar estrellas fugaces?
Victoria sonrió.
—Más o menos. ¿Quieres acompañarme esta noche? La pregunta cogió a Jack por sorpresa. —¿Yo? Pero...
—Deberías dormir —añadió Victoria—, pero si te vas a quedar más tranquilo viéndolo con tus propios ojos, entonces ven conmigo. Es difícil explicarlo con palabras.
Jack dudó un momento, pero terminó por asentir.
—De acuerdo. Dame un minuto para vestirme, enseguida estaré listo.
Rando fue el primero en divisar el cuarto sol aquella noche.
Se había adelantado a los otros para reconocer el terreno desde el aire, y, tras franquear una pequeña cadena montañosa, lo vio a lo lejos: una esfera de llamas que latía como si de un corazón volcánico se tratase.
No se molestó en aproximarse más. Dio media vuelta, regresó con los demás y les habló de lo que había visto.
—No podremos acercarnos mucho más —dijo—. Detrás de las montañas hará demasiado calor como para poder resistirlo.
Los yan esbozaron una sonrisa de autosuficiencia. Llevaban toda su vida soportando las elevadas temperaturas de un desierto que ardía bajo tres soles. El calor no los asustaba.
—Recordad a los nómadas —les advirtió Rando, y la sonrisa se borró de sus rostros.
«Ya están todos en Umadhun», dijo Eissesh. «Salvo los sheks de Kash-Tar. Sussh no considera que ellos estén en peligro. Su mayor preocupación son ahora los rebeldes».
«Testarudo», pensó Gerde; no se molestó en hablar, porque habría tenido que gritar para hacerse oír en medio del vendaval que azotaba el campamento, y era consciente de que el shek captaba sus pensamientos. «No entiendo por qué se aferra tan obstinadamente a ese pedazo de tierra reseca. Ya no queda nada que defender».
«No considera que tenga que retroceder ante los sangrecaliente Para él, los únicos rivales dignos de los sheks eran los dragones».
«Eso es porque no ha sentido en sus escamas la presencia de ninguno de los Seis. Pero, cuando lo haga... ya será demasiado tarde. ¿Qué hay de los szish?», preguntó de pronto, cambiando de tema.
«No llegarán a tiempo a la Sima», respondió Eissesh, «pero han buscado refugio en las montañas».
«Bien», asintió ella. «Ya puedes irte con ellos, Eissesh. A Umadhun, o con los szish, lo que creas conveniente. Pero asegúrate de que alguien se queda con ellos para evitar que se acerquen demasiado a la zona de los volcanes».
«¿Y tú?», preguntó la gran serpiente, entornando los párpados.
«Yo tengo mis propios planes», se limitó a responder Gerde.
«¿No nos vas a acompañar a Umadhun?»
«¿Y arriesgarme a que los Seis me encierren en ese mundo muerto? Ni hablar. No, Eissesh. Tengo una idea mejor. Si sale bien, nos dará un momento de respiro. Si no sale bien... habrá que empezar de nuevo».
Eissesh no preguntó qué significaba aquello. Se despidió con un gesto, abrió las alas y alzó el vuelo. Una ráfaga de aire más violenta que las demás agitó con furia la larga cabellera de Gerde, pero ella no se inmutó. Contempló, pensativa, cómo se alejaba el shek, y después, haciendo caso omiso del furioso silbido del viento, que anunciaba la proximidad del dios Yohavir, paseó la mirada por el campamento, que estaba totalmente desierto.
A excepción de su árbol-vivienda, donde lo esperaban dos personas.
Cuando entró, Christian alzó la cabeza para mirarla. Estaba pálido, pero sereno. Junto a él se hallaba Assher. Se sentía inquieto, porque Gerde había ordenado que todos los szish buscaran refugio en las montañas... todos, salvo él. Y aún no conocía la razón.
Christian sí lo sabía, pero no se lo dijo. La lógica le decía que lo más prudente era salir de allí, huir a Umadhun que, ahora que sabía dónde estaba, se le antojaba un lugar bastante más seguro y tranquilo que Idhún en aquellos momentos. Pero Gerde le había ordenado que se quedara; y no solo eso, sino que, además, había una razón para que lo hiciese. Christian sabía que alguien tenía que cubrirle las espaldas a la Séptima diosa, y Gerde sabía que el shek estaba dispuesto a hacerlo, no solo porque se lo había ordenado, sino también porque convenía a sus propios planes.
El hada paseó la mirada por el interior de la estancia. El hexágono seguía allí, pintado en el suelo, sobre la corteza del árbol. Gerde entornó los ojos y, sin una palabra, ocupó su lugar en el centro. Christian habría jurado que la había visto temblar, aunque solo fuese un breve instante.
El shek también se sentó, pero fuera del hexágono. Ordenó a Assher a que se sentara junto a él, y el szish, tras dirigir una mirada dubitativa a Gerde, obedeció.