Por quién doblan las campanas (64 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

—Dame unas pocas más, Anselmo, hombre —dijo. El viejo asintió—. Estamos casi terminando —dijo Robert Jordan. El viejo asintió de nuevo.

Mientras terminaba de sujetar las granadas con alambre, dejó de oír el tiroteo en la parte alta de la carretera. De repente se encontró con que el único ruido que acompañaba su trabajo era el rumor de la corriente. Miró hacia abajo y vio las hirvientes aguas blanquecinas despeñándose por entre las rocas que poco trecho más abajo formaban un remanso de aguas quietas en las que giraba velozmente una cuña que, momentos antes, había dejado escapar. Una trucha se levantó para atrapar algún insecto, formando un círculo en la superficie del agua, muy cercano del lugar en donde giraba la astilla. Mientras retorcía el alambre con la tenaza para mantener las dos granadas en su sitio, vio a través de la armazón metálica del puente la verde ladera de la colina iluminada por el sol. «Hace tres días tenía un color más bien pardusco», pensó.

Salió de la oscuridad fresca del puente hacia el sol brillante, y gritó a Anselmo, que tenía la cara inclinada hacia él:

—Dame el rollo grande de alambre.

«Por amor de Dios, no dejes que se aflojen. Esto las sostendrá sujetas. Quisieras poder atarlas a fondo. Pero con la extensión de hilo que empleas quedará bien», pensó Robert Jordan palpando las clavijas de las granadas. Se aseguró de que las granadas sujetas de lado tenían suficiente espacio para permitir a las cucharas levantarse cuando se tirase de las clavijas (el hilo que las mantenía sujetas pasaba por debajo de las cucharas), luego fijó un trozo de cable a una de las anillas, lo sujetó con el cable principal que pasaba por el anillo de la granada exterior, soltó algunas vueltas del rollo y pasó el hilo al través de una viga de acero. Por último, tendió el rollo a Anselmo:

—Sujétalo bien.

Saltó a lo alto del puente, tomó el rollo de las manos del viejo y retrocedió todo lo deprisa que pudo hacia el sitio donde el centinela yacía en medio de la carretera; sacó el alambre por encima de la balaustrada y fue soltando cable a medida que avanzaba.

—Trae las mochilas —gritó a Anselmo sin detenerse, marchando siempre de espaldas. Al pasar se inclinó para recoger la ametralladora, que colgó otra vez de su hombro.

Fue entonces cuando, al levantar los ojos, vio a lo lejos, en lo alto de la carretera, a los que volvían del puesto de arriba.

Vio que eran cuatro, pero inmediatamente tuvo que ocuparse del hilo de alambre, para que no se enredara en los salientes del puente. Eladio no estaba entre los que volvían.

Llevó el alambre hasta el extremo del puente, hizo un rizo alrededor del último puntal y luego corrió hacia la carretera, hasta un poyo de piedra, en donde se detuvo, cortó el alambre y le entregó el extremo a Anselmo.

—Sujeta eso, viejo. Y ahora, vuelve conmigo al puente. Ve recogiendo el alambre a medida que avanzas. No. Lo haré yo.

Una vez en el puente, soltó el enganche que había hecho unos momentos antes y, dejando el alambre de manera que ya no estuviese enredado en ninguna parte desde el extremo que unía las granadas hasta el que llevaba en la mano, se lo entregó de nuevo a Anselmo.

—Lleva esto hasta esa piedra que está allí. Sujétalo con firmeza, pero sin tirar; no hagas fuerza. Cuando tengas que tirar, tira fuerte, de golpe, y el puente volará. ¿Comprendes?

—Sí.

—Llévalo suavemente, pero no lo dejes que se arrastre para que no se enrede. Sujétalo fuerte, pero no tires hasta que tengas que tirar de golpe. ¿Comprendes?

—Sí.

—Cuando tires, tira de golpe, no poco a poco.

Mientras hablaba, Robert Jordan seguía mirando hacia arriba por la carretera, en donde estaban los restos de la banda de Pilar. Estaban muy cerca ya y vio que a Fernando le sostenían Primitivo y Rafael. Parecía que le hubiesen herido en la ingle, porque se sujetaba el vientre con las dos manos, mientras el hombre y el muchacho le sostenían por las axilas. Arrastraba la pierna derecha y el zapato se deslizaba de costado, rozando el suelo. Pilar subía la cuesta camino del bosque, llevando al hombro tres fusiles. Robert Jordan no podía verle la cara, pero ella iba con la cabeza erguida y andaba todo lo de prisa que podía.

—¿Cómo va eso? —gritó Primitivo.

—Bien, casi hemos acabado —contestó Robert Jordan, gritando también.

No era menester preguntar cómo les había ido a ellos. En el momento que apartó la vista del grupo estaban todos a la altura de la cuneta y Fernando movía la cabeza cuando los otros dos querían hacerle subir por la pendiente.

—Dadme un fusil y dejadme aquí —le oyó decir Robert Jordan con voz débil.

—No, hombre; te llevaremos hasta donde están los caballos.

—¿Y para qué quiero yo un caballo? —contestó Fernando—. Estoy bien aquí.

Robert Jordan no pudo oír lo que siguieron diciendo, porque se puso a hablar a Anselmo.

—Hazlo saltar si vienen tanques —dijo al viejo—; pero solamente si están ya sobre el puente. Hazlo saltar si aparecen coches blindados. Pero si los tienes ya del todo encima. Si se trata de otra cosa, Pablo se encargará de detenerlos.

—No voy a volar el puente mientras estés tú debajo.

—No te cuides de mí. Hazlo saltar en caso de que sea necesario. Voy a sujetar el otro alambre y vuelvo. Luego lo volaremos juntos.

Salió corriendo hacia el centro del puente.

Anselmo vio a Robert Jordan correr por el puente con el rollo de alambre debajo del brazo, las tenazas colgadas de la muñeca y la ametralladora a la espalda. Le vio trepar por la barandilla y desaparecer, con el hilo en la mano derecha. Anselmo se acurrucó detrás de un poyo de piedra y se puso a mirar la carretera y el terreno más allá del puente. A mitad de camino entre el puente y él estaba el centinela, que parecía más aplastado sobre la superficie lisa de la carretera, ahora que el sol le daba en la espalda. El fusil estaba en el suelo con la bayoneta calada apuntando hacia Anselmo. El viejo miró más allá del puente, sombreado por los vástagos de la barandilla, hasta el lugar en que la carretera torcía hacia la izquierda, siguiendo la garganta, y volvía a torcer para desaparecer tras la pared rocosa. Miró la garita más alejada, iluminada por el sol, y luego, siempre con el hilo en la mano, volvió la cabeza hacia donde estaba Fernando hablando con Primitivo y el gitano.

—Dejadme aquí —decía Fernando—; me duele mucho y tengo una hemorragia interna. Lo siento cada vez que me muevo.

—Déjanos llevarte allí arriba —dijo Primitivo—. Échanos los brazos por el cuello, que vamos a cogerte por las piernas.

—Es inútil —dijo Fernando—; ponedme ahí detrás de una piedra. Aquí soy tan útil como arriba.

—Pero ¿y cuando tengamos que irnos? —preguntó Primitivo.

—Déjame aquí —dijo Fernando—; no se puede andar conmigo tal como estoy. Así que tendréis un caballo más; estoy muy bien aquí. Y ellos no tardarán en llegar.

—Podríamos subirte fácilmente hasta lo alto del cerro —dijo el gitano. Sentía a todas luces prisa por marcharse, como Primitivo. Pero como le habían llevado ya hasta allí, no querían dejarle.

—No —dijo Fernando—; estoy muy bien aquí. ¿Qué le ha pasado a Eladio?

El gitano se llevó un dedo a la cabeza para indicar el sitio de la herida:

—Aquí —dijo—; después que tú. Cuando cargamos contra ellos.

—Dejadme —dijo Fernando.

Anselmo veía que Fernando estaba padeciendo mucho. Se sujetaba la ingle con las dos manos. Tenía la cabeza apoyada contra la ladera, las piernas extendidas ante él y su cara estaba gris y transida de sudor.

—Dejadme ya; haced el favor. Os lo ruego —dijo. Sus ojos estaban cerrados por el dolor y los labios le temblaban—: Estoy bien aquí.

—Aquí tienes un fusil y algunas balas —dijo Primitivo.

—¿Es mi fusil? —preguntó Fernando, sin abrir los ojos.

—No. Pilar tiene el tuyo —dijo Primitivo—. Este es el mío.

—Hubiese preferido el mío —dijo Fernando—; le conozco mejor.

—Yo te lo traeré —dijo el gitano, mintiendo a conciencia—. Ten éste mientras tanto.

—Estoy muy bien situado aquí —dijo Fernando—; tanto para cubrir la carretera como para el puente. —Abrió los ojos, volvió la cabeza y miró al otro lado del puente; luego volvió a cerrarlos al sentir un nuevo acceso de dolor.

El gitano se golpeó la cabeza y con el pulgar hizo un gesto a Primitivo para marcharse.

—Volveremos a buscarte —dijo Primitivo. Y se puso a subir la cuesta detrás del gitano, que trepaba rápidamente.

Fernando se pegó a la pendiente. Delante de él había una de esas piedras blancas que señalan el borde de la carretera. Tenía la cabeza a la sombra, pero el sol daba sobre su herida taponada y vendada y sobre sus manos arqueadas que la cubrían. Las piernas y los pies también los tenía al sol. El fusil estaba a su lado y había tres cargadores que brillaban al sol cerca del fusil. Una mosca se puso a pasearse por su mano, pero no sentía el cosquilleo por el dolor.

—Fernando —gritó Anselmo, desde el sitio en donde estaba acurrucado con el alambre en la mano.

Había hecho una lazada y se la había puesto alrededor de la muñeca.

—Fernando —gritó nuevamente.

Fernando abrió los ojos y le miró.

—¿Cómo va eso? —preguntó Fernando.

—Muy bien —dijo Anselmo—. Dentro de un minuto vamos a hacerlo saltar.

—Me alegro. Si os hago falta, para lo que sea, decídmelo —dijo Fernando.

Y cerró los ojos abrumado por el dolor.

Anselmo apartó la mirada y se puso a observar el puente.

Esperaba el momento en que el rollo de alambre fuese arrojado sobre el puente, seguido por la cabeza bronceada del inglés que volvería a subir. Al mismo tiempo miraba más allá del puente para ver si aparecía algo por el recodo de la carretera. No tenía miedo de nada; no había tenido miedo de nada aquel día. «Fue todo tan rápido y tan normal —pensó—. No me gustó matar al centinela y me impresionó; pero ahora ya ha pasado todo. ¿Cómo pudo decir el inglés que disparar sobre un hombre es lo mismo que disparar sobre un animal? En la caza sentí siempre alegría y nunca tuve la sensación de hacer daño. Pero matar al hombre causa la misma sensación que si se pega a un hermano cuando se es mayor. Y disparar varias veces para matarle... No, no pienses en ello. Te ha producido demasiada emoción y has llorado como una mujer, al correr por el puente. Ahora todo se ha acabado. Y podrás tratar de expiar eso y todo lo demás. Ahora tienes lo que pedías ayer por la noche, al cruzar los montes, de regreso a la cueva. Estás en el combate y eso no te plantea ningún problema. Si muero esta mañana, todo estará bien.»

Miró a Fernando, tendido contra la pendiente, con las manos arqueadas por encima del vientre, los labios azulados, los ojos cerrados, la respiración pesada y lenta, y pensó: «Si muero, que sea de prisa. No, he dicho que no pediría nada si conseguía hoy lo que hacía falta. Así es que no pido nada. ¿Entendido? No pido nada de ninguna manera. Dame lo que te he pedido y abandono todo lo demás a tu voluntad.»

Escuchó el fragor lejano de la batalla en el puerto, y se dijo: «Verdaderamente, hoy es un gran día. Es preciso que piense y que sepa qué clase de día es.»

Pero no abrigaba alegría ni entusiasmo en su corazón. Todo aquello había pasado y sólo quedaba la calma. Y ahora, acurrucado detrás del poyo, con una lazada de hierro en sus manos y otra alrededor de su muñeca y la gravilla del borde de la carretera bajo sus rodillas, no se sentía aislado, no se sentía solo en absoluto. Estaba unido al hilo de hierro que tenía en la mano, unido al puente y unido a las cargas que el inglés había colocado. Estaba unido al inglés, que trabajaba debajo del puente; estaba unido a toda la batalla y estaba unido a la República. Pero no sentía entusiasmo. Todo estaba tranquilo. El sol le daba en la nuca y en los hombros, y cuando levantó los ojos vio el cielo sin una nube y la pendiente de la montaña que se levantaba tras la garganta, y no se sintió dichoso, pero tampoco solo ni asustado.

En lo alto de la cuesta, Pilar, acurrucada detrás de un árbol, observaba el fragmento de carretera que descendía del puerto. Tenía tres fusiles cargados y tendió uno de ellos a Primitivo cuando éste fue a colocarse a su lado.

—Ponte ahí —le dijo—, detrás de ese árbol. Tú, gitano, más abajo —y señaló un árbol más abajo—. ¿Ha muerto?

—No. Todavía no —dijo Primitivo.

—¡Qué mala suerte! —dijo Pilar—. Si hubiéramos sido dos más, no hubiera sucedido. Fernando debería haberse tumbado detrás de los montones de serrín. ¿Está bien donde le habéis dejado?

Primitivo afirmó con la cabeza.

—Cuando el inglés vuele el puente, ¿llegarán hasta aquí los pedazos? —preguntó el gitano detrás del árbol.

—No lo sé —dijo Pilar—; pero Agustín, con la máquina, está más cerca que tú. El inglés no le hubiera colocado allí si estuviera demasiado cerca.

—Me acuerdo de que cuando hicimos saltar el tren, la lámpara de la locomotora pasó por encima de mi cabeza y los trozos de acero volaban como golondrinas.

—Tienes recuerdos muy poéticos —dijo Pilar—. Como golondrinas. ¡Joder! Oye, gitano, te has portado bien hoy. Ahora, cuidado no vaya a cogerte otra vez el miedo.

—Bueno, yo he preguntado solamente si llegarían hasta aquí los hierros, para saber si tendría que seguir detrás del tronco del árbol —dijo el gitano.

—Quédate ahí —dijo Pilar—. ¿A cuántos has matado?

—Pues a cinco. Dos, aquí, ¿no ves al otro extremo del puente? Mira, fíjate. ¿Ves? —Y señaló con el dedo.— Había ocho en el puesto de Pablo. Estuve vigilando ese puesto por orden del inglés.

Pilar soltó un bufido y luego dijo, encolerizada:

—¿Qué le pasa a ese inglés? ¿Qué porquería está haciendo debajo del puente? ¡Vaya mandanga! ¿Está construyendo un puente o va a volarlo?

Irguió la cabeza y miró a Anselmo acurrucado detrás del poyo.

—¡Eh, viejo! —gritó—; ¿qué es lo que le pasa a ese puerco de inglés?

—Paciencia, mujer —gritó Anselmo, sosteniendo el alambre con suavidad aunque con firmeza entre sus manos—. Está terminando su trabajo.

—La gran puta, ¿por qué tarda tanto?

—Es muy concienzudo —gritó Anselmo—. Es un trabajo científico.

—Me cago en la ciencia —gritó Pilar, con rabia, dirigiéndose al gitano—. Que ese puerco lo vuele, o que no se hable más de eso. María —gritó con voz ronca, dirigiéndose a lo alto de la cuesta—. Tu inglés... —Y soltó una andanada de obscenidades a propósito de los actos imaginarios de Jordan debajo del puente.

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