Por quién doblan las campanas (23 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

—Sí —contestó Robert Jordan—. Vete un momento, ¿quieres? —dijo a María, sin mirarla.

La muchacha se alejó unos pasos, lo bastante como para no oír, y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

—Ya ves —dijo el Sordo—. La dificultad no está en eso. Pero largarse después y salir de esta región con luz del día es un problema grave.

—Naturalmente —dijo Robert Jordan—, y he pensado en ello. Pero también será pleno día para mí.

—Pero tú estás solo —dijo el Sordo—; nosotros somos varios.

—Habría la posibilidad de volver a los campamentos y salir por la noche —dijo Pilar, llevándose el vaso a los labios y apartándolo después sin llegar a beber.

—Eso es también muy peligroso —explicó el Sordo—. Eso es quizá más peligroso todavía.

—Creo que lo es, en efecto —dijo Robert Jordan.

—Volar el puente por la noche sería fácil —dijo el Sordo—; pero si pones la condición de que sea en pleno día, puede acarrearnos graves consecuencias.

—Ya lo sé.

—¿No podrías hacerlo por la noche?

—Sí, pero me fusilarían.

—Es muy posible que nos fusilen a todos si tú lo haces en pleno día.

—A mí me daría lo mismo, en tanto en cuanto volase el puente —explicó Robert Jordan—; pero me hago cargo de su punto de vista. ¿No pueden llevar ustedes a cabo una retirada en pleno día?

—Sí que podemos hacerlo —dijo el Sordo—. Podemos organizar esa retirada. Pero lo que estoy explicándote es por qué estamos inquietos y por qué nos hemos enfadado. Tú hablas de ir a Gredos como si fuera una maniobra militar. Si llegáramos a Gredos, sería un milagro.

Robert Jordan no dijo nada.

—Oye —dijo el Sordo—; estoy hablando mucho. Pero es el único modo de entenderse los unos a los otros. Nosotros estamos aquí de milagro. Por un milagro de la pereza y de la estupidez de los fascistas, que tratarán de remediar a su debido tiempo. Desde luego, tenemos mucho cuidado y procuramos no hacer ruido por estos montes.

—Ya lo sé.

—Pero ahora, una vez hecho eso, tendremos que irnos. Tenemos que pensar en la manera de marcharnos.

—Naturalmente.

—Bueno —concluyó el Sordo—, vamos a comer. Ya he hablado bastante.

—Nunca te he oído hablar tanto —dijo Pilar—. ¿Ha sido esto? —y levantó el vaso.

—No —dijo el Sordo, negando con la cabeza—. No ha sido el
whisky
. Ha sido porque nunca tuve tantas cosas de que hablar como hoy.

—Le agradezco su ayuda y su lealtad —dijo Robert Jordan—; me doy cuenta de las dificultades que origino exigiendo que el puente sea volado en ese momento.

—No hablemos de eso —dijo el Sordo—. Estamos aquí para hacer lo que se pueda. Pero la cosa es peliaguda.

—Sobre el papel, sin embargo, es muy sencilla —dijo Robert Jordan sonriendo—. Sobre el papel, el puente tiene que saltar en el momento en que comience el ataque, de modo que no pueda llegar nada por la carretera. Es muy sencillo.

—Que nos hagan hacer alguna cosa sobre el papel —dijo el Sordo—, que inventen y realicen algo sobre el papel.

—El papel no sangra —dijo Robert Jordan, citando el proverbio.

—Pero es muy útil —dijo Pilar—; es muy útil. Lo que me gustaría a mí valerme de tus órdenes para ir al retrete.

—A mí, también —dijo Robert Jordan—; pero no es así como se gana una guerra.

—No —dijo la mujerona—; supongo que no. Pero ¿sabes lo que me gustaría?

—Ir a la República —contestó el Sordo. Había acercado su oreja sana a la mujer mientras hablaba—. Ya irás, mujer. Deja que ganemos la guerra y todo será la República.

—Muy bien —contestó Pilar—; y ahora, por el amor de Dios, comamos.

Capítulo XII

D
ESPUÉS DE HABER COMIDO
salieron del refugio del Sordo y comenzaron a descender por la senda. El Sordo los acompaño hasta el puesto de más abajo.

—Salud —dijo—. Hasta la noche.

—Salud, camarada —dijo Robert Jordan, y los tres siguieron bajando por el camino mientras el viejo, parado, los seguía con la mirada. María se volvió y agitó la mano. El Sordo agitó la suya, haciendo con el brazo ese ademán rápido que al estilo español quiere ser un saludo, aunque más bien parece la manera de arrojar una piedra a lo lejos; algo así como si en lugar de saludar se quisiera zanjar de golpe un asunto. Durante la comida el Sordo no se había desabrochado su chaqueta de piel de cordero y se había comportado con una cortesía exquisita, teniendo cuidado de volver la cabeza para escuchar cuando se le hablaba, y volviendo a utilizar aquel español entrecortado para preguntar a Robert Jordan sobre la situación de la República cortésmente; pero estaba claro que deseaba verse libre de ellos cuanto antes.

Al marcharse, Pilar le había dicho:

—¿Qué te pasa, Santiago?

—Nada, mujer —había respondido el Sordo—. Todo está muy bien; pero estoy pensando.

—Yo también —había dicho Pilar.

Y ahora que seguían bajando por el sendero, bajada fácil y agradable por entre los pinos, por la misma pendiente que habían subido con tanto esfuerzo unas horas antes, Pilar mantenía la boca cerrada. Robert Jordan y María callaban también, de manera que anduvieron rápidamente hasta el lugar en que la senda descendía de golpe, saliendo del valle arbolado para adentrarse luego en el monte y alcanzar por fin el prado de la meseta.

Hacía calor aquella tarde de fin de mayo, y a mitad de camino de la última grada rocosa, la mujer se detuvo. Robert Jordan la imitó y al volverse vio el sudor perlar la frente de Pilar. Su moreno rostro se le antojó pálido, la piel floja y vio que grandes ojeras negras se dibujaban bajo sus ojos.

—Descansemos un rato —dijo—; vamos demasiado de prisa.

—No —dijo ella—, continuemos.

—Descansa, Pilar —dijo María—; tienes mala cara.

—Cállate —dijo la mujer—; nadie te ha pedido tu opinión.

Empezó a subir rápidamente por el sendero, pero llegó al final sin alientos y no cabía ya duda sobre la palidez de su rostro sudoroso.

—Siéntate, Pilar —dijo María—; te lo ruego; siéntate, por favor.

—Está bien —dijo Pilar.

Se sentaron los tres debajo de un pino y miraron por encima de la pradera las cimas que parecían surgir de entre las curvas de los valles cubiertos de una nieve que brillaba al sol hermosamente en aquel comienzo de la tarde.

—¡Qué condenada nieve y qué bonita es de mirar! —dijo Pilar—. Hace pensar en no sé qué la nieve. —Se volvió hacia María y dijo—: Siento mucho haber sido tan brusca contigo, guapa. No sé qué me pasa hoy. Estoy de malas.

—No hago caso de lo que dices cuando estás enfadada —contestó María—, y estás enfadada con mucha frecuencia.

—No, esto es peor que un enfado —dijo Pilar, mirando hacia las cumbres.

—No te encuentras bien —dijo María.

—No es tampoco eso —dijo la mujer—. Ven aquí, guapa, pon la cabeza en mi regazo.

María se acercó a ella, puso los brazos debajo como se hace cuando se duerme sin almohada y apoyó la cabeza en el regazo de Pilar. Luego volvió la cara hacia ella y le sonrió, pero la mujerona miraba por encima de las praderas hacia las montañas. Se puso a acariciar la cabeza de la muchacha sin mirarla, siguiendo con dedos suaves la frente, luego el contorno de la oreja y luego la línea de los cabellos que crecían bajo la nuca.

—La tendrás dentro de un momento, inglés —dijo. Robert estaba sentado detrás de ella.

—No hables así —dijo María. ~

—Sí, te tendrá —dijo Pilar, sin mirar ni a uno ni a otro—. No te he deseado nunca, pero estoy celosa.

—Pilar —dijo María—, no hables de esa manera.

—Te tendrá —dijo Pilar, y pasó su dedo alrededor del lóbulo de la oreja de la muchacha—; pero me siento muy celosa.

—Pero, Pilar —dijo María—, si fuiste tú quien me dijo que no habría nada de eso entre nosotras.

—Siempre hay cosas de ese estilo —dijo la mujer—; siempre hay algo que no tenía que haber. Pero conmigo no habrá nada. Yo quiero que seas feliz, y nada más.

María no respondió y siguió tumbada, intentando hacer que su cabeza fuese lo más ligera posible.

—Escucha, guapa —dijo Pilar, pasando un dedo negligente, pero ceñido, por el contorno de las mejillas—. Escucha, guapa, yo te quiero y me parece bien que él te tenga; no soy una viciosa, soy una mujer de hombres. Así es. Pero ahora tengo ganas de decirte a voz en grito que te quiero.

—Y yo también te quiero.

—¡Qué va! no digas tonterías. No sabes siquiera de lo que hablo.

—Sí, sí que lo sé.

—¡Qué va! ¡Qué vas a saber! Tú eres para el inglés. Eso está claro y así tiene que ser. Y es lo que yo quiero. No hubiera permitido otra cosa. No soy una pervertida, pero digo las cosas como son. No hay mucha gente que diga la verdad; ninguna mujer te la dirá. Yo sí me siento celosa lo digo bien claro.

—No lo digas —replicó María—; no lo digas, Pilar.

—¿Por qué no lo digas? —preguntó la mujer, sin mirarla—; lo diré hasta que se me vayan las ganas de decirlo. Y en este mismo momento —dijo, sin mirar a ninguno de los dos— se me han acabado. No voy a decirlo más; ¿entiendes?

—Pilar —dijo María—, no hables así.

—Tú eres una gatita muy mona —dijo Pilar— y quítame esa cabeza del regazo. Se ha pasado el momento de las tonterías.

—No eran tonterías —dijo María—, y mi cabeza está bien donde está.

—No, quítamela —dijo Pilar. Pasó sus grandes manos por debajo de la cabeza de la joven y la levantó—. Y tú, inglés —preguntó, sosteniendo aún la cabeza de la muchacha y mirando insistentemente a lo lejos, hacia las montañas, como había hecho todo el tiempo—, ¿se te ha comido la lengua el gato?

—No fue el gato —contestó Robert Jordan.

—¿Qué animal fue? —preguntó Pilar depositando la cabeza de la muchacha en el suelo.

—No fue un animal —dijo Robert Jordan.

—¿Te la has tragado entonces?

—Así es —dijo Robert Jordan.

—¿Y estaba buena? —preguntó Pilar, volviéndose hacia él y sonriéndole.

—No mucho.

—Ya me lo figuraba yo. Ya me lo figuraba. Pero voy a devolverte a tu conejito. No he tratado nunca de quitártelo. Ese nombre le sienta bien, conejito. Te he oído llamarla así esta mañana.

Robert Jordan sintió que se ruborizaba.

—Es usted muy dura para ser mujer —le dijo.

—No —dijo Pilar—; soy tan sencilla que parezco muy complicada. ¿Tú no eres complicado, inglés?

—No, ni tampoco tan sencillo.

—Me gustas, inglés —dijo Pilar. Luego sonrió, se inclinó hacia delante, y volvió a sonreír, moviendo la cabeza—. ¿Y si yo quisiera quitarte la gatita o quitarle a la gatita su gatito?

—No podrías hacerlo.

—Claro que no —dijo Pilar, sonriendo de nuevo—. Ni tampoco lo quiero. Aunque cuando era joven podía haberlo hecho.

—Lo creo.

—¿Lo crees?

—Sin ninguna duda —dijo Robert Jordan—; pero esta clase de conversación es una tontería.

—No es propia de ti —dijo María.

—No es propia de mí —dijo Pilar—; pero es que hoy no me parezco mucho a mí misma. Me parezco muy poco. Tu puente me ha dado dolor de cabeza, inglés.

—Podemos llamarle el puente del dolor de cabeza —dijo Robert Jordan—; pero yo le haré caer en esa garganta como si fuera una jaula de grillos.

—Bien —contestó Pilar—. Sigue hablando así.

—Me lo voy a merendar como si fuera un plátano sin cáscara.

—Me gustaría comerme un plátano ahora —dijo Pilar—. Continúa, inglés. Anda, sigue hablando así.

—No vale la pena —dijo Robert Jordan—. Vámonos al campamento.

—Tu deber —dijo Pilar—. Ya llegará, hombre. Pero antes voy a dejaros solos.

—No, tengo mucho que hacer.

—Eso vale la pena también y no se requiere mucho tiempo.

—Cállate, Pilar —dijo María—. Eres muy grosera.

—Soy muy grosera —dijo Pilar—; pero soy también muy delicada. Soy muy delicada. Ahora voy a dejaros solos. Y todo eso de los celos es una tontería. Estaba furiosa contra Joaquín porque vi en sus ojos lo fea que soy. Estoy celosa porque tienes diecinueve años; eso es todo. Pero no son celos que duran. No tendrás siempre diecinueve años. Y ahora me iré.

Se levantó y, apoyándose una mano en la cadera, se quedó mirando a Robert Jordan, que se había puesto también de pie. María continuaba sentada en el suelo, debajo de un árbol, con la cabeza baja.

—Volvamos al campamento todos juntos —dijo Robert Jordan—. Será mejor; hay mucho que hacer.

Pilar señaló con la barbilla a María, que continuaba sentada con la cabeza baja, sin decir nada. Luego sonrió, se encogió visiblemente de hombros y preguntó:

—¿Sabéis el camino?

—Sí —respondió María, sin levantar la cabeza.

—Pues me voy —dijo Pilar—; me voy. Tendremos listo algún reconstituyente para agregarlo a la cena, inglés.

Comenzó a andar por la pradera hacia las malezas que bordeaban el arroyo que corría hasta el campamento.

—Espera —le gritó Jordan—. Es mejor que volvamos todos juntos.

María continuaba sentada sin decir palabra.

Pilar no se volvió.

—¡Qué va! ¡Volver todos juntos! —dijo—. Os veré luego.

Robert Jordan permanecía de pie, inmóvil.

—¿Crees que se encuentra bien? —preguntó a María—. Tenía mala cara.

—Déjala —dijo María, que continuaba con la cabeza gacha.

—Creo que debería acompañarla.

—Déjala —dijo María—. Déjala.

Capítulo XIII

C
AMINANDO POR LA ALTA PRADERA
Robert Jordan sentía el roce de la maleza contra sus piernas; sentía el peso de la pistola sobre la cadera; sentía el sol sobre su cabeza; sentía a su espalda la frescura de la brisa que soplaba de las cumbres nevadas; sentía en su mano la mano firme y fuerte de la muchacha y sus dedos entrelazados. De aquella mano, de la palma de aquella mano apoyada contra la suya, de sus dedos entrelazados y de la muñeca que rozaba su muñeca, de aquella mano, de aquellos dedos y de aquella muñeca emanaba algo tan fresco como el soplo que os llega del mar por la mañana, ese soplo que apenas riza la superficie de plata; y algo tan ligero como la pluma que os roza los labios o la hoja que cae al suelo en el aire inmóvil. Algo tan ligero que sólo podía notarse con el roce de los dedos, pero tan fortificante, tan intenso y tan amoroso en la forma de apretar de los dedos y en la proximidad estrecha de la palma y de la muñeca, como si una corriente ascendiera por su brazo y le llenase todo el cuerpo con el penoso vacío del deseo. El sol brillaba en los cabellos de la muchacha, dorados como el trigo, en su cara bruñida y morena y en la suave curva de su cuello, y Jordan le echó la cabeza hacia atrás, la estrechó entre sus brazos y la besó. Al besarla la sintió temblar, y acercando todo su cuerpo al de ella, sintió contra su propio pecho, a través de su camisa, la presión de sus senos pequeños y redondos; alargó la mano, desabrochó los botones de su camisa, se inclinó sobre la muchacha y la besó. Ella se quedó temblando, con la cabeza echada hacia atrás, sostenida apenas por el brazo de él. Luego bajó la barbilla y rozó con ella los cabellos de Robert Jordan, y cogió la cabeza de él entre sus manos como para acunarla. Entonces él se irguió y, rodeándola con ambos brazos, la abrazó con tanta fuerza, que la levantó del suelo mientras sentía el temblor que le recorría todo el cuerpo. Ella apoyó los labios en el cuello de él y Jordan la dejó caer suavemente mientras decía:

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