Por quién doblan las campanas (21 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

María, por el momento, parecía estar bastante recobrada. Al menos, así lo parecía. Pero él no era buen psiquiatra. La psiquiatra era Pilar. Probablemente fue bueno para ellos el haber pasado juntos la noche anterior. Sí, a menos que no acabase todo de repente. Para él, por lo menos, fue bueno. Se sentía en condiciones inmejorables, sano, bueno, despreocupado y feliz. Las cosas se presentaban bastante mal, pero había tenido mucha suerte. Había estado en otras que también se presentaban mal. Presentarse... Estaba pensando en español. María era realmente encantadora.

«Mírala —se dijo—. Mírala.»

La veía andar alegremente al sol, con su camisa caqui desabrochada. «Se movía como un potrito, pensó. No tropiezas a menudo con cosas como ésta. Estas cosas no suceden en la vida real. Quizá no te hayan sucedido tampoco. Quizás estés soñando o inventándolas y en realidad no hayan sucedido. Quizá sean como esos sueños que has tenido cuando has ido al cine y te vas luego a la cama y sueñas de una manera tan bonita.» Había dormido con todas ellas así, mientras soñaba. Podía acordarse aún de la Garbo y de la Harlow. Sí, la Harlow le visitaba muchas veces. Quizá todo aquello fuera como esos sueños.

Aún se acordaba de la noche en que la Garbo se le apareció en la cama, la víspera del ataque a Pozoblanco; Greta llevaba un jersey de lana, muy suave al tacto, y cuando él la estrechó en sus brazos, ella se refugió en él y sus cabellos le rozaron suavemente la cara y le preguntó por qué no le había dicho antes que la quería, siendo así que ella le quería desde mucho tiempo atrás. No se mostró tímida ni distante ni fría. Se ofreció tan adorable y hermosa como en los viejos días en que andaba con John Gilbert, y todo fue tan real como si realmente hubiera sucedido; y la amó mucho más que a la Harlow, aunque la Garbo no se le presentó más que una vez, en tanto que la Harlow... Bueno, quizás estuviera soñando todavía.

«Pero quizá no lo estuviera», se dijo. Quizá pudiera alargar la mano en aquellos momentos y tocar a aquella María. «Puede que lo que te ocurra es que tengas miedo de hacerlo, no vaya a ocurrir que descubras que no ha ocurrido nunca, que no es real, que todo es pura imaginación, como esos sueños de las artistas de cine o como la aparición de todas las muchachas de antes, que venían a dormir en el saco por la noche sobre el santo suelo, sobre la paja de los graneros, en los establos, los corrales y los cortijos; en los bosques, los garajes y los camiones, así como en todas las montañas de España.» Todas acudían a dormir bajo esa manta cuando él estaba durmiendo y todas parecían mucho más bonitas de lo que eran en la vida real. Era posible que ahora le estuviese ocurriendo lo mismo. «Es posible que tengas miedo de tocarla para comprobar si es real —se dijo—. Es posible que si intentaras tocarla descubrieras que todo no es más que un sueño.

Dio un paso para cruzar al otro lado del sendero y puso su mano en el brazo de la muchacha. Bajo sus dedos sintió la suavidad de su piel debajo de la tela de la ajada camisa. La chica le miró y sonrió.

—Hola, María —dijo.

—Hola, inglés —contestó ella, y pudo ver su cara morena y sus ojos verdegrís y sus labios que le sonreían, y el cabello cortado, dorado por el sol. Levantó la cara y le sonrió mirándole a los ojos. Sí, era verdad.

Estaban ya a la vista del campamento del Sordo, al final del pinar, en una garganta en forma de palangana volcada. «Todas estas cuencas calizas tienen que estar llenas de cuevas —pensó—. Allí mismo veo dos. Los pinos bajos que crecen entre las rocas, las ocultan bien. Este es un lugar tan bueno o mejor que el escondrijo de Pablo.

—¿Y cómo fue el fusilamiento de tu familia? —preguntó Pilar a Joaquín.

—Pues, nada, mujer —contestó Joaquín—; eran de izquierdas, como muchos otros de Valladolid. Cuando los fascistas depuraron el pueblo, fusilaron primero a mi padre. Había votado a los socialistas. Luego fusilaron a mi madre; había votado también a los socialistas. Era la primera vez que votaba en su vida. Después fusilaron al marido de una de mis hermanas. Era miembro del Sindicato de conductores de tranvías. No podía conducir un tranvía sin pertenecer al Sindicato, naturalmente. Pero no le importaba la política. Yo le conocía bien. Era, incluso, un poco sinvergüenza. No creo que hubiera sido un buen camarada. Luego, el marido de la otra chica, de mi otra hermana, que era también tranviario, se fue al monte como yo. Ellos supusieron que mi hermana sabía dónde se escondía; pero mi hermana no lo sabía. Así es que la mataron porque no quiso decir nada.

—¡Qué barbaridad! —dijo Pilar—. Pero, ¿dónde está el Sordo? No le veo.

—Está ahí. Debe de estar dentro —respondió Joaquín, y, deteniéndose y apoyando la culata del fusil en el suelo, dijo—: Pilar, óyeme, y tú, María; perdonadme si os he molestado hablándoos de mi familia. Ya sé que todo el mundo tiene las mismas penas y que más vale no hablar de ello.

—Vale más hablar —dijo Pilar—. ¿Para qué se ha nacido, si no es para ayudarnos los unos a los otros? Y escuchar y no decir nada es una ayuda bien pobre.

—Pero todo eso ha podido ser molesto para María. Ya tiene bastante con lo suyo.

—¡Qué va! —dijo María—. Tengo un cántaro tan grande que puedes vaciar dentro tus penas sin llenarlo. Pero me duele lo que me dices, Joaquín, y espero que tu otra hermana esté bien.

—Hasta ahora está bien —dijo Joaquín—. La han metido en la cárcel, pero parece que no la maltratan mucho.

—¿Tienes otros parientes? —preguntó Robert Jordan.

—No —dijo el muchacho—. Yo no tengo a nadie más. Salvo el cuñado que se fue a los montes y que creo que ha muerto.

—Puede que esté bien —dijo María—. Quizás esté con alguna banda por las montañas.

—Para mí que está muerto —dijo Joaquín—. Nunca fue muy fuerte y era conductor de tranvías; no es una preparación muy buena para el monte. No creo que haya podido durar más de un año. Además, estaba un poco malo del pecho.

—Puede ser que, a pesar de todo, esté muy bien —dijo María, pasando el brazo por las espaldas de Joaquín.

—Claro, chica; puede que tengas razón —dijo él.

Como el muchacho se había quedado allí parado, María se empinó, le pasó el brazo alrededor del cuello y le abrazó. Joaquín apartó la cabeza, porque estaba llorando.

—Lo hago como si fueras mi hermano —dijo María—. Te abrazo como si fueras mi hermano.

El muchacho aseveró con la cabeza, llorando, sin hacer ruido.

—Yo soy como si fuera tu hermana —le dijo María—. Te quiero mucho y es como si fuera de tu familia. Todos somos una familia.

—Incluido el inglés —dijo Pilar, con voz de trueno—; ¿no es así, inglés?

—Sí —dijo Jordan, dirigiéndose al muchacho—; somos todos una familia, Joaquín.

—Éste es tu hermano —dijo Pilar—; ¿no es verdad, inglés?

Robert Jordan pasó el brazo por los hombros del muchacho.

—Somos todos tus hermanos —dijo. Joaquín aseveró con la cabeza.

—Me da vergüenza haber hablado —dijo—. Hablar de semejantes asuntos no hace más que dificultar las cosas a todo el mundo. Me da vergüenza haberos molestado.

—Vete a la m... con tu vergüenza —dijo Pilar, con su hermosa voz profunda—. Y si María te besa otra vez, voy a besarte también yo. Hace años que no he besado a ningún torero, aunque sea un fracasado como tú. Me gustaría besar al un torero fracasado que se ha vuelto comunista. Sujétale bien, inglés, que voy a darle un beso como una catedral.

—¡Deja! —dijo el chico, y volvió la cabeza bruscamente—. Dejadme tranquilo. No me pasa nada y siento haber hablado.

Estaba allí parado, tratando de dominar la expresión de su rostro. María cogió de la mano a Robert Jordan. Pilar, parada en medio del camino, puesta en jarras, miraba al muchacho con aire burlón.

—Cuando yo te bese no será como una hermana. Vaya un truco ése de besarte como una hermana.

—No hay que dar tanta broma —dijo el muchacho—; ya os he dicho que no me pasa nada. Siento haber hablado.

—Muy bien, entonces, vamos a ver al viejo —dijo Pilar—. Tantas emociones me fatigan.

El chico la miró. A todas luces había sido herido por las palabras de Pilar.

—No hablo de tus emociones —dijo Pilar—; hablo de las mías. Eres muy tierno para ser torero.

—No tuve suerte —dijo Joaquín—; pero no vale la pena insistir en ello.

—Entonces, ¿por qué te dejas crecer la coleta?

—¿Por qué no? Las corridas son muy útiles económicamente. Dan trabajo a muchos y el Estado va a dirigir ahora todo eso; y quizá la próxima vez no tenga miedo.

—Quizá sí —dijo Pilar— y quizá no.

—¿Por qué le hablas con tanta dureza? —preguntó María—. Yo te quiero mucho, Pilar, pero te portas como una verdadera bruta.

—Es posible que sea un poco bruta —dijo Pilar—. Escucha, inglés, ¿sabes bien lo que vas a decirle al Sordo?

—Sí.

—Porque es hombre que habla poco; no es como tú ni como yo ni como esta parejita sentimental.

—¿Por qué hablas así? —preguntó de nuevo María, irritada.

—No lo sé —dijo Pilar, volviendo a caminar—. ¿Por qué piensas que lo hago?

—Tampoco lo sé.

—Hay cosas que me aburren —dijo Pilar, de mal humor—. ¿Comprendes? Y una de ellas es tener cuarenta y ocho años. ¿Lo has entendido? Cuarenta y ocho años y una cara tan fea como la mía. Y otra es ver el pánico en la cara de un torero fracasado, de tendencias comunistas, cuando digo en son de broma que voy a besarle.

—No es verdad, Pilar —dijo el muchacho—. No has visto eso.

—¿Qué va a ser verdad? Claro que no. Y a la mierda todos. ¡Ah, aquí está! Hola, Santiago. ¿Qué tal?

El hombre al que hablaba Pilar era un tipo de baja estatura, fuerte, de cara tostada, pómulos anchos, cabello gris, ojos muy separados y de un color pardo amarillento, nariz de puente, afilada como la de un indio, boca grande y delgada con un labio superior muy largo. Iba recién afeitado y se acercó a ellos desde la entrada de la cueva moviéndose ágilmente con sus arqueadas piernas, que hacían juego con su pantalón, sus polainas y sus botas de pastor. El día era caluroso, pero llevaba un chaquetón de cuero forrado de piel de cordero, abrochado hasta el cuello. Tendió a Pilar una mano grande, morena:

—Hola, mujer —dijo—. Hola —dijo a Robert Jordan, le estrechó la mano, mirándole atentamente a la cara. Robert Jordan vio que los ojos del hombre eran amarillos, como los de los gatos, y aplastados como los de los reptiles—. ¡Guapa! —dijo a María, dándole un golpecito en el hombro—. ¿Habéis comido?—preguntó a Pilar.

Pilar negó con la cabeza.

—¿Comer? —dijo, mirando a Robert Jordan—. ¿Beber? —preguntó, haciendo un ademán con el pulgar hacia abajo, como si estuviera vertiendo algo de una botella.

—Sí, muchas gracias —contestó Jordan.

—Bien —dijo el Sordo—. ¿
Whisky
?

—¿Tiene usted
whisky
?

El Sordo afirmó con la cabeza.

—¿Inglés?—preguntó—. ¿No ruso?

—Americano.

—Pocos americanos aquí —dijo.

—Ahora habrá más.

—Mejor. ¿Norte o Sur?

—Norte.

—Como inglés. ¿Cuándo saltar puente?

—¿Está usted enterado de lo del puente?

El Sordo dijo que sí con la cabeza.

—Pasado mañana, por la mañana.

—Bien —dijo el Sordo.

—¿Pablo? —preguntó a Pilar.

Ella meneó la cabeza. El Sordo sonrió.

—Vete —dijo a María, y volvió a sonreír—. Vuelve luego. —Sacó de su chaqueta un gran reloj, pendiente de una correa—. Dentro de una media hora.

Les hizo señas para que se sentaran en un tronco pulido, que servía de banco, y, mirando a Joaquín, extendió el índice hacia el sendero en la dirección en que habían venido.

—Bajaré con Joaquín y volveré luego —dijo María.

El Sordo entró en la cueva y salió con un frasco de
whisky
y tres vasos; el frasco, debajo del brazo, los vasos en una mano, un dedo en cada vaso. En la otra mano llevaba una cántara llena de agua, cogida por el cuello. Dejó los vasos y el frasco sobre el tronco del árbol y puso la cántara en el suelo.

—No hielo —dijo a Robert Jordan, y le pasó el frasco.

—Yo no quiero de eso —dijo Pilar, tapando su vaso con la mano.

—Hielo, noche última, por suelo —dijo el viejo, y sonrió—. Todo derretido. Hielo, allá arriba —añadió, y señaló la nieve que se veía sobre la cima desnuda de la montaña—. Muy lejos.

Robert Jordan empezó a llenar el vaso del Sordo; pero el viejo movió la cabeza y le indicó por señas que tenía que servirse él primero.

Robert Jordan se sirvió un buen trago de
whisky
; el Sordo le miraba, muy atento, y, terminada la operación, tendió la cántara de agua a Robert Jordan, que la inclinó suavemente, dejando que el agua fría se deslizara por el pico de barro cocido de la cántara.

El Sordo se sirvió medio vaso y acabó de llenarlo con agua.

—¿Vino? —preguntó a Pilar.

—No; agua.

—Toma —dijo—. No bueno —dijo a Robert Jordan, y sonrió—. Yo conocido muchos ingleses. Siempre mucho
whisky
.

—¿Dónde?

—Finca —dijo el Sordo—; amigos dueño.

—¿Dónde consiguió usted este
whisky
?

—¿Qué? —No oía.

—Tienes que gritarle —dijo Pilar—. Por la otra oreja.

El Sordo señaló su mejor oreja, sonriendo.

—¿Dónde encuentra usted este
whisky
? —preguntó Robert Jordan.

—Lo hago yo —dijo el Sordo, y vio cómo se detenía la mano que llevaba el vaso que Robert Jordan encaminaba a su boca.

—No —dijo el Sordo, dándole golpecitos cariñosos en la espalda—. Broma. Viene Granja. Dicho ayer noche dinamitero inglés viene. Bueno. Muy contento. Buscar
whisky
. Para ti. ¿Te gusta?

—Mucho —dijo Robert Jordan—; es un
whisky
muy bueno.

—¿Contento? —El Sordo sonrió.— Traje esta noche con informaciones.

—¿Qué informaciones?

—Movimiento de tropas. Mucho.

—¿Dónde?

—Segovia. Aviones. ¿Has visto?

—Sí.

—Malo, ¿eh?

—Malo.

—Movimiento de tropas. Mucho. Entre Villacastín y Segovia. En la carretera de Valladolid. Mucho entre Villacastín y San Rafael. Mucho. Mucho.

—¿Qué es lo que usted piensa?

—Preparamos alguna cosa.

—Es posible.

—Ellos saben. Ellos también preparan.

—Es posible.

—¿Por qué no saltar puente esta noche?

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