Authors: Laura Gallego García
Cuando acudió a ver a Gerde, se encontró con que ella ya había hecho crecer un enorme árbol, muy similar al árbol-vivienda que había ocupado en el campamento anterior. Antes de entrar, sin embargo, sorprendió a un joven szish oculto entre las raíces.
—¿Quién eres? —le preguntó en la lengua de los hombres-serpiente—. ¿Qué haces aquí?
—Yo... no lo sé... —titubeó el muchacho.
Christian lo miró con más atención. Lo reconoció. Había visto a Gerde entregándole la magia, en Alis Lithban, después de que Yaren atacase a Victoria.
—Te llamas Assher, ¿verdad?
—Sí... pero, por favor, no digas a Gerde que estaba aquí. Yo solo...
—¿Querías verla?
Assher tragó saliva y vaciló un instante. Christian leyó en su mente, como en un libro abierto, todas sus dudas y temores: aquel joven estaba loco por Gerde, y ella lo había mimado durante un tiempo... pero ahora se había cansado de él, porque solo prestaba atención a ese bebé... y al hijo de Ashran.
—No —mintió finalmente Assher, desviando la mirada—. No sé por qué he venido. Ahora he de marcharme... me espera el maestro Isskez.
Christian lo soltó y lo vio marchar, pensativo. Podía imaginar para qué había querido Gerde a aquel muchacho, y por qué ahora prestaba más atención a un bebé humano, pero no valía la pena decírselo a él. Además, si su plan salía como esperaba, tal vez Gerde volvería a necesitar a Assher... antes de lo que pensaba.
Entró en el árbol. Halló a Gerde sentada en el centro de un hexágono que había dibujado en el suelo. Parecía estar en trance; sus ojos negros se habían vuelto ahora completamente blancos.
El shek no la molestó. Se sentó en un rincón y aguardó a que ella regresara.
Cuando lo hizo, cerró los ojos un momento, con una breve sacudida, y respiró profundamente. Después, los abrió de nuevo. Ya era otra vez ella.
—Has vuelto —comentó, al verlo allí.
Christian asintió.
—Te dije que volvería.
—¿Qué has encontrado en Alis Lithban?
—Encontré un dragón, un unicornio y una diosa loca —respondió Christian, encogiéndose de hombros—. No fue una buena combinación, pero nadie salió demasiado mal parado. Ahora, cada cual ha seguido su camino. Como debe ser.
—Como debe ser —murmuró Gerde, sonriendo.
—¿Y tú? ¿Qué has encontrado?
—No demasiado —reconoció ella—. No me atrevo a alejarme mucho, por temor a que me detecten. Es demasiado pronto; no puedo enfrentarme a ellos todavía.
—Ni debes hacerlo. ¿Has conseguido abrir la Puerta?
—Estoy tanteando solamente. El tejido interdimensional es difícil de romper, incluso para alguien como yo. Y, de todas formas, antes de hacerlo quiero asegurarme de que sé a dónde voy.
Christian sonrió.
—Estoy seguro de que terminarás encontrando lo que buscas.
—Y yo también. Pero necesito tiempo, y el tiempo se agota...
Gerde suspiró y se frotó la sien, agotada.
—No me gusta vivir en un cuerpo mortal —le confesó—. Sufro mucho más sus limitaciones cuando regreso a él después de haber vagado por otro plano. Además... —se interrumpió de pronto y alzó la cabeza.
Christian siguió la dirección de su mirada y vio a un szish en la entrada.
—Disculpad, señora... tenéis visita —dijo—. Un grupo de sangrecaliente; dicen que quieren veros.
—Bárbaros Shur-Ikaili —adivinó ella—. ¿Por qué no los habéis matado todavía?
—La mujer dice que os conoce, señora. Nos aseguró que tendríais interés en hablar con ella. Los tenemos rodeados, de todas formas. Si no es cierto lo que dice, los mataremos enseguida.
—¡Uk-Rhiz! —dijo Gerde, encantada—. Tiene razón; tengo interés en hablar con ella. O más bien, en matarla personalmente —añadió, con una seductora sonrisa.
Eran solo cinco. Christian entornó los ojos al verlos. En el campamento de los szish había no menos de doscientos hombres-serpiente; si Gerde decidía matarlos, los bárbaros no saldrían con vida; y, no obstante, se alzaban ante ellos con orgullo y serenidad, como si fueran
ellos
los que tuvieran rodeados a los szish.
Shur-Ikaili. Más altaneros que los mismos caballeros de Nurgon. Más valientes... o más locos.
Gerde se adelantó unos pasos y los miró, con una media sonrisa. Uk-Rhiz dio un paso atrás, instintivamente, pero enseguida rectificó: plantó los pies en el suelo, con firmeza, cruzó los brazos ante el pecho y lanzó a Gerde una mirada desafiante.
—Saludos, Uk-Rhiz —sonrió el hada—. Cuánto tiempo sin vernos.
—Desde que saliste huyendo de nuestro campamento, tras ser derrotada por la maga Aile, si no recuerdo mal —respondió la mujer bárbara, maliciosamente.
La sonrisa desapareció del rostro de Gerde. Su expresión se volvió de pronto seria, indiferente... casi inhumana.
—El tiempo nos ha colocado a cada una de las dos en el lugar que merecemos, Uk-Rhiz —dijo, con suavidad.
—Aile tuvo una muerte noble y valiente. Tú sigues llevando una vida llena de mentiras, intrigas y traiciones.
Esperaba molestarla con estas palabras, pero Gerde solo sonrió.
—Es una vida —dijo solamente—. Es mejor que no tener ninguna, ¿no crees?
—No estoy tan segura —replicó Rhiz, frunciendo el ceño—. Pero me importa bien poco lo que tú hagas. Solo hemos venido a recuperar a Uk-Sun, a devolverla a su hogar para que deje de estar bajo tu influencia.
—¿Uk-Sun? —repitió Gerde, con peligrosa suavidad—. Creo que te equivocas. Ahora se llama Saissh, y de ningún modo va a regresar con vosotros.
Uk-Rhiz desenvainó la espada en un brusco movimiento.
—Atrévete entonces a luchar por ella. Te desafío, Gerde.
El hada se echó a reír.
—¿Tan importante es esa niña? ¿Tanto como para morir por ella?
—Pertenece a mi clan —replicó Uk-Rhiz.
Gerde sonrió, divertida.
—Acepto el desafío —dijo—. Atrás —ordenó, y Christian, Yaren y los szish retrocedieron unos pasos. Los bárbaros hicieron otro tanto.
Con un salvaje grito de guerra, Uk-Rhiz se abalanzó sobre Gerde, enarbolando su espada con ambas manos. El hada se quedó donde estaba. En el último momento, se apartó a un lado, con un ágil y sutil movimiento, y alargó la mano hacia la mujer bárbara. Le tocó la espalda con la punta de los dedos.
Uk-Rhiz se detuvo, como herida por un rayo, y abrió mucho los ojos, en una indefinible expresión de horror y agonía. La espada resbaló de entre sus dedos y cayó a tierra. Inmediatamente después, a la Shur-Ikaili se le doblaron las rodillas, y se desplomó sobre el suelo. Estaba muerta.
Hubo murmullos y siseos entre los szish, y gritos de consternación entre los bárbaros. Dos de ellos se adelantaron y acudieron corriendo al lado de la Señora del Clan de Uk.
—¿Alguien más quiere desafiarme? —preguntó Gerde, con voz gélida.
Los bárbaros desviaron la vista, pero Christian detectó que temblaban de ira. Gerde los miraba fijamente. No necesitaba desplegar su poder seductor para dominarlos: aquellos hombres estaban muertos de miedo, y no había muchas cosas capaces de intimidar a un Shur-Ikaili.
De pronto, uno de los bárbaros que se había arrodillado junto a Uk-Rhiz alzó la cabeza:
—Sí, yo —dijo.
Gerde alzó una ceja.
—¿Estás dispuesto a morir? ¿Por qué razón?
El bárbaro se puso en pie. Era imponente: alto y musculoso, de largo cabello castaño y barba trenzada. Sus ojos azules miraron a Gerde con seriedad, mientras cruzaba los brazos ante el pecho.
—Porque Uk-Sun es mi hija, y quiero recuperarla.
Gerde observó al bárbaro de arriba a abajo, con interés.
—Tu hija... —repitió—. Ya veo. Ha heredado tus ojos. Y su madre, ¿es hermosa?
—Es hermosa, fuerte y valiente, como todas las Shur-Ikaili —declaró el bárbaro con orgullo.
—Eso está bien —aprobó el hada, con una sonrisa—. Pero no es más bella que yo, ¿verdad?
El bárbaro parpadeó de pronto y clavó su mirada en ella; y, lentamente, su expresión dejó de ser desafiante, para mostrar una clara fascinación.
—Más bella... —repitió; la voz le temblaba, y Christian percibió que trataba de luchar contra el embrujo seductor de Gerde—. No —dijo finalmente, y su voz denotaba una profunda adoración—. No es más bella que tú, mi señora.
Cayó de rodillas ante ella. Los otros bárbaros rugieron, indignados.
De pronto, Gerde pareció cambiar de idea.
—Eso está bien —repitió—, pero resulta que no me interesas.
El bárbaro parpadeó de nuevo y dejó caer los hombros, confuso.
—Decías que querías lanzar un desafío, ¿verdad? ¿Te atreves a desafiarme a mí?
El bárbaro temblaba violentamente, pero logró recobrar la compostura y alzó la cabeza para mirarla a los ojos.
—No, Gerde —dijo—. Eres la líder de tu clan de serpientes, y has derrotado a Uk-Rhiz, la jefa del clan de Uk, a quien ni siquiera yo pude vencer en su día. Pero yo, Uk-Bar soy el mejor guerrero de mi clan, después de ella. Así que desafiaré en combate a tu mejor guerrero. Si venzo, me llevaré a mi hija...
—No —cortó Gerde—. Ya he luchado por la niña, y he ganado, de forma que me pertenece. Si vences, os dejaré marchar con vida. Si pierdes... moriréis todos. Estas son mis condiciones. Y también es mi deseo que sea un combate a muerte.
La expresión de los bárbaros no varió un ápice. Uk-Bar se incorporó y asintió con decisión.
—Sea. Elige a tu guerrero y luchemos.
Gerde paseó la mirada por la gente que había allí reunida. Sus ojos se detuvieron un instante en uno de los capitanes de la guardia szish, probablemente el guerrero más feroz que tenía, pero no lo eligió a él. Con una sinuosa media sonrisa, clavó su mirada en Christian.
—No —protestó él.
—Kirtash es mi mejor guerrero —dijo Gerde, aún sonriendo—. Es un medio shek traidor que además suele hacer lo que le viene en gana, pero no deja de ser mi mejor guerrero, cuando quiere —añadió, con cierta sorna—. El luchará contra ti.
«¿A qué viene todo esto, Gerde?», le preguntó Christian telepáticamente. «Si vas a matarlos, hazlo ya; y si vas a dejarlos marchar, no tiene sentido que los obligues a luchar».
«Limítate a pelear contra el bárbaro, Kirtash», replicó ella.
Christian entornó los ojos, pero no dijo nada más. Se adelantó y desenvainó a Haiass.
Hubo un murmullo cuando el suave destello gélido de la espada iluminó los rasgos del shek. Los bárbaros habían oído hablar de Kirtash, y sabían que, a pesar de su figura estilizada, tan diferente de la planta hercúlea de la mayoría de los Shur-Ikaili, era un enemigo formidable. Sin embargo, Uk-Bar no hizo ningún comentario. Se limitó a desenvainar su enorme espadón de guerra.
—Yo, Uk-Bar, te desafío, Kirtash, en un combate a muerte —proclamó el bárbaro con voz potente.
Christian no dijo nada. Alzó a Haiass y retrasó un pie, adoptando una posición de combate. Los bárbaros retiraron el cuerpo de Uk-Rhiz, para dejarles espacio. También los szish retrocedieron un tanto.
Con un grito de ira, Uk-Bar se arrojó sobre Christian y descargó un poderoso mandoble. El shek dio un paso a un lado, esquivándolo, e interpuso a Haiass entre ambos. Las dos espadas chocaron. La del bárbaro vibró peligrosamente ante el poder de Haiass, pero no llegó a romperse. Sin embargo, el impulso de Uk-Bar llevaba tanta fuerza que empujó a Christian hacia atrás.
Los ojos del shek destellaron un momento mientras recuperaba su posición. Rápido como el pensamiento, se adelantó de nuevo, encadenando dos golpes seguidos. El primero fue detenido por la espada del bárbaro, y el choque fue brutal. Pero Christian retiró a Haiass casi al instante, y volvió a golpear. En esta ocasión, alcanzó la piel desnuda del Shur-Ikaili.
El filo de Haiass golpeó en brazo de Uk-Bar, aunque solo de refilón. Sin embargo, produjo una profunda herida en su piel listada, una herida que extendió rápidamente una capa de hielo desde el hombro del bárbaro hasta el codo. Uk-Bar dejó escapar un rugido de dolor, y giró la cintura para atacar a Christian de nuevo. El shek lo esquivó y trató de detener el golpe con Haiass, pero la espada del bárbaro volvió a lanzarlo hacia atrás.
Christian retrocedió un par de pasos y se detuvo a considerar sus opciones. Aquel bárbaro era el hombre más fuerte y resistente contra el que había tenido ocasión de luchar. Pero no el más rápido, ni el más inteligente.
Uk-Bar corría otra vez hacia él, con un nuevo grito de guerra. Christian clavó en el Shur-Ikaili la mirada de sus ojos de hielo, y lo esperó, frío y calculador. Aguardó el tiempo justo, y dio solo dos pasos, en la dirección adecuada. Descargó un solo golpe, preciso y letal, en un flanco desprotegido.
Y Haiass se hundió limpiamente en el corazón del bárbaro, que se detuvo en seco y lo miró, con los ojos abiertos en una expresión aturdida.
El gesto de Christian continuaba siendo de piedra cuando Uk-Bar cayó de rodillas ante él. Retiró a Haiass del pecho del bárbaro, con un enérgico movimiento, y contempló cómo se desplomaba a sus pies, muerto.
—Kirtash ha vencido —dijo Gerde solamente; se volvió hacia los szish—. Matadlos —ordenó.
Los hombres serpiente se abalanzaron sobre los tres bárbaros que quedaban. Christian no se unió a ellos. Se limitó a observar la lucha con calma, sin intervenir.
Pese a que habían aceptado las condiciones de Gerde, los Shur-Ikaili se defendieron con fiereza. El primero de ellos se llevó por delante a tres hombres-serpiente antes de ser abatido. El segundo había cortado un par de miembros antes de ser golpeado por la espalda, sin posibilidad de reaccionar. Y el tercero acabó con uno de sus contrincantes y peleaba con ferocidad cuando Gerde dijo:
—Alto. Dejad a este con vida.
Los szish se retiraron con presteza. El bárbaro, jadeando y aún aferrándose a su espada, miró a su alrededor con desconfianza. Pero los hombres-serpiente no movieron un músculo.
Gerde avanzó hasta el último de los Shur-Ikaili. El gesto desafiante del bárbaro se trocó en una expresión de absoluto terror cuando ella clavó su mirada en él.
—Voy a perdonarte la vida —dijo el hada con suavidad—, porque quiero que regreses a Shur-Ikail y que cuentes todo lo que has visto aquí. Quiero que les hables a los tuyos acerca del desafío de Uk-Rhiz y Uk-Bar. Quiero que todos sepan que luchamos por esa niña, y que hemos vencido. Que en esta ocasión hemos solucionado las cosas a la manera de los Shur-Ikaili, pero que la próxima vez no seré tan clemente. No quiero volver a ver a un solo bárbaro por aquí. ¿Me has entendido?