Por quién doblan las campanas (28 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

—Claro que estaba tuberculoso —dijo Pilar, irguiéndose con el gran cucharón de madera en la mano—. Era pequeñito, tenía voz de niño y mucho miedo a los toros. Nunca he visto un hombre que tuviese más miedo antes de la corrida ni menos miedo cuando estaba en el ruedo. Tú —dijo a Pablo— tienes miedo de morir ahora. Crees que eso tiene importancia. Pues Finito tenía miedo siempre, pero en el ruedo era un león.

—Tenía fama de ser muy valiente —dijo el otro hermano.

—Nunca he conocido un hombre que tuviera tanto miedo —siguió Pilar—. No quería ver en su casa una cabeza de toro. Una vez, en la feria de Valladolid, mató muy bien un toro de Pablo Romero.

—Me acuerdo —dijo el primer hermano—. Estaba yo allí. Era un toro jabonero, con la frente rizada y unos cuernos enormes. Era un toro de más de treinta arrobas. Fue el último toro que mató en Valladolid.

—Justo —dijo Pilar—. Y después, la peña de aficionados que se reunía en el café Colón y que había dado su nombre a la peña, hizo disecar la cabeza del toro y se la ofreció en un banquete íntimo, en el mismo café Colón. Durante la comida, la cabeza del toro estuvo colgada en la pared, cubierta con una tela. Yo asistí al banquete y también algunas mujeres; Pastora, que es más fea que yo; la
Niña de los Peines
con otras gitanas, y algunas putas de postín. Fue un banquete de poca gente, pero muy animado, y casi se armó una gresca regular al originarse una disputa entre Pastora y una de las putas de más categoría por una cuestión de buenos modales. Yo estaba muy satisfecha, sentada junto a Finito, pero me di cuenta de que Finito no quería mirar a la cabeza del toro, que estaba envuelta en un paño violeta, como las imágenes de los santos en las iglesias durante la Semana Santa del que fue Nuestro Señor.

»Finito no comía mucho, porque, en el momento de entrar a matar en la última corrida del año en Zaragoza, había recibido un varetazo de costado que le tuvo sin conocimiento algún tiempo y desde entonces no podía soportar nada en el estómago; y de cuando en cuando se llevaba el pañuelo a la boca, para escupir un poco de sangre. ¿Qué es lo que estaba diciendo?

—La cabeza del toro —dijo Primitivo—; hablabas de la cabeza del toro disecada.

—Eso es —dijo Pilar—; eso es. Pero tengo que daros algunos detalles, para que os deis cuenta. Finito no era muy alegre, como sabéis. Era más bien triste y jamás le vi reír de nada cuando estábamos solos. Ni siquiera de cosas que eran muy divertidas. Lo tomaba todo muy en serio. Era casi tan serio como Fernando. Pero aquel banquete se lo ofreció un grupo de aficionados que había fundado la Peña Finito y era preciso que se mostrase amable y contento. Así es que durante toda la comida estuvo sonriendo y diciendo cosas amables, y sólo yo veía lo que estaba haciendo con el pañuelo. Llevaba tres pañuelos encima y los llenó los tres antes de decirme en voz baja:

»—Pilar, no puedo aguantar más; creo que tendré que marcharme.

»—Como quieras, marchémonos —le dije; porque me daba cuenta de que estaba sufriendo mucho. En aquel momento había muchas risas y bullanga, y el ruido era terrible.

»—No, no podemos irnos —dijo Finito—. Después de todo, es la peña que lleva mi nombre y me siento obligado con ella.

»—Si estás malo, vámonos —dije yo.

»—Déjalo. Me quedaré. Dame un poco de manzanilla. »No me pareció muy sensato que bebiese, ya que no había comido nada y sabía cómo andaba su estómago; pero, evidentemente, no podía soportar por más tiempo el bullicio y la alegría sin tomar algo. Así es que vi cómo bebía rápidamente una botella casi entera de manzanilla. Como había empapado todos los pañuelos, se valía ahora de la servilleta.

»El banquete había llegado a una situación de gran entusiasmo, y algunas de las putas que pesaban menos eran llevadas en andas alrededor de la mesa por varios de los miembros de la peña. Convencieron a Pastora para que cantase y El Niño Ricardo tocó la guitarra. Era una cosa de mucha emoción y una ocasión de mucho regocijo para beber con los amigos en medio de gran jolgorio. Nunca he visto en un banquete semejante entusiasmo de verdadero flamenco, y sin embargo no se había descubierto aún la cabeza del toro, que era, al fin y al cabo, el motivo de la celebración del banquete.

»Me divertía de tal forma, estaba de tal modo ocupada tocando palmas para acompañar a Ricardo y tratando de formar un grupo para que tocase palmas acompañando a
La Niña de los Peines
, que no me di cuenta de que Finito había empapado su servilleta y había cogido la mía. Continuaba bebiendo manzanilla, tenía los ojos brillantes y movía la cabeza con aire de contento mirando a todos. No podía hablar, porque si hablaba temía el tener que echar mano de la servilleta; pero tenía el aspecto de estar divirtiéndose enormemente, cosa que, al fin y a la postre, era lo que debía hacer. Para eso estaba allí.

»Así es que el banquete siguió y el hombre que estaba junto a mí que había sido antiguo empresario de Rafael el Gallo, me estaba contando una historia que terminaba así: “Entonces Rafael vino y me dijo: ‘Tú eres el mejor amigo que tengo en el mundo y el más bueno de todos. Te quiero como a un hermano y quiero hacerte un regalo’. Así es que me dio un hermoso alfiler de brillantes, me besó en las dos mejillas y nos sentimos los dos muy conmovidos. Luego, Rafael el Gallo, después de darme el hermoso alfiler de brillantes, salió del café y yo le dije a Retana, que estaba sentado a mi mesa:

»“Ese cochino gitano acaba de firmar un contrato con otro empresario”. “Pero ¿qué dices?”, me preguntó Retana. “Hace diez años que soy su empresario y no me ha hecho nunca ningún regalo —dijo el empresario del Gallo—. Esto no puede significar otra cosa”. Y era absolutamente cierto. Y así fue cómo el Gallo le dejó.

»Pero entonces Pastora se metió en la conversación, no tanto acaso por defender el buen nombre de Rafael, porque a nadie le he oído hablar tan mal como a ella, sino porque el empresario había hablado mal de los gitanos, al decir “cochino gitano”. Y se metió con tanta violencia y con tales palabras, que el empresario tuvo que callarse. Yo me metí también para calmar a Pastora y otra gitana se metió también para calmarme a mí. Había tanto ruido, que nadie podía oír una palabra de lo que se hablaba, salvo la palabra puta, que rugía por encima de todas las demás, hasta que se restableció la calma. Y las tres mujeres que nos habíamos mezclado nos quedamos sentadas, mirando el vaso. Y entonces me di cuenta de que Finito estaba mirando a la cabeza del toro, todavía envuelta en el paño violeta, con el horror reflejado en su mirada.

»Entonces el presidente de la peña comenzó a pronunciar el discurso que había que pronunciar antes de descubrir la cabeza, y durante todo el discurso, que iba acompañado de olés o golpes sobre la mesa, yo estuve mirando a Finito, que se valía, no de su servilleta, sino de la mía y se hundía más y más en el asiento, mirando con horror y como fascinado la cabeza del toro, todavía envuelta en su paño y que estaba en la pared frontera a él.

»Hacia el final del discurso, Finito se puso a mover la cabeza a uno y a otro lado y a echarse cada vez más atrás en su asiento.

»—¿Cómo va eso, chico? —le pregunté; pero, al mirarme, vi que no me reconocía; movía la cabeza a uno y otro lado, diciendo: “No. No. No.”

»Entonces el presidente de la peña concluyó su discurso y luego todo el mundo le aplaudió, mientras él, subido en una silla, tiraba de la cuerda para quitar el paño violeta que tapaba la cabeza. Y, lentamente, la cabeza salió a la luz, aunque el paño se enganchó en uno de los cuernos y el hombre tuvo que tirar del trapo y los hermosos cuernos puntiagudos y bien pulimentados aparecieron entonces. Y detrás, el testuz amarillo del toro, con los cuernos negros y afilados, que apuntaban hacia delante con sus puntas blancas como las de un puerco espín y la cabeza del toro era como si estuviese viva. Tenía la testa ensortijada, las ventanas de la nariz dilatadas y sus ojos brillantes miraban fijamente a Finito.

»Todos gritaban y aplaudían, y Finito se echaba más y más hacia atrás en el asiento, hasta que, al darse cuenta de ello, se calló todo el mundo y se quedó mirándole, mientras él seguía diciendo: “No. No”, y mirando al toro y retrocediendo cada vez más, hasta que dijo un no muy fuerte y una gran bocanada de sangre le salió por la boca. Y ni siquiera echó entonces mano de la servilleta, de manera que la sangre le chorreaba por la barbilla; y Finito seguía mirando al toro, y diciendo: “Toda la temporada, sí; para hacer dinero, sí; para comer, sí; pero no puedo comer, ¿me entendéis? Tengo el estómago malo. Y ahora que la temporada ha terminado, no, no, no.” Miró alrededor de la mesa, miró de nuevo a la cabeza del toro y dijo no una vez más. Y luego dejó caer la cabeza sobre el pecho y, llevándose a los labios la servilleta, se quedó quieto, inmóvil, sin añadir una palabra más. Y el banquete, que había comenzado tan bien y que prometía hacer época en la historia de la alegría, fue un verdadero fracaso.

—¿Cuánto tardó en morir después de eso? —preguntó Primitivo.

—Murió aquel invierno —dijo Pilar—. Nunca se recobró del último varetazo que recibió en Zaragoza. Esos golpes son peores que una cornada, porque la herida es interna y no se cura. Recibía un golpe así siempre que entraba a matar, y por eso no logró tener nunca más éxito. Le resultaba muy difícil apartarse de los cuernos porque era bajo. Casi siempre le golpeaba el toro con el flanco del cuerno, aunque la mayoría de las veces no eran más que golpes de refilón.

—Si era tan pequeño, no debería haberse hecho torero —dijo Primitivo.

Pilar miró a Robert Jordan y movió la cabeza. Luego se inclinó sobre la gran marmita de hierro y siguió moviendo la cabeza.

«¡Qué gente ésta! —pensó—. ¡Qué gentes son los españoles! “Y si era tan bajo no debía haberse hecho torero.” Yo oigo eso y no digo nada. No me enfurezco, y cuando he acabado de explicarlo, me callo. ¡Qué fácil es hablar de lo que no se entiende! ¡Qué sencillo! Cuando no se sabe nada, se dice: “No valía gran cosa como torero.” Otro, que tampoco sabe nada, dice: “Era un tuberculoso.” Y un tercero, cuando alguien que sabe se lo ha explicado, comenta: “Si era tan pequeño, no debía haber sido torero.”»

Inclinada sobre el fuego, veía ahora la cama, el cuerpo moreno y desnudo con las cicatrices inflamadas en las dos caderas, el rasgón profundo, y ya cicatrizado, en el lado derecho del pecho y la larga línea blanca que le atravesaba todo el costado, hasta las axilas. Le veía con los ojos cerrados y aquella cara morena y solemne y los negros cabellos ensortijados, echados ahora hacia atrás. Ella estaba sentada cerca de la cama, frotándole las piernas, dándole masaje en las pantorrillas, amasando, hasta ablandarlos, los músculos y golpeándolos luego con el puño cerrado, hasta dejarlos sueltos y flexibles.

«—¿Cómo va eso? —le preguntaba—. ¿Cómo van tus piernas, chico?

»—Muy bien, Pilar —contestaba, sin abrir los ojos.

»—¿Quieres que te dé masaje en el pecho?

»—No, Pilar; no me toques ahí, por favor.

»—¿Y en los muslos?

»—No, me hacen mucho daño.

»—Pero si los froto con linimento se calentarán y te dolerán menos.

»—No, Pilar, gracias; prefiero que no me toques ahí.

»—Voy a lavarte con alcohol.

»—Sí, eso sí; pero con mucho cuidado.

»—Has estado formidable en el último toro —le decía.

»—Sí, le he matado muy bien.»

Luego, después de lavarle y taparle con una sábana, se tumbaba ella junto a él en la cama y él le tendía una mano morena. Y, cogiéndole la mano, le decía: «Eres mucha mujer, Pilar.» Era la única «broma» que se permitía y, generalmente, después de la corrida, se dormía y ella se quedaba allí, acostada, apretando la mano de Finito entre las suyas y oyéndole respirar.

A veces, durmiendo tenía miedo; advertía que su mano se crispaba y veía que el sudor perlaba su frente. Si se despertaba, ella le decía: «No es nada. No es nada.» Y se volvía a dormir. Estuvo con él cinco años, y jamás en todo ese tiempo le engañó, o casi nunca. Y luego, después del entierro, se juntó con Pablo, que era el que llevaba al ruedo los caballos de los picadores y que se parecía a los toros que Finito se había pasado la vida matando. Pero nada duraba; ni la fuerza del toro ni el valor del torero; lo veía en aquellos momentos. ¿Qué era lo que duraba? «Yo duro —pensó—. Sí, duro; pero ¿para qué?»

—María —dijo—, ten cuidado con lo que haces. Es un fuego de cocina lo que estás haciendo. No estás prendiendo fuego a una ciudad.

En aquel momento apareció el gitano en el umbral. Estaba cubierto de nieve y se quedó allí con la carabina en la mano, pateando para quitarse la nieve de los pies.

Robert Jordan se levantó y se acercó a él.

—¿Qué hay? —dijo al gitano.

—Guardias de seis horas, de dos hombres a la vez en el puente grande —dijo el gitano—. Hay ocho hombres y un cabo en la casilla del peón caminero. Aquí tienes tu cronómetro.

—¿Y el puesto del aserradero?

—Allí está el viejo. Puede observar el puesto y la carretera al mismo tiempo.

—¿Y la carretera? —preguntó Robert Jordan.

—El movimiento de siempre —contestó el gitano—. Nada extraordinario. Pasaron varios coches.

El gitano parecía helado, y su atezada cara estaba rígida por el frío y tenía las manos rojas. Sin entrar todavía en la cueva, se quitó su chaqueta y la sacudió.

—Me quedé hasta que relevaron la guardia —dijo—. La relevaron a mediodía y a las seis. Es una guardia muy larga. Me alegro de no estar en su ejército.

—Vamos ahora a buscar al viejo —dijo Robert Jordan, poniéndose su chaquetón de cuero.

—No seré yo —contestó el gitano—. Ahora me tocan a mí el fuego y la sopa caliente. Le explicaré a alguno de éstos dónde está el viejo, para que te lleve allí. ¡Eh, holgazanes! —gritó a los hombres sentados junto a la mesa—. ¿Quién quiere servir de guía al inglés para ir hasta donde se encuentra el viejo?

—Yo voy —dijo Fernando, levantándose—. Dime dónde está.

—Oye —dijo el gitano—. Está... —Y le explicó dónde estaba apostado el viejo.

Capítulo XV

A
NSELMO ESTABA ACURRUCADO
al arrimo de un árbol; la nieve le pasaba silbando por los oídos. Se apretaba contra el tronco, metiendo las manos en las mangas de su chaqueta y hundiendo la cabeza entre los hombros todo lo que podía. «Si me quedo aquí mucho tiempo, me helaré —pensaba—, y eso no servirá de nada. El inglés me ha dicho que me quede hasta que me releven, pero cuando me lo dijo no sabía que iba a haber esta tormenta. No ha habido movimiento anormal en la carretera y conozco la disposición y el horario del puesto del aserradero. Debiera volverme ahora al campamento. Cualquier persona con sentido común me diría que debo volver ahora al campamento. Pero voy a esperar un poco, y luego volveré al campamento. Es el inconveniente de las órdenes demasiado rígidas. No se prevé nada para el caso en que cambie la situación.» Se frotó los pies, uno contra otro. Luego sacó las manos de las mangas de la chaqueta, se echó hacia delante, se frotó las piernas y se dio un pie contra otro para avivar la circulación. Hacía menos frío en aquel sitio al abrigo del viento y al amparo del árbol, pero tendría que ponerse pronto a caminar.

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