Pasiones romanas (22 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

—No puedo más. Tengo que verte.

—Sí. —Él no añadió nada más.

Ella continuó:

—Estoy mal. Necesito que vuelvas. Tenemos que hablar.

—De acuerdo.

—¿Cuándo vendrás?

—Mañana. Llegaré por la mañana.

—¿En serio?

—Sí.

Estuvo a punto de llorar. Habría querido fundirse a través de las lágrimas, convertirse en una sustancia líquida. La euforia sustituía al desaliento: mañana. Repetía la palabra mágica como si fuera un conjuro. Se había acabado la espera, la angustia, las dudas. Tenía que poner orden en la casa, ir al mercado, comprar flores, preparar carne con hierbas aromáticas. Se compraría un vestido para recibirle. Volvía a ser feliz.

XVI

Un zapato no nos sugiere mucho. Cuando encontramos zapatos en lugares poco usuales, la falta de concordancia entre el lugar y el objeto nos produce una impresión de desasosiego. En el armario de una habitación puede ser un objeto útil o bello que no provoca inquietud. En una vía de tren, un zapato nos sugiere el instante en que la velocidad y los hierros devoraron una vida. En una playa, nos habla de paseos con los pies desnudos sobre la arena. Quién sabe si de caminos sin regreso hacia las olas. En un escalón del rellano donde vivían Mónica y Marcos, era un aviso.

No la encontró. Siguieron la búsqueda, las llamadas. Una extrañeza que crece hasta convertirse en un miedo incontrolable que se escapa de los mecanismos de contención. Intentó ser racional. Quizá Mónica tenía una cena. ¿Había olvidado recordárselo? Tal vez, mientras buscaba una pista suya de un lado a otro, ella sonreía delante de un vaso de vino. El vino le provocaba una mezcla de lejanía y calidez. Un escaparse, en un lugar oculto, de las miradas de los demás, cuando en realidad estaba ahí más que nunca. Sintió una nostalgia lacerante, casi incomprensible. Quizá se lo había dicho, pero las palabras se perdieron con el ruido del agua de la ducha, en el olor a las tostadas con mantequilla, en la prisa matinal. Hizo un esfuerzo para volver a la situación vivida. Cuesta evocar los detalles de un episodio sucedido hace pocas horas, cuando no es muy diferente de los de las otras mañanas. Buscaba pistas que hicieran que el día fuera singular.

Perseguía la frase tranquilizadora: «Ah, amor, hoy tengo la cena con los del trabajo», o con las amigas, o con aquel compañero del instituto, o con quien carajo fuera, cualquier persona a quien pudiera llamar para pedir noticias de Mónica, que no llegaba, aun cuando al día siguiente tenía que madrugar. Fueron pasando las horas. Recordó una canción de Sabina que les gustaba a ambos. Hablaba de un hombre y una mujer que se han encontrado casualmente en un bar, después de un concierto. Ella le pide que le cante una canción al oído. El cantante le pone una condición: tiene que dejarle abierto el balcón de sus ojos de gata. El bar queda vacío. Una mano se pierde bajo la falda de ella. Se besan en cada farola, hasta que llegan a un hostal. Se hacen las diez, las once, las doce, la una, las dos y las tres. La luna los sorprende desnudos en la oscuridad. La misma oscuridad que rodeaba a Marcos. Las mismas horas que pasaban rápidas para los amantes de la canción, pero lentísimas para él. La noche y el tiempo pueden ser cómplices. Pueden ser también enemigos.

Parecía una fiera enjaulada. Su carácter era tranquilo. No se dejaba alterar por las sorpresas de la cotidianeidad. Se enfrentaba a las nuevas circunstancias con energía y un punto de buen humor. Era de talante optimista, poco dado a padecimientos inútiles. Conocía a Mónica. Intuía su forma de actuar. Respiraba con ella. Pero, en esta ocasión, un elemento no encajaba por completo. Ese hecho le ponía nervioso. Cuando vio el zapato en el peldaño, tuvo la impresión de que el universo se inmovilizaba. Observó el infernal balanceo: hacia adelante y hacia atrás en la arista de la piedra. Lo cogió entre las manos, mientras recorría la escalera con la mirada. Era de cristal. En el rellano, silencio absoluto. Ni su sombra, ni el rastro de su perfume ya desvanecido por completo. Sólo presente en la memoria; no sabía por qué razón, dolorosamente vivo.

Sonó el teléfono. Tardó un instante en reaccionar, porque el sonido de una llamada puede paralizarnos. Corrió al salón. Con el impulso, el aparato se cayó al suelo. Marcos oyó el ruido multiplicado por mil, mientras intentaba que no se cortara la comunicación. Las palabras, dichas por una voz bien modulada, le llegaron confusas. Respiró hondo, mientras intentaba concentrarse. Entendió que había habido un accidente en la maldita escalera que, hasta hacía pocos minutos, él contemplaba impasible. Se preguntó cómo podía haber sucedido. Le avisaban desde el hospital donde Mónica estaba ingresada. Tenía que ir. Su cerebro lo repetía con insistencia. Era la única cosa en que podía pensar. Tenía que cruzar calles, saltarse semáforos, devorar el asfalto hasta la ciudad blanca donde estaba ella. Tenía que llamar a los padres de Mónica. O no. Ya tendría tiempo para hacerlo cuando hubiera podido verla, cuando hubiera comprobado que todavía le quedaba un poco de aliento. El aliento justo para que él, que era un hombre fuerte, pudiera atar aquel hilo de vida y no dejarlo escapar.

Un espacio se transforma en poco tiempo. La escalera del piso donde vivían había sido escenario de mucho ajetreo. Se habían producido allí diversas situaciones: el bulto de un cuerpo que cae, el último grito surgido de ese cuerpo antes de perder la conciencia. Puertas que se abren, expresiones de sorpresa, de consternación. Alguien que pide auxilio. Una vecina asomada al balcón para que los peatones, que son escasos, acudan a una cita con la desgracia. Otra que marca el teléfono del servicio de urgencias. La sirena de una ambulancia. Los comentarios de las tres mujeres que habían sido testigos de la escena y que acompañaron a Mónica al hospital. Las instrucciones precisas de los hombres de la ambulancia. La nota que una de ellas escribió antes de marcharse y que dejó en la puerta del piso para que Marcos la encontrara, al volver. La brisa que se filtró como un murmullo por la claraboya mal cerrada que hizo caer el papel al suelo, olvidado en el pavimento. El silencio que se impone en los espacios como si no hubiera pasado nada.

Antes de la desgracia, Mónica había llegado contenta. En la esquina, había alquilado una película para verla después de cenar. Comprobó que, en el frigorífico, había unos trozos de carne para preparar a la plancha. Se había quitado la ropa, y se había metido en la ducha. Se cubrió el cuerpo de espuma. Con las manos, la extendió con cuidado por los duros pechos, por el vientre. Recordó los versos de un poeta que se sabía de memoria. Los repitió como si fueran un sortilegio de buena suerte. Lo hacía a menudo. Tal vez fueron sus últimos versos. De haberlo sabido, quizá habría elegido otros. Las cosas suceden sin que tengamos la opción de ser partícipes de ellas. Nos ocurren, pero quedan fuera de nuestro alcance. Como si la vida y la muerte se refirieran a alguien extraño, a un desconocido que nos sale al encuentro. Amaba la vida y amaba los versos. Sabía muchos. La elección de los más bellos habría sido difícil. ¿Quién puede decidirse en un instante? ¿Petrarca o Baudelaire? Mientras se vestía, pensó que tenía ganas de hacer el amor con Marcos. Preparó un vestido ligero. Se perfiló los labios, sin secarse el pelo. Se puso los zapatos que él le había regalado.

Todavía trabajaba dando clases particulares. Solía dedicarles las tardes. Durante las mañanas, se paseaba por las librerías de la ciudad. Recorría calles, visitaba exposiciones. Se sentaba en un café que tuviera mesas de mármol y escribía versos en un trozo de papel. Eran versos suyos, improvisados, urgentes. No se habría atrevido a enseñárselos a nadie. Sólo Marcos sabía que existían. Reunía a grupos no muy numerosos de adolescentes en el comedor de casa. Tenían una mesa redonda que facilitaba el trabajo. Como era un espacio soleado, podían aprovechar la luz. Se compró una pizarra en la que escribía con un rotulador verde. Tenía facilidad para relacionarse con los jóvenes. Sentada entre sus alumnos, habría sido fácil confundirla con el resto de los estudiantes. Les hablaba con claridad. Intentaba hacerles entender los conceptos. A veces no podía contener su propio entusiasmo. Se animaba con el nombre de un autor, una referencia mitológica, la mención de una antigua leyenda. Las frases se hacían seductoras, y despertaba a los adolescentes aletargados.

En una clase que quizá era la última, aunque ella no lo sabía, había leído a sus alumnos los versos que el poeta Catulo escribe a Lesbia, su amada. Fue una declaración de amor que enviaba a Marcos, pese a que no pudiera oírla. Cuando se marcharon, salió de casa con ganas de moverse. Recorrió las calles de Palma, hasta el paseo del Born, sin saber por qué lo hacía. Se sentó un rato en un banco, junto a la fuente de las Tortugas. Compró un periódico en el quiosco y se entretuvo en la sección de espectáculos. Volvió a paso lento, como si tuviera pereza, aunque deseaba encontrarse con él. Debía de ser una pereza en el corazón, que nos avisa sin mediar palabras. Hay quienes hablan de los presentimientos. No hizo ningún gesto, ni actuó de una forma distinta de la habitual. No hubo signos que delataran nada extraño. Simplemente, la lentitud en el regreso. Ignoraba la razón; no se detuvo a pensarlo. Debe de ser que nos cuesta acudir a la cita del infortunio.

Marcos se sentía desorientado entre los pasillos del hospital. Había perdido la noción de los sentidos. No distinguía las formas humanas en la aglomeración de cuerpos que intuía a su lado. Los ruidos le llegaban en una mezcla absurda, instrumentos discordantes de una orquesta desafinada. El olfato no le permitía diferenciar los olores, que se sumaban en una amalgama ofensiva. Notaba los dedos rígidos, incapaces de adaptarse al tacto de los objetos. Le pidieron que llenara una hoja con datos sobre Mónica, pero apenas podía sujetar el bolígrafo. La letra le salió irregular, diferente de la de su caligrafía. Sólo repetía la misma frase: necesitaba verla. Primero lo pedía como una orden; después, como una plegaria. Lo expresó en todos los tonos, desde la súplica a la imprecación, del balbuceo al insulto. Esperó en un pasillo durante horas. Estaba en urgencias. Miraba por los cristales de las puertas, pero sólo veía un universo de cortinas de color claro, médicos con batas verdes que iban y venían. Salió una enfermera a quien preguntó con desesperación:

—¿Qué le pasa? Por favor, contésteme.

—Tranquilícese. Tendrá que tener paciencia. Tiene una conmoción cerebral, está en coma. Ahora la llevaremos a la UCI.

—¿Puedo verla? Déjeme que la vea.

—Es imposible. Es mejor que vuelva a casa.

¿A qué casa debía volver, si ya no la tenía a ella? ¿Cómo podía hacerle entender a la enfermera que su casa era el cuerpo de aquella mujer? Era su respiración suave confundiéndose con la de él. Era la calidez de la piel que amaba. Pasó la noche en una butaca del hospital. No durmió, porque tenía la sensación de que no podía bajar la guardia. En cualquier momento, le dirían que había abierto los ojos, que preguntaba por él. Desconectó el móvil mientras se alejaba del mundo exterior, prisionero de unos muros inhóspitos. No quería saber nada de nadie. ¿Qué explicaciones podía dar, si le temblaba la voz? Observó cómo nacía el día, a través de una ventana. A su lado, había otras personas con el rostro desencajado. Debían de estar viviendo situaciones similares. No, pensó, nadie podía sentir su dolor. Aquel desgarramiento del alma, la certeza de que se encontraba solo en medio del universo. Deseó que los demás enfermos del hospital se murieran. Todas las vidas a cambio de la vida de ella. Lo pidió en silencio, no sabía a quién.

De madrugada, llegaron los padres de Mónica. Vivían en un pueblecito. Nunca había tenido demasiado contacto con ellos, más allá de una relación hecha de distancias. La madre no se parecía en nada a la hija. Iba vestida de negro, como si anticipara el luto. Lloraba. Su padre se le acercó con una expresión adusta:

—¿Qué le pasa a mi hija?

Le miró sin poder reaccionar. Habló despacio, porque no podía articular las palabras:

—No lo saben. No creo que el médico tarde mucho en darnos una explicación. Me han dicho que está en coma. Se cayó por la escalera de casa.

—¿Por qué no nos avisaste?

—¿Cómo?

—Hemos tenido que saberlo por la vecina que vive en el piso de debajo del vuestro. Ella la acompañó al hospital. Es del pueblo y la conocemos de toda la vida. Nos ha llamado pasada la medianoche para saber cómo estábamos. ¿Cómo estábamos? Con nuestra hija a punto de morir, y nosotros sin saberlo. Hemos intentado comunicarnos contigo inútilmente. Ángel, el taxista del pueblo, nos ha traído hasta aquí. Debemos de haberle dado lástima: dos pobres viejos que buscan a su única hija entre desconocidos, sin la ayuda de nadie.

—Yo… Disculpen. Tiene razón. Tendría que haberlos avisado. Estuve a punto de hacerlo antes de venir. Cuando me encontré en el hospital, me olvidé de todo. Sólo podía pensar en Mónica. No ha habido mala intención. Se lo puedo jurar.

—Eres un cretino. Un hijo de mala madre.

Pensó que el imbécil era él, le habría gustado estrangularle allí mismo. Se arrepintió en seguida de aquel impulso, mientras se decía que el dolor propio nos hace inmunes al dolor ajeno. Debería haberse sentido cercano a la pareja, pero era incapaz. El padecimiento anulaba cualquier otro sentimiento. No existían ni la compasión por quienes temblaban a su lado, ni la complicidad con su pena. Lo único que quería era ver a su mujer. Irse con ella, si le había llegado la hora de la muerte. Desaparecerían los dos calladamente. Escondió el rostro entre las manos, sin decir ni una palabra.

En el hospital, el ritmo del tiempo se altera, transcurre de una forma singular. Comprendió que los relojes no le servían de nada. Tenía que intentar adaptarse a una lentitud que resultaba dura, contra la cual era imposible luchar. Los padres de Mónica estaban sentados cerca de él. La mujer no había pronunciado palabra, desde que habían llegado. Se limitaba a irse fundiendo en una materia licuosa; lágrimas y saliva que le recorrían el cuerpo hasta el suelo, donde formaban un minúsculo charco. El hombre mantenía el gesto serio, los puños cerrados. Sus venas formaban el relieve de un paisaje arisco. Los sintió a kilómetros de distancia, muchas vidas lejos de la suya. Los tres padecían por una misma causa, que, en lugar de acercarlos, los situaba en polos opuestos del universo. No se entretuvo en analizar las razones. Compartir el dolor más profundo puede ser una falacia. Pasaron largos ratos en silencio. El charco se hacía cada vez más grande. Por fin, apareció un médico. Andaba con decisión hacia donde se encontraban:

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