Panteón (79 page)

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Authors: Laura Gallego García

Una parte de su percepción insistía en que debía regresar al plano material, porque había sucedido algo importante. Lentamente, fue replegando todos los hilos de su ser y devolviéndolos a aquel pequeño e incómodo cuerpo mortal.

En el interior del árbol-vivienda, Gerde abrió los ojos. Tardó unos minutos en acostumbrarse a estar de nuevo en el mundo, pero, cuando lo hizo, se puso en pie inmediatamente y miró a su alrededor, aún algo desorientada. Sus ojos se detuvieron en la cuna de Saissh.

Estaba vacía.

El grito de ira de Gerde resonó por todo el campamento.

No muy lejos de allí, Assher corría a toda prisa entre la niebla. Llevaba un fardo sujeto a la espalda, un fardo que, por fortuna, había decidido dormir profundamente, y no se había echado a llorar en ningún momento.

El joven szish sabía que no tenía mucho tiempo. Aún le quedaban varias jornadas de camino hasta llegar a su destino, pero trataría de acortarlas todo lo posible. Tenía que encontrar a los bárbaros, antes de que Gerde lo encontrase a él.

IV

El exilio de Eissesh

Algo despertó a Eissesh de un sueño inquieto y ligero. Le bastó con conectar un breve instante a la red de los sheks para entender lo que estaba pasando. Se deslizó fuera de su cueva y salió a la galería principal. Su mera presencia bastó para que los szish se detuvieran de inmediato. Uno de ellos se adelantó y se inclinó ante él. Cuando Eissesh clavó la mirada de su único ojo en él, el hombre-serpiente dijo:

—Ha habido más derrumbamientos, señor. Los túneles están empezando a caer. Quedaremos atrapados si no salimos de aquí. Estamos llevando a todo el mundo a los túneles superficiales, de acuerdo con el plan que habíamos trazado para este tipo de situaciones.

Habló con rapidez y precisión, pero con calma. Eissesh asintió y, con una breve orden telepática, lo envió a continuar con su tarea.

No tardó en situar a todos los sheks de su grupo en un mapa mental. Eran treinta y siete en total, y la mayoría se dirigía ya a las galerías superiores, junto con los szish. Otros se habían quedado atrás, cubriendo la retirada de los más rezagados. Eissesh reptó por un túnel descendente, en dirección a los sectores más profundos. Era allí donde había mayor peligro, pero había descubierto que un joven shek todavía permanecía en la zona de riesgo.

Mientras se deslizaba por los túneles hacia el corazón de la cordillera, la roca retumbó a su alrededor, y algunos fragmentos se desprendieron del techo. Eissesh contactó con aquel shek. Lo conocía; se trataba del mismo al que había enviado a Alis Lithban, para tratar con Gerde. El que no había vuelto a presentarse ante él.

«¿Qué sucede? ¿Qué haces ahí?», le preguntó.

«Estoy intentando comprender...», fue su extraña respuesta. No añadió nada más, pero Eissesh entendió.

«No es necesario que busques una explicación. He visto a Gerde. He hablado con ella».

El joven shek no respondió.

«Más tarde hablaremos acerca de ello», prosiguió Eissesh. «Pero ahora tienes que salir de ahí. Los túneles se están derrumbando. ¿O acaso no puedes moverte?»

«Temía presentarme ante ti sin poder describir con claridad lo que he visto y sentido», replicó el shek. «Tuve miedo de una feérica, Eissesh. No sé qué me sucedió, ni por qué, y...»

«Tendrás mucho más miedo si te alcanza el seísmo», respondió Eissesh. «¿Necesitas que vaya a buscarte?»

«No. Puedo salir yo solo».

«Bien. Te espero aquí».

Le envió información sobre su situación exacta, y aguardó.

El túnel tembló de nuevo. Eissesh retrocedió un poco más, hasta una zona más segura, y siguió esperando.

Entonces, cuando parecía que ambas serpientes estaban a punto de reunirse, hubo un terremoto todavía más violento, y parte de la caverna se desplomó sobre ellos. Eissesh retrocedió con un siseo, esquivó una estalactita que caía y se pegó a la pared de roca para evitar un nuevo desprendimiento. Cuando todo se calmó, y pudo volver a moverse, sacudiéndose los pequeños fragmentos de roca de sus escamas, percibió, en un rincón de su mente, que la conciencia del otro shek se había apagado. Hizo un nuevo intento de contactar con él, aunque sabía que era inútil. Entornó los párpados, con pesar; dio media vuelta y se alejó de allí.

El corazón de la montaña tembló un par de veces más antes de que alcanzara la salida. Entrevió a su gente en la boca del túnel, en un lugar donde la caverna se ensanchaba. Estaban aguardándolo a él. También ellos habían captado la desaparición del otro shek, y sabían que Eissesh se dirigía hacia allí. Se preguntó por un momento por qué no habían salido ya de los túneles. Comprendió enseguida que tenían miedo. Los fantasmas de la batalla de Awa no se habían desvanecido del todo aún. Temían la luz de los tres soles, temían a los sangrecaliente y a sus dragones artificiales, que echaban fuego, el mismo fuego que había prendido el cielo y por poco había acabado con todos ellos.

«Es hora de marcharnos», les dijo a todos, sheks y szish, tratando de infundirles confianza y seguridad con sus palabras.

Apenas había terminado de hablar, cuando todo retumbó otra vez, y la caverna se desplomó sobre ellos.

No hubo tiempo para gritos ni aspavientos. Todos corrieron o reptaron hacia la salida, esquivando las enormes agujas de piedra que caían del techo.

Algunos no lo consiguieron, y fueron aplastados por la montaña Otros alcanzaron la boca del túnel y se precipitaron al exterior.

Eissesh fue uno de los últimos en salir. Pero, antes de lograrlo, sintió tras él una fuerza poderosa, algo que antes solo había intuido, una presencia formidable, ante la cual se sentía pequeño e insignificante. Algo tan grandioso y atroz que lo hizo temblar de puro terror.

Y
aquello
los estaba buscando. Sabía que estaban allí, había encontrado a los sheks, y tenía intención de aplastarlos, porque eran el enemigo.

Eissesh escapó. Huyó de allí tan deprisa como pudo, mientras su corazón se llenaba del miedo más intenso que había experimentado jamás, un horror que ni siquiera el letal hechizo de la maga Aile, el hechizo que había acabado con más de cuatrocientos sheks, había logrado inspirar en él.

Los llamaban los Rastreadores. Eran un grupo de seis dragones artificiales, cuya misión era peinar la vertiente sur del Anillo de Hielo, en busca de los sheks que habían sobrevivido a la batalla de Awa.

Porque no eran simplemente los sheks. Se creía que Eissesh habría escapado también, y que era el líder de aquellos supervivientes. Eissesh, el que había sido gobernador de Vanissar, controlando la voluntad del rey Amrin y rigiendo los destinos de sus súbditos.

Mucha gente había vivido razonablemente bien bajo el imperio de los sheks, pero los rebeldes habían sido perseguidos y castigados con gran celo, y odiaban profundamente a Eissesh y todo lo que él representaba. Y, aunque después de la caída de Ashran se habían unido muchos jóvenes a los Nuevos Dragones, los miembros de la patrulla de Rastreadores eran todos del antiguo grupo. Todos ellos habían luchado contra Eissesh y los suyos en tiempos de la dominación shek.

Denyal, el líder de los Nuevos Dragones, era uno de ellos.

Había perdido el brazo izquierdo en la batalla de Awa y no podía pilotar dragones; pero solía acompañarlos, a bordo de Uska, una dragona artificial de color arena, pilotada por Kaer, un shiano feroz y vengativo, el primero, de hecho, en unirse a la patrulla de Rastreadores. Uska era una dragona lo bastante grande como para permitir cargar a dos personas en su interior, y a Kaer no le importaba llevar a Denyal como pasajero.

Aquel día era igual que muchos otros. Llevaban volando desde el primer amanecer, sin novedad. En realidad, en todos aquellos meses no habían obtenido resultados, y los pilotos empezaban a cansarse y a impacientarse. Además, la mitad de la flota estaba en Kash-Tar, donde seguramente sí disfrutaban de algo de acción y tenían la oportunidad de luchar contra sheks de verdad. Y, aunque habían llegado a Nandelt noticias de la catástrofe de Celestia, donde había caído una docena de dragones artificiales a causa de un huracán, muchos creían que valía la pena correr el riesgo.

En aquel momento sobrevolaban Vanissar. Denyal había oído las noticias acerca del regreso del príncipe Alsan y, aunque, por lo visto, Covan había aceptado sus explicaciones y sus disculpas, el líder de los Nuevos Dragones no podía perdonarle lo sucedido en el bosque de Awa. Se llevó la mano al muñón del brazo, de manera inconsciente. Se dio cuenta entonces de que Kaer lo miraba, esperando una respuesta.

—Perdona, estaba distraído —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué has dicho?

—Digo que pronto alcanzaremos la ciudad de Vanis —respondió Kaer—. Sería conveniente descender para renovar la magia de los dragones.

—No estoy seguro. Quizá deberíamos seguir un poco más... hasta las fuentes del Adir, tal vez.

—No hay sheks tan al oeste —objetó el shiano—. La base de Eissesh no puede estar tan lejos del bosque de Awa.

Tenía razón, y Denyal lo sabía. No obstante, no se sentía con ánimos de visitar a Covan y a Alsan.

—Ha habido terremotos y aludes últimamente —comentó—. Lo cierto es que, si los sheks se ocultaran en las montañas orientales, las rocas los habrían aplastado ya.

—Son sheks —razonó Kaer—. Si fuese tan sencillo acabar con ellos, no nos habrían esclavizado durante años.

Denyal no respondió.

—Bien, ¿qué hacemos? —insistió el piloto.

—Deberíamos dar media vuelta —dijo Denyal.

Kaer se sorprendió.

—¿Media vuelta? ¡Pero si aún no hemos terminado la ronda!

—Lo sé; pero estoy empezando a pensar que no tiene sentido todo esto. Puede que los sheks no escaparan después de todo. Puede que estemos perdiendo el tiempo buscándolos. Obligamos a Tanawe a renovar la magia de los dragones día tras día, y es un desperdicio, porque no hacemos otra cosa que dar vueltas sobre las montañas. Tal vez haya llegado la hora de dar por concluida esta búsqueda y empezar a dedicarnos a otras tareas más productivas.

Kaer iba a responder, pero no tuvo tiempo. El dragón que iba en cabeza acababa de lanzar un rugido de advertencia, una señal de que un peligro se aproximaba. Denyal se incorporó sobre su asiento para otear a través de la escotilla delantera.

—¡Más rápido! —ordenó a Kaer.

Seguía con la vista clavada en un punto de las montañas, donde había detectado algo extraño.

Era obvio que la cordillera estaba siendo sacudida por un violento movimiento sísmico. Los aludes se precipitaban por las laderas de las cimas más altas, y grandes rocas caían por los precipicios y las cañadas. Pero lo más interesante era la actividad que se estaba produciendo en la base de una de las montañas. Pequeñas figuras se desparramaban por la ladera, huyendo de un perseguidor invisible, y algo volaba sobre ellos, como una nube de enormes insectos.

—Son sheks —dijo Denyal, tenso.

—¿Sheks? ¿Cuántos son?

—Están demasiado lejos como para poder contarlos. Pero parecen más de una veintena.

Kaer rechinó los dientes.

—¿De dónde han salido?

—Parece que el terremoto los ha sacado de su guarida —respondió Denyal, con una sonrisa siniestra.

—¿Nos acercamos?

—Son demasiados, Kaer.

—¿Y qué vamos a hacer? ¿Salir huyendo? Llevamos meses buscándolos, Denyal.

Los dos hombres cruzaron una mirada. Después, lentamente, sonrieron.

Apenas unos momentos más tarde, los seis Rastreadores se abalanzaron sobre las serpientes aladas.

Eissesh los percibió mucho antes de que entraran en su campo de visión, porque las alarmas de su instinto le advirtieron de su llegada. Alzó la cabeza y los buscó con su único ojo.

«Dragones», avisó otro de los sheks, que también los había detectado.

Eissesh siseó por lo bajo. Acababan de escapar de una muerte segura y, apenas habían salido a la superficie, los atacaban los dragones. «Son seis», informó el shek, con disgusto. Los sheks no eran supersticiosos, pero el número seis no les gustaba. «Sólo son seis», corrigió Eissesh. Ellos habían perdido a cinco sheks en los túneles, pero todavía contaban con una treintena de individuos.

Eissesh designó a tres serpientes para que guiaran a los szish a un lugar seguro, y al resto los conminó a seguirle contra los dragones artificiales. Los sheks que escaparon con los szish lo hicieron a regañadientes: el instinto les exigía que acudiesen a luchar. Por fortuna, los dragones aún estaban lo bastante lejos como para que la lógica se impusiera sobre la irracionalidad.

«Acabemos con ellos de una vez», dijo Eissesh.

Los sheks volaron directamente hacia los seis dragones artificiales, en perfecta formación. Estaban cansados y el miedo aún anidaba en sus corazones, pero la pelea los haría sentir mejor.

Los pilotos de los dragones vieron a las serpientes volando hacia ellos.

—Veintinueve —contó Denyal.

—¡Bien! Tocamos a cuatro por cabeza.

—¿Y los cinco sobrantes? —sonrió Denyal.

El shiano sonrió a su vez.

—Esos, para mí también.

Con todo, Denyal no estaba tranquilo. Era cierto que todos deseaban un poco de acción, pero los sheks los sobrepasaban en número.

—No te preocupes —dijo Kaer al notar su expresión—. Podremos con ellos.

Las dos escuadras chocaron en el aire con violencia. Los sheks se abalanzaron contra sus enemigos con ferocidad y cierta alegría. Sabían que no eran más que máquinas, pero olían a dragón, y algo en su interior se estremecía de placer al destrozar entre sus anillos una de aquellas cosas. Los pilotos, por su parte, pusieron en práctica todos los movimientos y maniobras que habían estado ensayando durante meses. Sus dragones expulsaron fuego, mordieron y desgarraron, y lucharon con fiereza.

Pero las serpientes eran demasiadas. Al principio, el impulso del momento jugó en favor de los dragones, que cogieron a los sheks un poco desprevenidos; pues estos, más acostumbrados a observar, tomar nota y actuar en consecuencia, necesitaban un momento para hacerse una idea de la situación y elaborar una estrategia.

Los dragones atacaron sin estrategia. Se limitaban a abalanzarse contra el shek más cercano, a vomitar fuego contra él y a atacar sus alas con las garras. Habían aprendido que era la mejor forma de hacerles caer y, además, las enormes alas membranosas de los sheks eran una presa más fácil que sus escurridizos cuerpos.

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