Panteón (54 page)

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Authors: Laura Gallego García

—Supongo que sí —murmuró Jack, aún desconcertado—. Imagino que se llevarían una decepción al encontrar solo a un chico humano cuando buscaban al magnífico Yandrak —sonrió.

—Ni por asomo. Glasdur es un tipo inteligente y está bien informado. Creo que ya te tiene calado.

Asaltado por una súbita sospecha, Jack se llevó la mano a la espalda. No halló lo que buscaba.

—Domivat —exclamó, con una nota de pánico en la voz—. ¿He perdido a Domivat?

Alexander sacudió la cabeza.

—Cuando te encontraron flotando en el mar, sujeto a una tabla, todavía la llevabas. Me sorprende que no te hayas hundido con ella.

Jack se dio cuenta de que su amigo tampoco llevaba a Sumlaris.

—Son piratas —le recordó Alexander al captar su mirada—. ¿Qué esperabas?

—Voy a recuperarlas —decidió Jack, levantándose de un salto.

Salió al exterior. Lo recibió una bocanada de aire de mar, pero esto no lo hizo sentir mejor; al contrario, su inquietud aumentó.

Miró a su alrededor para orientarse. Descubrió que estaba en una isla de roca negra. Los elementos la habían hecho alta y accidentada, con multitud de riscos, escollos y salientes, y un buen número de cuevas. Las que estaban en lo más alto parecían habitadas. Estaban comunicadas entre sí por escalas de cuerda y puentes de madera, todos ellos cubiertos de algas, lo cual indicaba que quedaban sumergidos cuando subía la marea. En los salientes más amplios reposaban distintos tipos de barcos. Eran semejantes a los que Jack había visto en Puerto Esmeralda, pero mucho más precarios, con algas creciendo en sus cascos y multitud de pequeños crustáceos aferrándose a ellos. La mayoría estaban absolutamente destrozados, y Jack recordó que la ola que los había barrido en el mar tenía que haber alcanzado, por fuerza, aquella pequeña isla también.

Un poco más arriba se oían exclamaciones, risotadas y ruido de objetos entrechocando. Jack dedujo que alguien se estaba repartiendo un botín. Supuso que solo eso podría hacer que los piratas se olvidasen tan rápidamente de haber sufrido la ira de la diosa Neliam.

No se equivocó. Tras trepar por una escala de cuerda, húmeda y resbaladiza, hasta un nivel superior, Jack se asomó a una caverna donde había un grupo de personas reunidas en torno a un montón de objetos, algunos bastante maltrechos, que habían apilado de cualquier manera, sin la menor consideración. Jack detectó enseguida la vaina de Domivat sobresaliendo entre la chatarra.

—Buenas tardes —saludó el chico.

Los piratas se volvieron para mirarlo. Jack nunca había visto un semivaru, y los observó con curiosidad. Eran todos parecidos, pero a la vez diferentes. Las manos y los pies palmeados parecían ser una característica común en todos ellos. Y, no obstante, algunos tenían ojos humanos; otros, ojos de varu. Unos tenían la piel cubierta de escamas; otros solo en parte, y otros presentaban una piel fina y blanquecina, como si jamás les hubiese dado el sol. Algunos tenían pelo y otros una mata de color rojo, azul o verde, que parecía más bien un brote de algas marinas que verdadero cabello humano.

Y algunos presentaban largas hendiduras a ambos lados de la cabeza, detrás de las orejas; no obstante, aquellas hendiduras no estaban del todo abiertas. Jack adivinó que eran un amago de las agallas de los varu, y supo que aquellas personas no podían respirar bajo el agua. De haber tenido agallas perfectas, vivirían en las ciudades submarinas, comprendió, y no en la superficie.

—¡Un pielseca que se ha despertado! —rió uno de ellos.

Tenía una voz extraña, gutural, borboteante, como si hablase desde el fondo de un barril de agua.

—He venido a buscar mi espada —dijo Jack con calma, señalando la vaina de Domivat—. Y la de un amigo mío. Gracias por guardárnoslas.

Todos los semivaru se echaron a reír, como si aquello fuera un chiste muy divertido.

Solo había alguien que no se reía, aparte de Jack. Era una figura pequeña y sutil que estaba acuclillada encima del montón de trastos. Observaba a Jack con una leve sonrisa en los labios.

—Te sacamos del mar, pielseca —dijo; tenía la profunda voz de los semivaru, pero con un tono indudablemente femenino—. Deberías estarnos agradecido y cedernos las espadas... no sé, como gesto de buena voluntad. ¿No te parece?

Los piratas volvieron a reírse.

—Lamentablemente, no puedo ceder mi espada con tanta facilidad —respondió Jack.

La pirata se puso en pie y lo miró desde lo alto del botín. Era pequeña, pero su rostro menudo mostraba una determinación de hierro, y sus ojos de varu, enormes y acuosos, lo miraban con un brillo astuto. Tenía la piel de un azul desvaído, más pálido que la piel de un celeste. Una capa de escamas le cubría las piernas hasta las rodillas, y por la parte exterior del muslo hasta las caderas. Las escamas también recubrían sus brazos hasta los hombros; pero el resto de su piel era lisa. De su cabeza colgaban guedejas de cabello azulado, semejantes a hojas de algas mojadas que se le pegaban al cuello. Se adornaba con distintos abalorios de conchas y corales. Vestía con restos de ropas humanas que sin duda había obtenido de sus pillajes, y que había roto y remendado para hacerlas más adecuadas a lo que ella quería: un atuendo que la cubriera mínimamente cuando estaba fuera del agua, y que le permitiera total libertad de movimientos al nadar en ella.

—¿De veras? —sonrió la semivaru—. Pues a mí me parece que ya la has cedido.

Jack sopesó sus alternativas. Los piratas los habían rescatado, y él no quería enemistarse con ellos. Pero debía recuperar a Domivat Observó, impotente, cómo la pirata alargaba una mano palmeada para aferrar la vaina de la espada de fuego y tiraba de ella hasta sacarla del montón. Y se le ocurrió una idea.

—Muy bien —dijo, cruzándose de brazos—. Puesto que tanto te gusta mi espada, adelante, quédatela. Pero si quieres usarla tendrás que sacarla de la vaina, y no me parece que sea una buena idea. No es una espada que pueda ser manejada por cualquiera. Podrías tener problemas si tratas de blandiría.

La pirata estaba admirando la calidad de la empuñadura de Domivat, pero volvió hacia él su mirada oceánica.

—¿Qué insinúas? ¿Que no puedo pelear con una espada como esta porque soy una pirata? ¿Porque soy una mestiza? ¿O porque soy una mujer?

—Ninguna de las tres cosas. Es porque no eres yo.

Los piratas lo abuchearon. Jack alzó levantó la voz para añadir:

—Pero hagamos un trato: si consigues desenvainarla puedes quedarte con las dos espadas. Si no puedes blandirlas no vale la pena que te quedes con ellas, ¿no crees? Y si no tienes problemas en desenvainarla, entonces no has perdido nada.

La semivaru vaciló. Sospechaba que había una trampa en las palabras de Jack, pero era orgullosa, la habían desafiado y no quería echarse atrás.

—Cuidado —advirtió Jack al ver que iba a cerrar la mano sobre la empuñadura de Domivat—. Puedes hacerte daño, y lo digo en serio.

Ella lanzó una carcajada desdeñosa. Aferró el pomo de la espada... y lo soltó inmediatamente, con un grito de dolor. Dejó caer a Domivat y bajó del botín de un salto, para ir a hundir la palma de la mano en un charco de agua.

—Te lo dije —sonrió Jack.

Ella se miró la mano, temblando. Por fortuna, su piel húmeda había impedido que el fuego de Domivat la hiciera arder de inmediato, pero las llagas que le habían provocado eran dolorosas.

Los piratas ya no parecían tan amistosos. Se agruparon en torno a Jack con gesto amenazador. Algunos sacaron las armas, y Jack retrocedió un paso. Sabía que podía convertirse en dragón, o que si llamaba a Domivat ésta se materializaría en su mano, pero no quería llamar tanto la atención.

—¡Esperad! —ordenó entonces la semivaru.

Había vuelto a encaramarse a lo alto del botín, aunque aún se sujetaba la mano lastimada. Contemplaba a Jack con un brillo divertido en la mirada.

—Me has vencido, pielseca —dijo—. Me he dejado llevar por mi vanidad, y lo que debería haber hecho es no tocar la espada y venderla al primer incauto. Pero he cedido a tu reto, y ahora las espadas te pertenecen.

Se oyeron protestas, pero la pirata las acalló con un gesto. Se inclinó hacia Jack, quedando tan cerca de él que el joven pudo ver las gotas de agua que perlaban su piel. Sintió algo frío y cortante bajo la barbilla. No necesitó verlo para saber que era la hoja de un cuchillo.

—Pero no voy a permitir que me engañes de nuevo —le dijo ella en voz baja, con una sonrisa feroz.

Antes de que Jack pudiera responder, una potente voz resonó por la caverna.

—¡Gaeru! ¿Qué estás haciendo con nuestro invitado? ¿Estás tratando de matarlo, de seducirlo, o simplemente de intimidarlo?

Otra persona se abrió paso entre los piratas. Era un semivaru inmenso, de piel blanca como la leche y una enorme barriga. Llevaba el pelo negro recogido en una coleta detrás de la cabeza, lo cual dejaba ver las agallas imperfectas que tenía en el cuello.

—Es
mi
invitado, Glasdur —señaló Gaeru, malhumorada; pero retiró la daga—. Te recuerdo que estamos lejos de Tares, y que esta sigue siendo
mi
isla. ¿Por qué tenías que traerlos? Hasta ahora me las había arreglado muy bien para que este pedrusco fuera una base completamente secreta. ¡Y vienes tú y me traes a una tripulación entera de humanos!

Glasdur se echó a reír, lo que hizo que temblara su enorme papada.

—¡Niña mala, niña mala! —la riñó—. Estos no son unos invitados corrientes. Además, ¡qué diablos! A todos nos sorprendió esa ola gigante. ¿Es que no tienes corazón?

—Tengo un corazón mojado —respondió ella—. Demasiado húmedo para los pielseca, especialmente para aquellos que tienen un corazón de llamas —añadió, con una picara sonrisa.

Le arrojó algo que Jack cogió al vuelo. Era Domivat.

—Toda tuya, humano —sonrió—. Has ganado la apuesta. La otra espada no está aquí. Se la regalé al gran Glasdur el Pálido, aquí presente. Pídesela a él.

La sonrisa de Glasdur desapareció.

—¿Qué, cómo? ¿Apostaste mi espada con este pielseca? ¿Qué habíamos hablado acerca de los botines ajenos, niña?

—Con todos mis respetos, la espada no es vuestra —intervino Jack, con suavidad—. La espada pertenece a mi amigo Alexander, que sigue vivo, con los demás. Supongo que no me obligaréis a reclamarla por la fuerza —añadió, muy serio.

Los piratas gruñeron por lo bajo; pero la mirada de Jack estaba clavada en Glasdur, que la sostuvo, sin pestañear, hasta que estalló en carcajadas.

—¡Me gusta este chaval! —exclamó, dándole una palmada en la espalda que lo dejó sin aliento—. Pero me estoy resecando, y cuando me reseco no estoy de humor para hablar de cosas serias. Acompáñame, pielseca; vamos a tomar un baño, ¿hace?

Jack no supo qué decir. Pero, cuando el pirata dio media vuelta y se perdió en la penumbra de la caverna, Gaeru le dio un empujón para que lo siguiera.

—Repartíos lo que queda, chicos —dijo a su gente—. Pero guardadme alguna cosa bonita, ¿eh? Luego volveré a buscarla.

Ambos acompañaron a Glasdur por un túnel descendente, iluminado por manchas de hongos luminiscentes que crecían en lugares estratégicos. Era un lugar húmedo y frío, y Jack lo encontraba desagradable; pero a los semivaru parecía gustarles.

Llegaron hasta una caverna más grande, en cuyo fondo había un remanso de agua. Glasdur se deslizó en su interior, con un suspiro de felicidad.

—Aaaah, esto es otra cosa —dijo—. Sírvete tú mismo, pielseca. Hay espacio para varios.

Jack declinó la invitación, pero se sentó sobre una roca húmeda, en el borde del agua.

—Gaeru, vete a buscar a los líderes de los pielseca —dijo Glasdur—. A Raktar, al mago que venía con ellos en el barco, si es que sigue vivo, y al amigo del chaval, el de la espada interesante. Tenemos mucho de que hablar.

Ella inclinó la cabeza y desapareció en la oscuridad.

En otros tiempos, Jack se habría sentido intimidado al quedarse a solas con el enorme pirata, en un lugar lo bastante estrecho como para no estar cómodo si tenía que transformarse. Pero las cosas habían cambiado mucho. Jack no podía tener miedo de Glasdur el Pálido, el terror de los mares idhunitas, por mucho que lo intentara.

—No hagas caso a Gaeru —le confió el semivaru—. Promete, ya lo creo que sí, y lleva camino de ser una gran pirata. Pero quiere ir demasiado rápido, y es tan joven y bonita que teme que no la tomen en serio. Por eso alardea tanto.

—Tiene estilo —opinó Jack.

—Sí, ya lo creo. Pero le falta sabiduría. No es una buena idea enfrentarse a un dragón, ¿verdad?

Jack inclinó la cabeza.

—Ella no tenía por qué saberlo. Por lo que sé, ni siquiera estaba allí cuando sucedió.

—No. Y tampoco se lo he dicho, como has podido comprobar. Exigiendo la devolución de las espadas delante de toda mi gente me has puesto en un compromiso. Porque está claro que no le puedo llevar la contraria a un dragón, ¿me equivoco? Pero tú no quieres que se sepa que eres un dragón. Has estado a punto de descubrirte tú sólito.

»Verás, os salvamos la vida porque me entró curiosidad. Pero puede que haya sido un error. Porque Gaeru tiene razón, esta es
su
isla, y hasta hoy no venía marcada en los mapas de los pielseca. Ahora, Raktar y los suyos la conocen, por lo que tendré que matarlos. No obstante, sospecho que tú tratarías de impedirlo, y... en fin. O nos matas a nosotros o te matamos a ti, y qué quieres que te diga... habré hecho muchas barbaridades a lo largo de mi vida, pero acabar con el último dragón de Idhún nunca ha entrado en mis planes.

—Comprendo —asintió Jack—. Para serte sincero, a mí me importan sobre todo Shail y Alexander, porque son mis amigos. No obstante, el capitán Raktar es amigo de Shail. Es decir, un amigo de un amigo mío. Y supongo que Alexander también querría quedarse atrás a defenderlo, lo que me pone en un compromiso a mí también. Nosotros tres solo queremos proseguir nuestro viaje hacia Gantadd; cuanto antes, mejor. Así que espero que podamos llegar a un acuerdo.

En aquel momento entraron Raktar, Shail y Alexander, seguidos de Gaeru. Jack advirtió que se había vendado la mano.

—¡Raktar, amigo mío! —lo saludó el pirata festivamente—. ¿Por qué no vienes al agua y nos remojamos juntos?

—Yo no soy tu amigo —gruñó el humano, enseñándole todos los dientes—. Si vas a matarnos, hazlo rápido y acaba de una vez.

—Debería mataros, es cierto —asintió Glasdur, pensativo—. Hoy no hemos conseguido un gran botín, ¿sabes? Me has decepcionado.

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