Era muy temprano por la mañana; no habían transcurrido más de dos horas desde la salida del sol. Éste penetraba de lado a través de los árboles mientras McCoy, Kirk y Spock caminaban juntos por el sendero del bosque, el Maestro de los ;at les acompañaba a su manera silenciosa.
—Son ustedes una gente muy aficionada a los nombres —comentó Maestro—. Muy pronto, todo lo que hay aquí tendrá un nombre, si se salen con la suya.
—¿Y lo conseguiremos? Salirnos con la nuestra, quiero decir —inquirió McCoy.
—Oh, no en nada que tenga verdadera importancia —replicó Maestro—. Ninguna criatura tendrá necesidad de conservar el nombre que ustedes le den, si no lo quiere. Ellos conocen su propia verdadera naturaleza; con eso basta.
Caminaron en silencio durante un rato. Kirk estaba sumido en el placer que le proporcionaba aquella mañana, sin preocuparse por las enigmáticas frases del maestro de los ;at.
—Magnífico —comentó, mientras salían a otro claro rodeado por árboles, en los que crecían cascadas de grandes velos de flores fragantes, todas transparentes como el agua y empolvadas aquí y allá con polen dorado.
—Son hermosos —asintió Maestro con gran satisfacción—. La mayoría de las cosas lo son, esta mañana. La nave de ustedes ha sido la estrella de la mañana; la primera que hemos tenido. Será una lástima perderla.
—Otras vendrán después de la nuestra —le dijo McCoy.
—Pero ninguna de ellas será ya nunca la primera —dijo Maestro—. No importa; los recuerdos son melancólicos. Y ustedes permanecerán aquí al menos una semana más.
—Sí, lo haremos —confirmó Kirk—, pero yo no recuerdo habérselo comentado. ¿Se lo ha mencionado algún otro?
—No, desde luego —replicó Maestro—, pero usted debe permanecer aquí al menos una semana.
—¿Debo?
El ;at se detuvo… o, para ser más precisos, simplemente dejó de avanzar con ellos.
—Sin duda debe hacerlo —explicó—, porque yo me lo llevé a una semana de distancia de su tiempo. Tras haber comprobado sus medidas temporales, puedo decírselo ahora con seguridad.
Kirk pensó durante un momento.
—Por supuesto —dijo luego—. La
Enterprise
aún ha de responder a las llamadas que hice desde la superficie del planeta. Por eso Uhura parecía tan perpleja.
—Sí —confirmó Maestro—. Y los jóvenes klingon a los que llevé hasta ese mismo tiempo para ver cómo reaccionaba usted ante sus más grandes enemigos al encontrarse solo, deben ser enviados a bordo de su nave entonces. El comandante de la
Ekkava
permanecerá aquí durante al menos ese tiempo. Pero yo diría que desearán alejarse de la zona muy poco después.
—¿Es eso una conjetura? —le preguntó McCoy—. ¿O es que usted encontrará alguna inteligente forma de conseguirlo?
—No existe diferencia alguna entre ambas cosas —replicó el maestro de los ;at con un tono ligeramente aturdido.
Avanzaron por el claro entre el aroma de las flores transparentes como el agua.
—Una cosa, señor —dijo Kirk—. Cuando hablamos… hablaremos… más adelante durante esta misma semana, usted tomó sus decisiones. Las tomará. ¡Maldición para esos tiempos verbales!
McCoy se echó a reír. El Maestro también hizo aquel sonido retumbante que Kirk había llegado a reconocer rápidamente como risa, porque el maestro reía con frecuencia.
—Usted había estado, o visto, o percibido de alguna manera este futuro —continuó el capitán de la
Enterprise
—.Sabía por tanto que yo había sido capaz de evitar que la nave fuera destruida en la batalla con los piratas de Orión.
—Pero no era así… y usted no la había salvado, aún no. Si yo lo hubiese sabido y se lo hubiera contado a usted, ese mismo conocimiento podría haberle arrastrado al descuido, o podría haber embotado el miedo, que es el arma que posee cuando defiende su nave. Aunque lo hubiera sabido, no me habría atrevido a decírselo.
—¡Pero usted debía saberlo! ¡Usted había estado en el futuro!
—Eso es cierto. Pero verá, ninguno de nosotros sabía que iba a hacer el presente. El presente lo es todo… más importante que el pasado con mucho, y el terreno y simiente del futuro… incluso cuando uno se encuentra en el futuro. El presente es peligroso, demasiado peligroso para manipularlo.
—Sin embargo, nosotros habitamos en él —comentó Spock.
—Sí —asintió Maestro—. Eso es una fuente de asombro para mí. Pero la forma en que funcionan otros mundos ha de permanecer en el misterio para mí, de alguna forma. En cualquier caso, capitán, yo no le conté más de lo que necesitaba para realizar su trabajo… ni menos de lo que le permitiría conseguir realizarlo.
Se detuvieron cerca del otro lado del claro, donde el sendero se internaba más en el bosque.
—Señor —comenzó McCoy—, ¿le alegra que hayamos venido?
—¿Alegrarme? Eso sería difícil de decir. Usted ha tenido una hija, doctor. Cuando esa hija comenzó a enfrentarse sola al mundo, ¿cómo se sintió usted?
—Nervioso —replicó McCoy—. Atemorizado por todas las cosas malas que podían sucederle. Aunque, al mismo tiempo… —El médico buscó las palabras adecuadas—. Yo había trabajado para eso —continuó—. Para verla hecha una mujer dueña de sí misma, madura y feliz, para que las cosas le fueran bien. Para verla decidir por sí misma y convertirse en lo que yo jamás habría sospechado…
—Exactamente —intervino el Maestro de los ;at—. En estos últimos días, los cambios han sido enormes. Los ornae ya me hablan con palabras que nunca les había oído emplear. El idioma de ustedes enriquece el suyo. Creo que algunos de ellos podrían salir algún día al espacio, con el pueblo de ustedes. Los lahit se hacen más habladores, más abiertos. No hay forma de saber adónde conducirá todo esto. Los cambios…
—Señor —le dijo Kirk—, dudo que acudan aquí muchos de los nuestros. Sólo unos pocos científicos, lingüistas y demás. No nos gustaría arruinar un lugar tan perfecto como éste… tan sencillo y pacífico…
Se produjo un breve silencio.
—¿Y paradisíaco? —preguntó Maestro—. ¿No han sido arruinados algunos paraísos en la existencia de su pueblo? Ya veo que sí lo han sido. Su preocupación le honra. Pero no debe obsesionarse por las sencillas criaturas pastoriles de la periferia de la galaxia, capitán —le dijo el maestro de los ;at con un ligero toque divertido en la voz—. Las noticias corren por medios que le sorprenderían. Y al margen de la culpa que puedan tener ustedes, no hay precisamente pocos paraísos… Pero eso no tiene importancia. Es una actitud noble por su parte preocuparse por que su propia cultura, las muchas maneras de ser de ustedes, puedan ahogar las nuestras propias. En realidad, ésa era mi preocupación al principio. Pero ya la he superado. Si yo lo he hecho, bien puede usted también dejar en paz su conciencia. Según mis estimaciones, no son ustedes lo bastante poderosos para hacernos otra cosa que enriquecernos… y mi especialidad es conocer bien a las tres especies que vivimos aquí. Más adelante, mucho más adelante, dentro de un millar de años, tal vez aporten ustedes algo que pueda cambiar realmente una o dos de nuestras propias ideas. Pero eso no sucederá de momento.
Kirk no dijo nada; sentía, como si aún la tuviera encima, la sombra de inmensa vejez y poder que se había inclinado sobre él la primera vez. «Nuestras intenciones son buenas —pensó—. Eso vale algo. Pero ¿qué nos hace creer que comprendemos todo lo que sucede en torno nuestro? De hecho, es la no comprensión lo que nos lanza al exterior una y otra vez. El misterio es mucho más interesante que el conocimiento…»
Continuaron avanzando, bosque adentro.
—No abrigo ninguna duda sobre el proceso de nuestro encuentro y nuestra negociación —comentó el Maestro de los ;at mientras les seguía sin moverse—. Hay muchas formas sutiles con las que usted podría haber intentado influir en mis decisiones. Pero no empleó ninguna de ellas; tampoco tenía intención de utilizarlas, como yo bien sé. En nuestras historias, que incluyen el futuro, su llegada había sido predicha… la suya, o la de alguien como usted. Ha llegado el momento de crecer. Así que… creceremos. Pero nunca piense que es obra suya —agregó el Maestro con tono divertido—. La historia que se escribe aquí es la nuestra. Y en cuanto a quién la está escribiendo… —Su voz se transformó lentamente en algo que se parecía sospechosamente a una risa entre dientes.
—Señor —intervino Kirk—, hagamos lo que hagamos, interferiremos en el planeta lo mínimo posible, y seremos tan cuidadosos como podamos con su gente.
—¿Dónde están los demás integrantes de su pueblo? —le preguntó Spock—. Los otros ;at parecen reservados.
Kirk tuvo la clara sensación de que el maestro de los ;at les sonreía.
—Así lo han sido, en su época —le respondió al vulcaniano—. Señor Spock, yo soy el único de mi especie que se encuentra aquí en estos momentos. Hay muchos otros, pero éste no es su lugar.
Kirk alzó las cejas. Todos los sondeos del ;at habían salido en blanco; no podían obtener una demostración física de sus manifestaciones. Era lo mismo que intentar extraer una muestra celular de la piel de la
Enterprise
. Era posible que los ornae y los lahit tuvieran la misma conformación genética básica, pero nada probaba que Maestro tuviera en absoluto nada que ver con ellos… otra cosa en la que se había equivocado el informe de la exploración original. El Maestro de los ;at era un cero.
—Al ser el único de su especie en este planeta… —comenzó Kirk—, ¿no se siente solo?
Maestro se echó a reír.
—¿Con todo el planeta para vigilar y dos especies completas? Difícilmente podría sucederme eso. Y ahora con otra especie, a la cual no le es aplicable mi responsabilidad. ¡Se avecinan buenos tiempos!
—¿Responsabilidad? —inquirió Spock.
—Guardar, proteger. —Maestro se detuvo en la linde de otro claro—. En otros lugares suceden maravillas, de eso no cabe duda. Será un placer que algunas de ellas vengan hasta aquí.
—Señor —intervino McCoy—, ¿ha considerado alguna vez los viajes espaciales para usted mismo?
Se produjo un momentáneo silencio mientras todos contemplaban el espacio abierto, lleno de larga hierba verdiazul que ondeaba, alta hasta la cintura y enjoyada con gotas de rocío, de forma que todo el campo destellaba con cada soplo de viento.
—¿Quién no piensa alguna vez —respondió Maestro— en abandonar su puesto y hacer otra cosa, algún otro trabajo mejor? Pero antes o después, si el deber tiene peso para uno, le mantiene donde le ha colocado su palabra de honor. No, doctor, ésta es mi carga. Aquí me quedo. Pero tal vez —continuó, y el capitán sintió que miraba específicamente a McCoy—, usted, que conoce mi carga y conoce a su propio pueblo, regresará alguna vez por este camino.
Kirk creyó percibir algo melancólico en el tono de voz del ;at. Le hubiera gustado responderle que sí, pero decir la verdad a aquella criatura se había transformado en un hábito.
—Nosotros no somos dueños de nosotros mismos, señor —le explicó—. Nos gustaría regresar cuando ya hayamos acabado nuestro trabajo aquí. Quizá llegaremos a hacerlo, pero eso depende de los poderes vivos y de lo que ellos decidan.
—Así es —replicó Maestro—. Pero yo estoy habituado a eso. —Su voz era alegre.
Continuaron avanzando a través de la hierba y se mojaron hasta la cintura sin que les importara. El Maestro de los ;at no hizo estremecer ni una brizna de hierba, ni hizo caer una sola gota de rocío.
—Bonito truco, ése —comentó McCoy, un poco molesto por alguna cosa. Nunca había sido madrugador ni en sus mejores tiempos, y aquélla era una hora demasiado temprana para él.
—Algún día lo conseguirán también ustedes —le aseguró Maestro—. Yo no me preocuparía.
—Yo no lo conseguiré, a menos que pierda una cantidad enorme de peso —respondió McCoy.
Llegaron a otra zona de bosque a través de la cual se veía una extraña clase de luminiscencia.
—Por aquí —les dijo Maestro, y los condujo por otro sendero.
Era más estrecho que la mayoría; unos árboles y arbustos con hojas de helecho les acariciaron mientras avanzaban en la luz verdiazul que le confería al entorno un ambiente crepuscular. Los árboles crecían allí en número suficiente para formar un techo impenetrable, la única luz que entraba era la que les venía de frente.
—Deseaba que vieran esto —declaró Maestro; y salieron del bosque, repentina y finalmente, a la playa. La suave luz dorada del sol matinal, teñida con tonalidades anaranjadas, bañaba las aguas azules y se reflejaba en las crestas de las olas que iban a morir en la arena de color melocotón.
McCoy sonrió.
—Gracias —le dijo al ;at.
—Pensé que quizá les gustaría —replicó Maestro—. No es más que uno de los muchos límites. Yo les agradezco que hayan cruzado el mío y lo hayan defendido.
—Señor —intervino Kirk—, no tiene por qué darnos las gracias. Yo le agradezco la hospitalidad que nos ha dispensado.
—Ah, en cuanto a eso —contestó Maestro—, uno debe ser cortés, después de todo. Nunca sabe uno a quién va a tener que recibir en su casa…
Se echó a reír y desapareció.
—Misteriosa criatura —comentó Kirk, tras observar durante un rato la maravillosa salida del sol—. Lamentaré tener que marcharme.
Spock contempló la dorada mañana otro largo rato.
—Bueno, capitán —dijo finalmente—, creo que la teniente Uhura querrá que suba a echarles una mirada a los algoritmos del traductor. Finalmente hemos conseguido identificar los pronombres y los verbos de los lahit.
—Puede marcharse, Spock —le respondió Kirk; el vulcaniano dio media vuelta y desapareció de vuelta entre los árboles para dedicarse a sus asuntos.
—No sirve de nada intentar retenerle cuando tiene cosas que hacer —comentó McCoy mientras miraba hacia el mar matutino.
—No —confirmó Kirk.
Se encaminó hacia un lado, donde había una enorme roca medio sepultada en la arena.
—Permítame —le pidió Kirk a la piedra, sacudió la arena de encima y se sentó sobre ella.
McCoy se acercó a él lentamente, se detuvo para recoger una concha que estaba en la arena y le dio vueltas entre los dedos.
—Juega sobre seguro, ¿eh? —le comentó al capitán.
—Bones, yo no soy geólogo. Todas las rocas de este lugar me parecen iguales y preferiría no sentarme sobre una que se pusiera a hablarme. Al menos, no lo haría sin antes presentarme.
—Es un extraño lugar, éste —reflexionó McCoy mientras se sentaba sobre la arena, junto a Kirk.