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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (61 page)

—Pero ¿hablarás a alguien de ese mensaje?

—Sí, hombre. Sin ninguna duda. Los conozco a todos en estas dos brigadas. Todos pasan por aquí. Conozco incluso a los rusos, aunque no hay muchos que hablen español. Impediremos a ese loco que fusile a los españoles.

—Pero ¿y el mensaje?

—El mensaje también; no te preocupes, camarada. Sabemos cómo hay que gastarlas con ese loco. No es peligroso más que con sus compatriotas. Ahora ya le conocemos.

—Traed a los dos detenidos —dijo la voz de André Marty.

—¿Queréis echar un trago? —preguntó el cabo.

—¿Cómo no?

El cabo cogió de un armario una botella de anís, y Gómez y Andrés bebieron. El cabo también. Secóse la boca con el dorso de la mano.

—Vámonos —dijo.

Salieron del cuarto de guardia con la boca ardiendo por efecto del anís que habían tomado entrecortadamente, con la tripa y el espíritu templados; atravesaron el vestíbulo y penetraron en la habitación donde Marty se encontraba sentado ante una larga mesa, con un mapa extendido delante de él y sosteniendo en la mano un lápiz rojo y azul, con el que jugaba a general. Para Andrés, aquello no era sino un incidente más. Había habido muchos aquella noche. Era siempre así. Si se tenían los papeles en regla y la conciencia limpia, no se corría peligro. Acababan por soltar a uno y se proseguía el camino. Pero el inglés había dicho que se dieran prisa. Sabía que no volvería a tiempo para lo del puente; pero tenía que entregar un despacho, y aquel viejo detrás de la mesa lo guardaba en su bolsillo.

—Deteneos ahí —ordenó Marty, sin levantar sus ojos.

—Escucha, camarada Marty —comenzó a decir Gómez, fortificada su cólera por los efectos del anís—; ya hemos sido estorbados una vez esta noche por la ignorancia de los anarquistas. Luego, por la pereza de un burócrata fascista. Y ahora lo estamos siendo por la desconfianza de un comunista.

—Cállate —dijo Marty, sin mirarle—. No estamos en una reunión pública.

—Camarada Marty, se trata de un asunto muy urgente —insistió Gómez—, y de la mayor importancia.

El cabo y el soldado que los escoltaban seguían con el más vivo interés la conversación, como si estuvieran presenciando una obra cuyos lances más felices, aunque vistos ya muchas veces, saboreaban con deleite por anticipado.

—Todo es de la mayor urgencia —dijo Marty—. Todas las cosas tienen importancia. —Levantó la vista hacia ellos, con el lápiz en la mano.— ¿Cómo supisteis que Golz estaba aquí? ¿Os dais cuenta de la gravedad que supone el preguntar por un general antes de iniciarse un ataque? ¿Cómo pudisteis saber que ese general estaría aquí?

—Cuéntaselo tú —dijo Gómez a Andrés.

—Camarada general —empezó a decir Andrés. André Marty no corrigió el error de grado—. Ese paquete me lo dieron al otro lado de las líneas.

—¿Al otro lado de las líneas? —preguntó Marty—. ¡Ah, sí!, ya os oí decir que veníais de las líneas fascistas.

—Me lo dio un inglés llamado Roberto, camarada general, que vino como dinamitero para lo del puente. ¿Entiendes?

—Continúa con tu cuento —dijo Marty, usando la palabra cuento para expresar mentira, falsedad o invención.

—Bueno, camarada general, el inglés me ordenó que a toda prisa se lo trajera al general Golz, que va a lanzar una ofensiva por estas montañas. Y lo único que te pedimos es podérselo llevar con toda la rapidez posible, si no tiene ningún inconveniente el camarada general.

Marty volvió a sacudir la cabeza. Miraba a Andrés, pero no le veía.

Golz, pensaba con una mezcla de horror y de satisfacción; esa mezcla que es capaz de experimentar un hombre al saber que su peor rival ha muerto en un accidente de coche particularmente atroz, o que una persona que odiaba, y cuya probidad no se puso nunca en duda, acababa de ser acusada de desfalco. Que Golz fuese también uno de ellos... Que Golz mantuviera relaciones tan evidentes con los fascistas... Golz, a quien él conocía desde hacía más de veinte años. Golz, que había capturado el tren de oro aquel invierno con Lucacz en Siberia. Golz, que se había batido contra Kolchak y en Polonia. Y en el Cáucaso, y en China. Y aquí, desde el primero de octubre. Pero había sido íntimo de Tukhachevsky. De Vorochilov también, ciertamente. Pero fue íntimo de Tukhachevsky. ¿Y de quién más? Aquí lo era de Karkov, desde luego. Y de Lucacz. Pero todos los húngaros eran intrigantes. Él detestaba a Gall. «Acuérdate de eso. Anótalo.» Golz había detestado siempre a Gall. Pero sostenía a Putz. «Acuérdate de eso. Y Duval es su jefe de Estado Mayor. Fíjate en lo que hay detrás de todo eso. Se le ha oído decir que Copie era un imbécil. Eso es algo definitivo. Eso es algo que cuenta. Y ahora, ese mensaje procedente de las líneas fascistas.» Solamente cortando las ramas podridas podría conservarse el árbol sano y vigoroso. Era necesario que la podredumbre quedara al descubierto para que pudiera ser destruida. Pero que tuviera que ser Golz... Que fuera Golz uno de los traidores... Sabía que no era posible confiar en nadie. En nadie. Nunca. Ni en la propia mujer. Ni en el hermano. Ni en el más viejo camarada. En nadie. Nunca.

—Lleváoslos y vigiladlos. —El cabo y el soldado se cruzaron una mirada. Para ser una entrevista con Marty, había sido poco ruidosa.

—Camarada Marty —dijo Gómez—, no procedas como un demente. Escúchame a mí, un oficial leal, un camarada. Ese mensaje tiene que ser entregado. Este camarada lo ha traído atravesando las líneas fascistas para entregárselo al camarada general Golz.

—Lleváoslos —ordenó Marty al centinela, expresándose con gran dulzura. Los compadecía como seres humanos aunque fuese necesario liquidarlos. Pero era la tragedia de Golz lo que le obsesionaba. Que tuviera que ser Golz, pensaba. Era preciso llevar en seguida el mensaje fascista a Varloff. No, sería mejor que él mismo se lo entregara a Golz y le observara en su reacción. ¿Cómo estar seguro de Varloff, si Golz mismo era uno de ellos? No. Era un asunto que requería grandes precauciones.

Andrés se dirigió a Gómez.

—¿Crees que no va a enviar el mensaje? —preguntó, sin acabar de creerlo.

—¿No lo estás viendo? —dijo Gómez.

—Me cago en su puta madre —dijo Andrés—. Está loco.

—Sí —asintió Gómez—; está loco. Estás loco. ¿Me oyes? Loco —gritó a Marty, que estaba de espaldas a ellos, inclinado sobre el mapa, esgrimiendo su lápiz rojo y azul—. ¿Me oyes, loco asesino?

—Lleváoslos —volvió a decir Marty—. Su cabeza está desquiciada bajo el peso de su enorme culpa.

Aquélla era una frase que al cabo le resultaba familiar. La había oído ya otras veces.

—Loco. Asesino —gritaba Gómez.

—Hijo de la gran puta —gritaba Andrés—. Loco.

La estupidez de aquel hombre le exasperaba. Si era un loco, que le encerrasen, que le quitaran el mensaje del bolsillo. Al diablo con aquel loco. La furia española empezaba a manifestarse, sobreponiéndose a su manera de ser calmosa y a su humor afable. Un poco más, y le cegaría.

Marty, con los ojos fijos en el mapa, movió tristemente la cabeza mientras los guardias hacían salir a Gómez y a Andrés. Los guardias se divirtieron al oír cómo le insultaban; pero, en conjunto, la representación había resultado floja. Habían visto otras mucho mejores. A André Marty no le importaban las injurias. Muchos hombres le habían maldecido, al fin y al cabo. Sentía piedad de todos, sinceramente, como seres humanos. Era algo que se repetía a menudo y era una de las pocas ideas sanas que le quedaban y que fuera realmente suya.

Siguió sentado allí, con los ojos fijos en el mapa, hacia el que apuntaban también las guías de sus bigotes; aquel mapa que no comprendería nunca, con los círculos de color castaño finos como la tela de una araña. Podía discernir las cimas y los valles, pero no comprendía en absoluto por qué era preciso elegir esa cima o aquel valle. En el Estado Mayor, donde, gracias al régimen de los comisarios políticos, tenía derecho a intervenir, sabía poner el dedo sobre tal o cual lugar numerado, rodeado de un círculo castaño, en medio de las manchas verdes de los bosques, cortado por las líneas de las carreteras que corrían paralelas a las líneas sinuosas de los ríos, y decir: «Aquí. Este es el punto vulnerable.»

Gall y Copie, que eran los dos políticos y hombres ambiciosos, asentían y, más tarde, hombres que nunca habían visto el mapa, y a quienes habían dicho el número de la cota antes de salir, treparían por las laderas en busca de su muerte, a menos que, detenidos por el fuego de las ametralladoras ocultas entre los olivares no la alcanzasen jamás. Podía suceder asimismo que en otros frentes trepasen fácilmente para descubrir que no habían mejorado en nada su posición anterior. Pero cuando Marty ponía el dedo sobre el mapa en el Estado Mayor de Golz, los músculos de la mandíbula del general de cráneo lleno de cicatrices y rostro blanco se crispaban, mientras se decía para sí: «Debiera matarte, André Marty, antes de consentir que pusieras tu inmundo dedo sobre uno de mis mapas. Maldito seas por todos los hombres que has hecho morir mezclándote en cosas que no conocías. Maldito sea el día en que se dio tu nombre a la fábrica de tractores, a las aldeas, a las cooperativas, convirtiéndote en un símbolo al que yo no puedo tocar. Vete a otra parte a sospechar, a exhortar, a intervenir, a denunciar y a asesinar, y deja en paz mi Estado Mayor.»

Pero en lugar de decir eso, Golz se limitaba a apartarse de la inmensa mole inclinada sobre el mapa con el dedo extendido, los ojos acuosos, el mostacho de un blanco grisáceo, y el aliento fétido, y decía: «Sí, camarada Marty; comprendo tu punto de vista; pero no está enteramente justificado y no estoy de acuerdo. Puedes pasar sobre mi cadáver, si lo prefieres. Sí, puedes convertirlo en una cuestión de partido, como dices. Pero no estoy de acuerdo.»

Así, pues, André Marty seguía en aquellos momentos sentado, estudiando su mapa, extendido sobre la mesa, a la luz cruda de una bombilla eléctrica sin pantalla suspendida por encima de su cabeza y, consultando las copias de las órdenes de ataque, trataba de buscar el lugar lentamente, cuidadosa y laboriosamente sobre el mapa como un joven oficial que tratara de resolver un problema en un curso preparatorio de Estado Mayor.

Hacía la guerra. Con su pensamiento mandaba las tropas; tenía derecho a intervenir y pensaba que ese derecho era un mando Seguía sentado allí, con la carta de Robert Jordan a Golz en el bolsillo, mientras Gómez y Andrés esperaban en el cuarto de guardia y Robert Jordan estaba tumbado en el bosque, más arriba del puente.

Es más que dudoso que la misión de Andrés hubiera concluido de forma distinta si hubieran podido seguir su camino Gómez y él sin los estorbos impuestos por André Marty. No había nadie en el frente con autoridad bastante para suspender el ataque. El mecanismo se había puesto en movimiento desde hacía demasiado tiempo para que se pudiera detener de golpe. En las operaciones militares, cualesquiera que sean, hay siempre mucha inercia. Pero una vez que esa inercia ha sido sobrepasada y que el mecanismo se ha puesto en marcha, es tan difícil detenerlo como desencadenarlo.

Aquella noche, el anciano, con su boina echada sobre los ojos, permanecía sentado ante la mesa mirando el mapa cuando la puerta se abrió y Karkov, el periodista ruso, entró acompañado de otros dos rusos, vestidos de paisanos, con gorra y chaqueta de cuero. El cabo de guardia lamentó tener que cerrar la puerta detrás de ellos. Karkov había sido el primer hombre de solvencia con quien había podido comunicarse.

—Tovarich Marty —dijo Karkov con su expresión cortés y desdeñosa, mostrando al sonreír su mala dentadura.

Marty se incorporó. No le gustaba Karkov; pero como Karkov era un enviado de
Pravda
y estaba en relación directa con Stalin, era uno de los tres hombres más importantes de España por entonces.

—Tovarich Karkov —contestó.

—¿Estás preparando la ofensiva? —preguntó insolentemente Karkov, haciendo un gesto hacia el mapa.

—La estoy estudiando —respondió Marty.

—¿Eres tú el encargado de dirigirla, o es Golz? —siguió inquiriendo Karkov suavemente.

—No soy más que un simple comisario, como sabes —dijo Marty.

—No —repuso Karkov—; eres muy modesto. Eres un verdadero general. Tienes tu mapa y tus prismáticos. ¿No has sido almirante alguna vez, camarada Marty?

—Fui condestable artillero —contestó Marty. Era una mentira.

En realidad, fue pañolero de proa cuando se amotinó la armada. Pero le gustaba figurarse que había sido condestable artillero.

—¡Ah!, creía que habías sido pañolero de primera —dijo Karkov—. Siempre tengo los datos equivocados. Es propio de periodistas.

Los otros dos rusos no tomaron parte en la conversación. Miraban el mapa por encima del hombro de Marty y de vez en cuando cambiaban alguna que otra palabra en su lengua. Marty y Karkov, después de los primeros saludos, se habían puesto a hablar en francés.

—Es mejor que tus errores no lleguen a
Pravda
—dijo Marty.

Lo dijo bruscamente, tratando de recobrar el aplomo. Karkov le deprimía. La palabra francesa es
dégonfler
, y Karkov le deprimía y le irritaba. Cuando Karkov hablaba, le costaba trabajo recordar su propia importancia dentro del partido. Le costaba trabajo recordar que era también intocable. Karkov parecía que le tocase siempre ligeramente, con suaves botonazos, aunque podía tocarle todo lo que se le antojara. Ahora, Karkov decía:

—Lo corrijo por lo general antes de enviar nada a
Pravda
. Tengo mucho cuidado con
Pravda
. Dime, camarada Marty, ¿has oído hablar de un mensaje para Golz de uno de nuestros grupos de guerrilleros que opera cerca de Segovia? Hay allí un camarada norteamericano, llamado Jordan, de quien debiéramos tener noticias. Se nos ha dicho que ha habido combates detrás de las líneas fascistas. Nuestro camarada ha debido de enviar un mensaje a Golz.

—¿Un norteamericano? —preguntó Marty. Andrés había dicho un inglés. De manera que era él quien estaba equivocado. Pero ¿por qué habían ido a buscarle aquellos idiotas?

—Así es —dijo Karkov, mirándole con desdén—; un joven norteamericano, no muy desarrollado políticamente; pero que se entiende muy bien con los españoles y tiene un expediente muy bueno como guerrillero. Entrégame el despacho, camarada Marty. Ya ha sido detenido bastante tiempo.

—¿Qué despacho? —preguntó Marty.

Era una pregunta estúpida, y lo sabía. Pero no era capaz de confesar tan de prisa que se había equivocado, e hizo la pregunta aunque sólo fuese para retrasar aquel momento de humillación.

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