Por quién doblan las campanas (66 page)

Read Por quién doblan las campanas Online

Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Se acurrucó junto a Agustín, que estaba tumbado en medio de un grupo de abetos detrás de la ametralladora, y vio que venían otros aviones.

—¿Qué pasa ahí abajo? —preguntó Agustín—. ¿Qué está haciendo Pablo? ¿No sabe que lo del puente ha acabado?

—Quizás esté atrapado ahí.

—Entonces, nos iremos. Peor para él.

—Va a venir en seguida, si puede —dijo Robert Jordan—. Debiéramos estar viéndole ya.

—Hace más de cinco minutos que no le oigo —dijo Agustín—. Más de cinco minutos. No. Mira. Ahí está. Sí, es él.

Se oyó el tableteo del fusil automático de caballería. Primero, una serie breve de disparos. Luego otra y, en seguida, una tercera serie de disparos.

—Ahí está ese hijo de puta —dijo Robert Jordan.

Vio llegar más aviones por el alto cielo azul limpio de nubes y observó la expresión de Agustín cuando éste levantó la vista hacia ellos. Luego miró hacia el puente destrozado y el trecho de carretera de más allá que seguía sin nadie. Tosió, escupió y prestó oído al tableteo de la ametralladora pesada, que comenzaba a disparar al otro lado del recodo de la carretera. Parecía hallarse en el mismo sitio que antes.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Agustín—. ¿Qué es esa porquería?

—Ha estado disparando desde antes que volara el puente —dijo Robert Jordan.

Podía ver ahora la corriente de agua mirando por entre los soportes descuajados y distinguir los restos del tramo central colgando en el vacío, semejantes a un mandil de hierro, retorcido. Oyó a los primeros aviones, que estaban descargando sus bombas más arriba del puerto, y vio que acudían otros en la misma dirección. El ruido de los motores parecía llenar el alto cielo y, mirando con atención, distinguió los diminutos y ágiles cazas que iban detrás de ellos, describiendo círculos mucho más altos, entre las nubes.

—No creo que ésos cruzaran las líneas el otro día —dijo Primitivo—. Han debido de ir hacia el Oeste y ahora están volviendo. No se hubiera organizado una ofensiva de haberlos visto.

—La mayor parte de esos aparatos son nuevos —dijo Robert Jordan.

Tenía la impresión de que algo que había comenzado normalmente provocaba de golpe repercusiones enormes, desproporcionadas, gigantescas. Era como si se hubiera arrojado una piedra al agua, la piedra hubiese descrito un círculo y ese círculo se hubiera ido haciendo más grande, rugiendo, hinchándose, abriéndose en círculos más grandes hasta hacerse una montaña de olas. O como si se hubiera gritado y el eco hubiese respondido, desencadenando una tormenta aparatosa, una tormenta mortal. O como si se hubiera golpeado a un hombre, como si el hombre hubiese caído y como si por alguna parte hubieran aparecido otros hombres provistos de armas. Se alegraba de no encontrarse en lo alto del puerto con Golz.

Tumbado en el suelo, junto a Agustín, mirando a los aviones que pasaban, escuchando el tiroteo, vigilando la carretera, esperaba que sucediera algo, aunque no sabía qué, y se sentía aún como entontecido por la sorpresa de no haber muerto en el puente. Había aceptado de manera tan completa el morir, que todo aquello se le antojaba irreal. «Espabila —se dijo—. Deja todo eso. Hay mucho, mucho, mucho que hacer todavía.» Pero no lograba zafarse de aquella especie de entontecimiento y sentía de manera inconsciente que todo aquello se estaba convirtiendo en un sueño.

«Has tragado demasiado humo.» Pero sabía que no era aquello. Se daba muy bien cuenta de hasta qué punto todo aquello era irreal a través de la realidad absoluta. Miró al puente; luego al centinela que yacía sobre la carretera, no lejos del sitio en donde Anselmo yacía también; después, a Fernando, tumbado en la cuesta, y luego volvió a mirar la carretera, oscura y bien asfaltada hasta el camión reventado, y todo aquello le pareció enteramente irreal.

«Sería mejor que dejaras de pensar en esas cosas —reflexionó—. Eres como esos gallos de pelea, que nadie ve la herida que han recibido, y están ya muertos. Estupideces. Estás un poco entontecido; eso es todo, y deprimido por tanta responsabilidad; eso es todo. Tranquilízate.»

Agustín le cogió del brazo para llamar su atención sobre alguna cosa. Miró al otro lado del desfiladero y vio a Pablo. Vieron a Pablo desembocar, corriendo, por el recodo de la carretera. En el ángulo de rocas en que la carretera desaparecía le vieron detenerse, pegarse a la muralla rocosa y disparar con la pequeña ametralladora de caballería, que arrojaba al sol una cascada de cobre brillante. Vieron a Pablo agacharse y disparar otra vez. Luego, sin mirar hacia atrás, volvió a correr, pequeño, con las piernas torcidas y la cabeza inclinada camino del puente.

Robert Jordan apartó a Agustín y se hizo cargo de la gran ametralladora automática. Apuntó cuidadosamente hacia el recodo. Su fusil automático estaba en el suelo, a su izquierda. No le servía para disparar a aquella distancia.

Mientras Pablo corría hacia ellos, Robert Jordan seguía apuntando hacia el recodo; pero nada apareció por él. Pablo, al llegar al puente, se volvió hacia atrás, echó por encima del hombro una mirada rápida, giró hacia la izquierda y descendió por el desfiladero, perdiéndose de vista. Robert Jordan seguía vigilando el recodo, pero nada aparecía. Agustín se irguió sobre sus rodillas. Veía a Pablo deslizándose por el desfiladero como una cabra. Desde que Pablo apareció, el tiroteo había cesado.

—¿Ves algo por allá arriba, entre las rocas? —preguntó Robert Jordan.

—Nada.

Jordan seguía vigilando el recodo. Sabía que el paredón era demasiado abrupto para que pudiera escalarse por aquella parte; pero más abajo la cuesta se hacía más suave y se podía subir dando un rodeo.

Si las cosas habían sido irreales hasta entonces, he aquí que, de repente, se hacían enteramente reales. Era como si el ocular de una máquina fotográfica hubiese encontrado repentinamente su foco. Fue entonces cuando vio el artefacto de hocico anguloso y torrecilla cuadrada, pintado de verde gris y castaño, con su ametralladora apuntada, dando la vuelta al recodo iluminado por el sol. Disparó, y oyó el ruido que hacía la bala al chocar contra la cubierta de acero. El pequeño tanque dio marcha atrás, refugiándose tras la muralla rocosa. Vigilando el recodo, Robert Jordan vio asomar nuevamente la nariz del artefacto, luego el borde de la torrecilla y por último toda la torrecilla, hasta que el cañón de la ametralladora quedó enfilado a lo largo de la carretera.

—Parece un ratón saliendo de su agujero —dijo Agustín—. Mira, inglés.

—No está muy confiado —dijo Robert Jordan.

—Ese es el animal con que Pablo tuvo que pelear —dijo Agustín—. Dispara otra vez.

—No. No puedo hacerle daño. Y no quiero que se dé cuenta de dónde estamos.

El tanque comenzó a disparar sobre la carretera. Las balas rebotaban contra el suelo y resonaban contra los hierros del puente. Era la misma ametralladora que habían oído disparar más abajo.

—Cabrón —dijo Agustín—. Ese es uno de sus famosos tanques, ¿no, inglés?

—Sí, es un «Bebé».

—Cabrón. Si yo tuviese un biberón lleno de gasolina, se lo tiraría encima y le prendería fuego. ¿Qué vamos a hacer, inglés?

—Esperar un poco hasta que se asome de nuevo.

—Y eso es lo que mete tanto miedo —dijo en tono despectivo Agustín—. Mira, inglés. Está matando otra vez a los centinelas.

—Ya que no tiene otro blanco —dijo Robert Jordan Déjale.

Pero para sus adentros pensó: «Búrlate de él, anda. Imagínate que eres tú, que vuelves a un territorio ocupado por los tuyos y que te encuentras con que te disparan en la carretera principal; luego, con que salta un puente. ¿No creerías que había sido minado o bien que se trataba de una trampa? Claro que sí. Así es que hace lo que tiene que hacer. Está aguardando que venga alguien en su ayuda. Entretanto, distrae al enemigo. El enemigo somos nosotros; pero no puede saberlo. Mira al muy hijo de puta.»

El tanquecillo asomaba ligeramente el morro por el recodo.

Entonces vio Agustín aparecer a Pablo, saliendo del desfiladero, y le vio trepar, arrastrándose, con el barbudo rostro lleno de sudor.

—Ahí viene ese hijo de puta —anunció.

—¿Quién?

—Pablo.

Robert Jordan vio a Pablo y comenzó a disparar sobre la torrecilla camuflada del tanquecillo, hacia el punto en donde sabía que tenía que estar la hendidura que servía de mira más abajo de la ametralladora. El tanquecillo retrocedió, desapareció y Jordan recogió el fusil ametrallador, plegó las patas del trípode y se lo echó al hombro. El cañón estaba todavía caliente; tan caliente, que le quemaba la piel. Jordan lo echó hacia atrás, de forma que la culata descansara en la palma de su mano.

—Trae el saco de las municiones y mi pequeña máquina, y date prisa. Vamos.

Robert Jordan subió corriendo por entre los pinos. Agustín iba detrás de él y Pablo un poco más lejos.

—Pilar —gritó Jordan—. Vamos, mujer.

Subían la empinada cuesta todo lo de prisa que podían. No podían correr porque era demasiado empinada. Pablo, que no llevaba más impedimenta que el fusil automático de caballería, llegó pronto hasta ellos.

—¿Y tu gente? —preguntó Agustín a Pablo, con la boca seca.

—Han muerto todos —dijo Pablo. Apenas si podía respirar. Agustín volvió la cabeza y le miró fijamente.

—Ahora tenemos muchos caballos, inglés —dijo Pablo, jadeando.

—Bueno —dijo Robert Jordan. «Este bastardo asesino», pensó.

—¿Qué os ha pasado?

—Nos ha pasado de todo —dijo Pablo, respirando penosamente—. ¿Qué tal le fue a Pilar?

—Ha perdido a Fernando y al hermano.

—Eladio —explicó Agustín.

—¿Y tú? —preguntó Pablo.

—He perdido a Anselmo.

—Hay muchos caballos —dijo Pablo—; tendremos hasta para los equipajes.

Agustín se mordió los labios, miró a Jordan e hizo un movimiento con la cabeza. Debajo de ellos, oculto por los árboles, oyeron al tanque, que volvía a disparar sobre la carretera y el puente. Robert Jordan volvió la cabeza.

—¿Qué fue lo que sucedió, pues? —preguntó a Pablo. Quería evitar mirar a Pablo y olerle, pero quería enterarse.

—No podía salir por allí con ese artefacto —dijo Pablo—. Estábamos atrapados en el puesto. Por fin, se alejó para ir en busca de no sé qué cosa, y yo escapé.

—¿Contra quién disparabas ahí abajo? —preguntó brutalmente Agustín.

Pablo le miró, esbozó una sonrisa, se arrepintió y no dijo nada.

—¿Fuiste tú quien los mató a todos? —preguntó Agustín.

Robert Jordan pensaba: «No te metas en eso. No hay que meterse en ello por el momento. Han hecho todo lo que tú querías e incluso más. Esta es una pelea de tribus. No te metas a juzgar a nadie. ¿Qué podías esperar de un asesino? Estás trabajando con un asesino. No te metas en eso. Ya sabías que lo era antes de empezar. No es ninguna sorpresa. Pero ¡qué cochino bastardo! ¡Qué cochino, inmundo bastardo!»

Le dolía el pecho de la escalada y pensaba que” iba a abrírsele en dos. Al fin, más arriba, entre los árboles, vio los caballos.

—Vamos —decía Agustín—. ¿Por qué no confiesas que fuiste tú quién los mató?

—Calla la boca —dijo Pablo—. He peleado mucho hoy y muy bien. Pregúntaselo al inglés.

—Y ahora, sácanos de aquí —dijo Robert Jordan—. Eres tú el que tenía un plan para sacarnos.

—Tengo un buen plan —dijo Pablo—; con un poco de suerte, todo irá bien.

Empezaba a respirar con más holgura.

—No tendrás intenciones de matarnos, ¿eh? —preguntó Agustín—. Porque estoy dispuesto a matarte yo ahora mismo.

—Cierra el pico —dijo Pablo—; tengo que ocuparme de tus intereses y de los de la banda. Es la guerra. No se puede hacer lo que se quiere.

—Cabrón —dijo Agustín—; te llevas todos los premios.

—Dime qué ocurrió allá abajo —dijo Robert Jordan a Pablo.

—Pasó de todo —contestó Pablo. Respiraba trabajosamente, como si le doliera el pecho, pero podía hablar con claridad. Su cara y su cráneo estaban empapados de sudor y tenía los hombros y el pecho asimismo empapados. Miró a Robert Jordan con precaución, para ver si no se mostraba realmente hostil, y luego sonrió—: Me pasó de todo —dijo—. Primero tomamos el puesto. Después apareció un motociclista. Después, otro. Después, una ambulancia. Luego, un camión. Más tarde llegó el tanque. Un momento antes de que tú volaras el puente.

—¿Y luego?

—El tanque no podía alcanzarnos, pero tampoco podíamos salir porque dominaba la carretera. Por fin se marchó, y entonces pude salir.

—¿Y tu gente? —preguntó Agustín, buscando todavía camorra.

—Cállate —dijo Pablo, mirándole a la cara, y su cara era la de un hombre que se había batido bien antes de que sucediera lo otro—. No eran de nuestra banda.

Podían ver ahora a los caballos atados a los árboles. El sol les daba de lleno por entre las ramas y los animales, inquietos, sacudían la cabeza y tiraban de las trabas. Robert Jordan vio a María y un instante después la estrechaba entre sus brazos. La abrazó con tanta vehemencia, que el tapallamas del fusil ametrallador se le hundió en las costillas. María dijo:

—Roberto, tú. Tú. Tú.

—Sí, conejito, conejito mío. Ahora nos iremos de aquí.

—Pero ¿eres tú de verdad?

—Sí, sí, de verdad.

No había pensado nunca que pudiera llegarse a saber que una mujer podía existir durante una batalla ni que ninguna parte de sí mismo pudiera saberlo o responder a ello; ni que, si había realmente una mujer, pudiera tener pequeños senos redondos y duros apretados contra uno, a través de una camisa; ni que se pudiera tener conciencia de esos senos durante una batalla. «Pero es verdad —pensó—. Y es bueno. Es bueno. No hubiera creído jamás en esto.» La apretó contra él, fuerte, muy fuerte, pero no la miró y le dio un cachete en un lugar donde no se lo había dado nunca, diciéndole:

—Sube a ese caballo, guapa.

Luego desataron las bridas. Robert Jordan había devuelto el arma automática a Agustín y había cogido su fusil ametrallador, cargándoselo al hombro. Sacó las granadas de los bolsillos para meterlas en las alforjas; luego metió una de las mochilas vacías en la otra y las ató detrás de la montura. Pilar llegó tan agotada por la cuesta, que no podía hablar más que por gestos.

Pablo metió en unas alforjas las tres maniotas que tenía en la mano, se irguió y dijo: —¿Qué tal, mujer? Ella le contestó con un gesto para tranquilizarle, y todos montaron en los caballos.

Robert Jordan iba sobre el gran tordillo, que había visto por vez primera la víspera, por la mañana, bajo la nieve, y sus piernas y manos sentían lo que valía aquel magnífico caballo.

Other books

The Bones Will Speak by Carrie Stuart Parks
Seducing Santa by Dahlia Rose
Gluttony: A Dictionary for the Indulgent by Adams Media Corporation
Stormchild by Bernard Cornwell
Unseen by Mari Jungstedt
Miles to Go by Miley Cyrus
Lauraine Snelling by Whispers in the Wind
The Melting Sea by Erin Hunter
Dancing with the Dragon (2002) by Weber, Joe - Dalton, Sullivan 02