Perdida en un buen libro (14 page)

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Authors: Jasper Fforde

Tags: #Aventuras, #Humor, #Policíaco

Stiggins se encogió de hombros.

—No era feliz, señorita Next. No pidió que le trajesen de vuelta.

—Ha mentido usted por mí —añadí con incredulidad—. Pensaba que los neandertales no podían mentir.

Me miró fijamente durante unos momentos.

—No es que no podamos —dijo al fin—. Simplemente, no tenemos razones para hacerlo. La hemos ayudado porque es usted buena persona. Es suficiente. Si vuelve a precisar de ayuda, aquí estaremos.

El rostro habitualmente sereno y hierático de Stiggins se retorció en una mueca y enseñó dos hileras de dientes muy espaciados. Tuve miedo hasta que comprendí que veía una sonrisa neandertal.

—Señorita Next…

—¿Sí?

—Nuestros amigos nos llaman Stig.

—Los míos me llaman Thursday.

Me ofreció una mano enorme y la acepté agradecida.

—Eres un buen hombre, Stig.

—Sí —respondió lentamente—, así nos secuenciaron.

Recogió sus notas y salió.

Abandoné el edificio de OpEspec diez minutos más tarde y busqué a Landen en el café de enfrente. No estaba allí, así que pedí café y esperé veinte minutos. No apareció, por lo que dejé un mensaje al propietario del café y me marché a casa, reflexionando acerca de que, con la muerte por coincidencias, el mundo a punto de acabarse al cabo de dos semanas, los cargos contra mí por razones desconocidas y una obra perdida de Shakespeare las cosas no podían ser más extrañas. Pero me equivocaba. Vaya si me equivocaba.

9

Cuantas más cosas sigan igual…

Los pequeños cambios en las superficies blandas son normalmente. la primera indicación de un ladeo. Cortinas, forros de cojines y pantallas de lámpara son buena prueba de un ligero desvío en el cronoflujo… de la misma forma que los canarios predicen explosiones en las minas o los peces de colores terremotos. También sirven de indicativo las alfombras, los dibujos del papel pintado o los cambios en el color de la pintura, pero para eso hace falta un ojo más entrenado. Si estás dentro del ladeo no notarás nada, pero si tus cortinas cambian de color sin razón aparente, si pasan de estar corridas a estar descorridas o tus macasares tienen otro dibujo, yo me preocuparía; si eres el único que se da cuenta, entonces preocúpate más. Mucho más…

B
ENDIX
S
CINTILLA

Navegación del cronoflujo para cadetes de la CG Módulo IV

La ausencia de Landen me intranquilizaba. Me pasaron por la cabeza todo tipo de razones sobre por qué no me esperaba cuando abrí la cancela y crucé el jardín. Era posible que no se hubiese dado cuenta de la hora, que hubiese ido a recoger su pierna de correr al taller o ido a visitar a su madre. Pero me engañaba. Landen había dicho que estaría allí y no estaba. Y eso no era propio de él. En absoluto.

Me detuve de pronto a mitad del sendero. Por alguna razón, Landen había aprovechado para cambiar todas las cortinas. Caminé más despacio, sintiendo el despertar de la inquietud. Me detuve en la puerta. La estregadera había desaparecido. Pero no la habían quitado hacía poco: hacía mucho que habían rellenado el hueco con cemento. También había otros cambios. En el porche habían aparecido un macetero, un saltador oxidado y una bicicleta rota. Los cubos de basura eran de plástico en lugar de ser de metal y, en el revistero, había un ejemplar del periódico que menos le gustaba a Landen:
The Mole.
Sentí un soplo de aire caliente en las mejillas mientras buscaba en vano la llave de la puerta. Hubiese dado igual que no la hubiera encontrado: la cerradura que yo misma había usado esa mañana estaba cubierta de pintura desde hacía mucho tiempo.

Debí de hacer bastante ruido porque, de pronto, la puerta se abrió y apareció una versión anciana de Landen, con panza, bifocales y calva reluciente.

—¿Sí? —preguntó en una especie de versión lenta del barítono Parke-Laine.

—Oh, Dios mío. ¿Landen? ¿Eres tú?

El anciano parecía casi tan conmocionado como yo.

—¿Yo? ¡Por amor del cielo, no! —respondió y empezó a cerrar la puerta—. ¡Aquí no vive nadie con ese nombre!

Encajé el pie entre la hoja y la jamba. Lo había visto hacer en las películas de polis pero la realidad es diferente. Había olvidado que llevaba zapatillas deportivas y la puerta me pilló el dedo gordo. Gemí de dolor, retiré el pie y la puerta se cerró de golpe.

—¡Maldita sea! —grité dando saltos. Pulsé el timbre con insistencia, pero sólo obtuve un «¡lárguese!» apagado por respuesta. Estaba a punto de golpear la puerta cuando oí a mi espalda una voz conocida. Me volví para encontrarme con la madre de Landen mirándome.

—¡Houson! —grité—. ¡Gracias a Dios! Hay alguien en casa y no responde… y… ¿Houson?

Me miraba sin dar la más mínima muestra de reconocerme.

—¿Houson? —repetí, dando un paso hacia ella—. ¡Soy yo, Thursday!

Se apresuró a retroceder un paso y me corrigió con rotundidad:

—Para usted soy la señora Parke-Laine. ¿Qué quiere?

Oí que la puerta se abría a mi espalda. El anciano Landen que no era Landen había regresado.

—Ha estado llamando al timbre —le explicó el hombre a la madre de Landen—. No se va. —Pensó un momento y luego añadió con voz más tranquila—: Ha estado preguntando por Landen.

—¿Landen? —respondió Houson severa, con más furia a cada segundo—. ¿Desde cuándo es Landen asunto suyo?

—Es mi esposo.

Hubo una pausa mientras lo procesaba.

—Su sentido del humor es penoso, señorita quien sea —respondió furibunda, señalando la puerta del jardín—. El camino de salida es el mismo que el de entrada… sólo que a la inversa.

—¡Esperen! —exclamé, casi con ganas de reírme de la situación—. Si
no
me casé con Landen, entonces ¿quién me dio este anillo de bodas?

Levanté la mano izquierda para que lo viesen, pero no les causó demasiada impresión. Una ojeada rápida me indicó la razón. No llevaba ningún anillo de bodas.

—¡Mierda! —murmuré, mirando perpleja a mi alrededor—. Se me habrá caído por alguna parte…

—Está usted muy confundida —dijo Houson, con más pena que furia. Tenía claro que yo no era peligrosa. Simplemente, estaba loca de remate—. ¿Podemos llamar a alguien?

—No estoy loca —aseguré, intentando encauzar la situación—. Esta mañana… no, hace menos de dos horas… Landen y yo vivíamos en esta misma casa…

Me paré. Houson se había situado al lado del hombre de la puerta. Al ponerse juntos de esa forma, que indicaba una larga relación, supe exactamente quién era él; era el padre de Landen. El padre muerto de Landen.

—Usted es Billden —murmuré—. Murió cuando intentó rescatar a…

Dejé de hablar. Landen no había conocido a su padre. Billden Parke-Laine había muerto treinta y ocho años antes salvando a su hijo Landen, de dos años, de un coche sumergido. Se me heló el corazón al empezar a comprender el verdadero significado de aquella extraña confrontación.
Alguien había erradicado a Landen.

Alargué una mano para sostenerme, luego me senté rápidamente con la espalda apoyada en la pared del jardín y cerré los ojos justo cuando un potente martilleo arrancaba en mi cabeza. No había Landen, ahora de entre todos los momentos.

—Billden —anunció Houson—, será mejor que llames a la policía…

—¡No! —grité, abriendo los ojos y mirando al hombre con furia—. Usted no regresó, ¿verdad? —dije lentamente, con la voz quebrada—. Esa noche no le rescató. Usted vivió y él…

Me preparé para recibir su furia, pero no llegó. En lugar de enfurecerse Billden me miró fijamente con una mezcla de piedad y confusión en la cara.

—Quería hacerlo —dijo con voz tranquila.

Me tragué mis emociones.

—¿Dónde está Landen ahora?

—Si se lo digo —dijo Houson con voz lenta y paternalista—, ¿promete irse y no volver nunca? —Tomó mi silencio por un asentimiento y dijo—: Cementerio municipal de Swindon… y tiene razón, nuestro hijo se ahogó hace treinta y ocho años.

—¡Los mataré! —grité, pensando aceleradamente, intentando deducir quién era el responsable de aquello. Houson y Billden retrocedieron un paso, atemorizados—. A ustedes no —añadí a toda prisa—. Maldita sea, ¡me están chantajeando!

—Debería denunciarlo a OpEspec.

—No me creerían más de lo que me creen ustedes… —Me detuve a pensar un momento—. Houson, sé que tienes buena memoria porque cuando Landen existía tú y yo éramos buenas amigas. Alguien se ha llevado a tu hijo y a mi esposo y, créeme, le recuperaré. Pero escúchame, no estoy loca y te lo voy a demostrar: es alérgico al plátano, tiene un lunar en el cuello… y una marca de nacimiento en forma de bogavante en el culo. ¿Cómo podría saberlo a menos que…?

—Oh, ¿sí? —dijo Houson mirándome con creciente interés—. La marca de nacimiento. ¿En qué nalga?

—La izquierda. —¿Mirando desde delante o mirando desde atrás?

—Mirando desde atrás —dije sin vacilar.

Se produjo un breve silencio. Se miraron, luego me miraron y, en ese momento, supieron que era verdad. Cuando Houson habló, lo hizo tranquila, con una tristeza íntima.

—¿Qué… qué tal hombre era?

Se puso a llorar, grandes lágrimas le arrasaron las mejillas; lágrimas de pérdida, lágrimas por lo que podía haber sido.

—¡Era maravilloso! —respondí agradecida—. Ingenioso y generoso, alto e inteligente… ¡Hubiesen estado tan orgullosos!

—¿A qué se dedicaba?

—Era novelista —expliqué. El año pasado ganó el premio Armitage Shanks de ficción por
Sofá nefasto.
Perdió una pierna en Crimea. Llevábamos dos meses casados.

—¿Estábamos allí?

Los miré y no dije nada. Houson había asistido, claro está, llorando de alegría por los dos… pero Billden… Bien, Billden había dado su vida por Landen regresando al coche sumergido y acabado en el cementerio municipal de Swindon. Nos quedamos allí unos momentos, los tres lamentando la pérdida de Landen. Houson rompió el silencio.

—Creo que lo mejor para todos sería que se fuese ahora —dijo en voz baja— y, por favor, no vuelva.

—¡Esperen! —dije—. ¿Había alguien, alguien que le impidió rescatarle?

—Más de uno —respondió Billden—. Cinco o seis… Una mujer; se me sentaron encima…

—¿Uno era francés? ¿Alto, de porte distinguido? ¿Quizá llamado Lavoisier?

—No lo sé —respondió Billden con tristeza—, fue hace mucho tiempo.

—De verdad, tiene que irse —repitió Houson muy seria.

Suspiré, les di las gracias. Entraron y cerraron la puerta.

Atravesé la cancela y me senté en el coche, intentando contener las emociones para poder pensar con claridad. Respiraba pesadamente y tenía las manos tan apretadas contra el volante que mis nudillos estaban blancos. ¿Cómo podía hacerme algo así OpEspec? ¿Era el método de Flanker para obligarme a hablar de mi padre? Agité la cabeza. Jugar con el cronoflujo era un crimen que se castigaba con una brutalidad casi inconcebible. No podía imaginar que Flanker hubiese arriesgado su carrera, y su vida, dando un paso tan imprudente.

Respiré hondo y me incliné para pulsar el botón de arranque. Al hacerlo, entreví por el retrovisor un Packard aparcado a un lado de la calle. Había un tipo bien vestido apoyado en la aleta, fumando despreocupadamente y mirando en mi dirección. Era Schitt-Hawse. Parecía sonreír. De pronto, todo el plan cobró forma. Jack Schitt. ¿Con qué me había amenazado Schitt-Hawse? ¿Impaciencia corporativa? Mi furia creció.

Mascullando «¡cabrón!» me apeé del coche y caminé con rapidez directamente hacia Schitt-Hawse, que se envaró un poco viéndome acercarme. Pasé por delante de un coche, que frenó en seco a pocos centímetros de mí y, mientras Schitt-Hawse daba un paso al frente, con ambas manos le empujé contra el vehículo. Perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo; rápidamente le puse en pie, le agarré por el cuello de la camisa y alcé un puño para golpearle. Pero no llegué a hacerlo. Debido a mi furia ciega, no había visto que sus socios Chalk y Cheese andaban cerca, y cumplieron con su trabajo admirable, eficiente y, también, dolorosamente. Me resistí como un demonio y tuve la satisfacción de que en medio de la confusión pude dar una patada en la rodilla a Schitt-Hawse… Aulló de dolor. Pero mi victoria, si se podía considerar tal, fue breve. Yo debía pesar una décima parte de su masa combinada y mi resistencia fue en vano. Me sostuvieron con fuerza y Schitt-Hawse se me acercó con una sonrisa desagradable grabada en sus rasgos enjutos.

Hice lo primero que me vino a la cabeza. Le escupí a la cara. Nunca lo había intentado, pero salió de fábula; le di justo en el ojo.

Alzó el dorso de la mano para golpearme pero ni me inmuté… me limité a mirarle con furia en los ojos. Se detuvo, bajó la mano y se limpió la cara con un pañuelo cuidadosamente planchado.

—Va a tener que controlar su furia, Next.

—Señora Parke-Laine para usted.

—Ya no. Si deja de resistirse quizá podamos hablar razonablemente, como adultos. Usted y yo tenemos que llegar a un acuerdo.

Dejé de rebullirme y los dos tipos aflojaron el agarre. Me alisé la ropa y miré con rencor a Schitt-Hawse, que se frotaba la rodilla.

—¿Qué tipo de acuerdo? —exigí. —Un intercambio —respondió—. Jack Schitt a cambio de Landen.

—Oh, ¿sí? —respondí—. ¿Y cómo sé que puedo confiar en usted?

—No lo sabe y no puede —se limitó a responder Schitt-Hawse—, pero es la mejor oferta que va a recibir.

—Mi padre me ayudará.

Schitt-Hawse rió.

—Su padre es un jinete del reloj venido a menos. Creo que sobres—tima sus posibilidades… y sus talentos. Además, tenemos el verano de 1947 tan cerrado que ni siquiera un mosquito transtemporal podría regresar a ese período sin que lo supiésemos. Saque a Jack de «El cuervo» y podrá recuperar a su cariñito.

—¿Y cómo propone que lo haga?

—Es usted una mujer inteligente y llena de recursos… Estoy seguro de que se le ocurrirá algo. ¿De acuerdo?

Le miré con concentración, temblando de furia. Luego, casi sin pensar, tenía mi automática contra la frente de Schitt-Hawse. A mi espalda oí saltar dos seguros. Chalk y Cheese también eran rápidos.

Schitt-Hawse no se inmutó; me sonrió altanero y pasó del arma.

—No va a matarme, Next —dijo lentamente—. No es su forma de hacer las cosas. Puede que le haga sentir mejor, pero no recuperará a Landen y el señor Chalk y el señor Cheese se asegurarán de que esté bien muerta mucho antes de dar contra el asfalto.

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