Por quién doblan las campanas (60 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Más adelante el tráfico se había detenido y la motocicleta fue dejando atrás los camiones, las ambulancias, los coches del Estado Mayor y los carros blindados, que parecían pesadas tortugas de metal erizadas de cañones en medio del polvo que aún no había llegado a posarse, hasta que llegaron a otro control, que se encontraba en donde se había producido la colisión. Un camión no había visto detenerse al camión que iba delante de él y había chocado con él, destrozando su parte posterior y desparramando por la carretera las cajas de municiones para armas ligeras que formaban su cargamento. Una caja se había roto al caer, y cuando Gómez y Andrés descendieron haciendo rodar su motocicleta delante de ellos, entre los vehículos inmovilizados, para enseñar sus salvoconductos, Andrés pisó los estuches de cobre de los millares de cartuchos esparcidos por el polvo. El segundo camión tenía el radiador completamente aplastado. El siguiente estaba pegado a la puerta trasera del anterior. Un centenar más se habían quedado inmovilizados detrás y un oficial, calzado con botas altas, corría remontando la fila y gritando a los conductores que retrocediesen para que pudieran sacar de la carretera el camión aplastado.

Había demasiados camiones para que ello fuese posible y pudieran retroceder los conductores, a menos que el oficial no llegase al final de la fila, que no cesaba de alargarse, y que le impedía avanzar. Andrés le vio correr, tropezando, con su linterna eléctrica, gritando, blasfemando, mientras los camiones seguían llegando.

Los hombres del control no querían devolverle el salvoconducto. Eran dos, con sus fusiles al hombro, y gritando también. El que llevaba el salvoconducto en la mano atravesó la carretera para acercarse a un camión que bajaba y pedirle que fuese al próximo control, a fin de que se diera orden de retener a todos los camiones hasta que pudiera despejarse el embotellamiento. El conductor del camión escuchó lo que se le decía y prosiguió su camino. Luego, siempre con el salvoconducto en la mano, el hombre del control volvió a gritar al conductor del camión cuya carga se había desparramado.

—Deja eso y avanza, por amor de Dios, para que podamos quitar todo eso.

—Tengo rota la transmisión —explicó el conductor, inclinado sobre la trasera de su camión.

—Me cago en tu transmisión. Adelante, te he dicho.

—No se puede andar con una transmisión rota —dijo el conductor, siempre inclinado sobre la parte posterior del camión.

—Entonces, que te remolquen para que podamos sacar del camión esa porquería.

El conductor le lanzó una mirada furiosa mientras el hombre del control enfocaba con su linterna eléctrica la parte trasera del camión.

—Adelante. Adelante —gritaba, llevando el salvoconducto en la mano.

—¿Y mi salvoconducto? —preguntó Gómez—. Mi salvoconducto. Tenemos prisa.

—Vete al diablo con tu salvoconducto —dijo el hombre. Se lo tendió y atravesó la carretera corriendo, para detener a un camión que descendía.

—Da la vuelta al llegar al cruce y ponte en posición para remolcar a este camión averiado —dijo al conductor.

—Mis órdenes son...

—Me cago en tus órdenes. Haz lo que te he dicho.

El conductor puso en marcha el vehículo y siguió carretera adelante, perdiéndose de vista.

Mientras Gómez ponía en marcha su motocicleta y avanzaba por la carretera, despejada en un largo trecho una vez rebasado el lugar de la colisión, Andrés, agarrado de nuevo a su asiento, pudo ver al hombre del control, que detenía otro vehículo, y al conductor, que sacaba la cabeza de la cabina para oír lo que le decía.

Corría rápidamente, devorando la carretera, que ascendía regularmente hacia la Sierra. Toda la circulación en el mismo sentido que llevaban ellos había quedado inmovilizada en el control y sólo pasaban los camiones que descendían, que pasaban y seguían pasando a su izquierda, mientras la motocicleta subía rápida y regularmente hasta que alcanzó la columna de vehículos que había podido pasar el control antes del accidente.

Siempre con las luces apagadas, rebasaron cuatro automóviles blindados y luego una larga fila de camiones cargados de tropas. Los soldados iban silenciosos en la oscuridad. Al principio Andrés sólo sentía su presencia por encima de él, en lo alto de los camiones a través del polvo. Luego un coche del Estado Mayor intentó abrirse paso haciendo sonar su bocina y encendiendo y apagando los faros en rápida sucesión, y Andrés vio a la luz de éstos a los soldados con los cascos de metal, los fusiles enhiestos y las ametralladoras, apuntando hacia el cielo sombrío, recortarse nítidamente en la noche para volver de nuevo a desaparecer cuando las luces de los faros se apagaban. Hubo un momento, al pasar cerca de un camión de soldados, en que pudo ver su rostro triste e inmóvil a la súbita luz. Bajo los cascos de metal, viajando en la oscuridad hacia algo que sólo sabían que era un ataque, cada uno de aquellos rostros iba contraído por una preocupación particular, y la luz los revelaba tal y como eran, de un modo como no hubiesen aparecido a la luz del día, porque hubieran tenido miedo de mostrarse así los unos a los otros, hasta el momento en que el bombardeo o el ataque comenzasen y nadie pensara ya más en la cara que tenía que poner.

Al pasar Andrés por delante de ellos, camión tras camión, con Gómez siempre hábilmente delante del coche del Estado Mayor, no se hizo semejantes reflexiones sobre aquellas caras. Pensaba solamente: «¡Qué ejército! ¡Qué equipo! ¡Qué motorización! ¡Vaya gente! Míralos. Ese es el ejército de la República. Míralos, camión tras camión. Todos con el mismo uniforme. Todos con casco de metal en la cabeza. Mira esas máquinas apuntando para recibir a los aviones. Mira qué ejército han organizado.»

Y la motocicleta pasaba ante los altos camiones grises, repletos de soldados, camiones grises de cabinas cuadradas, de feos motores cuadrados, ascendiendo regularmente por la carretera, entre el polvo y la luz intermitente del coche del Estado Mayor que seguía. La estrella roja del ejército aparecía al resplandor de los focos cuando éstos alumbraban la parte trasera de los camiones, o se dejaba ver en los flancos polvorientos, cuando la luz los barría, y los camiones rodaban, ascendían regularmente en el aire, que se hacía cada vez más frío por la carretera, que se retorcía y zigzagueaba, resoplando y gruñendo, algunos despidiendo humo a la luz de los faros. La moto subía también con esfuerzo. Y Andrés, agarrado al asiento, pensaba mientras ascendía que aquel viaje en moto era mucho, mucho. No había ido en moto nunca hasta entonces, y ascendía por la montaña en medio de todo aquel movimiento que se encaminaba al ataque, y al subir se daba cuenta de que ya no era cosa de preguntarse si llegaría a tiempo para ocupar los puestos. En aquel tráfago y aquella confusión, podría tenerse por hombre afortunado si estaba de regreso al día siguiente por la noche. No había visto nunca una ofensiva ni los preparativos de una ofensiva, y mientras subían por la carretera, se maravillaba de la potencia y del tamaño de aquel ejército que había creado la República.

Corrían por una carretera que iba ascendiendo rápidamente por el flanco de la montaña y, al acercarse a la cima, la pendiente se hizo tan abrupta que Gómez le pidió que se bajase de la moto, y juntos la empujaron hasta el final. A la izquierda, nada más pasar el punto más alto, había una curva en donde los coches podían dar la vuelta y cambiar de dirección y se veían luces parpadeantes ante un gran edificio de piedra que se levantaba, grande y oscuro, contra el cielo nocturno.

—Vamos a preguntar dónde está el Cuartel General —dijo Gómez a Andrés. Empujaron la moto hasta llegar a donde estaban los dos centinelas apostados delante de la puerta cerrada del gran edificio de piedra. Gómez estaba apoyando ya la motocicleta contra el muro cuando un motociclista con chaquetón de cuero se perfiló en el recuadro de una puerta que daba acceso al interior luminoso del edificio. Llevaba una cartera al hombro y un máuser golpeándole la cadera. Cuando la puerta se volvió a cerrar, el hombre buscó su moto en la oscuridad, al lado de la entrada, la empujó hasta ponerla en marcha y salió zumbando carretera abajo.

Gómez se acercó a la puerta y se dirigió a uno de los centinelas.

—Capitán Gómez, de la 65 brigada —dijo—. ¿Puedes decirme dónde encontraré el Cuartel General del general Golz, comandante de la 35 división?

—Aquí no es —dijo el centinela.

—¿Qué es esto?

—La comandancia.

—¿Qué comandancia?

—Pues la comandancia.

—¿La comandancia de qué?

—¿Quién eres tú para hacer tantas preguntas? —preguntó el centinela a Gómez en la oscuridad.

Allí, en lo alto del puerto, el cielo estaba muy claro y sembrado de estrellas, y Andrés, ya que había salido de la polvareda, podía ver claramente en la noche. Por debajo de ellos, donde la carretera torcía a la derecha, Andrés podía discernir claramente la silueta de los camiones y de los coches que circulaban dibujándose contra el horizonte.

—Soy el capitán Rogelio Gómez, del primer batallón de la 65 brigada y pregunto dónde está el Cuartel General del general Golz —dijo Gómez.

El centinela entreabrió la puerta.

—Llamad al cabo de guardia —gritó hacia el interior.

En ese momento, un gran automóvil del Estado Mayor dio la vuelta a la curva y se dirigió hacia el gran edificio de piedra, ante el cual aguardaban Andrés y Gómez a que apareciese el cabo de guardia. El coche se acercó y se detuvo ante la puerta.

Un hombre grande, viejo, pesado, con una gran boina caqui como la que llevan los
chasseurs à pied
del ejército francés, con un abrigo gris, un mapa en la mano y una pistola sujeta alrededor de su abrigo por una correa, salió del asiento posterior del coche, acompañado de otros dos hombres con uniforme de las Brigadas Internacionales.

El viejo habló en francés con su chófer, ordenándole que se apartase de la puerta y llevara el coche al refugio. Andrés no entendía el francés, pero Gómez, que había sido barbero, sabía algunas palabras.

Al acercarse a la puerta, con los otros dos oficiales, Gómez vio su rostro claramente al ser iluminado y le reconoció. Le había visto en reuniones políticas y había leído con frecuencia artículos suyos traducidos del francés en
Mundo Obrero
. Reconoció las pobladas cejas, los ojos grises acuosos, el mentón y la doble papada, como pertenecientes a una de las primeras figuras de los grandes revolucionarios modernos de Francia; era el hombre que había encabezado el motín de la flota francesa en el Mar Negro. Gómez conocía la alta situación política que ocupaba aquel hombre en las Brigadas Internacionales y sabía que tal persona tenía que conocer dónde se encontraba el Cuartel General de Golz y podía encaminarlos. Lo que no sabía era en lo que aquel hombre se había convertido con el tiempo, las desilusiones, las amarguras domésticas y políticas y la ambición defraudada, y que dirigirse a él era una de las cosas más peligrosas que podían hacerse. Ignorando todo esto, se dirigió hacia el hombre, le saludó, levantando el puño, y dijo:

—Camarada Marty, somos portadores de un mensaje para el general Golz. ¿Puede usted indicarnos su Cuartel General? Es urgente.

El anciano, grande y pesado, miró a Gómez inclinando la cabeza y escrutándole con toda la atención de sus ojos acuosos. Incluso en el frente, a la luz de una bombilla eléctrica desnuda y cuando acababa de hacer un viaje en coche descubierto y en una noche fresca, su rostro gris tenía aire de decrepitud. Su cara parecía modelada con esos desechos que se encuentran debajo de las patas de los leones muy viejos.

—¿Tienes qué, camarada? —preguntó a Gómez. Hablaba el español con un fuerte acento catalán. Echó una mirada de reojo a Andrés y volvió a fijar la vista en Gómez.

—Un mensaje para el general Golz, que tengo que entregar en su Cuartel General, camarada.

—¿De dónde procede eso, camarada?

—De más allá de las líneas fascistas —dijo Gómez.

André Marty extendió la mano para tomar el mensaje y los otros papeles. Les echó una ojeada y se los guardó en el bolsillo.

—Detened a los dos —dijo al cabo de guardia—; registradlos y traédmelos cuando yo lo ordene.

Con el mensaje en el bolsillo, el anciano penetró en el interior del gran edificio de piedra.

En el cuarto de guardia Gómez y Andrés fueron registrados.

—¿Qué le pasa a ese hombre? —preguntó Gómez a uno de los guardias.

—Está loco —dijo el guardia.

—No; es una figura política muy importante —dijo Gómez—. Es el comisario supremo de las Brigadas Internacionales.

—A pesar de eso, está loco —insistió el cabo—. ¿Qué hacíais detrás de las líneas fascistas?

—Este camarada es un guerrillero de por allí —dijo Gómez, mientras el hombre le registraba—. Trae un mensaje para el general Golz. Ten mucho cuidado con mis papeles. Guárdame bien el dinero, y esa bala, atada con un hilo; es de mi primera herida en el Guadarrama.

—No te preocupes —contestó el cabo—; todo se guardará en este cajón. ¿Por qué no me preguntaste a mí dónde estaba Golz?

—Quisimos hacerlo. Pregunté al centinela y él te llamó.

—Pero llegó el loco y le preguntasteis a él. Nadie debiera preguntarle nada. Está loco. Tu Golz está a tres kilómetros de aquí, a la derecha de estos peñascos, en lo alto de la carretera.

—¿No podrías dejar que nos fuéramos?

—No. Me va la cabeza. Tengo que conduciros a presencia del loco. Y además, él tiene tu mensaje.

—Pero ¿no podrías avisar a alguien?

—Sí —dijo el cabo—; se lo diré al primer responsable que me tropiece. Todos saben que está loco.

—Siempre le había tenido por una gran figura —comentó Gómez—. Por una de las glorias de Francia.

—Puede que sea una gloria y todo lo que tú quieras —dijo el cabo, poniendo una mano sobre el hombro de Andrés—; pero está más loco que una cabra. Tiene la manía de fusilar a la gente.

—¿Fusilarlos? ¿En serio?

—Como lo oyes —dijo el cabo—. Ese viejo mata más que la peste bubónica. Pero no mata a los fascistas, como hacemos nosotros. ¡Qué va! Ni en broma. Mata a bichos raros. Trotskistas, desviacionistas, toda clase de bichos raros.

Andrés no comprendía nada de aquello.

—Cuando estábamos en El Escorial fusilamos no sé cuantos tipos por orden suya —dijo el cabo—. Siempre nos tocó a nosotros fusilar. Los de las Brigadas no querían fusilar a sus hombres, sobre todo, los franceses. Para evitar dificultades, siempre fusilábamos nosotros. Nosotros fusilábamos a los franceses. Nosotros fusilábamos a los belgas. Nosotros fusilábamos a otros de distintas nacionalidades. De todas las clases. Tiene la manía de fusilar gente. Siempre por cuestiones políticas. Está loco. Purifica más que el salvarsán.

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