Authors: Laura Gallego García
El hombre asintió, temblando de miedo.
—Márchate —dijo Gerde.
El bárbaro dio media vuelta y echó a correr.
Los szish no lo abuchearon, ni se burlaron de él. Aquello no era propio del carácter de los hombres-serpiente. Se limitaron a seguirlo con la mirada hasta que se perdió de vista.
«¿Por eso has aceptado el desafío de Uk-Rhiz?», preguntó Christian. «¿Para que no volvieran más?»
«Si los hubiese matado a todos, dentro de dos o tres días habríamos tenido aquí a otro clan. Y hay nueve, Kirtash. Estoy cansada del olor a bárbaro. No me apetece volver a verlos, y tampoco tengo tiempo de discutir con ellos. Son obtusos y testarudos. Hasta que no se les vence en un desafío no atienden a razones».
—Kessesh —llamó entonces en voz alta; uno de los capitanes szish se presentó ante ella—. Recoge los cuerpos de los bárbaros, reúne a una patrulla y devolvedlos a los suyos. De lo contrario, no tardaremos en tener de nuevo a más de esos bárbaros aquí, desafiándonos a un combate cuerpo a cuerpo para recuperar los restos de Rhiz y los demás.
El hombre-serpiente inclinó la cabeza y se retiró de nuevo, para hacer cumplir sus órdenes.
—Podrías haberles devuelto a la niña —dijo Christian, cuando todos los demás volvieron a sus respectivas tareas—.
Ya
no la necesitas.
—¿Que no la necesito? Si tu plan sale mal, Kirtash, la necesitaré. Y aún no me has demostrado que tenga posibilidades de éxito. No; Saissh se quedará con nosotros, y ahora que he visto a su padre, con mayor motivo. Crecerá sana y fuerte, porque lo lleva en la sangre. Es justo lo que necesito.
Christian no dijo nada.
Regresaron juntos al campamento. Pasaron junto a Assher sin prestarle apenas atención.
Pero el joven szish había sido testigo del desafío de los bárbaros, de principio a fin. Había visto que Gerde había ordenado a Kirtash que peleara a muerte por aquel bebé, que ella misma se había rebajado a luchar contra una mujer bárbara, solo para quedarse a Saissh. Y, mientras contemplaba, pensativo, el cuerpo sin vida de Uk-Bar, que los szish levantaban para llevárselo de allí, tomó una decisión.
Una breve sacudida despertó a Rando de su estado de inconsciencia.
Abrió los ojos, pestañeando, y reprimió un gemido. Le dolía espantosamente la cabeza y tenía en la boca un desagradable sabor metálico. Tragó saliva un par de veces y trató de incorporarse, pero una nueva sacudida se lo impidió. Al intentar moverse otra vez, notó un intenso dolor en el hombro izquierdo, y vio que tenía el brazo torcido en una postura extraña. Soltó una maldición. Se había dislocado el hombro.
Consiguió levantarse y, sobreponiéndose al dolor, miró a su alrededor. Parecía que el dragón no había sufrido daños serios, pero no podía estar seguro si no lo veía por fuera.
El suelo se movió otra vez, haciéndole perder el equilibrio y lanzándolo contra la pared. Se apoyó en el hombro lesionado sin querer, y no pudo evitarlo: lanzó un grito de dolor.
Las convulsiones cesaron entonces de golpe. A Rando le pareció que el silencio que siguió era un silencio cauteloso, lleno de inquietud.
Había alguien fuera.
Se ajustó al cinto, con una sola mano, la vaina con la espada que aún conservaba de su época de soldado, y abrió la escotilla superior.
El fuego de los tres soles le golpeó en plena cara; el semibárbaro parpadeó, deslumbrado, y miró a su alrededor. Llegó a ver, por el rabillo del ojo, una sombra que se removía bajo la panza del dragón.
Desenvainó la espada con la diestra, deseando que el desconocido no se diera cuenta de que era zurdo, y descendió a la arena de un salto. Después trepó por la duna hasta llegar al otro flanco del dragón.
Descubrió sin problemas a la silueta que se acurrucaba a la sombra de Ogadrak.
—¡Eh! —exclamó el piloto—. ¿Quién eres?
Solo obtuvo un siseo por respuesta, pero fue suficiente.
—¡Sal de ahí, szish! —ordenó—. Si no opones resistencia obtendrás una muerte rápida.
El otro le contestó unas palabras que a Rando le habrían parecido familiares... de no estar plagadas de tantas eses.
—¿Cómo has dicho, serpiente?
—Que me esss imposssible sssalir de aquí, ssssangrecaliente —replicó el szish.
Su voz era baja y silbante, pero tenía una curiosa inflexión aguda.
—¡Mmm! —exclamó Rando—. ¿Estás atrapado?
Se acercó a ver, pero mantuvo las distancias y la espada desenvainada.
El hombre-serpiente parecía agotado. La enorme mole del dragón había caído sobre su pierna derecha y le impedía moverse. Al rodearlo para estudiar la situación desde todos los ángulos, Rando vio la cabeza de un torka sobresaliendo bajo la panza del dragón.
—¡Por todos los dioses! —dijo—. ¡Tú eres el mago que andaba persiguiendo!
—Maga, ssssi no te importa —dijo el szish.
Rando se quedó con la boca abierta. Ahora que lo contemplaba con atención, era cierto que bajo sus holgados ropajes se adivinaban formas femeninas. En cuanto a su rostro... bueno, era un rostro de ofidio, pero tal vez para alguien más acostumbrado a la fisonomía de los szish sí resultaría sencillo reconocer en él rasgos de fémina. Tal vez las facciones fueran un poco más suaves, los ojos un poco más grandes...
—¿Qué essstásss mirando? —protestó la hechicera—. ¡Mátame de una vez o sssácame de aquí!
—Nunca había visto a una hembra de tu raza —comentó Rando.
—Puesss yo he visssto ya a basssstantes machosss de la tuya, y todosss sssoisss igual de repulsssivosss —dijo ella.
Rando pasó por alto el comentario.
—Y si eres maga, ¿por qué no te has liberado tú sola?
—Esss lo que essstaba intentando hacer, essstúpido humano.
Para demostrárselo, alzó las manos y lanzó una pequeña bola de energía contra el flanco del dragón, que se convulsionó, pero no se movió. La szish se dejó caer sobre la arena, agotada.
—Ya veo —dijo Rando—. Necesitas recuperar fuerzas.
La miró, pensativo. La había perseguido para matarla, obviamente, aunque no había planeado lanzarle el dragón encima. De todas formas, tal vez el hecho de que aún estuviera viva fuese una ventaja, y no un inconveniente. Ignorando el sordo dolor de su hombro, se inclinó junto a la mujer-serpiente.
—Hagamos un trato —dijo—. Yo te saco de ahí y tú me ayudas con tu magia, ¿de acuerdo?
Ella lo miró con desconfianza.
—¿Ayudarte? Ah, tu brazo —comprendió.
—No es solo eso. Necesito mi dragón para regresar, y mi dragón necesita magia. ¿Lo entiendes?
—Ni lo sssueñesss.
—Bien; entonces nos quedaremos los dos aquí hasta que alguien venga a rescatarnos, o hasta que muramos de sed.
—No me hagassss reír. Me mataríasss en cuanto te diessse lo que me pidesss. O me dejaríassss atrásss.
Rando se llevó la mano al pecho, dolido.
—Reconozco que soy un canalla y un miserable, pero nunca abandonaría a una dama en pleno desierto.
—Oh, ssssí que lo haríassss. Para ti no ssssoy una dama, sssoy el enemigo. Harássss bien en recordarlo —añadió, malhumorada.
Rando se rascó la cabeza.
—Creo que no hemos empezado con buen pie. Me llamo Rando, natural de Dingra, en Nandelt.
La szish no contestó.
—Bien —dijo Rando—, tendré que llamarte de alguna manera. Tal vez Lengua Bífida o Cara de Serpiente estaría bien. O Piel Escamosa. O quizá...
—Ersssha —dijo ella de pronto—. Me llamo Ersssha.
—Ersha —repitió Rando; la miró con curiosidad—. Eres una maga de verdad, ¿no? Eso quiere decir... ¿que viste al unicornio?
Ersha dejó escapar una sonrisa desdeñosa.
—Los szish no necesitamos unicornios para obtener la magia.
—Vaya, qué listos sois. Supongo que tampoco necesitáis la ayuda de un humano alto y fuerte para salir de debajo de la panza de un dragón de madera...
Ersha se volvió para contestarle, pero Rando ya no la miraba. Había clavado sus ojos bicolores en el horizonte, y su rostro se había transformado en una máscara de estupefacción.
—Que me cuelguen por los pulgares si no estoy soñando —murmuró.
Ersha se incorporó un poco, como pudo, para girarse en la dirección en la que miraba el semibárbaro.
Se quedó muda de terror.
Había cuatro soles en el horizonte. Debajo de Kalinor, Evanor e Imenor, casi rozando la línea del horizonte, había una cuarta bola de fuego de color rojo intenso.
—Esss un esssspejissssmo —pudo decir la szish.
Rando frunció el ceño y se incorporó con cierta brusquedad.
—Puede —dijo—, pero yo quiero verlo de cerca. ¿Me acompañas?
Y, antes de que Ersha pudiera contestar, empujó el dragón con un solo brazo, con fuerza, y lo levantó lo bastante como para que la szish pudiera retirar el pie. Después, lo dejó caer de nuevo.
Ersha retrocedió, arrastrándose sobre la arena, pero no pudo llegar muy lejos. Rando la retuvo por la túnica.
—Espera —dijo, con una amplia sonrisa—, no tan deprisa. Creo que me debes un favor.
Aún necesitaron varias horas para estar a punto. Hubo que poner en su sitio el hombro de Rando, y Ersha tardó un poco en regenerar su magia lo bastante como para poder curarlos a ambos.
Y, mientras, el cuarto sol seguía alumbrando en el horizonte. Llegó el primer crepúsculo, y después el segundo, y finalmente el tercero. Salieron las lunas y las estrellas, y aquella bola de fuego seguía estando allí, como una inmensa hoguera, alumbrando el desierto.
—Alguien más tiene que haberlo visto —murmuró Rando, interrumpiendo por un momento las reparaciones de Ogadrak para contemplar el horizonte.
La maga szish no dijo nada. Se había sentado sobre el lomo del dragón de madera y observaba aquella extraña bola de fuego, pensativa.
Las lunas estaban ya altas cuando Rando anunció que había terminado.
—No conozco la fórmula que usan los hechiceros para renovar la magia de los dragones —confesó—. Pero no debe de ser difícil...
—Nosssotrosss no usssamosss el lenguaje de los magosss ssssangrecaliente —interrumpió ella—. Déjame ver.
Bajó del dragón de un salto y sus pies se hundieron en la arena. Rando se sentó sobre una duna a contemplar lo que hacía, con curiosidad.
Ersha recorrió la superficie de madera con las manos, asintiendo para sí misma de vez en cuando, pero no le explicó al humano qué estaba buscando. Al cabo de un rato, se detuvo en un punto concreto, a la altura del pecho del dragón, y lo examinó con atención. Después plantó las palmas de las manos sobre la madera y dejó escapar un sonoro siseo. Sus dedos se iluminaron brevemente. Ogadrak se estremeció, pero nada más sucedió.
La szish volvió a intentarlo, un par de veces, hasta que, por fin, el dragón alzó la cabeza con un poderoso rugido.
Ersha retrocedió apresuradamente, tropezó y cayó de espaldas sobre la arena. Contempló, aterrorizada, al inmenso dragón que se alzaba sobre ella. Parecía tan real que casi podía ver cómo se movía su pecho cuando respiraba.
Rando se puso en pie, con un grito de júbilo. Corrió hasta el dragón y le palmeó el flanco, orgulloso.
—Gracias, Ersha —le dijo a la maga.
Ella trató de recuperar la compostura. Se puso en pie y se sacudió la arena de la túnica; aún dirigió al dragón una furtiva mirada de desconfianza.
—Ha sssido fácil —dijo.
Rando trepó por el flanco del dragón y abrió la cubierta superior.
—¿Vienes? —le dijo, antes de entrar.
La szish inspiró hondo para dominar su miedo.
—¿Aún quieresss acercarte a ver qué essss essse cuarto ssssol? —preguntó.
El piloto se mostró desconcertado.
—Claro. ¿Tú no?
—Te quemarásss...
—No tengo intención de acercarme
tanto.
Bueno, ¿vienes, o te quedas aquí?
Tras un breve instante de vacilación, Ersha subió tras él. Apenas había bajado por la escalerilla cuando Rando le arrojó un paquete que tuvo que coger al vuelo.
—Ten, te lo has ganado.
Ersha le echó un vistazo, no sin recelo. Se quedó sorprendida al ver que eran provisiones y un odre con agua.
—¿Vasss a dar de comer a tu enemigo?
Rando se había sentado ya ante los mandos y manejaba las palancas con mano experta. Se encogió de hombros.
—Todo tiene su momento —dijo—. Y ahora mismo me interesa más sobrevivir que pelear. Te necesito para que renueves la magia de mi dragón hasta que pueda regresar con los míos. El día en que volvamos a encontrarnos en el campo de batalla ya tendremos tiempo de luchar.
Ersha iba a replicar, pero no tuvo ocasión. Con una breve sacudida, Ogadrak batió las alas y se elevó en el aire.
La szish sintió un vacío en el estómago y se dejó caer al suelo. Después gateó hasta un rincón y se acurrucó allí.
—¿No quieres sentarte a mi lado? —la invitó Rando, de buen humor; volar siempre lo ponía de buen humor—. Desde ahí no vas a ver nada.
Ersha negó vehementemente con la cabeza y dijo que tenía una buena perspectiva desde allí, lo cual era cierto: la cabina de un dragón artificial no era muy grande, y la szish no se encontraba tan lejos de la escotilla delantera como para no ver a través de ella el paisaje del desierto.
Volaron en silencio durante un rato más, mientras el extraño sol nocturno se hacía más y más grande. Ersha fue la primera en hacer notar que la temperatura había aumentado mucho. El semibárbaro apretó los dientes e hizo que Ogadrak volase un poco más rápido.
Cuando Rando empezó a sudar copiosamente, y la szish ya respiraba con dificultad, quedó claro que no debían acercarse más. Ogadrak realizó una nueva pirueta en el aire y batió las alas, dispuesto a aterrizar.
Momentos después, el dragón reposaba de nuevo sobre la arena, y Rando y Ersha contemplaban el horizonte, sobrecogidos.
El cuarto sol no era exactamente un sol, pero se le parecía mucho: una gran bola de fuego que rotaba sobre sí misma, flotando a varios metros por encima del suelo. Un corazón ígneo del que brotaban lenguas de llamas que lamían el aire, volviéndolo asfixiante e irrespirable. No se movía. No aumentaba de tamaño ni se reducía. Simplemente estaba allí, esperando...
Rando sacudió la cabeza y trató de quitarse aquella idea de la mente. Una bola de fuego no podía tener conciencia racional. Las bolas de fuego no tenían cerebro, no podían estar esperando nada.
Entonces, ¿por qué razón tenía tanto miedo?
Miró de reojo a Ersha, cuyo rostro de serpiente, iluminado por la luz rojiza de la bola de fuego, mostraba una expresión de absoluto terror. Pero aquella cosa atraía su atención de un modo irresistible, y volvió a contemplarla hasta que le lloraron los ojos.