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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (24 page)

—María. María. —Luego dijo—: ¿Adónde podríamos ir?

Ella no respondió. Deslizó su mano por entre su camisa y Jordan vio que le desabrochaba los botones.

—Yo también. Quiero besarte yo también —dijo ella.

—No, conejito mío.

—Sí, quiero hacerlo todo como tú.

—No; no es posible.

—Bueno, entonces, entonces...

Y hubo entonces el olor de la jara aplastada y la aspereza de los tallos quebrados debajo de la cabeza de María, y el sol brillando en sus ojos entornados. Toda su vida recordaría él la curva de su cuello, con la cabeza hundida entre las hierbas, y sus labios, que apenas se movían, y el temblor de sus pestañas, con los ojos cerrados al sol y al mundo. Y para ella todo fue rojo naranja, rojo dorado, con el sol que le daba en los ojos; y todo, la plenitud, la posesión, la entrega, se tiñó de ese color con una intensidad cegadora. Para él fue un sendero oscuro que no llevaba a ninguna parte, y seguía avanzando sin llevar a ninguna parte, y seguía avanzando más sin llevar a ninguna parte, hacia un sin fin, hacia una nada sin fin, con los codos hundidos en la tierra, hacia la oscuridad sin fin, hacia la nada sin fin, suspendido en el tiempo, avanzando sin saber hacia dónde, una y otra vez, hacia la nada siempre, para volver otra vez a nacer, hacia la nada, hacia la oscuridad, avanzando siempre hasta más allá de lo soportable y ascendiendo hacia arriba, hacia lo alto, cada vez más alto, hacia la nada. Hasta que, de repente, la nada desapareció y el tiempo se quedó inmóvil, se encontraron los dos allí, suspendidos en el tiempo, y sintió que la tierra se movía y se alejaba bajo ellos.

Un momento después se encontró tumbado de lado, con la cabeza hundida entre las hierbas. Respiró a fondo el olor de las raíces, de la tierra y del sol que le llegaba a través de ellas y le quemaba la espalda desnuda y las caderas, y vio a la muchacha tendida frente a él, con los ojos aún cerrados, y al abrirlos, le sonrió; y él, como en un susurro y como si llegara de muy lejos, aunque de una lejanía amistosa, le dijo:

—Hola, conejito.

Ella sonrió y desde muy cerca le dijo:

—Hola, inglés.

—No soy inglés —dijo él perezosamente.

—Sí —dijo ella—, lo eres. Eres mi inglés. —Se inclinó sobre él, le cogió de las orejas y le besó en la frente.— Ahí tienes. ¿Qué tal? ¿Beso ahora mejor?

Luego, mientras caminaban al borde del arroyo, Jordan le dijo:

—María, te quiero tanto y eres tan adorable, tan maravillosa y tan buena, y me siento tan dichoso cuando estoy contigo, que me entran ganas de morirme.

—Sí —dijo ella—; yo me muero cada vez... ¿Tú te mueres también?

—Casi me muero, aunque no del todo. ¿Notaste cómo se movía la tierra?

—Sí, en el momento en que me moría. Pásame el brazo por el hombro, ¿quieres?

—No, dame la mano. Eso basta.

La contempló un rato y luego miró al prado, en donde un halcón estaba cazando, y miró las enormes nubes de la tarde, que venían de las montañas.

—¿Y no sientes lo mismo con las otras? —le preguntó María, mientras iban caminando con las manos enlazadas.

—No; de veras que no.

—¿Has querido a muchas más?

—He querido a algunas. Pero a ninguna como a ti.

—¿Y no era como esto? ¿De veras que no?

—Era una cosa agradable, pero sin comparación.

—Se movía la tierra. ¿Lo habías notado otras veces?

—No; de veras que no.

—¡Ay! —exclamó ella—. Y sólo tenemos un día.

Jordan no dijo nada.

—Pero lo hemos tenido —insistió María—. Y ahora, dime ¿me quieres de verdad? ¿Te gusto? Cuando pase algún tiempo seré más bonita.

—Eres muy bonita ahora.

—No —dijo ella—. Pero ponme la mano sobre la cabeza.

Jordan lo hizo como se lo pedía y sintió que la cabellera corta se hundía bajo sus dedos con suavidad y volvía a levantarse en cuanto dejaba de acariciarla. Entonces le cogió la cabeza con las dos manos, le hizo volver la cara hacia él y la besó.

—Me gusta que me beses —dijo ella—; pero yo no sé besarte.

—No tienes que hacerlo.

—Sí, tengo que hacerlo. Si voy a ser tu mujer, tengo que procurar darte gusto en todo.

—Me das ya gusto en todo. Nadie podría procurarme un placer mayor y no sé qué tendría que hacer yo para ser más feliz de lo que soy.

—Pues ya verás —dijo ella, rebosante de felicidad—. Te gusta ahora mi pelo porque hay poco; pero cuando crezca y sea largo, no seré fea, como ahora, y me querrás mucho más.

—Tienes un cuerpo muy bonito —dijo él—; el cuerpo más lindo del mundo.

—No, lo que pasa es que soy joven.

—No; en un cuerpo hermoso hay una magia especial. No sé lo que hace la diferencia entre uno y otro cuerpo, pero tú lo tienes.

—Lo tengo para ti —dijo ella.

—No.

—Sí. Para ti siempre, y sólo para ti. Pero eso no es nada; quisiera aprender a cuidarte bien. Dime la verdad; ¿no habías notado que la tierra se moviese antes de ahora?

—Nunca —dijo él con sinceridad.

—Bueno, entonces me siento feliz —dijo ella— me siento muy feliz. Pero ¿estás pensando en otra cosa? —le preguntó María a continuación.

—Sí, en mi trabajo.

—Me gustaría que tuviésemos caballos —dijo María—; me gustaría ir en un caballo y galopar contigo, y galopar cada vez más de prisa. Iríamos cada vez más de prisa, pero nunca llegaríamos más allá de mi felicidad.

—Podríamos llevar tu felicidad en avión —dijo Jordan, sin saber lo que decía.

—Y subir, subir hacia lo alto, como esos aviones pequeñitos de caza que brillan al sol —dijo ella—. Hacer una cabriola y luego caer. ¡Qué bueno! —exclamó, riendo—. Como sería tan dichosa, no lo notaría.

—Eso sí que es felicidad —dijo él, oyendo a medias lo que decía ella.

Porque en aquellos momentos ya no estaba allí. Seguía caminando al lado de la muchacha, pero su mente estaba ocupada con el problema del puente, que ahora se le ofrecía con toda claridad, nitidez y precisión, como cuando la lente de una cámara está bien enfocada. Vio los dos puestos, y a Anselmo y al gitano vigilándolos. La carretera vacía, y después llena de movimiento. Vio en dónde tenía que colocar los dos rifles automáticos para conseguir el mejor campo de tiro y se preguntó quién habría de servirlos. Al final, lo haría él, desde luego; pero al principio ¿quién? Colocó las cargas agrupándolas y sujetándolas bien y hundió en ellas los cartuchos, conectando los alambres; volvió luego al lugar en que había dispuesto la vieja caja del fulminante. Después siguió pensando en todas las cosas que podían ocurrir y en las que podían salir mal. «Basta —se dijo—. Deja de pensar en esas cosas. Has hecho el amor a esa muchacha, y ahora que tienes la mente despejada te pones a buscarte cavilaciones. Una cosa es pensar en lo que tienes que hacer y otra preocuparte inútilmente. No te preocupes. No debes hacerlo. Sabes perfectamente lo que tendrás que hacer y lo que puede ocurrir. Por supuesto, hay cosas que pueden ocurrir. Cuando; te metiste en este asunto, sabías cuál era el objeto de tu lucha. Luchabas precisamente contra lo que ahora te ves obligado a hacer para contar con alguna probabilidad de triunfo. Te ves forzado a utilizar a personas que estimas, como si fueran tropas por las que no sintieras ningún afecto, si es que quieres tener éxito. Pablo ha sido indudablemente el más listo. Vio en seguida el peligro. La mujer estaba enteramente a favor del asunto y lo sigue estando, pero poco a poco se ha ido dando cuenta de lo que implicaba realmente y eso la ha cambiado mucho. El Sordo vio el peligro inmediatamente, pero está resuelto a llevarlo a cabo, aunque el asunto no le gusta más de lo que te gusta a ti. De manera que dices que no es lo que pueda sucederte a ti, sino lo que pueda sucederles a la mujer y a la muchacha y a los otros lo que te preocupa. Está bien. ¿Qué es lo que les hubiera sucedido de no haber aparecido tú? ¿Qué es lo que les sucedió antes de que tú vinieras? Es mejor no pensar en ello. Tú no eres responsable de ellos salvo en la acción. Las órdenes no emanan de ti. Emanan de Golz. ¿Y quién es Golz? Un buen general. El mejor de los generales bajo cuyas órdenes hayas servido nunca. Pero ¿debe ejecutar un hombre órdenes imposibles sabiendo a qué conducen? ¿Incluso aunque provengan de Golz, que representa al partido al mismo tiempo que al ejército?» Sí, debía ejecutarlas, porque era solamente ejecutándolas como podía probarse su imposibilidad. ¿Cómo saber que eran imposibles mientras no se hubiesen ensayado? Si todos se ponían a decir que las órdenes eran imposibles de cumplir cuando se recibían, ¿adonde irían a parar? ¿Adónde iríamos a parar todos, si se contentasen con decir «imposible» en el momento de recibir las órdenes?

Ya conocía él jefes para quienes eran imposibles todas las órdenes. Por ejemplo, aquel cerdo de Gómez, en Extremadura. Ya había visto bastantes ataques en que los flancos no avanzaban porque avanzar era imposible. No, él ejecutaría las órdenes, y si llegaba a tomar cariño a la gente con la que trabajaba, mala suerte.

Con su trabajo, ellos, los
partizans
, los guerrilleros, concitaban peligro y mala suerte a las gentes que les prestaban abrigo y ayuda. ¿Para qué? Para que algún día no hubiese más peligros y el país pudiera ser un lugar agradable para vivir. Así era, aunque la cosa pudiese parecer muy trillada.

Si la República perdiese, resultaría imposible para los que creían en ella vivir en España.

¿Estaba seguro de ello?

Sí, lo sabía por las cosas que había visto que habían sucedido en los lugares en donde habían estado los fascistas.

Pablo era un cerdo, pero los otros eran gentes extraordinarias y ¿no sería traicionarlas el forzarlas a hacer ese trabajo? Quizá lo fuera. Pero si no lo hacían, dos escuadrones de caballería los arrojarían de aquellas montañas al cabo de una semana.

No, no se ganaba nada dejándolos tranquilos. Salvo que se debía dejar tranquilo a todo el mundo y no molestar a nadie. De manera, se dijo, que él creía que era menester dejar a todo el mundo tranquilo. Sí, lo pensaba así. Pero ¿qué sería entonces de la sociedad organizada y de todo lo demás? Bueno, eso era un trabajo que tenían que hacer los otros. Él tenía que hacer otras cosas, por su cuenta, cuando acabase la guerra. Si luchaba en aquella guerra era porque había comenzado en un país que él amaba y porque creía en la República y porque si la República era destruida, la vida sería imposible para todos los que creían en ella. Se había puesto bajo el mando comunista mientras durase la guerra. En España eran los comunistas quienes ofrecían la mejor disciplina, la más razonable y la más sana para la prosecución de la guerra. Él aceptaba su disciplina mientras durase la guerra porque en la dirección de la guerra los comunistas eran los únicos cuyo programa y cuya disciplina le inspiraban respeto.

Pero ¿cuáles eran sus opiniones políticas? Por el momento, no las tenía. «No se lo digas a nadie —pensó—. No lo admitas siquiera. ¿Y qué vas a hacer cuando se acabe esta guerra? Me volveré a casa para ganarme la vida enseñando español, como lo hacía antes, y escribiré un libro absolutamente verídico. Apuesto algo a que lo escribiré. Apuesto algo a que no será difícil escribirlo.»

Convendría que hablara de política con Pablo. Sería interesante sin duda conocer su evolución. El clásico movimiento de izquierda a derecha, probablemente; como el viejo Lerroux. Pablo se parecía mucho a Lerroux. Prieto era de la misma calaña. Pablo y Prieto tenían una fe, semejante poco más o menos, en la victoria final. Los dos tenían una política de cuatreros. Él creía en la República como una forma de Gobierno; pero la República tendría que sacudirse a aquella banda de cuatreros que la habían llevado al callejón sin salida en que se encontraba cuando la rebelión había comenzado. ¿Hubo jamás un pueblo como éste, cuyos dirigentes hubieran sido hasta ese punto sus propios enemigos?

Enemigos del pueblo. He ahí una expresión que podía él pasar muy bien por alto, una frase tópica que convenía sacudirse. Todo ello era el resultado de haber dormido con María. Sus ideas políticas se iban convirtiendo desde hacía algún tiempo en algo tan estrecho e inconformista como las de un baptista de caparazón duro, y expresiones como enemigos del pueblo le acudían a la memoria sin que se tomase la pena de examinarlas. Toda clase de clisés revolucionarios y patrióticos. Su mente los adoptaba sin criticarlos. Quizá fueran auténticos, pero se habituaba demasiado fácilmente a tales expresiones. Sin embargo, después de la última noche y de la conversación con el Sordo, tenía el espíritu más claro y más dispuesto para examinar aquel asunto. El fanatismo era una cosa extraña. Para ser fanático hay que estar absolutamente seguro de tener la razón y nada infunde esa seguridad, ese convencimiento de tener la razón como la continencia. La continencia es el enemigo de la herejía.

¿Resistiría la premisa un examen? Esa era la razón por la que los comunistas perseguían tanto a los bohemios. Cuando uno se emborracha o comete pecado de fornicación o de adulterio, descubre uno su propia falibilidad hasta en ese sustituto tan mudable del credo de los apóstoles: la línea del partido. Abajo con la bohemia, el pecado de Mayakovski.

Pero Mayakovski era ya un santo. Porque había muerto y estaba enterrado convenientemente. «Tú también vas a estar apañado uno de estos días. Bueno, basta, basta de pensar en esto. Piensa en María.»

María hacía mucho daño a su fanatismo. Hasta ahora no había ella dañado a su capacidad de resolución, pero notaba que prefería por el momento no morir. Renunciaría con gusto o un final de héroe o de mártir. No aspiraba a las Termópilas ni deseaba ser el Horacio de ningún puente ni el muchachito holandés con el dedo en el agujero del dique. No. Le hubiera gustado pasar algún tiempo con María. Y ésa era la expresión más sencilla de todos sus deseos. Le hubiera gustado pasar algún tiempo, mucho tiempo con María.

No creía nunca que hubiera una cosa como mucho tiempo, pero, si por casualidad la había, le gustaría pasarlo con ella. «Podríamos ir a un hotel y registrarnos como el doctor Livingstone y su mujer. ¿Por qué no?

Pero ¿por qué no casarse con ella? Naturalmente, se casaría. «Entonces seríamos el señor y la señora Jordan de Sun Valley (Idaho). O de Corpus Christi (Texas), o de Butte (Montana).

«Las españolas son estupendas esposas. Lo sé porque no he tenido nunca ninguna. Y cuando vuelva a mi puesto de la Universidad hará una mujer de profesor excelente, y cuando los estudiantes de cuarto curso de castellano vengan por la noche a fumar una pipa y a discutir de manera libre e instructiva sobre Quevedo, Lope de Vega, Galdós y otros muertos admirables, María podrá contarles cómo algunos cruzados de la verdadera fe, vestidos de camisa azul, se sentaron sobre su cabeza, mientras otros le retorcían los brazos, y le levantaban la falda para así amordazarla.»

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